Nuestro planeta es un
lugar excepcional para la Ciencia; reúne una serie de condiciones que han
favorecido la aparición de eso que conocemos como “la vida”, y digo excepcional
porque este hecho no es tan común, el conocimiento científico explorando hasta
los confines de un universo en expansión no ha podido aportar pruebas de otros
lugares en los que se dé este misterioso hecho que es la existencia de seres
con vida propia.
Posiblemente, decir
vida propia sea un exceso, ya que ésta solo es concebible en un sistema que ha
favorecido su surgimiento; por tanto, decir que la vida nos pertenece no hay
duda que es un hecho de lenguaje, porque
por mucho que seamos seres de palabra estamos constituidos también por la
materia de la que está hecho nuestro planeta, somos naturaleza, y aunque la
potencia simbólica del lenguaje consiga atravesarla desnaturalizándola en
nuestros cuerpos, afortunadamente el lenguaje no liquida nuestra vida, ahora
bien, esa parte de vida late por fuera de ningún orden establecido.
Cuando hablamos de
naturaleza tendemos a decir muchas cosas, por ejemplo, decimos que la
naturaleza es caprichosa. Nos gusta decir eso a falta de un significado que nos
explique el porqué de algunos fenómenos naturales que suceden sin posibilidad
de control, contamos los segundos entre el impresionante resplandor del rayo y
el estallido del trueno para saber qué lejos se encuentra de nosotros la
tormenta, y así, por muy fuerte que éste pueda atronar nos decimos, a ver,
…5,…6 segundos, por 340m/s: ah, bien, está a más de 2 kms, no hay peligro.
Bueno, no quiero
asustarlos, pero sí hay peligro. Esta misma semana escuché la noticia de un
muchacho que había recibido la descarga de un rayo en 5 ocasiones, si bien las
dos primeras distaban en el tiempo, las otras tres sucedieron en el espacio de
breves minutos, le cayeron 3 rayos seguidos. Claro, como somos seres de
lenguaje empecé a pensar que quizá este pobre hombre se dedicaría a algo en
relación al metal y que siempre la tormenta lo pilló trabajando, o puede que
sus niveles de ferritina en sangre fueran extraordinariamente elevados, no es
tan extraño, y su propio organismo atrajera la electricidad como un imán. No
dijeron nada de eso en la noticia y acabé pensando, la naturaleza es
caprichosa, y sobre todo la del hombre, la de este hombre, porque había
sobrevivido a todas las descargas.
El tema de la
naturaleza es recurrente en la literatura, mucho más de lo que en un principio
podríamos pensar; este curso la naturaleza ha sido protagonista en al menos la
mitad de las obras que llevamos comentadas; El Informe de Brodeck, El Mapa y el
Territorio y El río del Edén son claro ejemplo, sin olvidar el terremoto que
sacude a nuestro ruletista al final de la obra. Y hoy, el ruido de un trueno.
La literatura es
depositaria de aquella preocupación e inquietud que la naturaleza y sus
manifestaciones producían en los hombres de la prehistoria, y Bradbury recoge
este testigo para aplicarle su maestría y así contar una historia que nos
enfrente al misterio que supone estar vivos, poniendo en tensión lo real que la
vida supone con la acción de la ciencia, o si prefieren con el intento de
cernir dicho real, explicarlo y acotarlo, dominarlo en suma. En mi lectura esto
está presente desde el inicio del relato, en el que el autor establece las
condiciones sobre las que la trama se desarrollará colocando los raíles para
que el vagón comience a deslizarse. La flema tibia, la pregunta por si
regresará vivo están desde el mismo comienzo; ¿hay garantías? NO GARANTIZAMOS
NADA, le dicen, pero el texto exceptúa que de algo sí podemos estar seguros por
su carácter inexorable, la muerte es la única compañera fiel del hombre, y ni
siquiera una máquina del tiempo que lo lleve de regreso hasta la semilla, podrá
librarlo de ella.
Seguramente la
mayoría de ustedes conozcan el famoso apólogo llamado “El gesto de la muerte”.
Parece ser que procede de la literatura judeo-talmúdica del siglo VI y también
está presente en la tradición musulmana sufí de los siglos posteriores. Tiene
múltiples versiones, se conoce también como “Cita en Luz”, “Salomon y Azrael”,
“El jardinero de la muerte” o “Cita en Samarkanda” entre otras. Es muy breve,
les cuento la versión que yo conozco: un criado acude al mercado a comprar y se
encuentra con la muerte, cruzan sus miradas y el criado regresa despavorido a
casa de su señor para contarle que vio a la muerte esa mañana en el mercado, y
le pide un caballo para salir de viaje de inmediato porque al haber encontrado
su mirada quizá la muerte haya venido a buscarle, huirá lejos, se irá a
Samarkanda para que la muerte no pueda encontrarle. Su señor que lo ve aterrado
le concede su permiso y el criado parte al instante, pero el señor siente
curiosidad y encamina sus pasos al mercado, donde efectivamente, se encuentra
con la muerte a la que se queda mirando muy fijamente, la muerte que lo nota se
acerca al señor a preguntarle por qué la está mirando de ese modo, entonces él
pregunta -¿eres la muerte? –Sí, ¿por qué lo preguntas? –No podía creerlo, mi
criado dijo haberte visto y vino muy impresionado a la casa para contármelo. A
lo que la muerte contestó –Sí, a mí también me sorprendió verlo aquí, porque
tengo esta noche una cita con él en Samarkanda.
