Terminamos
en la reunión de hoy nuestro recorrido por el tema del odio con este relato del
escritor rumano Ovidiu Stoicescu titulado “Desvelo” que me ha causado profunda
impresión, y que para la reunión de hoy, para esta presentación, me veo
resignado a experimentar cierta sensación de frustración.
Nos
encontramos ante uno de esos relatos que va emergiendo poco a poco. Mi primera
lectura se saldó con la sensación de un texto sustancioso, excelente para poder
tomar el bisturí y pasar a diseccionarlo de arriba abajo, abrirlo en canal. La
segunda, tercera, y sucesivas lecturas hicieron que reconsiderase la sensación de
la primera, aquella sustancia que había percibido dio paso a un fondo, y la sensación
fue que el fondo se iba haciendo tan presente que se colocó incluso por delante
del relato. Es una sensación muy extraña que me cuesta trabajo transmitirles,
si tuviera que resumirlo en pocas palabras diría que me obsesioné con aquello a
lo que el texto alude, lo que no está dicho saltó por encima de lo que está
contado, me produjo desazón y me tembló la mano de cirujano.
Siento
predilección por este tipo de relatos, esos en los que la cuestión de fondo se insinúa
y jamás se explicita, y aquí es en grado superlativo. Recordando los dos
relatos anteriores que comentamos sobre el odio, la Confesión… de Dickens, y
Bienvenido Bob, de Onetti, y tomándolos desde esta vertiente de lo que el
escritor no nos dice, “Desvelo” tendría que ver mucho más con Bob, comparten su
diseño milimétrico, pero en el relato de hoy el escritor nos escatima la
historia de sus protagonistas al máximo, y consigue nuestra zozobra cuando nos
precipitábamos a aplicarle al relato un sentido que consiga dejarnos
tranquilos.
Es
un relato tipo iceberg, lo que se esconde es mucho más de lo que se muestra, y
eso nos lleva directamente al título, fíjense, de nuevo están jugando con
nosotros, porque desvelo tiene doble significación y en este relato parecen
pertinentes las dos, ahora bien, si elegimos la correcta el relato se abre ante
nosotros. Interpretando desvelo como la dificultad para dormir no traicionamos
lo que la escena manifiesta nos muestra, pero tomando desvelo como retirar un
velo, descubrir, hemos revelado una
nueva dimensión, hay algo que el relato esconde. Ahora ya puede formularse en
términos concretos: ¿Qué esconde un odio incestuoso?
Hemos
estado viendo a lo largo del año en el arduo trabajo que nos ha dado el odio,
exceptuando la locura en la que el odio no necesariamente pasa por el
semejante, que es imposible que hablemos de odio separadándolo del amor, ya lo
hemos dicho, pero es que este cuento es un paradigma en ese sentido, en esta
lectura resulta imposible separarlos, pero conviene aquí hacer una matización:
¿es un odio correspondido? No hay duda que tenemos un buen número de frases del
hijo dirigidas a su madre que llevan al odio como tripulante, pero en el
sentido contrario, ¿podemos mantener lo mismo?
No
ha quedado claro en mi lectura que estemos ante un combate, bien es cierto que
el narrador lo afirma claramente, pero recuerden que el narrador es el hombre
sentado en su cama, al ser narrado en primera persona se nos cuela en la
narración toda la subjetividad de quien nos lo está contando, no hay
imparcialidad en la narración, hay lo que pasa por la cabeza de ese hijo, hay
sus palabras, las de su madre, y hay los silencios. Lo que es innegable es que
el hecho de que este supuesto combate sea por asaltos sí habla de una
coalescencia entre ambos protagonistas, que encuentra su esencia en lo que
esconde este odio incestuoso.
En
una esquina del ring tenemos al aspirante, el hijo, un sujeto que ha tropezado
con dificultades en el camino de hacerse hombre, por eso nos da la sensación de
encontrarnos más propiamente ante un muchacho, un muchacho resentido, esto es
muy importante, el resentimiento, está muy enojado, tanto que no alcanza a ver
la única herramienta que podría hacerle salir victorioso del enfrentamiento, y por
tanto queda condenado a la repetición de un ritual que tiene la condición de
celebrarse cada noche en su dormitorio, más concretamente, en su cama, su cama
es el cuadrilátero.
