Quiero iniciar el
comentario que elaboré para ustedes con la frase de un colega francés, Jacques
Alain Miller, que me parece muy pertinente para el relato que nos ocupa, dice
así: “Que los hombres amen a las mujeres
no es una evidencia, es un problema”.
¿Por qué uno se casa?
¿Qué es lo que lleva, en el caso que nos ocupa hoy, a un hombre a renunciar a
su soledad para unirse en matrimonio? Podríamos coleccionar un buen montón de
respuestas, pero hay una que tendría un lugar destacado entre el resto, la
misma que en tantas ocasiones es la responsable de que esa decisión se lleve a
cabo, y aunque suene un tanto poética no por ella es menos cierta: un hombre
puede renunciar a su soledad por amor.
La soledad de un
hombre es un bien muy preciado para él, no piensen que hablamos de cualquier
cosa. Los tiempos actuales testimonian claramente de esto, y hoy nos
encontramos con mujeres, me refiero a aquellas que ya dejaron atrás el
bachillerato, incluso la universidad, aunque éstas últimas seguro que estarían
dispuestas a sumarse, que se quejan de qué pasa con los hombres, han
desaparecido de la escena romántica embelesados por un nuevo amor, el que les
suministra el mercado a través de las pantallas de sus distintos dispositivos
electrónicos, en ellos encuentran probablemente la medida justa que permite no
lamentar ninguna ausencia, al menos no lamentarla tanto como para salir a
buscar una mujer que la rellene.
Sin embargo, el papel
de esta ausencia es central para entender el amor, porque sin ella no hay amor
que pueda darse. Algunos pueden no llegar a sentirla nunca, o más precisamente,
han colocado otros objetos que sustituyen la presencia del amor y con los que
pueden llegar a paliar la sensación de soledad, hablo ahora de la soledad no
elegida. Hay otros casos en los que estos objetos tienen nombre y apellidos, y
brazos y piernas, y un cuerpo capaz de alumbrar un hijo; son las madres, objeto
entre los objetos del hombre, capaz de acompañarlo a lo largo de toda su vida
combatiendo cualquier atisbo de soledad por muy ruda que sea su soltería, y que
en muchos casos esto rige igualmente para el casado.
Trato de marcar la
línea por la que el relato de hoy resulta absolutamente esclarecedor, ya que
presenta un tratamiento del amor muy delicado; Nadine Gordimer parece tener
claro de qué se trata cuando para el hombre hablamos de amor.
En un primer momento
partimos del desengaño, del desgarro, el trauma: “Que se las lleve el diablo”. Nuestro herido protagonista, un
hombre sin nombre, un hombre cualquiera, aparece ante nosotros víctima de las
mujeres, esas arpías que no parecen querer de uno más que lo material, los
bienes, y una vez asegurados estos te dejan en la estacada. Son dos los
matrimonios que se cuentan por fracasos y con los que carga a la espalda,
aunque esto último debiera precisarse porque lo que no está muy claro es que él
haya aprendido nada de lo ocurrido en ellos, más bien decide una versión que su
psicoanálisis, en caso de que diera oportunidad a que se produjese, pronto
localizaría y evidenciaría sospechosamente parecido a un guión, el guión que lo
tiene preso. Como en vez del diván, elige para tumbarse las piedras de la
playa, no hay posibilidad de que el texto deje de repetirse, entre otras cosas
porque no es consciente de que se esté repitiendo nada.
Que nuestro
protagonista es un hombre de amor, de eso no cabe duda, es de los que siente la
ausencia y está convencido que una mujer puede aplacarla, no hay más que
pararse a pensar qué sentido, qué puerta abre el hallazgo para él. Podría haber
pensado ir a la casa de empeños a hacerlo efectivo, convertir en dinero la joya
que encontró, seguramente sería una suma nada despreciable, pero no se trata de
dinero, todo lo contrario, lo que este hallazgo abre, lo que el encuentro con
el anillo despierta es lo siguiente: este anillo estaba en la mano de alguna
mujer, que aunque en un primer momento, el momento en que lo encuentra, nos
invitan a pensar que su obsesión es devolverlo, pronto la sabio mano de
Gordimer nos enseña que no se trata de devolverlo, sino de encontrarla,
encontrarla a Ella.
Ahora bien, lo
interesante del relato, la paradoja, si puede decirse así, es el medio, y el
medio que él encuentra es un objeto, el anillo. Esto creará un escenario, unas
condiciones del encuentro muy concretas, desde el ángulo que pretendo
mostrarles incluso diría calculadas.
