Creo que la gran literatura universal puede muy bien recibir con
los brazos abiertos a Philipe Claudel, y reconocerlo como un autor excepcional.
Entiendo por gran literatura universal aquella que no solo entretiene, sino que
enseña, que abre nuestra visión del mundo, y que por lo tanto se sostiene tanto
en la imaginación como en el pensamiento. La gran literatura universal es, en
el fondo, una reflexión moral contada con la perífrasis de la ficción. En ese
sentido, y dado que la amoralidad es la tendencia que prevalecerá cada vez más
en nuestro mundo, una obra como El
informe de Brodeck merece un lugar de honor en nuestra tertulia. Por
supuesto que no le doy al término “amoralidad” la connotación que suele tener
en boca de quienes juzgan el comportamiento de los otros llevándose las manos a
la cabeza, o señalándolos con el dedo. Le doy a la palabra su significado
literal, es decir, esa ausencia, retirada o abandono de la dimensión moral de
las cosas, que se dirimen, se negocian, se manipulan, y se reparten siguiendo
una metodología burocrática exclusivamente centrada en la eficacia y el logro
de un determinado objetivo, sin que la dimensión moral interfiera en los fines
que se persiguen, ni en los medios que se disponen para alcanzarlos. Sobran
razones para afirmar que es esta la dirección en la que avanza la realidad
contemporánea, y extenderse en ello sería en esta ocasión superfluo. Por ese
motivo necesitamos libros como el que hoy comentamos, libros que nos hablen de
la vergüenza, una reacción humana que languidece y se extingue, mortalmente
herida por la indiferencia que avanza como una marea tóxica.
La vergüenza y la
culpa son los temas esenciales de esta novela, construida alrededor de una
metáfora que consigue atrapar uno de los interrogantes más cruciales sobre la
naturaleza humana. El mal, pese a los incontables estudios aportados por la
filosofía, la teología, la sociología, la psicología social y la antropología,
sigue conservando un misterio jamás resuelto por completo. Tampoco Claudel
logrará resolverlo, pero al menos acierta a tratarlo con las armas de la
poesía, sin ahorrarnos la enorme complejidad del problema, ni la espantosa
verdad que nos refleja. Tampoco el psicoanálisis podrá saldar de un modo
definitivo las cuentas con el mal, pese a que sus instrumentos conceptuales son
poderosos, y se apoyan fielmente en una experiencia que se esfuerza por asumir
lo sublime y lo execrable en sus auténticas proporciones. En el mal hay, en
última instancia, algo inexplicable, indecible, algo que desborda todos los
marcos de análisis, lo cual no es razón para renunciar al esfuerzo de atrapar
su lógica y los mecanismos de su causalidad.
Que Brodeck
inicie su confesión proclamando su inocencia, es un comienzo demoledor, puesto
que nos prepara para lo que inevitablemente vendrá. No es suficiente con
habernos divorciado de la idea de Dios para librarnos de una instancia a la que
todos estamos sometidos, tanto las víctimas como los verdugos. Porque incluso
los verdugos no actúan jamás en su propio nombre, sino que se autorizan en
aquello a lo que sirven: una idea, una misión, un líder. Nadie es lo
suficientemente autónomo como para obrar en su propio nombre, aunque así lo
crea. Y a pesar de ello, nadie, ni siquiera Brodeck, puede afirmar su absoluta
inocencia.
En la historia
del mal, esa historia que Borges recorrió bajo el epígrafe de la infamia
universal, existe un punto de inflexión. No sabemos si habrá otro, no es algo
que pueda descartarse, pero lo seguro es que el siglo XX conoció uno que cambió
definitivamente esa historia, y descubrió para siempre la verdad. Desde la
antigüedad hemos sabido que el ser
humano es capaz de cometer las mayores atrocidades, pero siempre hemos creído
que tales aberraciones estaban producidas por los instintos salvajes que la
civilización no puede jamás extirpar del todo. El siglo XX nos demostró que
estábamos equivocados. La más lograda realización del mal no fue el producto de
las pulsiones desbocadas, sino el resultado de una obra civilizadora ejemplar,
una labor racionalmente diseñada y llevada a cabo sin pasión, sin odio, casi
sin implicación afectiva, con el mismo estado de ánimo en el que una comunidad
decide poner manos a la obra y ejecutar un proyecto colectivo que requiere
esfuerzo, sacrificio, sentido del deber, y sobre todo enormes dosis de
racionalidad, como podría ser la eliminación de todas las malas hierbas que
crecen en un inmenso territorio. No es
cuestión de lanzar a todo el mundo a tontas y a locas a arrancar hierbajos. Las
cosas no se hacen así cuando el objetivo es una limpieza total con el mínimo de
gasto y el mayor rendimiento. Es necesario planificar, organizar, economizar,
distribuir las fuerzas. Es lo que se llama una burocracia. La burocracia
consiste en la capacidad de gestionar una tarea sin que las personas implicadas
puedan apreciar el conjunto de la labor, por lo que es preciso convertirlos en
meros engranajes de una gigantesca maquinaria, piezas aisladas pero
perfectamente ensambladas una a otra. Solo unos pocos tienen conocimiento de la
maquinaria en su totalidad, y quienes poseen ese conocimiento se sitúan por lo
general a una distancia considerable respecto del objeto que la burocracia
gestiona. En el siglo pasado sucedió algo especial, algo que no tuvo antecedentes.
