Hay muchas cosas que comentar sobre esta
extraordinaria y desoladora novela. Estamos ante el horror más absoluto, pero
también ante el amor.
Del lado del horror, el libro lo leí en dos
etapas, una que llegó a la página 63, ahí lo cerré y no quise saber más. No podía
creer lo que contaba. A la vez, sabía que los hechos que contaba podían ser
verdad, y no solamente eso, sé que puede haber muchísimo más. Espeluznante la
presencia de esa mujer, La Zeilenesseniss,
comedora de almas, en la página 63, eligiendo una persona de la fila para
ahorcarlo, llevando a cabo todo un ritual en el que esa mujer extremadamente
bella, bien oliente, limpia y arreglada, con su bebé en los brazos, daba la
orden de que ahorcaran cada día a uno. Ella miraba escrupulosamente todo el
proceso de ahorcamiento mientras amamantaba al bebé cantándole qué bello es el
mundo, qué bella es la luz del mundo. Como digo, ante tal monstruosidad cerré
el libro. Pensaba, cómo se puede llegar a ese refinamiento de lo monstruoso.
Páginas más adelante, concretamente en la
109, vemos cómo muere esa mujer de una manera atroz. Volvió para buscar una
medallita que se le había caído al niño, y fue avasallada por las masas de los
casi cadáveres que habían sobrevivido y que pasaron por encima de ella. El
autor nos dice una cosa que deseo interrogar:
“Seguramente
no sabía que cuando se abandona el infierno no hay que volver la vista atrás. Pero en el fondo morir
por ignorancia, o morir bajo miles de pisadas de hombre que han recuperado la
libertad, viene a ser lo mismo”
¿Murió por ignorancia o fue como esos
asesinos que tienen que volver a la escena del crimen para de alguna manera
hacerse castigar? No lo sé. Es un punto que me interroga.
Estas cuestiones las sitúo del lado de un
horror declinado de muchas maneras, aunque considero que ésta figura, la de
esta mujer, me superó en mi contexto, en el que puedo soportar las cosas.
Del lado del amor hay escenas de un amor verdadero
y cercano. Por ejemplo, el encuentro con la chica, Emélia, que se produce en el
teatro. Es el encuentro de dos desamparados que se reconocen inmediatamente en
las huellas de su exilio, sin necesidad de contarse nada. Ambos provienen de la
misma historia negra y atroz. Es el amor, esa contingencia que hace que dos
desamparados se reconozcan, contingencia que, por un instante, hace cesar el
dolor de existir. Hay una frase que dice:
“Cuando
el amor llama a tu puerta, solo queda esa puerta, lo demás desaparece”
Otra escena conmovedora es la que nos cuenta
en la página 143, cuando Fèdorine le dice a Brodeck que se cuide. En ese
momento, él, que es un hombre mucho más alto, la envuelve como si fuera un
pajarillo. Esa escena de amor, y la capacidad de amar de esa mujer, resulta conmovedora.
Quiero ahora detenerme en lo que considero
que son dos modalidades de extranjero. Hay una diferencia entre Brodeck y el
Anderer, y es que el primero dice que se llama Brodeck una y mil veces. Un
nombre que, por otra parte, fue inscrito en una lápida conmemorativa, como si
ya estuviera muerto, para, finalmente, borrar la inscripción cuando regresa. Y
del lado del Anderer, hay una sabiduría increíble en su periplo. Lo más
inquietante de él, además de la imagen estrambótica que tiene, y su ambigüedad,
es que no da el nombre. Y cuando se lo piden durante el discurso el alcalde, el
Otro no dice nada. Representa muy bien lo innombrable. Dos tipos de Otro, Brodeck,
al que se puede nombrar, y el Anderer, innombrable, lo real, al que se le van
dando distintos nombres. Quizá podamos confeccionar una lista de los nombres
que se le van dando hasta llegar al de “diablo”. Éste último nombre es el más
potente. Ninguno hemos concebido bien a Dios, pero al diablo si que le vemos
cerca de vez en cuando. Es una diferencia, por eso decimos lo innombrable, lo
real.
En el nazismo, por una parte, encontramos la
destrucción de los cuerpos en masa. Si no nos fijamos en el uno por uno, es
como si nos encontrásemos ante pura chatarra. Pero luego está el discurso que
sostiene todo. Una cosa es la Noche de los cristales rotos, y otra cosa es el
discurso metódico que utilizó el nazismo y que consistió en el oscurantismo. Dice
el autor, en la página 70, que ya no eran individuos, sino una especie.
Hago un pequeño excursus. Recuerdo a Lázaro
Covadlo, un gran escritor y amigo, que estuvo presente en una de las primeras
tertulias de Liter-a-tulia. Recomiendo un libro suyo, Conversaciones con el monstruo, donde va coleccionando personas
monstruosas. Una de ellas es un tipo que había estado en el campo de
concentración, inmensamente gordo,
porque lo único que le había quedado era el hambre infinita. Iba a un sitio y
comía cuatro o cinco horas seguidas cada día. Y cada día más gordo. Era pura
hambre, a eso se había quedado reducido.
Como decía, nos encontramos con el
oscurantismo de siempre: reducirnos a la especie, a lo puramente biológico. En
ese sentido, el nazi que aparece en la novela, el único que habla, suelta el
apólogo de las mariposas. Esas mariposas tan monas que dejan que otras
mariposas se acerquen a ellas, pero luego la supervivencia de la especie domina
y deja a las que se acercan como señuelos para que las devoren los pájaros. De
eso se trata, de reducir al hombre a la especie.
Hay que denunciar que, parte del discurso
científico actual, sigue ese camino. Escuchamos con frecuencia que seguimos
siendo como los ñus, que cuando se dice fuego salimos corriendo, o como los
monos, o que nuestro ADN es igual que el de las ratas o cerdos, todo ello tratando
de reducir lo humano a lo animal. No digo que seamos mejores o perores,
simplemente quiero decir que, al igual que en el nazismo, por ese lado se va hacia
lo peor. Con discursos como el de la
mariposa, la ciencia nos lleva a eso.
Rosa López
No hay comentarios:
Publicar un comentario