Virginia Woolf, fue una escritora del periodo
modernista inglés, que se crió entre los hermanastros habidos de los
matrimonios anteriores de sus respectivos padres. ¿Pudo sentirse sola, excluida
o ajena en los juegos de sus hermanos? ¿Pudo sentirse fuera de esa, quizá,
desagradable realidad? Seguramente ahí empezó
soñar en color con la cabalgata de los caballeros rojos subiendo hasta
el castillo.
A los trece años muere su madre, poco después una
hermana y más tarde uno de los hermanastros abusa de ella. Su padre también
muere pronto. ¿Se puede pedir más para comprender sus crisis y sus depresiones?
Un día ve una marca en la pared pero decide no
levantarse para comprobar de qué se trata. En esos momentos ella leía frente al
fuego en una casa confortable, pero lógicamente ella huye de la realidad, más
bien desconfía de ella y no se levanta para comprobar lo que es esa marca en
realidad. Ella misma nos dice que prefiere quedarse quieta, no moverse, no actuar
e imaginar cualquier cosa dejando fluir su pensamiento en mil direcciones
inconexas que para ella son caminos a transitar. Afirma que lo real puede ser una
pesada carga como cuando un mantel se mancha y se una se gana una regañina.
Virginia prefiere lo imaginario, lo sutil, lo que
supone menos peligro, lo menos
arriesgado, porque–según nos dice–, la certeza es muy difícil de alcanzar, y
“si me levantaba para intentarlo, había diez probabilidades contra una para averiguarlo
con certeza”. Y por esa idea grabada en su subconsciente es por lo que no actúa
sobre lo real y prefiere lo imaginario. Nosotros podríamos preguntarnos: aparte
de ser necesario para su escritura ¿lo imaginario tiene valor en sí mismo o se
corresponde en ella con un desorden mental peligroso?
De entre los pensamientos parece escoger los que le
den prestigio, que lo suyo no sea un pensar tonto, pero sí que sea un pensar
que le procure alabanzas, reconocimiento personal, cariño. Ella, que vivió en
una familia culta, no cesa de evocar su propia figura para lograr verla valiosa
y tal vez, pienso, no vejada ni olvidada. Virginia busca en su imaginario
porque teme que la imagen que le da el espejo sea falsa, escasa, mas bien, poco
completa, corta en lo que ilumina, ella que estaba llena de virtudes literarias
con una sensibilidad muy especial. Piensa que igualmente podría ser un hombre
que una mujer: ella sólo se siente ser humano, tal vez muy atacado en sus
principios como persona real que sabe lo
que es, y por eso adora imaginar. Pero también siente que la imaginación tiene
un problema: le da una libertad y una vida que pudiera ser ilegítima. Es triste
que alguien llegue a esta conclusión o ¿es que ella no tuvo derecho a tener una
realidad bonita y más aceptable?
Virginia piensa en la muerte como solución
melancólica, visita cementerios e imagina los huesos y demás cosas que están
bajo la tierra. Es la incertidumbre de la vida que ella exagera despreciándola,
a la vez que añora un mundo tranquilo y amplio, sin presiones, sin paredes que
la enclaustren, donde ella, que ya se siente enloquecer, pueda vivir con una
buena salud mental. Ella admira materias como la madera que es algo material y
real, que no desprecia porque ahí sí que aprecia la materia como constitutivo
de lo real. El juego de la Naturaleza la invita a participar, pero ella se
agarra a la tabla de la duda.
Tuvo un matrimonio y una relación amorosa con una
mujer, y la guerra destruyó su casa en Londres.
Lo peor se acerca. ¿Qué diferencia un flujo de
pensamiento exageradamente disperso con el hecho de oír voces?
Tal vez la locura.
Ella fuma, es moderna, elegante, ligera, leve,
educada en la Inglaterra Victoriana, delicada como una flor, pero esto unido a
un no querer reconocer lo real, es demasiado evanescente.
No en vano tuvo que llenarse los bolsillos de
piedras para tocar el suelo y luego, al fin, quitarse la vida.
Pero no merecía la pena. La marca de la pared
solamente era un caracol.
María José Martínez
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