lunes, 21 de mayo de 2012

Desvelamos la verdadera autoría del relato; por cortesía de su autor, publicamos el texto completo del cuento "Desvelo" de Gustavo Dessal

DESVELO


Sus pasos en la escalera acaban de despertarme. No sé qué hora es, pero no quiero encender la luz para no verla. Para que no me vea.

Sé que es ella, porque reconozco esos pasos, el modo lento de hacer gemir la madera de los escalones, el roce imperceptible de su mano aferrándose a la barandilla. Podría hacerme el dormido, pero no serviría de nada. Ella va a entrar de todos modos, siempre lo hace. Busca una excusa cualquiera, el pretexto de una rendija de luz que se escapa por la puerta de mi dormitorio, por ejemplo, y eso le basta para hacerme una visita. Se sienta a un lado de la cama y me pregunta qué he hecho durante el día. Primero fuerza una sonrisa para simular que su presencia es bienvenida, y que su pregunta tiene algún interés para mí, incluso que tiene algún interés para ella. Dime qué has hecho hoy, vamos, cuéntamelo, como si no supiese de sobra lo que hago todos los días. Pero eso no es lo peor que me sucede. Lo que en verdad me desespera es no poder evitar responderle. Ella me pregunta, y yo le respondo. Me hace siempre la misma pregunta, y yo le doy siempre la misma respuesta, como si fuese la primera vez que tiene lugar este diálogo, oh, le digo, he ido a trabajar, y me pongo la máscara de sonrisa tierna, y enciendo la voz de entusiasmo. No es difícil, porque tengo ya muchos años de práctica. Ella entra en la habitación, me sonríe, le sonrío, mi cerebro activa rápidamente la opción entusiasmo, y ya está. A veces, si estoy un poco inspirado, le doy a la tecla felicidad, y el resultado es increíble, tan increíble que casi llegamos a creérnoslo. Ella también se ha vuelto una experta. Uno de sus mejores papeles es fingir que no finge. Con eso todavía consigue asombrarme, lo cual tiene su mérito, y es tal vez la razón por la que le sigo el juego, aunque esté convencido de que ella va a ganar.

Más allá de las palabras que nos dirigimos, está el silencio. En el silencio se libra otra batalla, una lidia de miradas imperturbables y afiladas. Yo le arranco un trozo de vida, ella me arranca otro a mí. No es fácil acabar con nosotros. Somos terriblemente fuertes. Ella lo es, yo lo soy. Todavía vamos a durar mucho tiempo. Es como si hubiésemos firmado un acuerdo de sangre, en el que nos hemos prometido extender el duelo todo lo posible. Por eso somos discretos, y medimos nuestras fuerzas. Al ser nuestra batalla tan antigua, el odio se ha convertido en un gesto de reverencia, en una señal de reconocimiento y de respeto. Si ella se rindiese se volvería definitivamente despreciable, lo que supondría un descenso definitivo en la estima de mi odio. Si acaso fuese yo el rendido, ella me devoraría con su amor, que mata más lejos que todo mi resentimiento.

Estoy seguro de que ella va a ganar. Siempre lo he sabido. Es una partida que está decidida desde el inicio, pero ignorarlo forma parte del juego. No puedo negar que en algunas ocasiones hacemos un esfuerzo por querernos, quizá por perdonarnos. Sucede de vez en cuando, y aunque por supuesto no conseguimos nada, al menos nos damos el breve respiro de aliviar nuestras conciencias. Es muy saludable aliviar la conciencia, una variante bienintencionada del cinismo. Hasta somos capaces de emocionarnos con nuestra propia representación. Ah, somos bastante buenos. Ella me ha enseñado, claro, y yo he sido su discípulo aplicado. No tengo ningún inconveniente en reconocer que todo se lo debo a ella. Mi crueldad no llega al extremo de restarle méritos a su infinita capacidad para hacer daño, ni a su paciente empeño por transmitirme esa incomparable virtud. Nos hemos convertido en dos artistas de una farsa letal, que se prolonga como una agonía, un movimiento de ballet en el que cada uno conoce el paso que dará el otro, porque la coreografía está dibujada con el lápiz inmutable del destino.

