martes, 14 de febrero de 2017
domingo, 5 de febrero de 2017
Tertulia 76. Putas asesinas, de Roberto Bolaño. Comentario de apertura a cargo de Graciela Sobral
Roberto
Bolaño gran escritor chileno, lamentablemente fallecido en 2003, vivió en Chile,
en Méjico y en España. Putas asesinas
es su primer relato, posteriormente publicado en el libro con el mismo nombre, Putas Asesinas, en 2001.
Es
un relato corto, electrizante, tanto por la historia que cuenta como por su
escritura, que lleva en volandas a la vez que arrastra al horror. Se trata de
una mujer que ve en la televisión a un joven que asiste a un partido de futbol
y aparece en la pantalla con su grupo de amigos. Ella se ve atraída por sus
ojos, si bien no da mucha cuenta de eso en el relato. Sin embargo, no está
“enamorada” de ellos, y tampoco le pasa nada especial con su mirada. Al final hay
algo que comentaremos, cuando dice: “… y
por fin llegas a la cámara central, y por fin me ves y gritas… sólo sé que por
fin nos hemos encontrado, y que tu eres el príncipe vehemente y yo soy la
princesa inclemente.”
Volviendo
al comienzo, ella lo ve en la TV y, en un paso al acto, es decir, sin
pensárselo, toma una decisión y sale con su moto a buscarlo, atravesando la
ciudad. Lo encuentra, lo seduce y lo lleva a su casa. Pareciera que se trata de
ligar con él, pero la cuestión va mucho más allá. De entrada, uno de los
aspectos interesantes del relato es que aparentemente se trata de un diálogo,
pero en realidad nos vamos dando cuenta de que es un monólogo. Bolaño inventa
una manera de escribir lo que diría Max, el joven, utilizando paréntesis, poniendo
sus supuestas palabras entre paréntesis, de tal forma que parece que hubiera un
diálogo cuando, en realidad, él no puede hablar. El supuesto diálogo es lo que
ella imagina que él diría o lo que puede imaginar y deducir el lector, a partir
de sus gestos. Pero Max está amordazado, no puede hablar.
Cuando
llegan a la casa tienen un encuentro sexual muy apasionado. Luego ella dice
cosas tremendas que serán las que orienten el relato. Le recrimina que él no la
ha escuchado cuando follaba y que es muy importante escuchar lo que dicen las
mujeres: “cuando estés con una mujer escucha
sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que
dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que quieren decir”
y luego viene la frase central del relato: “Las
mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de frío que contemplan el
horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras
que nunca podrán decir.” Y termina el párrafo: “nadie comprenderá jamás mis palabras de amor. Tu, Max, ¿recuerdas algo
de lo que te dije mientras me la metías?”
Desde
mi punto de vista, éste es el nudo del relato. Se trata de un nudo doble, a dos
niveles: hay algo universal, estructural, que comentaremos ampliamente: el
punto cúlmine en la dificultad para el encuentro entre los partenaires. Pero
Bolaño, con muy pocos datos, también nos permite atisbar el que llamo otro nivel,
una historia singular, la historia de la mujer sin nombre. Iré introduciéndola
con preguntas. ¿Qué ve ella en los ojos de Max? ¿Por qué llama Max a Max? ¿Hay
un pasado, una historia que le produjo dolor?
Bolaño,
con una metáfora soez, señala un punto de imposibilidad que atañe al hombre y a
la mujer, a la sexualidad y la muerte. Señala que las piezas no encajan. En el horizonte
del posible encuentro no hay encuentro. Max está fascinado con el cuerpo de
ella y su propia satisfacción sexual, pero ella dice algo que no es escuchado. Por
otro lado, ella había planteado: “… las
mujeres … son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras
que nunca podrán decir”.
No
hay encuentro por ningún lado. Las mujeres, putas o princesas, ni son
escuchadas ni pueden llegar realmente a decir lo que tienen que decir. Tal vez
esto último, que dice una sola vez en el relato, sea lo más importante desde el
punto de vista estructural. Tal vez la rabia y el deseo de venganza de ella
tengan que ver con esta imposibilidad, con no poder aceptarla.
Pero
en relación al nudo doble, desde la perspectiva de los mínimos datos que nos
permitirían hacer una lectura más singular, más propia de ella, podemos
preguntarnos: ¿En su historia, Max, el verdadero Max, le hizo daño? (Este joven
dice que él no se llama Max) ¿hay algo del orden de una violencia, de una
violación? Ella le dice: “… posiblemente
tu no seas así, Max. Yo tampoco era así. Por supuesto no te voy a hablar de mi
dolor, un dolor que tu no has provocado, al contrario, tu has provocado un
orgasmo.”
Estamos
entre lo que no se puede escuchar y lo que no se puede decir. Podemos
preguntarnos: ¿acaso hay posibilidad de escucha? Bolaño señala el punto de lo
imposible, de la escucha imposible, del encuentro imposible: lo que quieren el
hombre y la mujer no coincide, no hay forma de que coincidan. Y ella no está
dispuesta a aceptar esta situación, quiere provocar el encuentro aunque sea en
el último límite. ¿Se quiere vengar en este Max de otro Max?
Estas
líneas me recordaron otro libro de Bolaño, 2666. En el capítulo “la parte de los crímenes” se ocupa de
los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, con una delicadeza y crudeza, a la
vez, pocas veces vista. Da pequeños detalles de los restos de las mujeres
asesinadas, la tela de sus faldas, el color de sus calcetines, etc.,
humanizándolas, y nos introduce, por otro lado, en el mundo del horror, de lo
que no se puede decir, del encuentro-desencuentro entre lo femenino, la
sexualidad y la muerte. Entre lo que ocurre y la capacidad de nombrarlo. Bolaño
sabe decir el horror sin decirlo, utilizando palabras que le permiten bordearlo,
dibujarlo, indicarlo.
En
este relato pone en juego un recurso similar. Aparentemente, hay goce sádico en
lugar de amor, sin embargo, ella, la que no tiene nombre, habla de amor. En
relación al nombre, él tiene nombre ficticio, Max, que le ha puesto ella, pero
ella no tiene nombre, se refiere a “las
mujeres, las putas, las princesas”. Él puede ser identificado por su
nombre, por su goce decidido. Ellas, no, ellas no tienen un rasgo que las
distinga más allá de este deseo de encontrar el amor que no se encuentra.
¿El
amor sería posible si él pudiera escuchar sus palabras, “si hubiera podido discernir en sus gemidos aquellas palabras, las
últimas que acaso lo hubieran salvado”, donde ella, con sus frases
ininteligibles, demandaba amor? Mantis religiosa
Graciela
Sobral
Tertulia 76. Putas asesinas, de Roberto Bolaño. Comentario de Miguel Alonso
Putas asesinas parece un buen
ejemplo para mostrar cómo, en la desnudez patológica más absoluta, puede aparecer
de forma diáfana, sin velo alguno, la estructura del sujeto. En este caso, la estructura
de un sujeto femenino en relación al amor. El relato está atravesado por una
respuesta a la pregunta: ¿qué espera una mujer de un hombre en la vertiente del
amor? Y las respuestas se sitúan en la misma superficie de ese lenguaje
categórico que usa nuestra protagonista sin nombre, circunstancia que podríamos
tomar como una generalización del problema. En la línea del lenguaje, resulta
apasionante dejarse guiar, dejarse atrapar, en primer lugar, por el mismo
armazón del relato, transitando desde la desvalorización de lo imaginario a la trascendencia
del ideal y de la palabra articulada al amor; no menos apasionantes aparecen las
metáforas auténticamente geniales que nos ofrece Putas asesinas, como la del mar vacío, o la del túnel, o las
frases, muchas de ellas también geniales y siempre contundentes de las cuales
es imposible despegarse lo más mínimo a lo largo de la lectura. A cada paso nos
ofrecen frutos totalmente maduros, sea de forma aislada, sea en concatenaciones
perfectas. Por ejemplo, y como apertura, podemos traer a colación la siguiente
composición: “Verte en TV fue como una
invitación” / “Yo soy una princesa
que espera”/ “Impaciente” / “Te he buscado” / “No a ti, sino al príncipe que también tú eres y lo que representa el
príncipe” / “El príncipe es
bienvenido, independientemente de cómo llegue”. Frases concluyentes para
situarnos, no sólo en la estructura amorosa de la mujer, sino en una de sus particularidades,
la erotomanía.
