Érase una vez un humilde
campesino que transportaba leña para venderla en la ciudad. Ese día, el azar le
empujó a desviarse de su camino habitual para probar un posible atajo. Mientras
atravesaba el ignoto camino escuchó unos gritos de auxilio y siguió el rastro
del sonido hasta alcanzar su origen: en el medio del solitario paraje un pozo;
en el fondo del pozo, un niño se ahogaba. El campesino presuroso rescató al
niño y lo llevó a su hogar, pero dicho hogar resultó ser la propiedad del
riquísimo duque de Marlborough, quien
insistió en recompensar al campesino por su proeza con una caudalosa suma. El
campesino rehusó, pero ante la insistencia del duque, aceptó como retribución
que sufragara los estudios de su hijo, para que éste tuviera la oportunidad de
ir a la universidad. Hasta aquí, sólo una historia; pero esta historia desemboca
en una poderosa moraleja sobre el azar y sus designios: el hijo del duque
resultó ser Winston Churchill, y el del campesino, Alexander Fleming.
No se ha podido demostrar la veracidad de esta
historia, pero para el caso da qué pensar. ¿Qué hubiera pasado si la noche en
que Alois y Klara Hitler concibieron al pequeño Adolf ella hubiera dicho “esta
noche no, cariño”? A primera vista parece una reflexión fútil, tan insustancial
como el aleteo de una mariposa, una mariposa “brillante, verde, y dorada, y
negra”, y sin embargo, nos introduce en el escalofriante mundo del verbo ser y
sus posibles conjugaciones: “pudiera haber sido”, “pudiera no haber sido”,
pero “fue”, pero “es”, o “no fue” y ya
“no será”. Es en ese punto en el que empezamos a perder el control de nuestra
vida, de La vida, y nos preguntamos, como hizo Heidegger: “¿por qué hay ser y
no más bien nada?”
Al sumergirnos en el milagro del ser (que nos remite
directamente al terror del no ser y la muerte) es inevitable confirmar cuán
errado está el ser humano, cómo dos conceptos que determinan su existencia, la
“pulsión de muerte” y la “voluntad de poder”, han logrado distanciarlo
tantísimo del verdadero ser de su
existencia: el aleteo de una mariposa. Gracias a su gran genio, y a la
extraordinaria metáfora del ser y del tiempo que se dibuja en “El ruido de un
trueno”, Ray Bradbury hace resurgir el enigma que dio a luz a la filosofía, y
nos recuerda cuán fortuita e insignificante es nuestra existencia particular, y
aún así, lo difícil que es escapar a su mezquindad.
Candela Dessal
No hay comentarios:
Publicar un comentario