Está subiendo. Le gusta ser silenciosa, apenas una discreta sombra, pero las maderas también están viejas, y no puede evitar que su menguado peso las haga crujir en la quietud definitiva de la noche. Ya está en el pasillo, y ahora va a quedarse allí unos instantes, aguzando el oído para tratar de captar la más tenue señal que revele que estoy despierto. Permanezco inmóvil en la oscuridad, sentado en la cama, con los ojos cerrados, la respiración contenida, pero es inútil. Ella lo sabe, siempre sabe cuando estoy despierto. Es como esos animales que en la oscuridad más absoluta se guían por el olfato, o son capaces de percibir a su víctima por la temperatura corporal.

Me ha detectado, y ahora va a golpear la puerta, unos golpes suaves y discretos, porque ella es siempre suave y discreta, jamás pretende molestar, no dirá nunca nada para entrometerse en mi vida, sólo preguntar qué tal me ha ido hoy.

Casi siempre me anticipo. Esos segundos que anteceden a sus ligeros golpes en la puerta se amontonan en mi garganta, y me oprimen la respiración. Prefiero adelantarme, acelerar el momento inevitable, el reinicio de nuestro acostumbrado ritual de medianoche.

Todavía estoy despierto, puedes pasar. Ah, será sólo un momento, no quiero interrumpirte. He bajado a la cocina a prepararme un té, porque estaba desvelada.

Enciendo la luz de la mesilla, y ella se sienta al borde de mi cama. Sostiene la taza de té con ambas manos, dándose calor. Qué suerte que todavía estás despierto. Cuéntame qué tal ha ido el día, qué has hecho, he trabajado todo el día, oh, has trabajado, sí, he trabajado, qué otra cosa podría haber hecho, claro, has trabajado, sí, he trabajado, yo no podía dormirme, ya sabes, son los recuerdos, sí, los recuerdos, pero no quiero cargarte con eso, ya tienes suficiente con tanto trabajo, no importa, no estoy cansado todavía, háblame de los recuerdos. Falta por mi parte una frase más que la anime a seguir hablando. Es un cálculo sutil que ambos llevamos con rigor matemático, ella no sigue hasta que no quede establecido que he sido yo quien le pide que me cuente. Entonces, siendo así, ella me dará el gusto de hablar. Algunas noches me divierto demorando un poco esa invitación. Ella vacila, pasea su mirada por el cuarto, y espera sumisa a que yo redondee la oferta. Deja que transcurra un tiempo prudencial, y si aún así me mantengo callado, ella suspira una o dos veces y encuentra el modo de retomar el hilo.

Tú sabes que nunca consigo olvidarlo. En ocasiones, durante el día, sucede algo extraño. Es como si las cadenas de la memoria se soltasen y me dejaran marchar. Entonces avanzo unos pasos, extiendo las manos, y siento que palpo los relieves de la vida. De niña me gustaba caminar con los ojos cerrados, y reconocer los objetos por el tacto, la caja de lápices, cada una de mis muñecas, los cojines de mi cama, mis vestidos colgados del armario. Es algo parecido. Pero por la noche, cuando creo que ya soy libre, que puedo andar ligera, las cadenas vuelven a tirar de mí, y me oprimen el pecho, se enredan en mis tobillos, y me obligan a seguir arrastrando el peso del tiempo. Es curioso que algo invisible sea tan difícil de cargar.

Lo mismo sucede con la culpa, digo como al pasar, y ella se queda unos segundos en silencio. Sólo es necesario sentirla, agrego aprovechando su pausa, pero ella abre grandes los ojos y me observa con expresión de sorpresa, parando el golpe con un diestro movimiento de palabras. Vamos, de qué podrías sentirte tú culpable, como si acaso no siguieses siempre el dictado de tus deberes. Puedes estar muy tranquilo con tu conciencia.