Nuestra
protagonista, insisto, sin nombre, desearía ser la princesa de un cuento de
hadas, pues a quien primero elige es a un príncipe, pero con una característica
fundamental, y es que las frases dejan ver a las claras que el príncipe es un
modelo ideal previo que trasciende toda imagen, cualquier aspecto relacionado
con el yo del partener amoroso. Al respecto, explícito resulta el texto cuando
dice: “Te he buscado... No a ti, sino al
príncipe que tú eres”. En otras palabras, el Otro que estaría destinado a colmarla
en el amor es un lugar vacío, no existe realmente, es un producto de su
fantasía, y el imaginario que viene a llenar ese vacío, en este caso Max, es un
otro precario que, lógicamente, nunca da la talla del ideal. Y la locura pone
este mecanismo estructural a la luz, señalando el deseo de la mujer fundado en
el amor, mientras que el del hombre, como veremos, no pasa por el amor sino por
el goce.
El
rechazo por el aspecto imaginario se acrecienta todavía más en el contraste que
establece nuestra protagonista entre, por un lado, la descripción que realiza
del grupo aislado, al parecer en una grada de un estadio, con los valores
mediocres por los que ellos se movilizan, y por otro realzando el valor de la
palabra en el amor. Palabra y amor son los escenarios inseparables en los que
compromete su vida nuestra protagonista. Insisto, toda la primera parte del
relato nos ofrece un desmontaje contundente de lo imaginario. ¿Qué otra cosa
podríamos pensar cuando nos habla, por ejemplo, del movimiento de la vida, como
si un ángel la follara? Un ángel es una buena metáfora para dar cuenta de ese
Otro que no existe para una mujer en relación al amor, pero alrededor del que
realiza un esfuerzo supremo para hacerlo existir, eso sí, comprobando a cada
paso que ninguna imagen sostenida por un hombre, en este caso Max, puede
alcanzar: “El encontrarte carece de
importancia”
Otra
frase categórica que abunda en la creación del escenario amoroso a partir de
ese Otro que no existe es la siguiente: “Siento
la inquietud de la princesa que contempla el marco vacío donde debiera refulgir
la sonrisa del príncipe”. En ella se condensa todo lo que estamos
planteando. Ella es la mujer, sí, pero “princesa”.
El Otro que no existe aparece en: “contempla
el marco vacío”. Y allí, en ese vacío, debería advenir algo, vamos a decir,
idealizado: “la sonrisa del príncipe”.
Toda una estructura en tres pequeños pasos de la fantasía femenina.
Como
dije al comienzo, es imposible separarse, ni un solo momento, de las frases del
relato: “Siempre te soy fiel”. Se
acopla perfectamente al carácter erotomaníaco de este tipo de elección amorosa.
Pero hay que tener en cuenta que la fidelidad es a muerte, pero siempre al
príncipe, no al que lo encarna. Ese, en realidad, puede ser sustituido en
cualquier momento. Es fiel, podemos decir, a la estructura.
El
príncipe, por tanto, es el Otro que no existe siempre. En este sentido,
podríamos pensar la cuestión como una vertiente de la soledad inconmovible,
estructural, de una mujer: “Un príncipe y
una princesa, los novios que atraviesan los años”, “Príncipe de la máquina del tiempo”. Es claro que el espacio vacío
trasciende a la contingencia del encuentro. Lo supera. Es una maquinaria que no
se detiene ni con la presencia imaginaria que, eventualmente, viene a rellenar
ese vacío. “Traerte aquí, a mi más pura
soledad”. Es decir, convivir con la soledad de un espacio vacío,
eternamente vacío, aunque, de forma contingente, ese vacío sea llenado por la
imagen de un Max cualquiera.
Es
a partir de dejar clara esa estructura, cuando se adentra en la contingencia
del encuentro eventual, un encuentro siempre abocado al fracaso, entre un hombre
y una mujer. De forma metafórica aparece un túnel y ellos partiendo de los extremos
opuestos y de sus respectivas soledades. Es aquí donde sus palabras muestran
también la estructura de la vida amorosa del hombre, bien diferente de la de la
mujer. Ella hace una enumeración de los objetos que Max desea y de los que
rechaza. Se trata de objetos fetiches y de la moral que sostiene su mundo. Como
digo, está apuntando directamente a la estructura psíquica en la que se
sostiene el hombre en contraposición a lo que ya vamos viendo de la mujer. Ahí
es interesante la exclusión, lo que no le gusta, pero con una particularidad
importante, y es que señala al goce, en el sentido de que el goce que no es
propio queda excluido, lo cual nos llevaría a desviarnos hacia la misma
problemática de la exclusión, de la segregación.
Frase
genial: “Tú lo primero que me tocarás
será el culo, pero eso también es parte de tu deseo de conocer mi rostro”.
Señala perfectamente como el hombre, en la relación amorosa, no atiende a la
totalidad del cuerpo, sino a partes del mismo. Tanto esta frase como la
enumeración anterior de objetos y de moral y orden, nos informa acerca del
carácter fetichista del objeto en el hombre. Si la mujer está ante un espacio
vacío que trata de llenar en la erotomanía con la palabra de un príncipe, el
hombre llena su falta con objetos que tienen el valor de fetiche en tanto
ocultan la falta. Son dos modos diferentes de enfrentarse a la falta. O dicho
de otro modo, la forma de escapar a la soledad estructural. Por eso es perfecta
la metáfora del túnel, del agujero, de la falta a la que se enfrentan los dos,
pero como vemos, partiendo de extremos opuestos y sólo con la posibilidad de
ver la silueta del otro, pero jamás la esencia de su ser.
Y
nos adentramos en el terreno de la palabra. En el encuentro, la mujer sólo
contempla la posibilidad de la palabra como fin último: “Y entonces tú y yo podremos volver a hablar... pero hasta entonces
deberemos revolcarnos”. La mujer sólo admite la vía de la palabra para que
un hombre toque su ser. Como si para ella la sexualidad fuese un simple medio
para conseguir del Otro esa palabra que la toque en lo más íntimo de sus
entrañas. Pero nuestra protagonista señala, con toda claridad, que no encuentra
respuestas. En este sentido, es magnífica la metáfora del mar vacío como
imposibilidad, un mar vacío propiciado por el goce del hombre en el amor. Es el
desierto después del goce. El hombre, desde el goce, solo puede dar noticias de
derrota en la relación sexual con la mujer. El hombre como atleta del sexo, lo
es de una maratón que no tiene noticias de victorias sino de derrotas. Él es el
príncipe sordo. Podríamos pensar que ante el deseo de la mujer, un deseo
absoluto e imperativo, el hombre retrocede pues su estructura de goce no da
para encarnar una auténtica palabra.
Tertulia 76. Putas asesinas, de Roberto Bolaño. Comentario de María José Martínez
La
persona que cuenta esta historia parece que la viviera. En ella se habla de una
mujer que escoge a un hombre, juega con
él en el peor sentido de la palabra, lo maltrata y finalmente lo asesina. El
esquema es sencillo, estamos hablando de la maldad femenina, y el asunto parece
bastante siniestro.
En el cuento hay una especie de
realismo temporal que parece ser una realidad fantasmagórica. Bolaño la plasma perfectamente
a través de lo desconcertante de la situación donde todo se nos da hecho. A
este cuento Bolaño lo titula Putas
Asesinas.
En él hay muchas voces narrativas,
imaginaciones, ideas, tesis, etc., pero todo sale de ella, porque en el cuento
el que falta es él. Él es el estereotipo del “hombre – macho” que ella escoge
arbitrariamente. Lo vio en un partido de futbol de la Tele, lo seduce y luego
lo folla.
La pregunta que tal vez Bolaño deja
en el aire es: ¿las mujeres son putas? Y ya generalizando, el protagonista del
cuento se podría preguntar: ¿Qué guardan en su interior las mujeres para que se
comporten así?
En la narración hay un cuento dentro del cuento.
