“Me gusta que desbarren. Ese es el
único privilegio de que goza el ser humano sobre los demás organismos.
Desbarrando se puede llegar hasta la verdad. Porque desbarro, soy un ser
humano. A ninguna verdad se ha llegado nunca sin haber errado antes catorce
veces, o quizá ciento catorce, y eso es un honor hasta cierto punto” (Dostoievski,
Crimen y castigo, Cátedra. Pág.
297).
Hay que ver para
cuánto da una mancha. Sin duda, para atisbar una subversión. La subversión de una
relación de dominio que, desde hace siglos y siglos, la vertiente masculina de
la existencia trata de imponer al lenguaje y, consiguientemente, a toda
realidad. Partiendo de esa mancha, Virginia Wolf quiebra diferentes realidades
objetivas, creencias estéticas, consistencias institucionales, en definitiva,
alguno de los fundamentos de una civilización erigida a lo largo de la historia
por los discursos del amo masculino, esos discursos enquistados en una extraña aquiescencia
que les permite someter, de forma sibilina, la vida, no solo de las mujeres,
sino de los seres humanos en general. La cuestión se dirime dentro del
lenguaje. La autora opone, al asentamiento monolítico de esos discursos y a sus
más que cuestionables fundamentos “lógicos” y jerárquicos, el discurrir
metonímico y simple de una asociación libre, o si se quiere, de un monólogo
interior y hasta de un desbarre que, además de agrietar aquellos discursos y
aquellas realidades, nos permite intuir la posibilidad de habitar de otro modo
el lenguaje y articular, así, una relación diferente entre el sujeto y el
mundo.
El almanaque de Whittaker
es el registro paradigmático de esos discursos monolíticos donde la jerarquía
masculina pretende constituirse como ley, como las Sagradas Escrituras redactadas
por el amo y dios masculino. Pero lo importante es que el cuestionamiento se
hace desde el mismo centro del lenguaje que esos discursos quieren someter. Lo
que pudiera parecer un desvarío que parte de una mancha, finalmente se revela
como principio de una posición ética esencial: si el discurso conforma
realidades, el cuento señala de forma implícita que habría al menos dos
posibilidades de vivir en el lenguaje: una que nos clausura en el interior de
los signos cerrados, pretendidamente irrompibles, escritos por el amo
masculino, por los jerarcas de turno y por la razón excluyente que impide la
apertura de esos signos a una auténtica dialéctica; y la otra forma de habitar
el lenguaje es la que muestra la autora, posicionándose como sierva del mismo, dejándose
llevar por él, propiciando una dialéctica abierta donde las realidades nunca podrán
tener la consistencia de la objetividad, sino la sabiduría de que toda realidad
es cambiable porque, a fin de cuentas, cualquier discurso no pasa de ser una
ficción. La propuesta de Virginia Wolf es, por decirlo sintéticamente, la de un
tránsito que nos llevaría del objeto a la ficción, del conocimiento a la sabiduría.
Habría todavía otra
derivación ética implícita también en el relato. Y es que, o bien aceptamos
posicionarnos cómodamente como sujetos psicológicos de la percepción, para quien los objetos y los signos
cerrados son el sustento imprescindible para la vida, un sujeto, a fin de
cuentas, cartesiano que dibuja el mundo y se posiciona en el “pienso, luego
soy”, o bien nos arriesgamos a aceptar la libertad, asumiendo que el sujeto
libre “es” donde no tiene voluntad de dominio sobre el mundo, donde las
palabras no cargan cosas, y asume que, más que mirar el mundo, el mundo lo mira
a él, como la mancha a Virginia Wolf. Esa mancha la detiene, la captura, la
divide, a la vez que es todo un resorte para el fluir del lenguaje. Es la
subversión del orden gramatical tradicional. Ante la mirada de la mancha, esta
mujer no se aliena a los signos cerrados que ordenan el mundo, por el
contrario, esos signos quedan destituidos, trastocados, por el fluir lenguaraz,
y por qué no decirlo, insolente, de un lenguaje que, partiendo de lo que es una
pura falta, un sinsentido, la mancha en la pared, no tiene ningún lugar fijo
como horizonte.
