lunes, 21 de mayo de 2012

Comentario del relato "Desvelo" por Alberto Estévez


Terminamos en la reunión de hoy nuestro recorrido por el tema del odio con este relato del escritor rumano Ovidiu Stoicescu titulado “Desvelo” que me ha causado profunda impresión, y que para la reunión de hoy, para esta presentación, me veo resignado a experimentar cierta sensación de frustración.

Nos encontramos ante uno de esos relatos que va emergiendo poco a poco. Mi primera lectura se saldó con la sensación de un texto sustancioso, excelente para poder tomar el bisturí y pasar a diseccionarlo de arriba abajo, abrirlo en canal. La segunda, tercera, y sucesivas lecturas hicieron que reconsiderase la sensación de la primera, aquella sustancia que había percibido dio paso a un fondo, y la sensación fue que el fondo se iba haciendo tan presente que se colocó incluso por delante del relato. Es una sensación muy extraña que me cuesta trabajo transmitirles, si tuviera que resumirlo en pocas palabras diría que me obsesioné con aquello a lo que el texto alude, lo que no está dicho saltó por encima de lo que está contado, me produjo desazón y me tembló la mano de cirujano.

Siento predilección por este tipo de relatos, esos en los que la cuestión de fondo se insinúa y jamás se explicita, y aquí es en grado superlativo. Recordando los dos relatos anteriores que comentamos sobre el odio, la Confesión… de Dickens, y Bienvenido Bob, de Onetti, y tomándolos desde esta vertiente de lo que el escritor no nos dice, “Desvelo” tendría que ver mucho más con Bob, comparten su diseño milimétrico, pero en el relato de hoy el escritor nos escatima la historia de sus protagonistas al máximo, y consigue nuestra zozobra cuando nos precipitábamos a aplicarle al relato un sentido que consiga dejarnos tranquilos.

Es un relato tipo iceberg, lo que se esconde es mucho más de lo que se muestra, y eso nos lleva directamente al título, fíjense, de nuevo están jugando con nosotros, porque desvelo tiene doble significación y en este relato parecen pertinentes las dos, ahora bien, si elegimos la correcta el relato se abre ante nosotros. Interpretando desvelo como la dificultad para dormir no traicionamos lo que la escena manifiesta nos muestra, pero tomando desvelo como retirar un velo, descubrir, hemos revelado una nueva dimensión, hay algo que el relato esconde. Ahora ya puede formularse en términos concretos: ¿Qué esconde un odio incestuoso?

Hemos estado viendo a lo largo del año en el arduo trabajo que nos ha dado el odio, exceptuando la locura en la que el odio no necesariamente pasa por el semejante, que es imposible que hablemos de odio separadándolo del amor, ya lo hemos dicho, pero es que este cuento es un paradigma en ese sentido, en esta lectura resulta imposible separarlos, pero conviene aquí hacer una matización: ¿es un odio correspondido? No hay duda que tenemos un buen número de frases del hijo dirigidas a su madre que llevan al odio como tripulante, pero en el sentido contrario, ¿podemos mantener lo mismo?

No ha quedado claro en mi lectura que estemos ante un combate, bien es cierto que el narrador lo afirma claramente, pero recuerden que el narrador es el hombre sentado en su cama, al ser narrado en primera persona se nos cuela en la narración toda la subjetividad de quien nos lo está contando, no hay imparcialidad en la narración, hay lo que pasa por la cabeza de ese hijo, hay sus palabras, las de su madre, y hay los silencios. Lo que es innegable es que el hecho de que este supuesto combate sea por asaltos sí habla de una coalescencia entre ambos protagonistas, que encuentra su esencia en lo que esconde este odio incestuoso.

En una esquina del ring tenemos al aspirante, el hijo, un sujeto que ha tropezado con dificultades en el camino de hacerse hombre, por eso nos da la sensación de encontrarnos más propiamente ante un muchacho, un muchacho resentido, esto es muy importante, el resentimiento, está muy enojado, tanto que no alcanza a ver la única herramienta que podría hacerle salir victorioso del enfrentamiento, y por tanto queda condenado a la repetición de un ritual que tiene la condición de celebrarse cada noche en su dormitorio, más concretamente, en su cama, su cama es el cuadrilátero.