Gracias, pero quizás no pensaba en mí cuando lo decía, pensabas en la gente, sí, pensaba en la gente. Ah, la gente, sí, la gente que se siente culpable. Seguro que nunca has reparado en que la culpa es una manifestación de la decencia.

Pausa. Veo el movimiento de sus labios, que repiten mis últimas palabras en un murmullo casi inaudible, como si las saborease, les diese vueltas en la boca para distinguir mejor su significado. Por fin sonríe, y en sus ojos adivino el furtivo destello de la astucia. Sí, la decencia, me gusta escucharlo de ti, es lo que siempre te hemos inculcado. Él era siempre el primero en dar el ejemplo. Me viene a la memoria una vez, no se si tú podrás recordarlo, eras un niño, y estábamos en el parque. De pronto apareciste con un juguete en la mano, un coche o algo así, y dijiste que lo habías encontrado entre la arena de los columpios. Seguramente era cierto, no obstante él te tomó de la mano, y fueron dando una vuelta, preguntando entre los niños, hasta que dieron con el dueño. Tú soltaste el juguete de mala gana, pero él te explicó que así había que proceder en la vida, y te dejaste enseñar. Él era la viva representación del hombre decente, y eso fue una razón más para sentirme orgullosa a su lado.

Claro. Sí, supongo que todavía conservo algunas luces de ese recuerdo. De todas maneras, tu memoria ha sido siempre superior a la mía, lo reconozco. Por eso mismo me asombra que algunos años después hubieses olvidado esa anécdota cuando intentaron sobornarlo, y tú le reprochaste no tener agallas para prosperar. Me acuerdo que te burlabas de esa misma decencia de la que te sientes orgullosa, como si de verdad hubieses contribuido a forjarla.

La miro directamente a los ojos, y me detengo a observar su reacción, el modo apenas visible en que todos los músculos de su rostro se preparan para el contraataque o la retirada temporal, según convenga a la táctica del lance.

No puedo negar que en aquella ocasión fui injusta con él. Pero tú no llegaste a saber nunca de las penurias que atravesábamos por aquella época, porque yo las disimulaba, evitaba que te alcanzasen, que te sintieras amenazado por la incertidumbre.

Oh, la incertidumbre. Siempre ha sido tu tema favorito, verdad, el espantajo que has agitado toda la vida para justificar lo que fuese necesario. Más tarde, cuando lo que tú llamas prosperidad vino por fin, te encargabas de recordarle cada día lo importante que era para ti la seguridad, y te mostrabas especialmente afectuosa cuando el cazador volvía a casa trayéndote la presa del día. La seguridad fue uno de tus grandes clásicos. Siempre he admirado tu incomparable virtuosismo para administrar el sentido común. Seguridad, elevación social, autosuperación, sólo los necios serían capaces de ignorar la importancia de estos valores, no es cierto, porque en el fondo tú has querido lo que todo el mundo quiere, un sitio caliente, a salvo del pasado, mejor aún si defiende contra el futuro. Tu mérito es haberlo conseguido a cambio de nada.

Es eso lo que piensas, crees que todo fue a cambio de nada. Déjame decirte una cosa, y después podrás seguir creyendo lo que te plazca. Tú no sabes nada de mi vida, nada de lo que tuve que soportar. La vida es como un río que todo lo arrastra, agua limpia, fresca, pero también desechos, la porquería que los demás echan sin importarles un comino, porque es más fácil deshacerse de la propia inmundicia arrojándosela a los otros, como pretendes tú hacer ahora conmigo. Qué sabrás tú para juzgarme. No dudas en dictar tu sentencia, cuando no has visto ni la mitad de las pruebas, ni te ha sido expuesta una mínima parte de los hechos.

