miércoles, 1 de mayo de 2013

Miguel Ángel Alonso comenta El Ruido de un Trueno, de Ray Bradbury

El goce y el mal desprecian la gramática.

El ruido de un trueno es un texto que, por su atinada intuición, atraviesa los años sin perder nada de su vigencia en cuanto a su pensamiento. Fue publicado en 1952 –tiempo conocido como “la era atómica”— pocos años después del lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaky. Intuyó en la persona de su protagonista Eckels, y de forma clarividente, la infinita servidumbre de los seres humanos a los productos de la ciencia y la tecnología, más concretamente, a los objetos técnicos. Pero, a la vez, intuyó la devaluación que, paralelamente, iría sufriendo lo que hasta el momento es esencial en la vida de los sujetos: el lenguaje y sus productos, a saber, las lenguas y sus gramáticas.

No se trata de erigirse en detractores de los objetos técnicos y de los avances científicos, pues ellos resultan
ya indispensables para nuestra vida y para nuestro bienestar, pero sí se trata de indagar, según nos muestra el relato de Bradbury, la tensión entre la gramática, como orden de lo humano que sitúa a los sujetos en el mundo, y una vertiente problemática de estos productos técnicos, la promesa falaz que trasladan de felicidad y de goce pleno.  
En este sentido, resulta significativa y paradigmática la propuesta del safari, además de la teatralidad y gestualidad de Eckels, el protagonista. Es necesario, no sólo leer ese comienzo fulminante del relato, sino oírlo, escuchar su sonido. El cartel anuncia el safari:

SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA”.

Tratándose de un safari, la cuestión ni siquiera es la caza, sino “matar”. Con esa potencia suena ese “usted lo mata”, sobre todo si seguimos leyendo y escuchando lo que sigue:

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio”.

Toda una teatralidad acompañada de una gestualidad orgiástica, orgasmática, a la que el dinero añade un tinte totalmente lascivo. Es decir, estamos ante una inequívoca escena de goce pleno que se fantasea alrededor de la utilización del objeto técnico y del hecho de “matar” a un dinosaurio. Eckels se muestra como un personaje totalmente embelesado por ese objeto técnico que es la máquina del tiempo, y encarnando una expectativa de satisfacción sin límites.  

Pero hay que discernir de lo que se trata. Por parte de la ciencia y la tecnología, no de otra cosa que del afán de poder y dominio sobre la naturaleza y sobre el sujeto, y dominio del tiempo y del espacio. Por parte de Eckels, de una servidumbre a ese poder y a sus objetos a cambio de una promesa de felicidad y goce plenos. Éste sería el goce en su vertiente de servidumbre, un goce adictivo. 

Las preguntas surgen a raudales: ¿Qué hay detrás de esas promesas que, ciertamente, cada día comprobamos que actúan en detrimento de lo simbólico?, ¿qué hay detrás de esas promesas que, en gran medida, no hacen más que silenciar a los sujetos y asimilarlos a una especie de autismo?, ¿qué hay detrás de una seducción tecnológica que llega hasta a corromper el entramado político e institucional?, ¿quiénes son esos “Hombres fuertes”, esos “hombres con agallas” de los que habla el relato, situados como portavoces “políticos” de esos afanes?

Todas estas preguntas confluyen en una sola respuesta. En realidad, todo se traduce en el intento de desarraigar al ser humano de su terreno simbólico y arrastrarlo hacia el terreno del goce, como estrategia infalible de aquellos “hombres fuertes y con agallas” para afianzar el poder y el dominio. Es una cuestión de perversión “política”, o lo que es lo mismo, el goce en su vertiente de mal.

El desarraigo es uno de los aspectos esenciales que El Ruido de un trueno nos muestra. Eckels se sitúa por fuera de una realidad propiamente humana. Ya no vive en un mundo simbólico en el que, por todas partes, surgen barreras imposibles de traspasar, sino que se ve trasladado hacia un escenario sin límites de tiempo y espacio, sin límites de goce, en el que el mundo mismo se convierte en un juguete, en un objeto técnico para seducir al hombre. Ese es el espíritu que Bradbury intuyó para un futuro que, incluso, llegó a ser también parte de su propio presente, pues hace poco tiempo que se produjo su fallecimiento.

Son enormes las evocaciones que el relato de Bradbury tiene con un texto filosófico, Serenidad de Heidegger, donde se plantean, en la introducción, los problemas nuevos que se vislumbraban al albor del apogeo científico-técnico de la época. Surgen ahora las mismas preguntas que Heidegger se hacía en el año 1955, casualmente la misma era atómica en la que Bradbury escribe y publica El ruido de un trueno. Ante la irresponsabilidad del mundo científico por las consecuencias que puedan derivarse de sus inventos, o por el mal uso que se haga de ellos, ante la fascinación que el individuo, en general, siente por esos avances, ante el desarraigo al que ese sujeto se ve arrastrado por el poder de lo científico, ¿podremos conservar un escenario propio al que sigamos llamando humano?, ¿podremos incluso seguir llamándonos humanos ante las enormes transformaciones que la ciencia produce en lo real del sujeto y del mundo, o en lo que Heidegger llamaba su sustancia vital?, ¿no se está produciendo una agresión irresponsable contra la misma vida y contra lo esencial de la humanidad?, ¿no estamos asistiendo a una auténtica transformación del mundo?, ¿estamos preparados para esas transformaciones?

A juzgar por la gramática y las consecuencias políticas que Bradbury deja ver en el final del relato, parece que no estamos preparados para estas transformaciones tan radicales. Yo me adhiero a esa creencia. ¿Quo vadis humanidad?, parece sugerir ese anuncio del final, con su nueva forma de expresión, ni siquiera gramática, verdaderamente precarizada por el empuje insoslayable de un goce que sólo los canallas pueden ofrecer como plenitud para los sujetos:

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA”. 

Este anuncio es, todavía, un paso intermedio hacia la garantía de un silencio patológico, hacia la gramática de un mundo en el que los políticos desaparecerán, donde la política ya no sería ni un recuerdo, este anuncio es la señal de abandono de las raíces, una gramática del ruido, de la confusión y de la prepotencia.  

Por eso resulta descorazonador, en la época actual, escuchar a hombres de letras, a poetas, a artistas, a muchos de los que deberían de ser garantes, guardianes, preservadores apasionados de lo simbólico, de la gramática como posibilidad para el orden humano, resulta descorazonador, digo, escuchar, entreverados entre sus discursos, su rendición a la falacia de que todo lo humano es susceptible de ser exprimido por la neurología, la biología, la química, la genética, etc. No sé si esto será cierto o no, pero de lo que no me cabe duda es que si esta apuesta acaba finalmente triunfando, los rebaños de iguales, los rebaños de autómatas y obedientes, los restos carnales de algo que un día se llamó ser humano con sus singularidades individuales, dejarán de caminar por la palabra para dirigirse, con su infinita servidumbre, hacia la estupidez de lo que todavía hoy es una distopía, Fahrenheit 451. ¿Hasta cuando lo seguirá siendo?

Lean la introducción a Serenidad de Heidegger, verán cuántos ecos encuentran con El ruido de un trueno de Bradbury. Allí se propone el pensamiento meditativo frente al pensamiento calculador y planificador; allí se trata, no de la servidumbre en relación al objeto técnico, sino de servirse de él. En definitiva, tanto en la proposición implícita de Bradbury, como en Serenidad, como aquí –en el mundo humano que todavía, a duras penas conservamos— se trata de ser gramáticos, no analfabetos. 

Miguel Alonso  

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