Lo nuevo no fue en modo alguno el número de las personas implicadas, aunque
dicho número alcanzó un récord desconocido. Lo nuevo fue de índole cualitativa, porque nunca antes la
muerte había tomado posesión de la vida bajo los auspicios de la más estricta
racionalidad científica. Tan nuevo fue aquello, que todavía la Humanidad no ha
podido fabricar la palabra adecuada para nombrarlo, puesto que lo que sucedió
tuvo una magnitud que desbordó por completo los límites mismos del lenguaje, y
desde entonces se han escrito cientos de miles de páginas, se han filmado
centenares de películas, y pintado innumerables cuadros, se han recitado versos
y cantado canciones, todo ello en el vano intento de nombrar lo innombrable,
porque seguimos sin encontrar esa palabra. Por eso, muy sabiamente, Claudel
propone denominar Ereigniës al suceso
del que Brodeck tendrá que informar. En ese dialecto que el autor inventa,
fraguando términos que combinan el alemán y algunas raíces anglosajonas, Ereigniës significa exactamente “acontecimiento”
(Ereignis, en alemán). Dado que el
acontecimiento no puede nombrarse, se llamará entonces como tal:
acontecimiento. El Ereigniës es el
nombre que Philipe Claudel propone para nombrar aquello que no tiene nombre,
que nunca lo tendrá, que representa un agujero, ese cráter al que Brodeck le da
vueltas todas las noches durante su estancia en el campo, un hiato al que solo
podemos rodear con palabras, cientos de miles de millones de palabras que no
podrán en ningún caso rellenar el sentido que falta.
A mi juicio, el
gran logro de Claudel no consiste solo en narrar una historia extraordinaria
con un lenguaje soberbio, de una densidad poética que conmueve por su
delicadeza y a la vez por su terrible brutalidad. Creo que el mayor mérito es
haber podido crear una escala, una proporción que permite atrapar al lector sin
ponerlo previamente sobre aviso. Lamentablemente, los seres humanos poseemos
sentidos precarios y de alcance limitado. Carecemos de la capacidad para
percibir las cosas cuando se nos presentan en cantidades abrumadoras. Las
grandes cifras, las superficies inmensas, la acumulación a gran escala de
datos, circunstancias y acontecimientos, escapan por completo a nuestra
comprensión sensible. Se hicieron innumerables películas sobre la Segunda
Guerra Mundial y el desembarco de Normandía. El mérito de Spielberg, con su Salvad al soldado Ryan, fue lograr
traducir toda la barbarie de la guerra y condensarla en un único soldado.
Salvar a ese soldado, uno entre cientos de miles de infelices, se convierte no
solo en la aspiración de un comando militar, sino en la esperanza que late en
el corazón de cada uno de los espectadores. Debemos salvar a Ryan para
salvarnos a nosotros mismos, del mismo modo que al matar al Anderer hemos cometido un crimen contra
la Humanidad. Nuestra mezquina naturaleza nos permite entender mejor lo pequeño
que lo grande. La magnitud del firmamento y la de la barbarie acaban por
anestesiar nuestros sentidos, y nos sentimos más próximos a la muerte de un
niño que a la tragedia que roba la vida de miles. Es probable que Claudel haya
pensado en eso al condensar el acontecimiento
en la historia de una pequeña aldea, y al convertir el exterminio de
millones de seres en el asesinato de uno solo.
El ser humano es
extraño. Participa constantemente en un agotador combate entre la memoria y el
olvido. Necesita perentoriamente ambas cosas: recordar y olvidar, dejar
constancia de sus actos, de su presencia en el mundo, y a la vez borrar sus
huellas, apartarse de su historia. Sufre una división crónica entre la
afirmación y el repudio de sí mismo, y se ve arrastrado por ese empuje que lo
condena a la repetición, incluso cuando cree cabalgar en la ola del progreso y
la superación de los errores. El ser humano es un animal curioso que, con la inmensa
diversidad de sus posibilidades, en el fondo acaba por hacer siempre lo mismo.
