Austerlitz es la magistral
puesta en escena de una concepción nada usual sobre el emplazamiento de un ser
humano por su origen, por su verdad y sobre el desafío que supone afrontar los
pormenores del camino que conduce a ella.
Para
comenzar, las primeras descripciones que W. G. Sebald realiza acerca de las
fortificaciones, las defensas, los afanes de poder, el monumentalismo, etc., me
provocaron, de inmediato, una reflexión paralela, pues tenía la intuición de
que esas descripciones eran una proyección, a la vida militar, de las defensas
que el ser humano construye en su psiquismo. La reflexión es la siguiente: siempre,
ante la verdad del origen, la capciosa, la artificiosa conciencia construye una
fortaleza colosal: el olvido. Su aspecto
es macizo y compacto, pero su sombra ya predice, bien su propia catástrofe, bien
la del ser encerrado en ese olvido.
El
olvido, en general, es una construcción
humillante para el ser, pues lo despoja de sus recuerdos y de su verdad. Pero a
la vez, de forma ineludible, concita la atención de enemigos bien poderosos, el
deseo y la angustia. No es poca cosa. Entre estos elementos juega Austerlitz la
partida de la vida, pues la novela lo muestra acorazado, atrincherado involuntariamente
en el olvido de sí mismo, paralizado en la rutina del tiempo lineal, pensante y
razonante, y proyectado por su deseo hacia una confusión enigmática y angustiosa
de lenguas en la que, paradójicamente, podrá encontrar alguna luz. Estamos,
pues, en la lucha entre el recato de la conciencia y el deseo decidido de
Austerlitz.
Dijo
Austerlitz que, en algún lugar de su ser, el tiempo perdió su privilegiada
posición de omnipotencia:
“Para mí fue realmente como si el tiempo se
hubiese detenido desde el día de mi primera partida de Praga” (222)
Esta
detención le impidió armonizar sus pasos al tic-tac del mundo. Austerlitz es un
hombre que no existe, alojado en un agujero simbólico. No sabe cuál es el
tiempo ni la lengua ni la realidad que le concierne. Y además de estar
emplazado por una verdad enigmática, escurridiza y opaca, se siente compelido a
cuestionar los discursos prefabricados que intuye que no son suyos. Ante su
perentoria decisión –que es una decisión ética— Austerlitz se instala en la
escucha de un saber que no sabe, un saber que, sin embargo, presiente que le
pertenece, pues le insiste de una forma muy singular.
¿Cómo escucha Austerlitz el discurso de su
verdad?
De
forma irremediable, se desplaza por una estructura lingüística esencialmente temporal
–esa planicie metonímica que es el texto de W. G. Sebald— deambula por la
infinitud de un lenguaje con solo dos puntos y aparte, atestado de
contigüidades, de encadenamientos, de digresiones que, en ese insistente “Dijo Austerlitz”, pareciera querer
sostener y amarrar la esencia perdida de su vida, pareciera querer taponar
compulsivamente su agujero simbólico.
Pero
en esa estructura lingüística encontramos también algunas repeticiones, como las
cúpulas, las estaciones ferroviarias, elementos del discurso que sitúan a Austerlitz
ante una realidad concreta, evocadora y, por ello, enigmática, lo cual logra
detenerlo, contenerlo, puntuarlo y sosegar su fatiga discursiva. No son menores
otras repeticiones, como las fortificaciones, pues, como resistencias obstinadas,
actúan como un reclamo que parece inquietarlo y convocarlo a algún
desciframiento.
Pero
también juega la partida en otra estructura lingüística, ésta sí atemporal, no
situada en la profundidad, sino en la misma superficie de lo que Austerlitz
dice. Pues escucha, en eso que dice, algunas palabras que le suenan distintas, algunas
palabras que le traen significaciones distantes, y es captado por algunos
lugares y objetos que intuye pintados también en otros sitios ignotos y longincuos.
No son más que los testimonios afectivos de una verdad difícilmente accesible
para Austerlitz en relación a su origen.