El tiempo físico de la acción y los tiempos verbales que ella construye poniéndose
en su lugar, se mezclan en un túnel interminable donde a veces él la ve con una
navaja.
Bolaño, o es un artista, o está tan
loco como aquella mujer. Por eso se borran constantemente los límites de las
cosas. Ella parece una psicópata que actúa desde el rencor de algo que le
ocurrió en el pasado y que está tan vivo y presente como la muerte que se
avecina. Ella vio unos ojos vacíos al violarla, y ese vacío le provoca una
especie de necesidad de culpar a alguien y hacérselo pagar, o más bien de
encontrar la razón de todo “aquello” que ocurrió no se sabe cuándo. Ella tal
vez no es una puta, pero se lo cree. Es su rencor quien le hace creérselo, es
su neurosis asesina. Pero ella también es una princesa que busca cómo hablar y
que también busca un príncipe que le hable.
Ella le dice a él que cuando folle a
una chica piense bien en lo que quiere decir, o sea, que folle con algún
sentido, pero a él lo declara sordo. ¿Es esta profunda sordera el destino de la
pareja humana?
Bolaño nos asoma al abismo que separan estas dos cosas: o puta asesina o
princesa, pero nosotros ya estamos dentro de la narración donde nos dice que
ella lo eligió a él porque es algo personal, a pesar de que él nunca la violó. Así
pues ella es “la princesa inclemente” a causa de que él es, precisamente, “el
príncipe vehemente, el príncipe de la máquina del tiempo”.
Ella le recuerda sus palabras de
entonces que no están nada claras, pues le decía “viento”, o “calles
subterráneas, o “tú eres la fotografía”, porque tal vez él es el prototipo del
hombre tal como ella lo imagina, ajeno a todo, con una necesidad que circula
por calles subterráneas y pasa como el viento hacia la necesidad que un cuerpo
tiene de otro cuerpo, una persona a la que sus palabras le llegaban al centro
de su testosterona donde ésta acaba actuando como un mar de semen. Y todo lo
dice ella en su imaginación mientras él permanece atado oyendo como le dice que
ella le dio ocasión de no seguirla, pero él prefirió estar con ella. Éste es un
momento de responsabilidad, pero aleatorio y tomado en el cuento muy a la ligera,
pero al fin, es un momento que contiene cierta responsabilidad aunque de su
decisión él no se esperara tanto
desastre. ¿Podría suponer tanto peligro irse solo con una mujer a su casa o al
revés? Seguramente no, pensará él que en efecto elige, se va con ella y está
dispuesto a todo. Este “ligero detalle” podría dar otro enfoque a la historia
porque presta cierta credibilidad en que ella algún día fue violentada por un
macho sin demasiados miramientos.
Pero siguiendo por lo desconocido
de la historia, ellos dos están viviendo un violento y justo absurdo donde Bolaño
nos transporta de un lugar a otro de este laberinto imaginario bordeando la
locura, sin que terminemos de darnos cuenta de a dónde nos quiere llevar, hasta que al final ella afirma que “el azar es
el mayor asesino de la Tierra”.
Sinceramente creo que él, al aceptar
irse con ella, rompe ese juego y que aquí ya no sólo habría azar, sino destino,
ya que quien comete locuras bien pudiera caer en la trama negra de alguna de
ellas. Pero siguiendo el cuento y la
tesis de Bolaño podríamos preguntarnos:
¿El azar puede estar al servicio de
los psicópatas?
Y no nos quedaría más remedio que
decir que pudiera ser verdad.
jueves, 12 de enero de 2017
Tertulia 75. Ante la ley, de kafka. Comentario de apertura. Por Luis Seguí
Franz Kafka terminó de escribir Ante la ley –también traducido como A las puertas de la ley— a finales de 1914, un relato que junto al
titulado Un sueño formaba parte de la
novela El Proceso, que el autor no
quiso publicar en su momento a pesar de que hacia octubre de 1915 había
terminado de escribir el último capítulo. Tal vez debido al afán perfeccionista
de Kafka, que la consideraba una obra inacabada –de hecho, lo era—, prefirió
entregar al editor un conjunto de relatos bajo el título de Un médico rural, entre los que incluyó
los dos que tenía escritos destinados a la novela. El Proceso, en cuyo capítulo noveno aparece Ante la ley como parte de un diálogo de Josep K. con un sacerdote,
se publicaría recién en 1925, gracias al empeño de Max Brod.
La publicación de Ante la ley como un texto separado, independiente del contexto en
el que se desarrolla El Proceso, ha
generado un número casi infinito de interpretaciones acerca de su aparentemente
enigmático contenido, cuando en realidad constituye un epítome de la relación
del mismo Kafka con la ley, que no por casualidad está presente –de un modo u
otro, más o menos abiertamente, a través de elipsis y metáforas— en casi toda
su obra, y en particular en El Proceso.
Es casi inevitable para cualquier lector de la obra de Kafka que conozca
mínimamente la vida del autor, percibir hasta qué punto aparece plasmada en su
escritura la relación entre la “ley del padre”, que le atormentaba, y la ley
del Estado reguladora de los lazos sociales, cuyo carácter arbitrario e
insensato perturbaba igualmente su relación con el mundo. Esa tensión aparece por
un lado como un conflicto permanente entre lo que su padre esperaba de él y los
deseos más íntimos de Franz, que contradecían las esperanzas paternas de que su
único hijo varón le sucediera al frente de sus negocios, y de otro como
impotencia para modificar el orden absurdo de la existencia cotidiana.
Un hombre autoritario y patriarcal, irascible,
jovial y seguro de sí mismo, muchas veces ignorante, así veía Franz a su padre,
y así lo retrata en la Carta al padre que
le escribió en 1919 y que el destinatario nunca recibió. Los enfrentamientos
con su padre se hicieron frecuentes a partir de 1911, cuando Franz defendió
ante él su vocación y elección de vida. Pero sobre todas las cosas Hermann
Kafka era incapaz de aceptar que su hijo no era el muchacho fuerte, parecido a
él y digno heredero del negocio familiar, sino un joven sensible, cuya
constitución enfermiza –agravada a partir de 1917, cuando le diagnosticaron
tuberculosis— exigía periódicos ingresos en sanatorios y largos períodos de obligado
reposo. Para Kafka, que se doctoró en derecho en 1906, la vida universitaria
operó como un catalizador; en esa etapa conoció a Max Brod, de quien se hizo
gran amigo, y que junto con Óskar Baum y Felix Weltsch lo introdujo en el ambiente
intelectual que tenía como epicentro el Círculo de Praga, ciudad en la que
Kafka nació y en la que viviría hasta su muerte en 1924.
Había en Praga en esos años una importante actividad
cultural protagonizada principalmente por publicistas y escritores de habla
alemana, en su mayoría de origen judío, como Adler, los hermanos Brod, Rilke,
Haas, los hermanos Weltsh, Werfel o Kish; en la ciudad vivieron un tiempo
Claudel, Einstein y Meyrink, y por ella transitaron por distintos motivos
Homannsthal, Musil, Steiner, Buber, Mann y Karl Kraus, entre muchos otros que
eran –o serían en breve— famosos. Paralelamente, Viena es el lugar donde
coinciden simultáneamente los orígenes de la música dodecafónica, el
positivismo jurídico y lógico, la pintura no figurativa y el psicoanálisis, el
ámbito en el que se revisita la obra de Shopenhauer y Kierkegaard, un espacio
privilegiado en el que se produce una extraordinaria concentración de talento
creativo, sumado al brillo social que la distinguía como capital del Imperio
Austro-Húngaro. Viena, que se jactaba de su imagen de “ciudad de ensueños”, representaba
en realidad para el escritor y periodista Karl Kraus, su más radical crítico
social, “el campo de pruebas de la destrucción del mundo”.Tal vez no del mundo,
pero sí para Europa entre 1914 y 1918.