La esencia es el
Informe. Es absolutamente fundamental que el Acontecimiento quede circunscripto
en un orden. Está claro que ninguna autoridad real presentará una reclamación
por lo sucedido, ni exigirá una rendición de cuentas, ni pedirá una
investigación. Uno de los aspectos más apasionantes del Holocausto, si se
consigue suspender por un momento el impacto emocional que provoca su
conocimiento, es el hecho de que en ningún momento se abandonó la racionalidad,
ni se perdió de vista la necesidad de que el proyecto se llevase a cabo
procurando en todo momento mantener a raya cualquier clase de pasión humana, a
excepción de la absoluta alienación al sentimiento del deber y el orgullo de
servir a una causa superior. Todo debía ser perfectamente documentado,
registrado, contabilizado y asentado en números, cifras, cálculos, presupuestos
y balances. El alcalde Orschwir no puede permitir que lo sucedido se pierda en
la deriva del rumor, o se evapore como si se tratara de una mala resaca de la
que uno se deshace con el paso de las horas. Por supuesto, no lo mueve el afán
de la verdad, ni el deseo de establecer las responsabilidades correspondientes
y en consecuencia hacer justicia. Orschwir es el alcalde, y tiene plena
conciencia de su deber simbólico. Su único propósito es que el Acontecimiento
quede atestiguado en la legitimidad de las normas burocráticas, cuyo sentido es
por completo ajeno a la dimensión moral de la verdad. En realidad, el informe
de Brodeck se descompone en dos partes: una, la que se oculta a la luz de la
razón pública, y otra la que el protagonista dará a ver. Sobre esta última el
autor no nos proporciona la más mínima información. Brodeck disocia su escritura,
compone un informe oficial, una falsa memoria despojada de toda consecuencia
(al punto de que puede desaparecer en las llamas sin que nada cambie), y una
memoria oficiosa cuyo destinatario no es nadie, sino la verdad misma como lugar
donde algo de la dignidad humana pueda preservarse a pesar de todo.
Este
desdoblamiento de la memoria tiene su correlato en un doble retorno: primero es
Brodeck el que vuelve del lugar de donde nadie regresa. En un segundo momento,
es el Anderer quien hace su entrada en el pueblo.
Ambos comparten algo fundamental: son Fremdër,
extraños o extranjeros. Brodeck es un Fremdër
que había sido adoptado. La extrañeza de su origen pudo ocultarse durante
mucho tiempo en la superficie de la convivencia, y sobre todo en el hecho de
que se le adjudicó una humilde función administrativa excéntrica al circuito
mercantil del pueblo. Brodeck es el otro al que se conoce, y al que se mantiene
debidamente localizado cumpliendo un servicio secundario para la comunidad. El Anderer, en cambio, es un Gekamdörhin, El que vino de allí. ¿Dónde es allí? No se sabe. Sin
duda es otro mundo. Con este otro Fremdër
hay un grave problema: es demasiado opaco, no se conoce su nombre ni su oficio,
ni el lugar de donde viene, ni cuál es su misión. Esconde mucho más de lo que
muestra. Es evidente que Claudel ha fundido aquí dos acontecimientos históricos
que marcaron para siempre la historia de la Humanidad: la muerte de Cristo, y
el exterminio judío. El Anderër es de
entrada inquietante, porque se instala en el lugar de un enigma. No quiere
nada, no busca nada, no pide nada, a excepción de un cobertizo para sus
animales y algo de comida para él, que paga con dinero cuya procedencia se
desconoce. ¿Es un dios o un demonio? Sabemos cómo Claudel aprovecha la estructura
psicológica y social de los pequeños pueblos, que alimentan su miserable
existencia con cualquier circunstancia que pueda alterar el curso agónico del
tiempo. ¿Habrá venido el Anderër para
recordarles a los hombres su crimen? ¿Acaso no sabe él cuál es el destino que
le aguarda, y no será precisamente lo que se propone buscar? En cualquier caso,
hará todo lo necesario para caminar por el estrecho filo que divide la
fascinación por el semejante y el deseo de su destrucción. Es evidente que los
dibujos son mucho más que una exposición de sus habilidades como dibujante, y
que el deseo de exhibirlos obedece a un propósito que no es inocente. Si algo
han percibido bien esos hombres de vidas terribles es que, desde luego, la
visita del Anderër no es para nada inocente.