El arte puede ser un buen auxilio para ilustrar la
cuestión. Y podemos empezar trayendo a colación una frase del mismo relato: “Dejaron esta casa porque querían cambiar el
estilo de sus muebles, eso fue lo que él dijo, y estaba él en trance de decir
que, a su parecer, el arte debe tener ideas detrás…”. ¿Hemos de dar por
sentado que el arte ha de tener alguna idea objetiva detrás? ¿Es el arte una
cuestión únicamente estética o tiene una vertiente ética? Y trasladando esta
pregunta a la vida, ¿tiene la vida un sustento auténticamente objetivo que justifique
otorgarle alguna verosimilitud a las jerarquías registradas en tablas como las
de Whitaker? Estas preguntas, así como la estructura del relato, me llevan, de
forma insistente, al recuerdo de Las
Meninas de Velázquez. Dado que se trata de la mirada de una mancha, hay que
pensar cómo Virginia Wolf construye este pequeño cuento. Nosotros, como
lectores, no sabemos el auténtico objeto de lo que ella ve. Lo llama mancha. Igual
que hace ella, podemos especular lo que queramos al respecto. Lo mismo ocurre
en el cuadro de Velázquez, no sabemos lo que pinta en su lienzo, aunque podemos
especular sobre montones de ideas. Pero hay que aceptar que ese no saber la
hace artística y hace que se escribieran ríos y ríos de tinta acerca de qué es
lo que pinta Velázquez. Algo parecido a lo que le ocurre a Virginia Wolf con la
mancha. Lo que importa, por tanto, es lo que una mancha, un no saber, puede
producir. Por tanto, una idea detrás del arte sí, pero esa idea es un vacío, no
algo objetivo, es una mancha, una falta que mira y produce un cuadro, una
escritura, el arte, la vida. Es quizá otra subversión que señala el relato, el
tránsito desde una estética de los objetos, a una ética de la mancha, de la
falta de sustento en el principio de todo discurso y, consiguientemente, de
toda realidad. Y eso, como bien muestra Virginia Wolf, es trasladable a la
misma vida.
Todo el cuento está escrito para hacer vacilar las
certezas de los jerarcas obstinados en conservar la posición masculina de la
existencia, y también para señalar la necesidad de valorar la mancha como
metáfora de un no saber y como auténtico resorte para escribir otro tipo de
existencia. En este sentido, resulta curioso que sea, justo en el momento en
que la mancha se materializa y se convierte en un objeto, cuando cesan las
asociaciones. Sólo a partir de la misteriosa mancha puede intentarse un nuevo discurso
y una nueva civilización, pues como muestra Virginia Wolf, es imposible eliminar
el enigma inherente a la existencia desde un pensamiento inconsistente como el
humano: Oh, sí, el misterio de la vida,
la inexactitud del pensamiento, la ignorancia de la humanidad… cuán poco
dominio tenemos sobre nuestras posesiones… cuan accidental es nuestro vivir
después de tanta civilización”.
La conclusión es clara. Las consistencias enumeradas en
el Almanaque de Whitaker, al igual que la idea de que las palabras cargan
cosas, de que hay siempre un objeto detrás de toda acción humana, detrás del arte,
detrás de las realidades, etc., no son más que fantasías resultantes de las pésimas
ficciones escritas por el amo masculino, un realismo objetivo verdaderamente ignorante
y pesado, aunque poderoso. Claro que hay un objeto detrás de toda acción y de
toda realidad humana, pero ese objeto es una mancha, una imposibilidad, una
falta, un no saber. ¿Se pueden conformar otras realidades más livianas que las
registradas en el Almanaque de Whitaker? Estoy con la autora, al menos hay que
intentarlo. Pero sólo serán posibles si valoramos la mancha, si nos situamos en
la vertiente femenina de la existencia, si aceptemos que esa existencia no
consiste en dominar un lenguaje como quien maneja a un esclavo, sino en aceptar
que vivir en la palabra consiste en ser servidor de la misma, lo cual abre a la
posibilidad de escribir ficciones encima de la mancha por excelencia, la página
blanca. ¿Qué hace Virginia Wolf si no ofrecernos la posibilidad de vivir en ese
lenguaje abierto para estructurar otras relaciones entre el sujeto y el mundo? Es
un problema verdaderamente serio. Y ello hasta el punto de que podríamos pensar
que el final del cuento es toda una propuesta radical, pero profundamente
ética, de Virginia Wolf, una propuesta que, como la misma mancha, nos mira, nos
deja perplejos, y hasta paralizados, como si quisiera ponernos sobre aviso
acerca de una dicotomía que, pensando en los tiempos que vivimos, nos
estremece: o la mancha o la guerra.
Miguel
Alonso
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