Inevitablemente, la vida de Kafka se vio alterada
por la guerra, y sus escritos a partir de 1914 reflejan –aun metafóricamente—
el impacto provocado por el conflicto. Si como ciudadano Kafka mostró una
cierta indiferencia al principio de la guerra, en 1916 escribe en su diario que
desea hacerse soldado, una manifestación que parecía responder a una exigencia
moral que él mismo se imponía, alejada de la realidad dado que había sido
declarado exento del servicio militar por su estado de salud. Según cuenta en
su diario, en la segunda mitad de octubre de 1914, es decir al comienzo de la
guerra, tiene horribles pesadillas en las que una maquinaria infernal somete a
su cuerpo a grandes tormentos. Entre los días 15 y 18 de ese mes escribe el que
su traductora y biógrafa Ángeles Camargo describe como “el relato más cruel de
toda la obra de Kafka”: En la colonia
penitenciaria. Una narración en la que aparecen tres protagonistas
principales: un militar, una máquina que el oficial controla –pero que en
realidad lo controla a él— y utiliza para destrozar el cuerpo de los condenados,
y un observador supuestamente neutral cuya actitud pasiva le hace culpable de
la muerte de miles de personas.
Si En la
colonia penitenciaria la metáfora es transparente en relación con la guerra
y los responsables de desatarla y
alimentarla, como es igualmente clara la alusión a las víctimas, el concepto
que Kafka tiene del funcionamiento de la sociedad, con guerra o sin ella, se
plasma magistralmente en El Proceso, escrita
un año después: la burocracia estatal es una maquinaria concebida
arbitrariamente para obrar absurdamente, ante la cual los sujetos se muestran
como víctimas inermes porque ignoran cómo funciona, sin percibir que la clave
de su eficacia es, precisamente, que carece de una lógica humanamente comprensible.
Cuando en el primer párrafo de la novela se lee que “alguien debió de haber calumniado a
Josep K., puesto que, sin haber hecho nada malo, fueron a arrestarle una
mañana”, el texto nos sitúa en el ámbito de una víctima aparentemente inocente,
que cuando pregunta a quienes han irrumpido en la casa por qué está arrestado,
escucha esta respuesta: “los que nos mandan (y solo conozco los grados
inferiores), no tratan, por así decirlo, de localizar la culpabilidad entre la
población, sino que, como dice la ley, se sienten llamados por la culpabilidad
y entonces nos envían a nosotros los guardianes. Esta es la ley”. Josep K. es
ejecutado sin saber de qué se le acusa, ni qué ley se le ha aplicado, y tampoco
se le da a conocer la sentencia. Desde el principio y a lo largo de la novela,
todo gira alrededor de la búsqueda de una respuesta imposible de obtener,
porque lo que se ha instalado en la conciencia de Josep K. es el interrogante
fundamental de todo sujeto: algo me hace
sentir culpable, y no sé de qué.
Ante la ley es, dentro de la novela, una parábola relatada a
Josep K. por el sacerdote –que es miembro del tribunal que le está juzgando en
secreto—, para hacerle ver hasta qué punto todos los sujetos -incluidos los
guardianes- son juguetes dentro de un sistema cuya eficacia reside en que nadie
puede asignarle un comportamiento previsible.
El pobre campesino que envejece y muere a las
puertas de la ley, ¿podría haberla forzado? Como en la dialéctica hegeliana del
amo y el esclavo, ¿quién dispone del saber?
Como bien señala Jesús Villegas en su comentario, en
Ante la ley Kafka nos sitúa –como en
toda la novela de la que el cuento forma parte— ante un dilema moral. Se trata
de la responsabilidad, un asunto
complicado, para cuyo abordaje convendría recurrir al axioma que nos dejó
Lacan: de nuestra posición de sujetos somos siempre responsables.
Luis Seguí
Tertulia 75. Ante la ley, de Kafka. Comentario del magistrado Jesús Villegas
Hace ya más de un siglo que Franz Kafka escribió ese brevísimo relato que
–con el lapidario título de “Ante la ley” (vordem
Geset,)— nos sigue llenando de perplejidad. ¿Qué significado se esconde
bajo una historia tan aparentemente sencilla? En realidad, desconocemos cuáles
hayan sido las intenciones últimas del autor. Pero poco importa. Su valor
consiste en otra cosa, a saber, en el efecto que causa sobre nosotros, los
lectores que nos enfrentamos ante esta pieza enigmática, una parábola que nos
incita a pensar y repensar. Y, en efecto, eso es lo que haré en las siguientes
líneas, examinar la obra como un objeto cerrado en sí mismo desligado de su
entorno, como una piedra preciosa bajo la lupa del joyero, atento a su
disposición interna, al estilo de los estructuralistas o formalistas rusos. Veamos
pues:

Algunas de las interpretaciones son banales. Así, salta a la vista que el pobre hombre que impetra justicia es un campesino (ein Mann vom Lande), lo que nos hace pensar en la tensión entre la periferia y el núcleo en el contexto de la planta judicial. Sería una denuncia de cuán lejos queda la organización de los tribunales de las zonas rurales, concentrados estos en la capital del Imperio, mientras que las regiones más remotas permanecen olvidadas del poder central. De hecho, es un tópico que en nuestra patria evoca las tensiones medievales que desembocaron en la independencia del condado de Castilla.
No menos trivial, aunque sí más actual, sería la protesta ante la lentitud de una justicia cara y laberíntica (von SaalzuSaal), inaccesible al ciudadano. La consternación del campesino, que ingenuamente no había previsto la dilación del aparato judicial, se expresa en esta impotente queja: “pues la Ley debe ser siempre accesible a todos” (das Gesetzsolldochjedemundimmerzugänglichsein).
Algo más interesante es la contraposición Ley-Justicia. La narración es claramente paradójica. Y es que, cuando el campesino obedece al guardián, queda fuera de la Ley; por el contrario, empero, si porfía en acceder al territorio de la Ley, debe desobedecerlo. Esta exégesis nos sitúa en otro tópico, cuál es la rebeldía ante el Rey injusto e incluso el derecho a la rebelión (res eris si recte facies). El vigilante no sería más que el esbirro de una autoridad tiránica cuya resistencia habría que vencer por la fuerza.
Esta última aproximación nos sitúa en un campo más psicológico y menos jurídico. Todo el episodio no sería sino una prueba a la integridad del campesino. Si hubiese sido valiente, habría luchado contra el guardián, esbirro de un poder injusto. Esta idea emerge contundentemente in fine, cuando se le revela que la puerta era únicamente para él (dieserEingangwarnurfürdich). Es otro tópico, esta vez relativo a los ritos iniciáticos, al paladín que debe vencer al dragón para ganar la mano de su amada, para convertirse en un auténtico caballero, para cruzar el umbral de los justos. A nuestro protagonista, en cambio, no se le ocurre otra cosa que intentar sobornar a la autoridad y esperar blandamente hasta que termina chocheando (erwirdkindisch) y muere medio ciego. Su debilidad moral le impidió descifrar el enigma de la esfinge.
Avanzando por esta vía, parece más provechoso echar mano de conceptos psicoanalíticos. Desde esta perspectiva, el campesino encarnaría el ego y el guardián el super-ego, mientras que ese espacio ignoto que se esconde tras la puerta representaría el inconsciente. Las terapias psicodinámicas alientan a abrir esa puerta para descubrir que sea lo que hay más allá. Pero, ¿merece la pena traspasarla?
Jacques Derrida, en su ensayo “Fuerza de la Ley. El fundamento místico de la autoridad” comenta este cuento de Kafka poniendo el acento en la violencia originaria del Derecho. La Ley no nace de una civilizada discusión filosófica en el ágora, sino de un conflicto que, tras sucesivas luchas, acaba por construir su propio orden. Freud lo expresó magistralmente elaborando uno de los mitos más vigorosamente salvajes de nuestro imaginario occidental: la rebelión de la horda primitiva contra el padre, origen del tótem y del tabú, de la religión y de la Ley. Luego vendrían las justificaciones ideológicas, maquillaje legitimador del rostro de la bestia, “ficciones legítimas”, según el citado Derrida. Otro filósofo del Derecho, el británico Jeremías Bentham, aun reconociendo el carácter mendaz de tales invenciones, se rinde a su utilidad, pues facilitan la convivencia social.