Brodeck y el
Anderer son, en última instancia, la misma cosa. Declinadas en la trama de
distinto modo, ambas figuras están condenadas a la muerte, la expulsión, el
rechazo. Brodeck se marcha por donde vino hace decenas de años, y el Anderer
también. Que uno muera y el otro sobreviva, no son más que avatares de algo que
está en el corazón de la historia. Ambos encarnan aquello que Zygmunt Bauman
describe a propósito del judío como aquel elemento que ha franqueado todos las
circunscripciones, clasificaciones, definiciones, fronteras y límites que la
modernidad ha impuesto con su implacable maquinaria de emplazamiento. El judío
era la abstracción más dotada de esa “opacidad multidimensional y esta misma
multidimensionalidad era una incongruencia cognitivamente inasible, ajena a
todas las otras.” Lejos de presentarse bajo la figura piadosa del Rostro, esa
manifestación del Otro al que según Levinas no puede menos que responderse con
el amor gratuito, carente de finalidad alguna, Brodeck y el Anderër se convierten en el Rostro al
que no se puede mirar, porque todo aquel que se asome a ese espejo verá lo que
debería permanecer oculto. “Los retratos del Anderër resultaban sorprendentes revelaciones que sacaban a la luz
las verdades más profundas de la gente. Componían una galería de desollados
vivos”, “...contaban cosas que no
convenía contar”. Hacer pedazos los dibujos, incluso reducirlos a cenizas (con
toda la connotación que en este contexto posee esta palabra) responde a una
acción espontánea, emocional, un signo de la barbarie que puede dominarnos en
un acceso de furia, incluso de desesperación. La cremación del informe en el
horno del Alcalde es algo muy distinto. Es el resultado de una lógica meditada,
planificada y llevada a cabo con los instrumentos de la razón, y no con la
intensidad bruta del comportamiento pasional. Nadie odia verdaderamente ni a
Brodeck ni al Anderër, y sin embargo
ambos serán sacrificados por revelar “verdades que se habían enterrado”.
Brodeck no
debería haber vuelto y el Anderër no
tendría que haber llegado, eso es todo. Ninguno de ellos ha venido solo. Cada
uno (y en el fondo uno y otro son lo mismo), trae algo consigo. Algo
terriblemente peligroso, una materia codiciada e inflamable: eso que se llama
la causa del deseo. Aquí debo explicarme un poco, debo recordar que la causa
del deseo es algo que enloquece a los hombres, algo que de tanto en tanto, y
apremiados por determinadas circunstancias, tienen que entregar en sacrificio
para intentar calmar en vano el deseo de los dioses. Como escribe Claudel: “Si
las criaturas han podido engendrar el horror es únicamente porque el Creador
les ha soplado la receta”. Los hombres no pueden vivir sin amo, ya que para
ello se requiere una subversión que muy pocas veces se alcanza. Lo más frecuente,
es que el derrocamiento de uno no sea más que el prolegómeno de la instauración
de otro. ¿Por qué nuestros protagonistas encarnan la causa del deseo? Porque
son inasimilables, porque no son más que la “sustancia episódica” de lo
imposible, de lo innombrado, de lo impronunciable. De ellos solo puede decirse
“que no son como nosotros”. Pero para que alguien pueda encarnar la causa del
deseo, es necesario que esta afirmación se complemente con otra: “hay algo en
ellos que es de nosotros”. La tensión entre ambas proposiciones puede
mantenerse constante, aliviarse en ciertas circunstancias, o por el contrario
desequilibrarse en otras. El horror y la fascinación, el rechazo y la
identificación, son polaridades que pueden anudarse o descomponerse. El guardián
del perro Brodeck, ese simple funcionario y padre de familia, ignora que la
cadena con la que humilla a su prisionero lo mantiene unido a él.
Claudel es un
maestro de la prestidigitación, puesto que construye su relato haciendo surgir
a cada paso un giro que derriba el sentido que por todos los medios el lector
busca imperiosamente equilibrar. Como los habitantes del pueblo, necesitamos
concluir quiénes son los buenos y los malos, los verdugos y las víctimas, los
culpables y los inocentes. Y no es que esas distinciones estés ausentes del
relato, solo que el autor las retuerce hasta el límite. Brodeck inicia su
historia declarando su inocencia, y la concluye confesando su culpa, la culpa
de haber decidido vivir. Robar unas gotas de agua supuso “el gran triunfo de
nuestros verdugos”, dado que no existe nada más deshumanizante que empujar a un
ser humano a no ser otra cosa que el cálculo de su propia conservación.
La moraleja, como
era de esperar, es aquella que ninguno de los innumerables y extraordinarios
estudios sobre el mal puede extraer nunca, porque todo análisis basado en el
contrapunto indiscutible entre racionalidad y ética se estrella
indefectiblemente contra un real, ese real que, como lo expresó en una ocasión
Lacan refiriéndose al Holocausto, ninguna teoría basada en las premisas
hegeliano marxistas puede en modo alguno siquiera adivinar: que la destrucción
del otro no está basada en el “empeño por existir” del individuo, ni siquiera
del grupo. El goce, eso que no sirve para nada, y menos aún para la
supervivencia, no está directamente emparentado con ninguna locura especial.
Vive en el interior de cada uno de nosotros, y lo más sorprendente de todo este
cuento, es que sea la razón la que de tanto en tanto lo irrite hasta hacerlo
salir de su madriguera.
Gustavo
Dessal
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