Se dice de este
apólogo que busca narrar la lucha entre la vida y la muerte, yo no estoy tan
seguro que exista tal lucha, más bien me parece que podemos extraer ese
carácter de inexorabilidad que la muerte supone como único destino seguro para
el ser vivo, y el apólogo, que efectivamente componemos con palabras, es un
intento de simbolizar algo que no se presta a ello, algo que insiste en su
opacidad, y que cuando utilizamos una manera menos poética que la que este
apólogo nos brinda designamos con el consabido “la naturaleza es caprichosa”, a
lo que ese amigo ocurrente que todos tenemos podría apostillar: “y si no que se
lo pregunten al hombre del tiempo”.
¿Qué cosa más absurda
pone en relación Bradbury, no? Un safari y una máquina del tiempo, uno imagina
multitud de aplicaciones apasionantes para una máquina del tiempo que no un
safari, casi hasta por cómo está redactado el cartel, parece un poco para
tontos, aunque entiendo que alguien podría objetarme que el tonto soy yo al no
darme cuenta de las ventajas que tendría evitar desplazamientos a hurtadillas
hasta Botswana para matar elefantes, se sube uno a esta máquina y listo.
La ciencia siempre ha
tenido ese afán más o menos velado de oponerse a algo que es real; la vida es
breve para los que están vivos como nos dice Bradbury; ¿qué animales vivían
mucho tiempo?, muy pocos. La ciencia se enfrenta a un abismo insondable que el
texto expresa, la jungla era alta y la jungla era ancha, los sonidos que llenan
el aire y todo tipo de criaturas nacidas del delirio de una noche febril, llena
de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. Frente a esta inmensidad
inconmensurable la ciencia no puede más que oponer un estrecho sendero, un
estrecho sendero frente a la pesadilla.
Este sendero, de
límites muy reducidos, es el camino que nos depara el cientificismo, un camino
por el que debemos deambular todos, todos por el mismo, sin considerar las
diferencias que nos distinguen, todos bajo el mismo mandato: NO SE SALGA DEL
SENDERO. Y a esto se le suma, Bradbury no se lo deja en el tintero, la falta de
posicionamiento ético: si le pasa algo no somos responsables. Comprobamos que
no hace falta esperar hasta 2055 para ver cómo se ha impuesto en nuestros días
este modelo, cada vez que firmamos nuestro consentimiento a una prueba o a una
intervención médica exoneramos al médico de su responsabilidad, efectivamente
doctor, usted no es el responsable, soy yo como testimonia mi propia firma. No
es extraño que al vernos en esa situación nos sintamos como el protagonista del
relato, y cuando leemos en el papel todos los riesgos a los que estamos
expuestos a causa de lo que nos tienen que hacer podemos llegar a repetir
palabra por palabra lo mismo que dice el personaje del cuento; ¿tratan de
asustarme? No, usted haga lo que le digo, siga por el sendero sin salirse.
Los límites de ese
sendero se han ido configurando a lo largo de la historia de la ciencia. En la
rama que encarna la física fue revolucionario el cambio que supuso pasar del
determinismo científico a un entorno más próximo al carácter probabilístico del
Principio de Incertidumbre, formulado por Werner Heisenberg en 1927. Fue el
paso de un pretendido conocimiento absolutamente preciso al registro de cierta
indeterminación, la indeterminación que afecta a la expedición y que hace
imposible predecir si volverán con vida.
Posteriores a todo
esto y casi llegando hasta nuestros días, y evidentemente fruto de la formulación
del principio de Heisenberg, aparecieron los desarrollos de la teoría del caos,
el pionero de dichos desarrollos fue Edward Lorenz, fallecido hace pocos años.
Él fue quien acuñó el término efecto Mariposa para designar lo que ocurría en
ciertos sistemas dinámicos muy sensibles a las variaciones en sus condiciones
iniciales. Sin entrar a la complejidad que todo esto implica porque mis propias
limitaciones me lo impiden, lo cierto es que tanto la teoría del caos como el
efecto mariposa están mucho más próximos a nuestro día a día de lo que en un
principio pudiéramos pensar. Los desarrollos de la teoría del caos inspiran las
previsiones meteorológicas, no siempre con gran fortuna, ya saben que la
naturaleza es caprichosa, y el efecto mariposa ha sido muy explorado en el
cine, quizá el ejemplo más popular, a parte de aquel episodio en el que Homer
Simpson cambia el futuro al matar un insecto en la prehistoria, sea la película
Babel, en la que varias tramas se afectan unas a otras aunque sus personajes
viven en puntos muy distantes del globo.
Pero una máquina del
tiempo, una verdadera máquina del tiempo le hace pensar a uno si estamos
definitivamente sentenciados a no saber nada de esa inmensidad, si no hay
posibilidad alguna de entender este condenado misterio que llamamos vida, que
nos rodea por doquier y del que formamos parte en tanto materia orgánica viva.
Una máquina del tiempo para hacer posible volver atrás y empezar de nuevo, para
poder conjurar la muerte en su paso implacable y volver a vivir otra vez, una
máquina que tuviera la facultad de resucitar a una pequeña mariposa.
Alberto Estévez
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