¿Qué sociedad perviviría sin sus leyendas, sus mitos fundadores? El Imperio de los césares trajo esplendor al mundo: paz, Derecho, arte, vida urbana pero, construidos sus cimientos sobre el sometimiento, cuando no el genocidio, de los pueblos oriundos. Perfectamente conscientes de esa violencia originaria, imaginaron la pax romana que, sin ser falsa, seleccionaba ideológicamente la realidad al servicio de unos intereses muy concretos. ¿Merece la pena hurgar en el pasado para destruir nuestra armonía ciudadana, la respublica?
Nuestro filósofo-poeta, don Miguel de Unamuno, proclamaba: “primero la verdad que la paz”. Al fin y al cabo, es una cuestión política. Sea como fuere, nos llega más al corazón la duda existencial que nos toca a cada uno de nosotros, no como ciudadanos sino como hombres, el reto de si nos atreveremos a descender a las mazmorras particulares (carcerprivata) de nuestro inconsciente para descubrir, ¿quién sabe qué?: tal vez soterrados impulsos malvados, monstruosidades morales, repugnantes perversiones. ¿No se derrumbará nuestra psique si descerrajamos la entrada a la cámara de Barba Azul?
Según Kafka, “todos luchan por la ley” (allestrebennachdemGesetz). A cada uno de nosotros incumbe averiguar si formamos parte de ese todo. La pregunta, por ende, carece de una respuesta general. Y tal vez sea mejor así.
Jesús
Manuel Villegas Fernández
Magistrado
Tertulia 75. Ante la ley, de Kafka. Comentario de Rosa López
Freud con Kafka: “Ante la ley”, un apólogo sobre el
superyo
La lectura de
este breve relato de Kafka debería acompañar, indefectiblemente, al estudio de
los textos en los que Freud se interroga por el nacimiento de la conciencia
moral. Kafka tiene la facultad mayor del artista que consigue ilustrar en muy
pocas lineas la esencia de la subjetividad. Freud reconoció la subordinación de
sus descubrimientos a la sabiduría que los poetas poseen sobre la condición
humana. “Ante la ley” puede ser leída
por un psicoanalista como un apólogo que muestra la relación singular de un
sujeto frente a la instancia psíquica del superyó.
Freud descubre
que los seres humanos cuando vienen al mundo no tienen una disposición
intrínseca a socializarse, y para que esto se produzca han de integrar una
primera relación con la ley que no es la que se les transmitirá después en los
colegios, ni en el código civil, ni en la educación. Se trata de una ley previa
que tiene la característica de hacernos sentir siempre en deuda y culpables,
aunque no sepamos de qué. Dicho de otro modo, lo que Freud descubre es que la
constitución de la ley en el ser hablante es inevitablemente patológica.
Pensemos que
estamos tratando de cernir el origen de la ley pura, no de las leyes jurídicas,
políticas o morales de las que secundariamente la cultura se dota. Esta ley
pura, representada por la instancia psíquica del superyó, es como un punto cero
enigmático, inaccesible, que parte de algo infundado e ilegible, a partir de lo
cual se inicia después la dimensión del deber, de lo prohibido y de los pactos.
Freud en el año 1930 escribió un texto titulado El Malestar en la Civilización que sigue
teniendo plena vigencia y que, a mi modo de ver, tendría que formar parte de
los programas educativos . El texto El
Malestar en la Cultura, cuya lectura recomiendo encarecidamente, constituye
una verdadera joya del pensamiento porque en él Freud desarrolla uno de sus
hallazgos más decisivos: el superyó.
Freud se interroga por el nacimiento de la
conciencia moral y de la ley
descubriendo que los seres humanos cuando vienen al mundo no tienen una
disposición intrínseca a socializarse. el ser humano no puede vivir sin
establecer lazos sociales con los otros y constituir de este modo los
fundamentos de la civilización. La cultura exige que cada niño, uno por uno,
entre de cabeza en un fuerte proceso de domesticación de sus pulsiones
originarias. El niño tendrá que renunciar a las satisfacciones autoeróticas que
obtiene con su propio cuerpo y con los productos que de éste salen, así como a
sus fuertes impulsos agresivos contra los semejantes. Cualquier observador
puede darse cuenta de que a los niños les proporciona placer pegar, romper,
gritar, ensuciar. Esto demuestra que lo primario en el ser humano es la
agresividad, y que no existe el “buen salvaje” como pretendía Rousseau.
La comunidad se dota de la fuerza del derecho para
imponerse sobre la fuerza bruta del individuo, y es esta operación de
sustitución la que funda la cultura. Por lo tanto, el primer requisito necesario
es la creación de un orden jurídico que asegure que ningún individuo puede
llegar a violar las reglas sin que esto tenga consecuencias punibles. Los
individuos que forman la sociedad han de contribuir a su sostén. ¿Cómo?
Sacrificando sus tendencias pulsionales agresivas, sádicas, sexuales y algunas
otras. La cultura impone restricciones, y la justicia es la encargada de que
nadie escape a las mismas.
Ahora bien, la renuncia a las tendencias pulsionales
no significa que estas queden eliminadas o desaparezcan por completo. Sufren
una importante transformación, pero permanecen latentes. Tomemos el ejemplo más
socorrido para entender esto, el erotismo anal del niño para quien la relación
con sus propias heces es una gran fuente de satisfacción: retenerlas, soltarlas
cuando le place e incluso jugar con ellas. Todo esto quedará reprimido y en su
lugar aparecerán ciertos rasgos de carácter contrarios a la tendencia anal,
como la limpieza, el ahorro, el orden, que a veces pueden llegar a convertirse
en exageraciones patológicas, tal como nos muestra la neurosis obsesiva.
Este proceso no surge de manera natural como si
fuera el devenir de un progreso madurativo normal, sino que es el resultado de
un forzamiento simbólico consistente en la imposición de unas reglas, de unas
leyes, de unas prohibiciones. Hay que tener en cuenta que las tendencias
agresivas no pueden ser erradicadas y seguirán latentes en cada uno de nosotros
aunque las hayamos tratado de domesticar, reprimir o sublimar. Por eso la
cultura tiene que ejercer su fuerza coercitiva continuamente, imponiendo cada
vez más sus leyes. La cultura exige pesados sacrificios tanto en el plano de la
sexualidad como en el de las tendencias agresivas, lo que hace que al sujeto le
resulte verdaderamente difícil alcanzar en su seno la felicidad.
Partamos de la base de que no nacemos con una
facultad natural para diferenciar el bien del mal. Por ejemplo, la niña pequeña
que es toqueteada por un adulto puede llegar a sentir placer pues aún no conoce
la dimensión del abuso sexual, es solo después que descubre el significado
pecaminoso de ese acto y paradójicamente, en lugar de sentirse víctima, se
siente culpable, hasta el punto de que la vergüenza puede impedirle denunciar.
La diferenciación entre el bien y el mal proviene de
la influencia de agentes externos quienes establecen lo que se debe hacer y lo
que está prohibido. ¿Por qué el sujeto se subordina a esta influencia?
La conciencia moral en sentido estricto solo se
constituye cuando la autoridad inicialmente externa queda internalizada bajo la
forma del superyó. “Solo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral
y de sentimiento de culpabilidad” (Freud). Una vez que esto ocurre ya no
funciona como limite el temor a ser descubierto, pues el superyó lo sabe todo,
lo ve todo, lo juzga todo y lo que es peor, no establece diferencias entre
hacer el mal o desearlo. La ley del
superyó es tan inexorable que no distingue entre el propósito y la realización
del acto. El superyó vigila y maltrata al yo como una guarnición militar que se
queda de por vida en la ciudad conquistada. Es como tener al policía y al juez
dentro de uno mismo, pero con el agravante de que se trata de un policía sádico
y de un juez loco.
El yo se subordina a las órdenes que emanan del feroz
superyó y se carga de un sentimiento de culpa inconsciente que le condena
continuamente y con independencia de sus actos, a sentirse en deuda. El sujeto
queda tan acorralado que llega a preguntarse si la culpa de sentirse culpable
por todo también es suya.
Así como para los jueces la culpa es un elemento
esencial en el proceso jurídico, para los psicoanalistas lo es en la
experiencia clínica, y debemos utilizar las primeras entrevistas con un sujeto
para verificar si el sentimiento de culpa está presente o, por el contrario,
carece de ella. Si la culpa es excesiva, el sujeto buscara activamente hacerse
castigar, y si no lo consigue recurrirá a la autodestrucción, pero si no hay
culpa estamos frente a un sujeto susceptible de producir la destrucción de los
otros.
