Por casualidad, cuando me llegó la información del cuento que se iba a tratar en esta tertulia, estaba leyendo por primera vez un libro de Nadine Gordimer, Historia de mi hijo. Hasta la última página me intrigó por qué lo llamaba así y no Historia de mi padre. Lo entendí en el último párrafo, y no en el desarrollo de la novela. Creo que el saber del inconsciente no es saber teórico que está sólo del lado del psicoanálisis. Efectivamente, los grandes escritores y escritoras saben mucho del inconsciente. Y Nadine Gordimer sabe mucho. No es relevante simplemente por ser una luchadora por los derechos civiles, aunque también por eso. Sus libros están atravesados también por la humanidad de sus personajes, humanidad que incluye el desencuentro entre los humanos.
Tras leer los desencuentros de este relato, se me vino a la cabeza el título de un seminario de Lacan que no fue publicado. Iba a ser Los nombres del padre, y en un juego de palabras en la traducción quedó como Los no incautos yerran.
Entonces pensaba que tenía que agradecer, una vez más, a la tertulia, el enriquecimiento que producen las diferentes contribuciones que se hacen a los relatos, porque todo se ve con muchísima más amplitud. Los lectores, verdaderamente, son tan ricos como los textos mismos. Y creo que en esta época, en la que se está solo con el objeto técnico, lo cual también comienza a trasformar los libros, las tertulias me parecen indispensables. Celebro que en Murcia esté a punto de nacer una hermanita de Liter-a-tulia. Y espero que aumente la natalidad, porque es de la buena.
Al contrario de lo que planteaba Miguel, yo creo que el hombre aprendió. No me di cuenta hasta que apareció la última mujer. Pensaba que, efectivamente, era un hombre que no había aprendido nada, un hombre de la repetición. Pero, al final, acepta el encuentro.
Aquí retomo el título de Lacan Los no incautos yerran.
Se suponía que este hombre quería ser un no incauto y, habiendo aprendido que las mujeres le habían engañado, no quería saber más nada de ellas. Incluso las prostitutas, es lo que dice, son mujeres, en el sentido que comparten la misma condición. Entonces, él quería otra cosa, no acepta ser incauto.
Pues bien, el hombre, a pesar de todo, busca otro criterio. Acepta, en el encuentro con esta mujer, ser incauto. Y creo que el anillo es un símbolo, como decía Miguel, que evoca a Cenicienta en un sentido inverso. No hay dedo, ni mujer, que pueda llenar el vacío del anillo. Sobre todo de ese anillo, un anillo de pedida, porque cuando le da el anillo, lo que hace es darle un anillo de pedida, no está restituyendo algo que ella, legítimamente, pudiera reclamar.
Por eso creo que el fundamento es el encuentro, no la repetición. La autora dice, al final, que entre ellos no hubo más mentiras que las que normalmente hay entre cualquier matrimonio. Cosas no dichas. Cuando le da el anillo podríamos pensar que esto empieza mal, empieza con una mentira, a partir de lo cual nos preguntaríamos, ¿cómo se van a entender?
Si la condición de amor es encontrar la media naranja, van directos al fracaso. Pero creo que él acepta, por primera vez, no repetir. La trampa no está sólo del lado de la mujer, la astucia está de los dos lados. La trampa no es ni del hombre ni de la mujer, sino del amor. El amor es de alguna manera una trampa que hay que aceptar y, en este caso, me parece que el hombre ha aceptado que esa mujer encarne su síntoma y su condición de amor. Es lo que ha aprendido.
Dicho lo cual, y en contra de otras opiniones, me ratifico en que Nadine Gordimer es una extraordinaria escritora, tanto por el libro que estaba leyendo, como por el cuento que nos ocupa.
Tras leer los desencuentros de este relato, se me vino a la cabeza el título de un seminario de Lacan que no fue publicado. Iba a ser Los nombres del padre, y en un juego de palabras en la traducción quedó como Los no incautos yerran.
Entonces pensaba que tenía que agradecer, una vez más, a la tertulia, el enriquecimiento que producen las diferentes contribuciones que se hacen a los relatos, porque todo se ve con muchísima más amplitud. Los lectores, verdaderamente, son tan ricos como los textos mismos. Y creo que en esta época, en la que se está solo con el objeto técnico, lo cual también comienza a trasformar los libros, las tertulias me parecen indispensables. Celebro que en Murcia esté a punto de nacer una hermanita de Liter-a-tulia. Y espero que aumente la natalidad, porque es de la buena.
Al contrario de lo que planteaba Miguel, yo creo que el hombre aprendió. No me di cuenta hasta que apareció la última mujer. Pensaba que, efectivamente, era un hombre que no había aprendido nada, un hombre de la repetición. Pero, al final, acepta el encuentro.
Aquí retomo el título de Lacan Los no incautos yerran.
Se suponía que este hombre quería ser un no incauto y, habiendo aprendido que las mujeres le habían engañado, no quería saber más nada de ellas. Incluso las prostitutas, es lo que dice, son mujeres, en el sentido que comparten la misma condición. Entonces, él quería otra cosa, no acepta ser incauto.
Pues bien, el hombre, a pesar de todo, busca otro criterio. Acepta, en el encuentro con esta mujer, ser incauto. Y creo que el anillo es un símbolo, como decía Miguel, que evoca a Cenicienta en un sentido inverso. No hay dedo, ni mujer, que pueda llenar el vacío del anillo. Sobre todo de ese anillo, un anillo de pedida, porque cuando le da el anillo, lo que hace es darle un anillo de pedida, no está restituyendo algo que ella, legítimamente, pudiera reclamar.
Por eso creo que el fundamento es el encuentro, no la repetición. La autora dice, al final, que entre ellos no hubo más mentiras que las que normalmente hay entre cualquier matrimonio. Cosas no dichas. Cuando le da el anillo podríamos pensar que esto empieza mal, empieza con una mentira, a partir de lo cual nos preguntaríamos, ¿cómo se van a entender?
Si la condición de amor es encontrar la media naranja, van directos al fracaso. Pero creo que él acepta, por primera vez, no repetir. La trampa no está sólo del lado de la mujer, la astucia está de los dos lados. La trampa no es ni del hombre ni de la mujer, sino del amor. El amor es de alguna manera una trampa que hay que aceptar y, en este caso, me parece que el hombre ha aceptado que esa mujer encarne su síntoma y su condición de amor. Es lo que ha aprendido.
Dicho lo cual, y en contra de otras opiniones, me ratifico en que Nadine Gordimer es una extraordinaria escritora, tanto por el libro que estaba leyendo, como por el cuento que nos ocupa.
Graciela Kasanetz
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