DESVELO
Sus
pasos en la escalera acaban de despertarme. No sé qué hora es, pero no quiero
encender la luz para no verla. Para que no me vea.
Sé
que es ella, porque reconozco esos pasos, el modo lento de hacer gemir la
madera de los escalones, el roce imperceptible de su mano aferrándose a la
barandilla. Podría hacerme el dormido, pero no serviría de nada. Ella va a
entrar de todos modos, siempre lo hace. Busca una excusa cualquiera, el
pretexto de una rendija de luz que se escapa por la puerta de mi dormitorio,
por ejemplo, y eso le basta para hacerme una visita. Se sienta a un lado de la
cama y me pregunta qué he hecho durante el día. Primero fuerza una sonrisa para
simular que su presencia es bienvenida, y que su pregunta tiene algún interés
para mí, incluso que tiene algún interés para ella. Dime qué has hecho hoy,
vamos, cuéntamelo, como si no supiese de sobra lo que hago todos los días. Pero
eso no es lo peor que me sucede. Lo que en verdad me desespera es no poder
evitar responderle. Ella me pregunta, y yo le respondo. Me hace siempre la
misma pregunta, y yo le doy siempre la misma respuesta, como si fuese la
primera vez que tiene lugar este diálogo, oh, le digo, he ido a trabajar, y me
pongo la máscara de sonrisa tierna, y enciendo la voz de entusiasmo. No es
difícil, porque tengo ya muchos años de práctica. Ella entra en la habitación,
me sonríe, le sonrío, mi cerebro activa rápidamente la opción entusiasmo, y ya
está. A veces, si estoy un poco inspirado, le doy a la tecla felicidad, y el
resultado es increíble, tan increíble que casi llegamos a creérnoslo. Ella
también se ha vuelto una experta. Uno de sus mejores papeles es fingir que no
finge. Con eso todavía consigue asombrarme, lo cual tiene su mérito, y es tal vez
la razón por la que le sigo el juego, aunque esté convencido de que ella va a
ganar.
Más
allá de las palabras que nos dirigimos, está el silencio. En el silencio se
libra otra batalla, una lidia de miradas imperturbables y afiladas. Yo le
arranco un trozo de vida, ella me arranca otro a mí. No es fácil acabar con
nosotros. Somos terriblemente fuertes. Ella lo es, yo lo soy. Todavía vamos a
durar mucho tiempo. Es como si hubiésemos firmado un acuerdo de sangre, en el
que nos hemos prometido extender el duelo todo lo posible. Por eso somos
discretos, y medimos nuestras fuerzas. Al ser nuestra batalla tan antigua, el
odio se ha convertido en un gesto de reverencia, en una señal de reconocimiento
y de respeto. Si ella se rindiese se volvería definitivamente despreciable, lo que
supondría un descenso definitivo en la estima de mi odio. Si acaso fuese yo el
rendido, ella me devoraría con su amor, que mata más lejos que todo mi
resentimiento.
Estoy
seguro de que ella va a ganar. Siempre lo he sabido. Es una partida que está
decidida desde el inicio, pero ignorarlo forma parte del juego. No puedo negar
que en algunas ocasiones hacemos un esfuerzo por querernos, quizá por
perdonarnos. Sucede de vez en cuando, y aunque por supuesto no conseguimos
nada, al menos nos damos el breve respiro de aliviar nuestras conciencias. Es
muy saludable aliviar la conciencia, una variante bienintencionada del cinismo.
Hasta somos capaces de emocionarnos con nuestra propia representación. Ah,
somos bastante buenos. Ella me ha enseñado, claro, y yo he sido su discípulo
aplicado. No tengo ningún inconveniente en reconocer que todo se lo debo a
ella. Mi crueldad no llega al extremo de restarle méritos a su infinita capacidad
para hacer daño, ni a su paciente empeño por transmitirme esa incomparable
virtud. Nos hemos convertido en dos artistas de una farsa letal, que se
prolonga como una agonía, un movimiento de ballet en el que cada uno conoce el
paso que dará el otro, porque la coreografía está dibujada con el lápiz
inmutable del destino.