Pues bien, el superyó es uno de los nombres del
inconsciente y representa su cara más terrible. Ya no se trata del inconsciente
que puede ser descifrado como un saber que desconocíamos y que produce el
jubilo propio del descubrimiento de un nuevo sentido. Se trata del inconsciente
como pulsión de muerte, en forma de una ley insensata que coacciona al sujeto a
recibir un castigo sin darle la menor significación a la que agarrarse.
Siendo que todo este proceso acontece como un drama
interno, sin que los demás se den cuenta, el sujeto no va a obtener un castigo
que le venga del exterior, pero lo necesita imperiosamente para calmar la culpa
y por tanto se hace castigar, abandonar, rechazar, expulsar, insultar, se
castiga a si mismo con terribles remordimientos de conciencia o es presa de la
angustia de expectación: “algo malo va a ocurrir porque en el fondo lo
merezco”.
Para ilustrar la característica insensata de la ley
del superyó no hay mejor fuente que los escritos de Frank Kafka. Hay dos textos
fundamentales El Proceso y este
relato muy breve titulado Ante la Ley.
En El Proceso, Kafka concibe la situación
de un hombre, Joseph K, que es acusado por algo que nunca se le comunica y que
los lectores no llegamos a saber en ningún momento. El protagonista no consigue
que le digan cuál es la causa por la que va a ser juzgado y, sin embargo, se
presta a este absurdo proceso hasta llegar finalmente a entregar su vida al
verdugo. Lo que Kafka nos muestra no es tanto lo arbitrario de la ley jurídica
sino más bien cómo un hombre atrapado en el sentimiento de culpabilidad puede
pagar por una falta que desconoce, es decir, inconsciente, como si hubiera
cometido un crimen inapelable. Quiero acentuar que estamos hablando de una ley
que no está escrita en la sociedad, sino en el inconsciente de cada uno, por
eso el sujeto no puede separarse de ella y queda preso en unos imperativos que
le llevan a convertirse en su propio enemigo.
En el apólogo Ante la Ley, vemos cómo un campesino se
presenta ante la puerta abierta de la ley, custodiada por un guardián quien le
dice que, por el momento, no puede pasar. El campesino necesita imperiosamente
entrar en la ley y está dispuesto a esperar lo que haga falta. “La ley debería
ser siempre accesible a todos, piensa”. Con el paso del tiempo comienza a
sacrificar lo que posee, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este
acepta las ofrendas pero no cede. Sentado en un banquito frente a las puertas
abiertas, pero inaccesibles, de la ley, pasan los años, y justo antes de morir
el campesino, apenas en un susurro, formula una sola pregunta: “Si todos se
esfuerzan por llegar a la ley, ¿cómo es posible que durante tantos años nadie
más que yo pretendiera entrar? El guardián, con una voz atronadora, le dice al
oído: “Nadie podía pretenderlo porque esta entrada es solo para ti. Ahora voy a
cerrarla”. Un final absolutamente desconcertante.
La respuesta
enigmática con que acaba el relato me evocó un aforismo de J. L. Borges que
dice: “La puerta es la que elige, no el hombre”. Es decir, el sujeto queda
subordinado al superyo que está excelentemente representado por esa voz
atronadora del guardián que susurra al oído una insensatez, mientras que el
campesino apenas puede sostener un pequeño hilo de voz.
La clínica
psicoanalítica comprueba la potencia destructora del superyó, pues no es
exagerado afirmar que, como el campesino de Kafka, la vida psíquica del ser
humano está centrada fundamentalmente en los esfuerzos que tiene que realizar
continuamente para escapar de las exigencias del superyó o para intentar
someterse a ellas. Rebelarse contra el superyó resulta inútil porque siempre
irá un paso por delante, pero lo más sorprendente es que tratar de ser amado
por el superyó conduce a lo peor, como vemos en este buen campesino que está
dispuesto a dar todos sus bienes con tal de quedar incluido en el campo de la
ley. La enorme paradoja que Freud descubre es que cuanto más trata el sujeto de
satisfacer las exigencias del superyó, mas cruel se torna este, pidiendo de
manera insaciable, más sacrificios y haciéndole sentir cada vez más culpable.
Notemos que se trata de un funcionamiento circular
del que no se puede salir: cuantos más sacrificios haces para estar en paz con
el superyó, más sacrificios te pide. El
superyó castiga sin piedad a los más virtuosos, a los más justos, a los santos,
es decir, a todos aquellos que están dispuestos a renunciar, como nuestro
campesino, a toda satisfacción para cumplir con sus exigencias. ¿Por qué?
Porque para el superyó no es suficiente con la renuncia a los actos; también
pide la renuncia al deseo, y eso es algo que ya no depende de la voluntad de
ningún sujeto. Al deseo inconsciente no se puede renunciar.
El superyo establece un verdadero circulo vicioso
difícil de romper. Su funcionamiento es extremadamente perverso porque exige
una cosa y su contraria al mismo tiempo. Estamos frente a una nueva paradoja
del superyó que Lacan explicó en un texto titulado Kant con Sade, en el que demuestra cómo el imperativo categórico de
Kant, que exige el cumplimiento de una ley universal sin la menor consideración
por las circunstancias del sujeto, tiene como correlato la máxima Sadeana que
exige gozar sin límites tanto del cuerpo del otro como del propio. Dos
imperativos inhumanos, podríamos decir, porque ordenan algo imposible de
cumplir: una ley absoluta y al mismo tiempo una satisfacción absoluta.
Ese superyó, que nos hizo renunciar a las
satisfacciones primarias al mismo tiempo nos obliga a buscar una satisfacción
imposible, aunque sea al precio de la autodestrucción. Por eso Lacan cuando
habla de las figuras del superyó subraya
tres características: sádico, feroz y obsceno. A la vez nos explica que la vía por la cual actúa el
superyó es la voz. Una voz que tiene la particularidad de utilizar solo el
tiempo verbal del imperativo. Los neuróticos la experimentan como una voz
interior que les mortifica, los psicóticos que padecen alucinaciones auditivas
la escuchan como una voz exterior que les empuja al acto. En los casos más
graves de psicosis, las alucinaciones auditivas conducen al acto suicida u
homicida, que, en cierto modo son equivalentes, pues en ambos casos el sujeto
trata de acallar esa voz que les persigue y que pueden localizar en si mismos o
en el semejante.
El psicoanálisis puede reconocer que hay un derecho
a la satisfacción, pero advierte sobre los estragos que provoca que se
convierta en un deber. Nada obliga a nadie a gozar a excepción del superyó, que
nos empuja a algo imposible: la satisfacción absoluta.
El superyó tiene la facultad terrible de transformar
los ideales benéficos en imperativos mortales. Por ejemplo, el ideal social de
la felicidad, del disfrute o de la búsqueda de la satisfacción, nos puede
volver locos cuando se transforma en un imperativo. Frente a la caída de los
grandes relatos de la historia se han construido unos nuevos, aparentemente
fantásticos, en los que cada uno consume cuanto quiere, tiene “derecho legal” a
practicar las perversiones que le parezcan (mientras sea con un partenaire que
consienta contractualmente, lo cual excluye únicamente la pedofilia) puede
dedicarse a lo que le apetezca sin tener que asumir las obligaciones de luchar
o sacrificarse por una causa. ¡Qué maravilla de mundo! Pero precisamente el
superyó se presenta con más vigor que nunca, más voraz en sus exigencias, y
todavía más obsceno. Ahora hay que disfrutar continuamente, hay que mantenerse
eternamente jóvenes y bellos, tener una vida sexual muy activa. Si no lo
consigues, te comparas con los demás y te sientes un fracasado. Entonces vemos
como una adolescente murió de inanición porque le dijeron “gordita”, el otro
asesinó a sus compañeros del instituto porque se burlaban de él, los tres
menores aburridos salieron a la calle para experimentar qué se siente al matar
a alguien.
Hasta los Rolling Stones supieron captar esta
imposibilidad como nos muestran en la letra de su canción más famosa:
I
can't get no satisfaction
I
can't get no satisfaction
'Cause
I try and I try and I try and I try
I
can't get no, I can't get no
No puedo conseguir satisfacción.
