"No hay nadie que haya jamás escrito o pintado, esculpido o modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno". (Antonin Artaud)
Toda la trayectoria de la obra de Kenzaburo viene a concordar con la verdad de estas citas. Sabemos las circunstancias de su vida, y cómo los motivos que la inundan son, sobre todo, la desdicha producida por algunos encuentros trascendentales para su existencia, con su hijo, con su misterioso padre, y con el desprecio de su madre.
El fondo del relato que nos ocupa es esa novela
familiar plagada de locura. Desde él asistimos a un proceso de transformación,
de liberación, y no sabemos si de libertad. Lo primero que me evoca es uno de
los hechos más curiosos de nuestra vida anímica, el de que los hijos heredamos la culpa de los padres. Y
particularmente, sobre el hombre gordo se proyecta esa culpa como una mancha de
locura proveniente del Otro familiar, de sus dichos, de sus proyectos políticos
–los del padre— de sus agravios –los de la madre. En el trayecto, el hombre
gordo intenta descifrar esa herencia, cuál es el lugar que ocupa en ella y por
qué la recibió. En el medio, la problemática relación con el hijo viene a ser el
delirio que construye para sostenerse en la vida.
Por el compromiso que Kenzaburo Oe asume en
relación a su propia realidad y responsabilidad, me parece justo resaltar la
carga ética que atraviesa el relato. Asume una dirección inequívoca hacia su propia
soledad, eludiendo morales consoladoras, artificios redentores, posiciones
misericordiosas, confrontándose al encuentro con el territorio real que le
corresponde, esa soledad ineludible desde la que, quizá, pueda elaborarse algo
vital. Es una forma de no resignarse a un destino marcado por el Otro.
El
proceso de atravesamiento que realiza el hombre gordo nos deja ver, entre otras
cosas, la gran distancia que media entre liberación y libertad. Liberación como
despojamiento de una carga, y libertad como posibilidad de construir un mundo
propio. Digo liberación porque así es como denomina al despojamiento de ese delirio
que construye en la simbiosis con su hijo. Y digo libertad porque esa es la ambigua
posibilidad que se abre en el final, una vez producida la liberación del padre,
si es que ésta verdaderamente acontece.
Vemos
perfectamente como una liberación verdadera implica, paradójicamente, un
encuentro con el vacío de lo real. Llamativo resulta, en este sentido, el
párrafo de la primera página:
“... logró
liberarse de una idea fija que hasta entonces lo había obsesionado; pero una
vez liberado, una lastimosa sensación de soledad hizo encoger
todavía más el alma pusilánime de aquel hombre gordo”.
Para ilustrar este advenimiento de la soledad
tras la liberación, siento la solicitud de pronunciamiento por parte de uno de
los poemas más extraordinarios de la gran poetisa gallega Rosalía de Castro: Unha vez tiven un cravo (Una vez tuve un
clavo):
Una vez tuve un
clavo
Clavado en el
corazónY no recuerdo si aquel clavo
Era de oro, de hierro o de amor.
Sólo sé que me hizo un mal tan hondo
Que tanto me atormentó
Que día y noche sin cesar lloraba
Cual lloró Magdalena en la pasión.
Señor que todo lo puedes
Le pedí una vez a Dios
Dame valor para arrancar de un golpe
Clavo de tal condición.
Y me lo dio Dios, y lo arranqué
Pero ¿Quién lo iba a pensar?... Después
Ya no sentí más tormentos
Ni supe que era dolor
Supe sólo que no sé que me faltaba
En donde el clavo faltó
Y sé... sé que tuve soledades
De aquella pena... ¡Buen Dios!
Este barro mortal que envuelve el espíritu
¡Quién lo entenderá, Señor!
Magistral, magnífica Rosalía de Castro: “Supe sólo que no sé que me faltaba/En donde
el clavo faltó”. En realidad, una buena parte del relato de Kenzaburo cabe
en este verso. Y todo proceso de verdadera liberación, tiene cabida en este
verso.
Porque la soledad que aborda al hombre gordo
liberado de la relación imperiosa con su hijo, es una figura que mora
permanentemente en la vida de todo ser humano. Circula por detrás de las
palabras, es la sustancia aprisionada en las soluciones fantasmales y
delirantes, es el cimiento oculto de la realidad, y, paradójicamente, reaparece
siempre por la ventana abierta de cualquier liberación. Repito, no hay que
confundir liberación con libertad. Escribir como Kenzaburo es su forma de salvarse
de esa soledad que rompe el cuerpo, y que no es más que un eco del infierno. Escribir
como Kenzaburo es construir la libertad después de haber sentido la soledad más
profunda.
¿Donde encontramos la libertad, o la
posibilidad de ella, para el hombre gordo? Creo que en el final de la novela.
Aunque esa posibilidad se presenta de forma ambigua. No sabemos si el hombre
gordo puede construir algún artefacto que le permita sostenerse en la vida, como
anteriormente se lo permitía el delirio, o si caerá melancólicamente en el
mismo encierro, en la misma locura que el padre.
Lo que sí podríamos pensar sobre Kenzaburo Oe, es que él sí supo construir la libertad en ese edificio vital que supone su obra. Al respecto, y como conclusión, evoco algo que se dijo el pasado martes 11 de Diciembre en la
presentación de los libros de Ion Vianu y Matei Calinescu –este último también padre de un niño autista— y es lo siguiente:
“Cualquier
libro es una enfermedad vencida”.
Miguel
Ángel Alonso
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