Está
subiendo. Le gusta ser silenciosa, apenas una discreta sombra, pero las maderas
también están viejas, y no puede evitar que su menguado peso las haga crujir en
la quietud definitiva de la noche. Ya está en el pasillo, y ahora va a quedarse
allí unos instantes, aguzando el oído para tratar de captar la más tenue señal
que revele que estoy despierto. Permanezco inmóvil en la oscuridad, sentado en
la cama, con los ojos cerrados, la respiración contenida, pero es inútil. Ella
lo sabe, siempre sabe cuando estoy despierto. Es como esos animales que en la
oscuridad más absoluta se guían por el olfato, o son capaces de percibir a su
víctima por la temperatura corporal.
Me ha detectado, y ahora va a golpear la
puerta, unos golpes suaves y discretos, porque ella es siempre suave y
discreta, jamás pretende molestar, no dirá nunca nada para entrometerse en mi vida,
sólo preguntar qué tal me ha ido hoy.
Casi
siempre me anticipo. Esos segundos que anteceden a sus ligeros golpes en la
puerta se amontonan en mi garganta, y me oprimen la respiración. Prefiero
adelantarme, acelerar el momento inevitable, el reinicio de nuestro
acostumbrado ritual de medianoche.
Todavía
estoy despierto, puedes pasar. Ah, será sólo un momento, no quiero
interrumpirte. He bajado a la cocina a prepararme un té, porque estaba
desvelada.
Enciendo
la luz de la mesilla, y ella se sienta al borde de mi cama. Sostiene la taza de
té con ambas manos, dándose calor. Qué suerte que todavía estás despierto.
Cuéntame qué tal ha ido el día, qué has hecho, he trabajado todo el día, oh,
has trabajado, sí, he trabajado, qué otra cosa podría haber hecho, claro, has
trabajado, sí, he trabajado, yo no podía dormirme, ya sabes, son los recuerdos,
sí, los recuerdos, pero no quiero cargarte con eso, ya tienes suficiente con
tanto trabajo, no importa, no estoy cansado todavía, háblame de los recuerdos.
Falta por mi parte una frase más que la anime a seguir hablando. Es un cálculo
sutil que ambos llevamos con rigor matemático, ella no sigue hasta que no quede
establecido que he sido yo quien le pide que me cuente. Entonces, siendo así,
ella me dará el gusto de hablar. Algunas noches me divierto demorando un poco
esa invitación. Ella vacila, pasea su mirada por el cuarto, y espera sumisa a
que yo redondee la oferta. Deja que transcurra un tiempo prudencial, y si aún
así me mantengo callado, ella suspira una o dos veces y encuentra el modo de
retomar el hilo.
Tú
sabes que nunca consigo olvidarlo. En ocasiones, durante el día, sucede algo
extraño. Es como si las cadenas de la memoria se soltasen y me dejaran marchar.
Entonces avanzo unos pasos, extiendo las manos, y siento que palpo los relieves
de la vida. De niña me gustaba caminar con los ojos cerrados, y reconocer los
objetos por el tacto, la caja de lápices, cada una de mis muñecas, los cojines
de mi cama, mis vestidos colgados del armario. Es algo parecido. Pero por la
noche, cuando creo que ya soy libre, que puedo andar ligera, las cadenas
vuelven a tirar de mí, y me oprimen el pecho, se enredan en mis tobillos, y me
obligan a seguir arrastrando el peso del tiempo. Es curioso que algo invisible
sea tan difícil de cargar.
Lo
mismo sucede con la culpa, digo como al pasar, y ella se queda unos segundos en
silencio. Sólo es necesario sentirla, agrego aprovechando su pausa, pero ella
abre grandes los ojos y me observa con expresión de sorpresa, parando el golpe
con un diestro movimiento de palabras. Vamos, de qué podrías sentirte tú
culpable, como si acaso no siguieses siempre el dictado de tus deberes. Puedes
estar muy tranquilo con tu conciencia.