Porque trato, trato, trato
Y no lo consigo, no lo consigo
Esta falta
estructural de la satisfacción absoluta es la prueba de que todavía funciona el
deseo que por definición es insatisfecho. Un deseo satisfecho deja de ser
deseo. Cuando los Rolling, en la cima del éxito y en pleno consumo de todo:
mujeres, hombres, drogas, alcohol, dicen que no encuentran la satisfacción
total por más que lo intentan, podemos tener un cierto optimismo, pues
cualquiera que sea el poder del superyo, por suerte el contra poder del deseo,
como insatisfecho, está presente, incluso en la civilización actual.
El psicoanálisis
apuesta por el deseo, como podrán suponer, hasta el punto de que Lacan afirma
que lo único de lo que debemos sentirnos culpables es de haber retrocedido
frente a nuestro deseo.
Rosa
López
Tertulia 75. Ante la ley, de Kafka. Comentario de María José Martínez
Queridos amigos: He leído este texto de
Kafka y articulado a su alrededor lo que sus líneas me han sugerido. Voy a
seguir el texto a rajatabla añadiendo en cursiva mis reflexiones.
Ante la ley hay un guardián. No sabemos si es una ley buena o mala, pero parece tener “derecho de
admisión” o que necesita protegerse de alguien pues tiene un guardián que
vigila la entrada.
Un campesino se presenta y solicita a ese hombre que
le deje entrar en la ley. Parece ser que
el campesino viene de un espacio diferente, diríamos que es un espacio fuera de
la ley y que, tal vez, alguien le dijo que era bueno entrar en ella. Observemos
que el hombre puede conocer a los que están en su espacio, pero que no sabe
quiénes son los que están dentro. Tal vez los de dentro sean tan altos y tan
poderosos como su representante, o sea, como el centinela, y de hecho esto es
lo que le dicen. En todo caso, la suma de
ambos espacios se supone que forma el todo de una sociedad.
El centinela le dice que por ahora no. Esto es como si aún no cumpliera ciertos
requisitos para entrar.
La puerta de la ley está abierta. Da la impresión de que si no fuera por el poderoso
centinela, la entrada sería fácil.
El centinela le recuerda que él es poderoso y los
que están dentro de la ley los son todavía más. Es curioso que el guardián no le dice que los de dentro son buenos,
sino que son poderosos. Da la impresión de que los poderosos manipulasen o controlasen
la ley, o que hasta que puedan estar por encima de ella, sobre todo el último
al que ni el centinela se atreve a mirar de frente. Ése tiene que ser
terrorífico.
Yo creo
firmemente que hasta aquí el centinela le está diciendo la verdad.
El hombre suplica. El hombre no ceja en su deseo
y tal vez lo que pide es que lo dejen entrar tal como es, porque dada su
condición de excluido no puede hacer otra cosa. Pero ¿a qué va a esperar? ¿A
que cambien los poderosos guardianes de la ley? Este hombre es un ingenuo, pero
como desde su vida anterior o su espacio anterior debió de oír algo sobre cómo van ciertas
cosas, decide sobornar al guardián con alguna de los enseres que él tenía, aunque parece que eso no es
suficiente.
El guardián
tiene la caradura de decirle: Lo acepto para que no creas que has
omitido ningún esfuerzo. O sea que el
soborno era algo usual o al menos no rechazado.
El hombre envejece y sigue fuera. Va a morir y
maldice su mala suerte sin poder hacer
nada. Vuelve a su infancia o sea, repasa
toda su vida desde que era pequeño. Y sigue sin entender cómo, si su deseo era
noble, no puede conseguirlo. La ley como tal, brilla ante sus ojos. Y pregunta:
¿Cómo es posible que durante tantos años nadie
pretendiera entrar más que yo? Y si antes
el centinela le había dicho la verdad sobre la ley y los poderosos, ahora es cuando el poderoso
guardián lo engaña diciéndole:
Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era
solamente para ti.
O sea, que podía
haber entrado si hubiera querido.
No hay nada más
falso.
Yo pienso que la
ley no está hecha a la medida del ciudadano más marginal ni contempla su
circunstancia, ni está hecha a la medida de cada hombre, aunque los buenos
jueces lo intenten tal como dijo ayer Jesús Manuel, nuestro querido juez, pero
esa frase sirve de irónico reproche a los poderosos para justificar la
exclusión o el castigo. La ley sirve para separar de la sociedad a los que
molestan, pero no se dedica a adecuarla. Y en este caso que cuenta Kafka, los
poderosos la controlan y tal vez la manejen para su beneficio. Pero ellos sí
que ya estaban dentro y eran muy fuertes. El poderoso sistema de vigilancia
interna de aquel espacio desconocido, no estaba hecho para el pobre hombre del
cuento que deseaba entrar.
Creo que la
narración “kafkiana” es bastante elocuente.
No quiero
extenderme más sobre el cuento estrictamente, sólo añadir, que yo, habida
cuenta de mi nacimiento dentro de la ley, hubiera franqueado la puerta. De
hecho estoy dentro, y desde mi escasa situación repudio a los poderosos que la
controlan y constantemente reclamo una ”buena ley“ útil para todos. Pero si
hubiera nacido en una familia fuera de la ley, lo más probable es que no
hubiera podido entrar, sin dar, tal vez, con mis huesos en la cárcel.
Tertulia 75. Ante la ley, de Kafka. Comentario de Miguel Alonso
Ante la ley es el relato
más complicado y de más difícil comprensibilidad que afronté a lo largo de
estos años de tertulia. Aquí el sentido parece fugarse por todos los lados, de
manera que toda interpretación se muestra tangencial al texto, sin nunca
aprehenderlo, sin nunca apresarlo del todo. Pero pienso que situarse en esa
incomprensibilidad, y asumirla, es un buen lugar de llegada, no sólo como
lector, sobre todo como sujeto. Y digo como sujeto porque, tengo la impresión
de que esta propuesta kafkiana de comparecencia ante la ley supone comparecer ante
el sujeto mismo. De manera que estaríamos ante una especie de tautología en la
cual el campesino, situándose ante la ley, lo haría ante sí mismo.
Para
llegar a esta conclusión necesito hacer un pequeño recorrido.
En
primer lugar, nuestro protagonista, “un
hombre del campo”, en su anhelo de entrada a la ley y en su infructuosa y prolongada
espera, nos hace sentir el peso de la precariedad, del conflicto, es decir, de
la división, el peso de la mendicidad y, por supuesto, el peso de la falta, del
vacío, de la imposibilidad, hasta el mismo momento de la muerte. Y es que esta
rara especie, la humana, la del ser que habla, encarnada en el hombre del
campo, tratando de encontrar su esencia, y posicionado ante ella, irremediablemente
se muere sin saber.
Pienso
que para afrontar un relato tan corto, tan condensado, tan complicado, no se puede
desperdiciar ninguna sugerencia que venga de él. En este sentido, no capté, en
ninguno de los ensayos que leí, ninguna referencia al hecho de que el “hombre del campo” no acude a la entrada
de la misteriosa ley sin haber sido tocado por ella. Hay un paso previo a su
deseo, vamos a decir a su voluntad férrea de entrar en la ley. Y es que, aunque
sea de forma mínima, ya viene investido por una ley que se le impone, la ley
del lenguaje, la ley del significante, la ley del orden simbólico. Y esto me
parece muy importante para lo que viene luego, pues ser “un hombre del campo” quiere decir que está adscrito a un conjunto
cerrado –insisto en esto, “un conjunto cerrado” en contraposición a lo abierto
de la ley ante la que acude el protagonista. Y estar en ese conjunto cerrado que
podemos denominar “los hombres del campo”
otorga pleno derecho de realidad, es decir, sitúa al personaje en una realidad
constituida anticipadamente por los significantes. Es una cuestión puramente
estructural, pero legal, que se le impone.