Nuestro desengañado,
aparentemente huyendo de sus divorcios y maldiciendo de las mujeres parece
darse un respiro que figuradamente tiene la forma de un retiro, alejarse del
mundanal ruido que supone la relación con una mujer para poner sus pensamientos
en orden, es la primera vez que toma vacaciones solo. No obstante, que él se
engañe no quiere decir que nosotros debamos seguirlo por esa senda, porque
resulta más que curiosa la elección de dicho lugar, un lugar en el que la
voluptuosidad femenina aparece por doquier, cuerpos bronceados, pechos
desnudos, largas y húmedas melenas, ínfimos triángulos como bikinis… Un lugar
en el que, para colmo, no es que no hubiera hombres, pero es que él no los ve.
Allí se imagina tiburón hambriento eligiendo presa, pero ese no es su guión y
no le sale, no hay el más mínimo flirteo con ninguna de esas bellezas que tenga
la sanción de intento de acercamiento. Como dice muy bien el texto,… sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar”. Y
estando en esas, qué llama su atención : las
madres, madres jóvenes con sus infantes, aferrados a ellas, “tan recientemente separados de allí que
parecían aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que fueron
sembrados por varones como él”. Esto mismo, mucho antes ya lo decía Freud,
que en la sexualidad masculina la elección por la madre condiciona el conjunto
de la vida amorosa.
Aquí ya estamos más
cerca de la realidad psíquica de este sujeto, que no es la de un tiburón, más
bien la de un niño, tirando piedras al mar, qué fina la autora, “Como suelen hacer los hombres cuando están
solos”, que habrá querido decir, y observando las piedras como los adultos
han dejado de verlas. Un niño, y además un niño solo, identificado a esos
pequeños abrazados a sus madres,… y entonces: entonces aparece el anillo.
Ahora ya podemos
hablar de acercamiento; el anillo le ofrece la posibilidad de conocer a un buen
número de mujeres, revestido de su brillo, se atreve, pero es indudable que al
elegir esta vía, al elegir la oportunidad que para él ofrece la joya ya nos ha
dibujado sus condiciones de elección amorosa, por eso empecé con la frase del
psicoanalista francés, aquí está el problema de los hombres con el amor
perfectamente recogido por Nadine Gordimer: el hombre no reconoce a la mujer
sino su propia condición amorosa, su condición de elección, su guión decíamos
antes, lo que causa su deseo. Hasta entonces qué teníamos, las escenas en la
playa, que por muy concupiscentes que puedan antojársenos, del lado de este
hombre no podemos inscribir más que la impotencia, impotencia para acercarse,
impotencia para pasar al acto, en suma, impotencia para desear a cualquiera de
ellas.
Por eso mismo pienso
que las condiciones del encuentro son calculadas, las condiciones del encuentro
están marcadas por lo que provee el anillo, un anillo que por su clase formaría
parte de lo que llamamos las posesiones, aquello con lo que su última esposa se
largó, un anillo que, como él mismo piensa, merece una póliza de seguros. La
voz al otro lado del teléfono puede sonar mentirosa, pero si resulta atractiva,
suave, o claramente juvenil, entonces pedía a su interlocutora que viniera al
hotel para reconocer el anillo. Hay incluso una que lo convence, y la deja
marchar, porque no se trata de eso, no busca a la dueña del anillo.
Él siempre podrá
decir que fueron sus primeras vacaciones solo, sin llevar consigo a ninguna
mujer, que no tenía intención alguna de encontrar pareja y que sus nobles
intenciones fueron las de devolver una valiosa pertenencia a su desolada dueña.
Incluso si este tercer matrimonio encontrase su fin prematuramente, no lo
permita la divina providencia, nuestro hombre podrá culpar a esta última mujer
y acusarla de astuta, taimada, prestidigitadora y oportunista; esta condición,
en los casos más graves, se repite interminablemente dejando una ristra de
matrimonios rotos, y hay una alta correlación de este escenario en varones
casamenteros con el alto valor que para ellos tiene su objeto primordial, su
madre. Mientras tanto, dejemos que el engaño siga funcionando, este hombre como
tantos otros lo que nunca sabrá es que no se puede amar a ninguna mujer, su
impotencia en realidad es síntoma de algo mucho más grave, una imposibilidad, y
siempre le resultará imposible amarla a no ser que ella entre a formar parte de
lo que causa su deseo.
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