Gracias,
pero quizás no pensaba en mí cuando lo decía, pensabas en la gente, sí, pensaba
en la gente. Ah, la gente, sí, la gente que se siente culpable. Seguro que
nunca has reparado en que la culpa es una manifestación de la decencia.
Pausa.
Veo el movimiento de sus labios, que repiten mis últimas palabras en un
murmullo casi inaudible, como si las saborease, les diese vueltas en la boca
para distinguir mejor su significado. Por fin sonríe, y en sus ojos adivino el
furtivo destello de la astucia. Sí, la decencia, me gusta escucharlo de ti, es
lo que siempre te hemos inculcado. Él era siempre el primero en dar el ejemplo.
Me viene a la memoria una vez, no se si tú podrás recordarlo, eras un niño, y
estábamos en el parque. De pronto apareciste con un juguete en la mano, un coche
o algo así, y dijiste que lo habías encontrado entre la arena de los columpios.
Seguramente era cierto, no obstante él te tomó de la mano, y fueron dando una
vuelta, preguntando entre los niños, hasta que dieron con el dueño. Tú soltaste
el juguete de mala gana, pero él te explicó que así había que proceder en la
vida, y te dejaste enseñar. Él era la viva representación del hombre decente, y
eso fue una razón más para sentirme orgullosa a su lado.
Claro.
Sí, supongo que todavía conservo algunas luces de ese recuerdo. De todas
maneras, tu memoria ha sido siempre superior a la mía, lo reconozco. Por eso
mismo me asombra que algunos años después hubieses olvidado esa anécdota cuando
intentaron sobornarlo, y tú le reprochaste no tener agallas para prosperar. Me
acuerdo que te burlabas de esa misma decencia de la que te sientes orgullosa,
como si de verdad hubieses contribuido a forjarla.
La
miro directamente a los ojos, y me detengo a observar su reacción, el modo
apenas visible en que todos los músculos de su rostro se preparan para el
contraataque o la retirada temporal, según convenga a la táctica del lance.
No
puedo negar que en aquella ocasión fui injusta con él. Pero tú no llegaste a
saber nunca de las penurias que atravesábamos por aquella época, porque yo las
disimulaba, evitaba que te alcanzasen, que te sintieras amenazado por la
incertidumbre.
Oh,
la incertidumbre. Siempre ha sido tu tema favorito, verdad, el espantajo que
has agitado toda la vida para justificar lo que fuese necesario. Más tarde,
cuando lo que tú llamas prosperidad vino por fin, te encargabas de recordarle
cada día lo importante que era para ti la seguridad, y te mostrabas
especialmente afectuosa cuando el cazador volvía a casa trayéndote la presa del
día. La seguridad fue uno de tus grandes clásicos. Siempre he admirado tu
incomparable virtuosismo para administrar el sentido común. Seguridad,
elevación social, autosuperación, sólo los necios serían capaces de ignorar la
importancia de estos valores, no es cierto, porque en el fondo tú has querido
lo que todo el mundo quiere, un sitio caliente, a salvo del pasado, mejor aún
si defiende contra el futuro. Tu mérito es haberlo conseguido a cambio de nada.
Es
eso lo que piensas, crees que todo fue a cambio de nada. Déjame decirte una
cosa, y después podrás seguir creyendo lo que te plazca. Tú no sabes nada de mi
vida, nada de lo que tuve que soportar. La vida es como un río que todo lo
arrastra, agua limpia, fresca, pero también desechos, la porquería que los
demás echan sin importarles un comino, porque es más fácil deshacerse de la
propia inmundicia arrojándosela a los otros, como pretendes tú hacer ahora conmigo.
Qué sabrás tú para juzgarme. No dudas en dictar tu sentencia, cuando no has
visto ni la mitad de las pruebas, ni te ha sido expuesta una mínima parte de
los hechos.