Evidentemente,
no es una cuestión que esté explicitada de una forma concreta, no hay una demora
precisa en ella, pero no deberíamos soslayarla, pues evita entrar en el absurdo
de que alguien es potador de la palaba, como queda demostrado en la dialéctica
metafísica que sostiene con el guardián, sin haber entrado en la ley. Eso no es
posible. Si entró en el lenguaje, entró en la ley. Además, la ventaja que
ofrece tomar esta vertiente en consideración, es que de esa manea podemos
establecer dos planos opuestos de la ley, a saber, un plano simbólico, el que
acabamos de ver, que daría sentido a la
vida situando al sujeto en la realidad, y un plano articulado al sinsentido, e
incluso a la ferocidad, no de la ley, porque nunca sabemos qué es la ley, sino
de sus guardines.
Lo
que ocurre es que el campesino se confronta, a mi modo de ver, con otra
vertiente de la ley que no ofrece significantes, palabras a las que agarrarse.
Esta alegoría, Ante la ley, vendría a
señalarnos que todos los sujetos que admiten la ley del lenguaje, esa que les
permite pertenecer a conjuntos cerrados y perfectamente habitables, de los que
se puede salir o entrar, han de confrontarse, de forma ineludible, con otra vertiente
de la ley que no muestra su esencia, que no muestra su ser, una vertiente
abierta, cualidad que, a diferencia de la anterior, no permite establecer
ningún conjunto, pues no ofrece límites visibles que nos puedan contener. Ahí
es muy explícito el relato, cada sujeto, como bien queda reflejado en el final,
tiene una relación particular y única con esa vertiente insensata de la ley. Es
una relación de uno por uno.
Llegados
a este punto, no podemos dejar de reflexionar acerca de la figura del guardián
para encontrar algún sentido en esta vertiente enigmática de la ley.
Porque
no podemos hablar de representante. Una cosa es ser representante de la ley, y
otra cosa es ser guardián de la ley. Podríamos hablar de representantes cuando
estos se ocupan de los aspectos simbólicos de la ley que permiten al sujeto
inscribirse en un orden simbólico, en un orden de realidad. Pero los guardianes
no permiten esta inscripción, ni siquiera parecen humanos, aunque su figura lo
sea. El guardián, casi podíamos decir que tiene una nariz enfática, unos pelos
enfáticos, todo en él parece tan enfático como para que no nos tomemos su
figura como totalmente humana. Es un poco raro el hombre.
Y
si el primer guardián tiene un aspecto algo inquietante y que infunde temor con
su nariz puntiaguda, su poder, etc., etc., qué decir de los siguientes
guardianes. No parecen del todo humanos aunque tomen una cierta forma. Da la
impresión de que cuanto más se avanza en la ley, ésta más se aleja de cualquier
investidura simbólica y se articula con lo monstruoso, hasta el punto de que
solamente moran en su ámbito poderes difusos, poco amables y nada deseables
para nuestros cuerpos. Esos guardianes poco humanos, tanto en su aspecto como
en sus sugerencias, me traen a la cabeza la cuestión de una de las leyes más
atroces que sufrimos, la que deriva de la instancia del superyó, que como bien
decía Gustavo Dessal en su curso sobre este concepto:
“Es que hay algo que reconocemos como una
ley, pero una ley peculiar en tanto uno no puede saber qué es aquello
que la fundamenta y, sin embargo, no se puede sustraer a ella”.
Las
resonancias de esta frase con el texto de Kafka me parecen elocuentes. El
hombre del campo parece no poder sustraerse a ella. Pero además, si continúo
con el desarrollo de mi interpretación, el relato muestra algo paradójico en el
anhelo de entrar en un escenario legal que no le augura nada prometedor. ¿Por
qué esa adherencia?
Podemos
pensar en el terreno de la voz. Es
impresionante el relato en este punto, pues mostraría una verdad estructural
del sujeto: su división. El hombre del campo escenifica, en ese anhelo, un
empuje inevitable, casi podríamos decir imperativo, pues ninguna razón parece
detenerlo, hasta el punto de que entra en la dialéctica con la voz del guardián
durante toda su vida. Y siendo una voz que prohíbe, sugiere y empuja y detiene,
acoge y produce temor, todo al mismo tiempo, qué nos impide tomarla como
metáfora de esa voz del superyó, bien conocida por todos por su monstruosidad,
por su incoherencia, por su apariencia humana, que parece pertenecer a la moral
pero a la vez es el empuje más mortífero que padecemos los seres humanos hacia
nuestra destrucción. En realidad, la voz del guardián viene a proyectar en el
hombre del campo la absoluta división que padecemos todos los sujetos en
relación a esa voz áfona que nos paraliza en nuestras vidas. El hombre del
campo se muestra aquí como un auténtico símbolo de esa división. No sabe qué es
esa ley, sólo conoce una voz insensata relacionada con ella.
Por
tanto, registramos dos divisiones, la confrontación con una ley simbólica y con
otra insensata, por un lado. Y por otro, y dentro de esta última ley insensata,
registramos otra división, la situación paradójica y contradictora que lo
empuja a la vez que le prohíbe el acceso a esa ley. La situación sugiere una
topología del exterior y del interior todo reunido en un mismo ser, el hombre
del campo. Se está configurando una alegoría de una división que el sujeto
siente en su propio interior y de lo cual no es, en absoluto, consciente. Es la
cuestión de la extimidad, una ley que se muestra viniendo del exterior, pero que se revela en lo más
íntimo del sujeto, en este caso, el hombre del campo, no pudiendo sustraerse de
ella a lo largo de toda una vida.
Por
supuesto, estamos ante una ley despersonalizada, por eso no hay representantes,
sino algo como figuras un poco siniestras, como guardianes. No encontramos allí
a ninguna persona real. Vuelvo a traer a colación a Gustavo Dessal cuando dice:
“Freud, en El malestar en la cultura, habla
del superyó como una instancia feroz, una instancia que, aunque necesaria,
está en la base del malestar, y en El yo y el ello, la
asocia con los intereses de la pulsión de muerte”
Si
el primer paso del hombre del campo lo da dentro de una ley simbólica, amable,
primera, podríamos pensar que los representantes de esa ley son, además de la
familia, las instituciones sociales. Pero, es a medida que pretende adentrarse
en la esencia de la ley, que comienza a situarnos en la frontera con la
insensatez, con las paradojas, con un empuje que parece imperativo y no se
puede soslayar.
Por
abundar y recalcar lo dicho. En el lado de la ley simbólica, la del lenguaje,
las realidades son, de algún modo, exclusivas, es decir, o se es campesino, o
se es otra cosa que se sitúa en el exterior de ese conjunto. Todos podemos
tomar referencias al respecto, pues encontramos un orden. Pero en lo relativo
al sujeto, esto no agota las posibilidades. Hay algo más allá del orden y del
sentido, la confrontación con una ley enigmática, insensata que no nos ofrece
un margen de maniobra, sino que nos paraliza, en tanto sólo sabemos de ella por
la mediación de personificaciones difusas. Es Otra ley de la que, como bien
explicita el relato, no podemos decir nada.
El
relato concluye estableciendo que cada uno tiene su entrada. Eso significa que
no hay todo, sino uno por uno, sin conjunto posible. No es posible expresar
ninguna especificación, ninguna determinación que acote y limite a un conjunto
cerrado. Podríamos expresarlo como que algo en la ley no entra dentro de la
determinación simbólica y el orden, sino que hay una parte de la ley que sume
al sujeto en la indeterminación, en la división, en la angustia, en el
desamparo, en el no saber.
Todo
ello nos llevaría a tratar de definir cuál es el ser de la ley. Aquí está la
tautología de la que hablaba al comienzo. Decir que estamos Ante la ley, es lo mismo que decir que
estamos ante el mismo sujeto, que es siempre un sujeto en falta. Acceder al ser
de la ley sería acceder a su propio ser. Aceptar la incomprensibilidad es
asumir que ese ser está vacío y para siempre. Si es un causa perdida el
encuentro con el origen del lenguaje, da la impresión de que tratar de dar con
el origen de la ley, con el ser de la ley,
es un problema subsidiario del primero. Si acaso, pensar que el hecho de
hablar implica esas dos vertientes, una articulada a la amabilidad del símbolo,
otra más articulada, incluso, a una pulsión de muerte en tanto la insensatez
nos envuelve, nos paraliza y, como bien expresa el relato, nos convoca.
Miguel Alonso
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