Existe un
fenómeno psíquico patológico que se conoce como “mentismo”. Para entenderlo,
imaginemos que el pensamiento supuestamente normal consiste en una sucesión de
ideas, palabras, imágenes, que se suceden unas tras otras siguiendo un cierto
hilo conductor, una suerte de orientación argumental, aunque en muchas
ocasiones eso que denominamos “sentido” se difumina, se extravía, se difracta,
se interna por bifurcaciones inesperadas, se oscurece y vuelve a recobrar su
claridad, todo ello siguiendo una temporalidad que creemos obediente a los
mandos de nuestra consciencia. Sin duda, es una descripción no demasiado fiel a
la realidad, puesto que la inestabilidad del pensamiento, su antojadizo
capricho, no suele parecerse demasiado a lo que acabo de explicar.
Ahora imaginemos
que el pensamiento se liberase de los frágiles asideros que mantienen un mínimo
de coherencia, y llevado por su propia inercia cobrase una aceleración tal que
las ideas, las palabras y las imágenes, los conceptos, los recuerdos y las
cosas se abalanzasen en tropel, enredándose unos con otros, entrechocándose,
desbocados, hasta descomponerse en fragmentos inconexos, dispersos, insumisos
al orden del discurso. Eso es lo que se conoce como mentismo, y lo hallamos en
ciertos momentos iniciales de la esquizofrenia, del automatismo mental, o de
los estados de grave intoxicación por consumo de sustancias. Desde la escritura
automática de los surrealistas, o el flujo de conciencia con que el que
experimentaron Virginia Woolf y algunos miembros del llamado “grupo de
Bloomsbury”, la creación artística de comienzos del siglo XX no tardó en sufrir
el impacto que supuso el descubrimiento de Freud, el inconsciente como ese
discurso en segundo plano que actúa en el escenario de los sueños y dirige
otros fenómenos psíquicos. Más aún, el psicoanálisis ha sido posiblemente el
factor más decisivo en el surgimiento de las vanguardias artísticas. El
inconsciente, y en particular la
neurosis como inherente a la condición humana, dio carta de ciudadanía a todos
los movimientos que se sintieron autorizados a romper con la norma, con el
canon establecido, puesto que fue Freud quien por primera vez en la historia le
confirió toda la dignidad al síntoma, como expresión de aquello que desacomoda
el orden de lo establecido. Lacan avanzó incluso un poco más, inspirado en la
obra de James Joyce, y elevó hasta su extremo el fenómeno del mentismo y otras
alteraciones del lenguaje propias de la locura, sirviéndose de ellos para
imaginar la hipótesis de que en el origen, y antes de que el lenguaje
constituya un orden de sentido y significación, existe un estado mucho más
primario, una suerte de magma fónico donde el significado es aún crepuscular,
pero ya interviene apoderándose del cuerpo del cuerpo viviente del ser humano,
lo invade, lo parasita, y deja en él esas primeras larvas que se infiltrarán en
el curso de la vida.
Por ese motivo,
y con independencia de toda remisión biográfica a la demostrada patología
mental de Virginia Woolf, elijo señalar en ese cuento el curso de una lógica
que puede rastrearse en la estela del aparente sinsentido. Esa lógica, cuyo
desarrollo exigiría un recorrido muy largo, en mi lectura no parte de la
perspectiva del narrador que observa la marca, sino de la marca misma, que
asume la función de une especie de mancha en la escena de la habitación. Me
parece importante destacar el hecho de que la marca irrumpe, se introduce de
modo súbito en el campo de la visión como un objeto nuevo, una presencia
inédita e irreconocible. Es alrededor de esa alteración de la familiaridad del
espacio que el pensamiento acude, como los anticuerpos que rodean a un ser cuya
existencia ha sido detectada y reconocida como ajena al sistema. Podría ser la
marca de un clavo, un clavo que ya no está, es decir, la marca en la pared
sería en ese caso una presencia que evoca una ausencia: la de los antiguos
moradores. Cuando habitamos una casa no solemos pensar que en ella otras vidas
han pasado, y que de algún modo persisten como antiguos fantasmas invisibles.
Pero para ser la marca de un clavo, la huella que ha dejado es demasiado
grande, lo suficiente como para despertar el sentimiento de cuánto se pierde en
una vida, cuánto se pierde incluso misteriosamente. “Cuán accidental es nuestro
vivir”, piensa la mujer que piensa. Nacemos despojados de todo, y el transcurso
de la existencia nos arrebata lo que hemos atesorado, hasta arrojarnos
finalmente a la desnudez inicial.
Pero existe una
segunda posibilidad, que se impone sobre la primera: que la marca no sea el
resultado de una falta, sino por el contrario una simple mancha, lisa como la
propia pared. Una mancha que activa otra clase de pensamientos. Una mancha lisa
permite reflexionar sobre el hecho de que tal vez el orden y la armonía del
mundo, tal como queda debida y normativamente establecidos en el Almanaque
Whitaker, bien podrían ser una apariencia vacía que se descompone tan pronto
como dejamos de creer en ella.
Aunque -por qué
no- podríamos considerar que la marca, no siendo un agujero, tampoco sea una
simple mancha lisa, sino algo que sobresale, que tiene volumen, que excede la
superficie de la imagen, que se proyecta levemente hacia afuera, un pequeño
promontorio, una tumba o castro en miniatura, testimonio de algo que, habiendo
estado enterrado durante siglos, milenios o la eternidad, ahora se asoma, como
todo aquello que creíamos desaparecido para siempre, como ese fenómeno que en
pintura se denomina “pentimento”, el aflorar en la pintura de un cuadro de una antigua
pincelada o dibujo que había quedado oculto bajo sucesivas capas ulteriores.
Clavo, pétalo de
rosa o agujero, la marca en la pared es en cualquier caso una tabla a la que
asirse en el mar, en el flujo indetenible de las aguas del pensamiento. Abrazar
con fuerza ese misterioso e indefinido objeto es como pisar la solidez de la
tierra, es como alcanzar la inmortalidad del árbol, cuya madera se prolonga en
los objetos que habrán de poblar el mundo. Clavo, mancha, agujero, túmulo, cada
posibilidad ordena, clasifica, distribuye y enmarca lo real del pensamiento
fugitivo que ha perdido el freno.
Por cierto, era
un caracol. En inglés se dice snail. Tan solo
una letra más que la palabra nail, que
significa clavo…
Gustavo
Dessal
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