En la otra esquina, el campeón, una madre; madre es todo un título, por tanto debemos recrearla en nuestra imaginación portando el cinturón de campeón, y no debemos dejarnos engañar por las apariencias, que sea una viejita no significa que no esté presta para agarrar a su presa con los dientes hasta tal punto que resulte imposible arrebatársela. No cuenta con un gran número de victorias por K.O., su estrategia es más de desgaste, permitir que el contrincante se canse lanzando sus puños y esperar su agotamiento para fundirse en un letal abrazo. Tras la presentación, ¡suena la campana!

Lo cierto es que aunque estamos ante algo que tiene el estatuto de una repetición, algo que cada noche se celebra en un encuadre muy definido, tuve la sensación de que el escritor nos reservó entradas en las primeras filas para contemplar un espectáculo un poco más encarnizado que el de otras noches, creo que la cita de esta noche tiene algo especial porque la contienda en esta ocasión no ha podido obviar un aspecto crucial que está tras el velo que impone esta aparente lucha. La muerte del padre ha tomado la escena, no hay duda que la desaparición de este personaje ha tenido consecuencias, que su sola presencia garantizaba una semblanza de tranquilidad en esa casa, y que los problemas empiezan a aparecer cuando resulta inevitable que su enfermedad dejará a los dos personajes del relato a solas.

Encontramos en la persona de la madre perfectamente reflejado un rasgo nostálgico, son los recuerdos los que aparecen e inician la conversación con su hijo, sin embargo no está claro que ella cargue exclusivamente con lo que le supone el fallecimiento del marido,  no consigue olvidarlo, pero además está el peso del tiempo, hoy es una mujer mayor que arrastra sus pasos por la casa por el peso con que la propia vida carga sus debilitadas fuerzas. En suma, vejez y viudedad son los argumentos que ponen en marcha su discurso.

El hijo no va a permitir que nosotros seamos embaucados por la bruja, y denuncia que esconde malvadas artes tras su aspecto de pobre viejita, primero, él utiliza el argumento de la culpa, y recibe su propio mensaje de vuelta, rebotado; más tarde prueba con la decencia, y nuevo rebote, ella no se da por aludida. ¿Qué esconden estas dos acusaciones? Le está diciendo a su madre que debiera sentirse culpable y que es una indecente, ¿pero realmente debemos pensar que se refiere a lo explicitado en el texto, cuando ella anima al marido a aceptar el soborno?

No se trata de ese soborno, el soborno indecente es otro, es el soborno que le ha hecho aceptar a él, valiéndose de lo sola y mayor que está, para que se quede con ella, como muy bien dice el texto, siguiendo “…la coreografía que ha dibujado el lápiz del destino” Este es el resentimiento, es culpa de ella que él esté aquí, y es una indecencia que madre e hijo compartan cama, aunque supuestamente sea para pelear.

Ella soporta estas acusaciones con una sola condición, que su hijo no quiera evadir su responsabilidad. Es esa escena en la que él la acusa de cómo consigue las cosas a cambio de nada, y es ese el único momento en que vemos que el puño del aspirante golpea el mentón del campeón y le hace doblar la rodilla, pero qué rápidamente se repone, eso sí que no se lo va a consentir; podrá él contarse el cuento que quiera para justificar su presencia en esa casa, pero lo cierto es que nadie lo obliga a punta de pistola; si está ahí es porque él lo ha elegido, porqué al igual que elije batirse cada noche en este duelo inútil que no cambia ni resuelve nada y que lo único que consigue es asegurar el siguiente episodio, también es responsable de su presencia en esa casa, de los fracasos amorosos si los ha habido, del hecho de no haber conseguido montarse una vida que permita prescindir de este partenaire  que es su madre.

Cuando empecé mi comentario de hoy les cité la sombra de mi resignación asociada con la reunión de hoy, ya ven que la lectura me causó y se mostró un magnífico ejemplo de odio y amor inseparables, tanto o más que los personajes del cuento, no era eso el motivo de mi aflicción. El disgusto era porque hubiera celebrado enormemente conocer al autor, a Ovidiu Stoicescu, me hubiera encantado que estuviera sentado aquí hoy, entre nosotros, y así poder preguntarle directamente algunas cuestiones que todavía siguen resonando, sobre todo una vez que pude darme cuenta de que no se trataba tanto de lo que esconde el odio incestuoso, sino más bien de la sustancia, de la esencia que compone el amor entre una madre y su hijo.

Alberto Estévez

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