Ahora es ella, ella de verdad. No es que se haya despojado de su máscara, o arrancado la piel de su disfraz, y sacado a la luz la imagen auténtica que se ocultaba detrás. No, la máscara es el único rostro que puede enseñar, su talento para la representación, su astucia de comediante, el transformismo de sus palabras, su maestría para disimular que detrás de todo aquello no hay nada. Casi sin darme cuenta la he dejado avanzar demasiado. Puedo verlo en el fondo de sus ojos, que ahora exhiben el orgullo de la víctima. Sus manos siguen abrazadas a la taza de té, y su figura, apenas iluminada por la tenue luz de la mesilla, parece aún más frágil, más reducida. Permanecemos un rato sin hablar, y tengo la impresión de que cada una de las palabras sigue flotando en el silencio, como partículas de polvo suspendidas en el aire.

Tal vez todo esté bien así, le digo para sorprenderla, qué quieres decir, que yo tampoco hice todo lo que hubiera podido. Ella abre la boca para replicar, pero continúo. A veces me daba cuenta de que él quería hablarme, era como una súplica, pero no se atrevía a expresarla. Yo me escudaba en su pudor, me hacía el distraído, temeroso ante la idea de que me pidiese ayuda, de que me necesitase, de que me contagiase su agonía. Yo entonces sólo pensaba en vivir, tenía planes, no estaba dispuesto a que nada me estropease el presente, y en cierto modo lo abandoné, me desentendí de su dolor, de su soledad, de su mirada perdida en algún lugar de su desesperanza.

Se lleva la taza a la boca, tan despacio que parece que no va a llegar nunca, y bebe de a poco, dando sorbos con extremo cuidado, como si se asomase al borde de un pozo cuyo fondo no pudiera divisarse.

A veces se sentaba junto a la ventana, y permanecía inmóvil, en silencio, ajeno a mí, a todo. Tú no lo veías porque ya te habías marchado, prosigue. Cuando venías de visita se esforzaba un poco, hacía intentos por mantener una conversación. Pero una vez que te ibas, regresaba a su mutismo, a la isla remota de su pensamiento, y me dejaba sola. A veces creo que se había desprendido de la vida mucho tiempo antes, y que sólo quedaba de él una sombra pesarosa, un espectro intangible, consumido por la desdicha.

El malabarismo de tus versiones siempre ha sido de alta escuela. Sólo tú eres capaz de esos trucos de volatinero, grandes giros mortales en el aire de la memoria, para acabar de pie, por supuesto, sin sufrir un sólo rasguño. Lo lamento. Te juro que siento no poder conservar los mismos recuerdos de las mismas cosas. Es probable que todavía mantenga esa manía infantil de contrariarte, pero por más que me esfuerzo sólo veo tu abandono, tu hastío, la repugnancia que te producía tener que ocuparte por primera vez en tu vida de alguien, la urgencia por que todo acabase pronto, para recobrar tu molicie, esa indiferencia con la que observas la trabajosa miseria de los que se ven obligados a esforzarse para vivir. Te repito que lo siento, porque de verdad querría ver el mundo como tú lo percibes, seguramente dormiría mejor, o tal vez no, da igual, de todas maneras ya no importa.

Oh, se me había olvidado, llamaron esta tarde del taller, dijeron que podías pasar cuando quisieses. Ya ves, últimamente tengo que anotarlo todo, porque de lo contrario se me va de la cabeza. No te he preguntado si quieres tú también una taza de té, he comprado ayer una marca nueva.

Niego con la cabeza.

Creo que voy a acostarme. Tú también estarás cansado.

Entonces se pone de pie, despacio, y se desliza fuera de la habitación. Apago la luz, y trato de quedarme dormido. Sólo se escucha el latido mecánico del despertador. Un rato después, me parece oír un grito ahogado, que se rompe en pedazos, pero es probable que se trate de mi imaginación. Sí, debe ser mi imaginación, porque ya no escucho más nada.

Gustavo Dessal

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