Ahora
es ella, ella de verdad. No es que se haya despojado de su máscara, o arrancado
la piel de su disfraz, y sacado a la luz la imagen auténtica que se ocultaba
detrás. No, la máscara es el único rostro que puede enseñar, su talento para la
representación, su astucia de comediante, el transformismo de sus palabras, su
maestría para disimular que detrás de todo aquello no hay nada. Casi sin darme
cuenta la he dejado avanzar demasiado. Puedo verlo en el fondo de sus ojos, que
ahora exhiben el orgullo de la víctima. Sus manos siguen abrazadas a la taza de
té, y su figura, apenas iluminada por la tenue luz de la mesilla, parece aún
más frágil, más reducida. Permanecemos un rato sin hablar, y tengo la impresión
de que cada una de las palabras sigue flotando en el silencio, como partículas
de polvo suspendidas en el aire.
Tal
vez todo esté bien así, le digo para sorprenderla, qué quieres decir, que yo tampoco
hice todo lo que hubiera podido. Ella abre la boca para replicar, pero
continúo. A veces me daba cuenta de que él quería hablarme, era como una
súplica, pero no se atrevía a expresarla. Yo me escudaba en su pudor, me hacía
el distraído, temeroso ante la idea de que me pidiese ayuda, de que me necesitase,
de que me contagiase su agonía. Yo entonces sólo pensaba en vivir, tenía
planes, no estaba dispuesto a que nada me estropease el presente, y en cierto
modo lo abandoné, me desentendí de su dolor, de su soledad, de su mirada
perdida en algún lugar de su desesperanza.
Se
lleva la taza a la boca, tan despacio que parece que no va a llegar nunca, y
bebe de a poco, dando sorbos con extremo cuidado, como si se asomase al borde
de un pozo cuyo fondo no pudiera divisarse.
A
veces se sentaba junto a la ventana, y permanecía inmóvil, en silencio, ajeno a
mí, a todo. Tú no lo veías porque ya te habías marchado, prosigue. Cuando
venías de visita se esforzaba un poco, hacía intentos por mantener una conversación.
Pero una vez que te ibas, regresaba a su mutismo, a la isla remota de su
pensamiento, y me dejaba sola. A veces creo que se había desprendido de la vida
mucho tiempo antes, y que sólo quedaba de él una sombra pesarosa, un espectro
intangible, consumido por la desdicha.
El
malabarismo de tus versiones siempre ha sido de alta escuela. Sólo tú eres
capaz de esos trucos de volatinero, grandes giros mortales en el aire de la
memoria, para acabar de pie, por supuesto, sin sufrir un sólo rasguño. Lo
lamento. Te juro que siento no poder conservar los mismos recuerdos de las
mismas cosas. Es probable que todavía mantenga esa manía infantil de
contrariarte, pero por más que me esfuerzo sólo veo tu abandono, tu hastío, la
repugnancia que te producía tener que ocuparte por primera vez en tu vida de
alguien, la urgencia por que todo acabase pronto, para recobrar tu molicie, esa
indiferencia con la que observas la trabajosa miseria de los que se ven obligados
a esforzarse para vivir. Te repito que lo siento, porque de verdad querría ver
el mundo como tú lo percibes, seguramente dormiría mejor, o tal vez no, da
igual, de todas maneras ya no importa.
Oh,
se me había olvidado, llamaron esta tarde del taller, dijeron que podías pasar
cuando quisieses. Ya ves, últimamente tengo que anotarlo todo, porque de lo
contrario se me va de la cabeza. No te he preguntado si quieres tú también una
taza de té, he comprado ayer una marca nueva.
Niego
con la cabeza.
Creo
que voy a acostarme. Tú también estarás cansado.
Entonces
se pone de pie, despacio, y se desliza fuera de la habitación. Apago la luz, y
trato de quedarme dormido. Sólo se escucha el latido mecánico del despertador.
Un rato después, me parece oír un grito ahogado, que se rompe en pedazos, pero
es probable que se trate de mi imaginación. Sí, debe ser mi imaginación, porque
ya no escucho más nada.
Gustavo Dessal
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