Una
de las singularidades de la novela es que Austerlitz, en su tortuoso viaje, comprueba
que la verdad no se ve ni se toca, sino que se reconstruye con los retales ofrecidos
por esos testimonios. Ellos se significan como las únicas vías que permiten
abrigar la esperanza de llegada a algún horizonte vital. Pero tiene una
intuición fuera de lo común, y es que para arribar a ese horizonte no vale el
pensamiento, no valen los libros, ni vale la razón. Dice en la página 280:
“Los libros, inútiles para producir el
encuentro con los orígenes”
Curiosa
observación. Cuando se trata de la verdad, cuando se trata del ser, cuando se
trata del deseo, resulta que el pensamiento y el conocimiento aparecen como
marginales, no resultan aliados para iniciar el camino ni para llegar a su fin.
Austerlitz privilegia el encuentro casual con esos testimonios en los que se
posaron ciertos afectos por los que se siente conmovido. Esto recuerda la
inversión del cogito cartesiano producida por J. Lacan:
“No soy allí donde soy el juguete de mi
pensamiento; pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar”
Para
abundar en esta posición, dice Austerlitz en las páginas 142 y 143 que el
conocimiento que había acumulado no era más que una memoria sustitutiva y
compensatoria. Es decir, sitúa al pensamiento y al conocimiento como velos de
su verdad.
Separado
de su conciencia y del tic-tac del tiempo, Austerlitz siente la preocupación
por encontrar las leyes que rigen el retorno del pasado. Y el caso es que las
pone a la vista magistralmente. Su cita con la verdad no tiene que ver con un
tiempo lineal. En su discurso, los muertos pueden estar más vivos que los
propios vivos, y las fracturas son el terreno firme para atisbar esa verdad. Cuando
se trata del origen, Austerlitz sólo le da poder a esos “reflejos de reconocimiento” que se lastran, de forma ilógica, de
forma extraña, con afectos que Austerlitz presiente que no pertenecen a ellos:
“Por qué determinados timbres,
oscurecimientos de tono o síncopas lo afectan tanto a uno, a alguien como yo,
básicamente poco musical… pero hoy, en retrospectiva, me parece que el misterio
de que entonces me sintiera conmovido se encierra en la imagen del ganso blanco
como la nieve que permaneció inmóvil y rígido entre los actores, mientras
tocaban” (273)
Austerlitz,
atento a los afectos que marcan su discurso y su cuerpo como única posibilidad
de sentirse vivo, encuentra el camino hacia la producción de su nacimiento
simbólico, de su reencuentro con la lengua materna, o lo que es lo mismo, el
reencuentro con alguno de los aromas de su patria, de su infancia, de su origen.
Reencuentro,
por otra parte, lleno de paradojas. Decía Baudelaire que nuestra patria es la
infancia. Pero lo
cierto es que, de una u otra forma, la infancia, para Austerlitz, así como para muchos de nosotros, sino para todos, se convierte en una tierra muy lejana, hasta el punto de hacernos sentir la vida como un destierro. En realidad, ese destierro es eterno, porque lo es de una palabra jamás pronunciada. Austerlitz lo muestra de una forma radical, pero todos tenemos un agujero simbólico en el origen. Porque finalmente, como le ocurre al protagonista, no se puede conquistar la infancia, porque, finalmente, no hay verdad ni origen ni patria que se puedan ver ni tocar. En la vida nos movemos por la ética contenida en una decisión fundamental, o vivir atrincherados siempre en el olvido, caminando la fatiga de los pasos quietos, o volviendo siempre, por caminos inexistentes, hacia una palabra jamás pronunciada, arrastrando con nosotros la mácula de un infinito querer.
cierto es que, de una u otra forma, la infancia, para Austerlitz, así como para muchos de nosotros, sino para todos, se convierte en una tierra muy lejana, hasta el punto de hacernos sentir la vida como un destierro. En realidad, ese destierro es eterno, porque lo es de una palabra jamás pronunciada. Austerlitz lo muestra de una forma radical, pero todos tenemos un agujero simbólico en el origen. Porque finalmente, como le ocurre al protagonista, no se puede conquistar la infancia, porque, finalmente, no hay verdad ni origen ni patria que se puedan ver ni tocar. En la vida nos movemos por la ética contenida en una decisión fundamental, o vivir atrincherados siempre en el olvido, caminando la fatiga de los pasos quietos, o volviendo siempre, por caminos inexistentes, hacia una palabra jamás pronunciada, arrastrando con nosotros la mácula de un infinito querer.
Miguel Ángel Alonso
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