Posiblemente lo que más me sobrecoge de este relato, que continúa y profundiza una temática a la que por razones autobiográficas el autor le ha dedicado una buena parte de su reflexión poética, es la singularidad de que en esa peculiar y arquetípica relación que existe entre un niño retrasado y su madre, esta última sea un hombre. Así, con una sencillez que no requiere explicación alguna, y que se nos presenta como una evidencia que asumimos de inmediato, se nos informa de que el hombre gordo está identificado a la hembra del pez celatius, y lleva adosado a su cuerpo al pequeño ser desgraciado y ausente de la vida. Manteniéndolo adherido a su cuerpo, cree darle la vida que le falta. Es conmovedor y a la vez terriblemente inquietante que padre e hijo entablen un vínculo corporal tan estrecho. Kenzaburo Oé maneja con inusual destreza la extraña mezcla de ternura y obscenidad que nos produce la relación entre esos dos seres que conforman una especie de organismo dual, conectado por una simbiosis telepática. El dolor del hijo atraviesa los nervios del padre, llega al pensamiento, y una vez allí se localiza, se codifica, y adquiere significación. El padre convierte el grito informulado y bruto del niño en una representación articulada. Traduce las sensaciones oscuras y deformes en vivencias que pueden alcanzar las palabras. Los cuerpos se acomodan tan bien uno al otro, que solo se distinguen por el tamaño. Son siameses comunicados por un circuito mágico. El cuerpo maternizado del padre se funde con la masa animal del hijo.
El hombre obeso, que en un comienzo actúa como alguien forzado a asumir una esclavitud creada por la mutilada existencia real del hijo, se nos revela muy pronto como el mayor beneficiario de este sacrificio. Bien es verdad que por momentos será capaz de proteger al niño, de calmarlo, de velar sus tumultuosos sueños. Pero lo que un buen día va a descubrir en el zoológico, es que su hijo no lo necesita. Es él, el padre, quien lo ha necesitado. Es él quien lo ha convertido en el objeto inseparable de su existencia, en el complemento de perturbada vida, sobrecargada por el peso de una misteriosa historia. Es él quien, gracias a su hijo y a la maternidad que ha cumplido para el niño, ha logrado sobrevivir a la locura.
Este padre-madre duerme con el hijo, ambos tomados de las manos, fusionados en el dolor, y una corriente invisible los une, o al menos es eso lo que el hombre gordo cree. Por eso él, que posee una razón y un pensamiento, se considera en el deber de suplir para el pequeño retrasado la función de comprender el mundo, de insuflarle una mínima dosis de inteligibilidad, de apartar aunque más no sea una parte de la espesa bruma que ciega sus sentidos. Lo que el padre no sabe es que obrando de este modo se aleja cada vez más del misterio de su locura. Él cree que es su madre quien lo aparta de la verdad, pero se equivoca. Entre la supuesta locura de su propio padre, y la debilidad mental de su hijo, él sobrevive.
El equilibrio de fuerzas dura poco más de cuatro años. Lo destruye el episodio del estanque y los osos polares. El hombre gordo, gordo como el oso polar, es obligado por una turba de canallas a abrir las mandíbulas y soltar a su presa. Arrancan al pequeño pez del vientre de la enorme hembra, pero el pequeño pez sobrevive. Sobrevive como puede hacerlo un retrasado mental. Entonces, la locura, ¿a dónde irá a parar?
El final es difícil, puesto que convoca una noción que para nosotros, los occidentales, nos resulta ya muy lejana. El honor es una virtud que casi no nos resuena. La política la ha hecho desaparecer de buena parte del planeta. Sin embargo, en algunas regiones del mundo todavía es preferible pasar por loco antes que ser recordado como un traidor. La sola idea de asesinar al Emperador, el símbolo del Padre Celestial, es de una magnitud tan monstruosa que contradice el orden del universo. Para salvar el orden y el honor, la madre del hombre gordo ha considerado preferible difundir la historia de la locura. ¿O ha sido su hijo quien ha sostenido esta historia, poniéndola en boca de su madre? Si su padre no estaba loco, y su hijo sobrevivirá a la locura del hombre gordo, ¿qué hará él? Ahora que por fin es libre, libre “de hacerle frente en solitario”, ¿quién podrá enseñarle a sobrevivirla?
“Un día de primavera, hacia el mediodía, mientras se duchaba después de la sauna, vio delante de él a un desconocido de piel bronceada que le intrigó profundamente. El vaho que empañaba el espejo sin duda estaba allí por algún motivo: ese desconocido era él. A fuerza de observar la imagen que llenaba el espejo, fue advirtiendo en ella numerosos síntomas de desequilibrio mental. Pero, esta vez, ya no tenía ni hijo ni padre con quienes compartir la locura que se apoderaba de él cada vez con más fuerza, amenazando con invadirlo por entero”. Con la historia de la locura paterna y la invalidez del hijo, el hombre gordo ha cubierto de vaho su propio espejo. Todos hacemos más o menos algo parecido. Nos aferramos fuertemente a algo para disimular nuestra locura. Si nos lo quitan, o lo perdemos, caemos en el estanque de la verdad. Y casi siempre sus aguas huelen horriblemente mal.
Gustavo Dessal
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