En
la otra esquina, el campeón, una madre; madre es todo un título, por tanto
debemos recrearla en nuestra imaginación portando el cinturón de campeón, y no
debemos dejarnos engañar por las apariencias, que sea una viejita no significa
que no esté presta para agarrar a su presa con los dientes hasta tal punto que
resulte imposible arrebatársela. No cuenta con un gran número de victorias por
K.O., su estrategia es más de desgaste, permitir que el contrincante se canse
lanzando sus puños y esperar su agotamiento para fundirse en un letal abrazo.
Tras la presentación, ¡suena la campana!
Lo
cierto es que aunque estamos ante algo que tiene el estatuto de una repetición,
algo que cada noche se celebra en un encuadre muy definido, tuve la sensación
de que el escritor nos reservó entradas en las primeras filas para contemplar
un espectáculo un poco más encarnizado que el de otras noches, creo que la cita
de esta noche tiene algo especial porque la contienda en esta ocasión no ha
podido obviar un aspecto crucial que está tras el velo que impone esta aparente
lucha. La muerte del padre ha tomado la escena, no hay duda que la desaparición
de este personaje ha tenido consecuencias, que su sola presencia garantizaba
una semblanza de tranquilidad en esa casa, y que los problemas empiezan a
aparecer cuando resulta inevitable que su enfermedad dejará a los dos
personajes del relato a solas.
Encontramos
en la persona de la madre perfectamente reflejado un rasgo nostálgico, son los
recuerdos los que aparecen e inician la conversación con su hijo, sin embargo
no está claro que ella cargue exclusivamente con lo que le supone el
fallecimiento del marido, no consigue
olvidarlo, pero además está el peso del tiempo, hoy es una mujer mayor que
arrastra sus pasos por la casa por el peso con que la propia vida carga sus
debilitadas fuerzas. En suma, vejez y viudedad son los argumentos que ponen en
marcha su discurso.
El hijo no va a permitir que nosotros seamos embaucados por la bruja, y denuncia que esconde malvadas artes tras su aspecto de pobre viejita, primero, él utiliza el argumento de la culpa, y recibe su propio mensaje de vuelta, rebotado; más tarde prueba con la decencia, y nuevo rebote, ella no se da por aludida. ¿Qué esconden estas dos acusaciones? Le está diciendo a su madre que debiera sentirse culpable y que es una indecente, ¿pero realmente debemos pensar que se refiere a lo explicitado en el texto, cuando ella anima al marido a aceptar el soborno?
No
se trata de ese soborno, el soborno indecente es otro, es el soborno que le ha
hecho aceptar a él, valiéndose de lo sola y mayor que está, para que se quede
con ella, como muy bien dice el texto, siguiendo “…la coreografía que ha dibujado el lápiz del destino” Este es el
resentimiento, es culpa de ella que él esté aquí, y es una indecencia que madre
e hijo compartan cama, aunque supuestamente sea para pelear.
Ella
soporta estas acusaciones con una sola condición, que su hijo no quiera evadir
su responsabilidad. Es esa escena en la que él la acusa de cómo consigue las
cosas a cambio de nada, y es ese el único momento en que vemos que el puño del
aspirante golpea el mentón del campeón y le hace doblar la rodilla, pero qué
rápidamente se repone, eso sí que no se lo va a consentir; podrá él contarse el
cuento que quiera para justificar su presencia en esa casa, pero lo cierto es
que nadie lo obliga a punta de pistola; si está ahí es porque él lo ha elegido,
porqué al igual que elije batirse cada noche en este duelo inútil que no cambia
ni resuelve nada y que lo único que consigue es asegurar el siguiente episodio,
también es responsable de su presencia en esa casa, de los fracasos amorosos si
los ha habido, del hecho de no haber conseguido montarse una vida que permita
prescindir de este partenaire que es su
madre.
Cuando
empecé mi comentario de hoy les cité la sombra de mi resignación asociada con
la reunión de hoy, ya ven que la lectura me causó y se mostró un magnífico
ejemplo de odio y amor inseparables, tanto o más que los personajes del cuento,
no era eso el motivo de mi aflicción. El disgusto era porque hubiera celebrado
enormemente conocer al autor, a Ovidiu Stoicescu, me hubiera encantado que
estuviera sentado aquí hoy, entre nosotros, y así poder preguntarle
directamente algunas cuestiones que todavía siguen resonando, sobre todo una
vez que pude darme cuenta de que no se trataba tanto de lo que esconde el odio
incestuoso, sino más bien de la sustancia, de la esencia que compone el amor
entre una madre y su hijo.
Alberto
Estévez
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