Y lo
angustioso en Kafka es que en su obra nunca hay lugar para una segunda escena,
no hay lugar para una nueva relación con la ley. Tanto en El proceso, como en El
castillo, en Carta al padre o en La condena, en todas estas obras parece
que el protagonista tiene cerrada la puerta para otra relación con la ley.
Quiero
desarrollar ahora, a modo de especulación, una especie de apólogo sobre el
protagonista del relato. Si Georg Bendemann acudiese a un análisis antes de su
trágico pasaje al acto, pudiera ser que, una vez transcurrido un número
suficiente de sesiones, el analista le preguntase: ¿Por qué odias a tu padre?
Muy probablemente, Bendemann contestaría con evasivas que podemos tomar del
mismo relato: Yo por qué voy a odiar a mi padre, a él le debo la vida, “Mi padre sigue siendo un gigante”, “Mil amigos no sustituyen a mi padre”, es
“indispensable para mí”, incluso “me hago reproches por haber descuidado a mi
padre”, además, “forma parte de mis
obligaciones cuidar a mi padre”, ya lo tengo decidido, “me lo llevaré a mi futuro hogar” cuando
me case, etc., etc. En ese momento el psicoanalista corta la sesión para no
diluir, entre palabras vacías y llenas de moralidad, el posible efecto que la
pregunta pudiese causar.
Pero
una pregunta tan directa y potente no puede ser desoída en su totalidad, de tal
manera que, traspasando toda resistencia, algún sonido, por débil que sea,
pueda llegar al mismo ser de Bendemann. Éste marcharía de la sesión sintiendo
una extraña ebullición en la mente, pues algún tipo de exigencia pide una
oportunidad de ser elaborada. Nuestro amigo George, muy bien podría acudir a la
siguiente sesión para dirigirse al analista con estas palabras: la pregunta que
me formuló, “¿Por qué odias a tu padre?”,
estuvo dándome vueltas en la cabeza, y tengo que reconocer que en algún momento
fugaz pensé que mi padre era un “comediante”,
y alguna vez “me mordí la lengua hasta
doblarme de dolor” ante sus actitudes, incluso un día que él estaba de pie
en la cama, al menos en un breve momento apareció “como una centella”, el deseo de “que se cayese y se estrellase”.
Aunque
estas no son más que especulaciones construidas sobre frases tomadas del mismo
relato, se puede decir que una pregunta como ésa estaría destinada a producir
una ruptura en el devenir de un discurso que tuvo las trágicas consecuencias
que conocemos. Posibilitar una palabra nueva a George Bendemann sería, al
menos, intentar una demora, ganar tiempo ante la inminencia del trágico pasaje
al acto. ¿Estaría justificada esa nueva palabra? Sí, si de lo que se trata es
de encontrar esa nueva relación con la ley, lo cual parece el leit motiv de las preocupaciones
personales de Kafka.
¿Qué
quise ilustrar con el apólogo que acabo de narrar y con la relación entre La condena y Ante la ley?
Una
paradoja, no tanto en los personajes kafkianos –como dije, afectados siempre
por la radicalidad de la Ley, y en consecuencia, aplastados por ella e
imposibilitados para ejercer su deseo— sino una paradoja en el propio Kafka. Él
es capaz de ejercer su deseo, la escritura, sin propiciar, sin iluminar una
nueva relación con la ley, ejercer su deseo desde un gran sufrimiento. Kafka
muestra aquí una gran fortaleza, casi a la altura de la del Padre feroz.
Al
respecto, me parece discutible la tesis de Bataille cuando en la página 144 del
ensayo antes citado, en la edición Nortesur,
dice lo siguiente:
“Kafka... no sólo quería ser reconocido por
la autoridad que era menos susceptible de reconocerle –el padre— sino que además nunca tuvo intención de
derrocar esa autoridad, ni siquiera realmente de enfrentarse a ella. No quiso
oponerse a ese padre que le retiraba la posibilidad de vivir, no quiso a su vez
ser adulto y padre. A su modo emprendió una lucha a muerte para entrar en la
sociedad paterna con toda la plenitud de sus derechos...”.
Es
difícil aceptar que “no quiso oponerse a
ese padre”, pues el deseo mismo es ya una oposición. Y sobre todo, el
sufrimiento indica una tensión producida por fuerzas que entran en conflicto.
Aunque quizá haya que aceptar que Kafka no quiso derrocar la autoridad del
Padre, no puede decirse que no dejó de oponerse, pues la oposición no es
imaginaria entre uno y otro, sino entre deseos. Por eso la oposición se muestra
en el sufrimiento por sostener un deseo que, hay que decir, siempre es
enigmático, y del cual, en Kafka, sólo conocemos su metáfora: la escritura.
Vuelvo
a la pregunta: ¿por qué Kafka no pudo vivir su deseo más que en el mayor de los
sufrimientos? Porque sitúa la dialéctica entre él y el Padre en un lugar
inadecuado. Cualquier intento de dialéctica con esa Ley, desde la conciencia,
está destinado al fracaso. No hay dialéctica con esa Ley, porque su movimiento
es, siempre, circular, se satisface únicamente con la culpa y la renuncia del
sujeto. La conciencia y la razón, al contrario de lo que se cree, no disponen
de las herramientas para tratar con la Ley superyoica. Y no sólo eso. La
conciencia, como bien lo muestra Kafka en Carta
al padre –y la conciencia de cualquier ser humano— es el lugar donde goza
la cara obscena y perversa de la Ley, la conciencia es la mesa a la que se
sienta el Padre feroz, es la mesa en la que el hijo se ofrece como pábulo en la
satisfacción más plena de su masoquismo moral sostenido por la culpa, la deuda
y la renuncia.
El
problema no es si Kafka, o George Bendemann, se oponen conscientemente, e
imaginariamente al Padre. Plantear este tipo de oposición es creer que esa Ley
es exterior al sujeto, que la Ley es el padre real. El problema no está en el
exterior, sino en Kafka mismo, en el propio Bendemann, en el interior de todos
los seres humanos. La culpa y la deuda ante la Ley son algo consustancial a la
misma estructura del sujeto. Cuando uno hace la entrada en ella, además de la
parte noble que nos acoge para situarnos en las relaciones sociales, hemos de
soportar su otra cara, la cara superyoica que nos hace culpables y deudores,
pero sin concretar la culpa o la deuda en ningún objeto exterior, son culpas y
deudas abstractas y estructurales.
El
padre de George Bendemann, o el de Kafka, no son, sino, encarnaciones
colonizadas por esa otra cara feroz de la Ley. Es decir, no se trata de
franquear a un Padre que está en el exterior, sino de franquear una Ley que
está dentro, en nuestro interior. Escribir palabras fuera de la hora de la
comida mortal, más allá de la razón y la conciencia, es, al menos, una
posibilidad que se abre para el franqueamiento de ese nivel de la Ley en el que
encontramos al guardián ineludible y feroz, para escribir una ley, la propia,
donde el deseo tenga cabida en un padecimiento más diluido, y para, finalmente,
retirar esa espada de Damocles que convierte nuestra existencia en indigna, la
existencia de Kafka, la de George Bendemann, y nuestra propia existencia.
Miguel
Ángel Alonso
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