martes, 15 de enero de 2013

La condena de Kafka y la cara obscena de la ley. Comentario de Miguel Alonso

Franz Kafka es, junto con Sigmund Freud, uno de los pensadores por excelencia de la ley y de su reverso más obsceno. Hay una clara homología entre las formulaciones literarias de Kafka y las temáticas conceptuales de Sigmund Freud. Los dos van más allá de la razón en sus indagaciones, situando la angustia del ser ante su imposibilidad por colmar la exigencia de una ley irracional, sin sentido y perversa, una ley que no es saciada, jamás, por ningún ideal. Una ley, por tanto, ante la cual el sujeto siempre estará en deuda.  

Para comenzar a  hablar de La condena, quiero evocar uno de los títulos más célebres de Kafka, Ante la ley, considerando, además, que es posible relacionar diferentes lugares de su obra en relación al padre. De hecho, según recojo del libro de Georges Bataille, La literatura y el mal, Kafka quería titular toda su obra con un único título, Tentativas de evasión de la esfera paterna. Pues bien, si tratamos de articular Ante la ley y La condena, se podría pensar que George Bendemann no hizo caso de las recomendaciones de ese guardián situado en las puertas de la Ley. Franquear esa puerta de la Ley es responsabilidad exclusiva de quien lo solicita, aun a sabiendas de la advertencia hecha por el guardián, de que en diferentes niveles de la misma hay otros guardianes verdaderamente problemáticos. George Bendemann decidió llevar a cabo esa responsabilidad y realizó la entrada en la Ley.  


Menuda sorpresa se debió de llevar el pobre George. Efectivamente, se encontró con un guardián ambiguo, casi monstruoso, de dos caras: el Padre. Podemos pensar que fue recibido de frente por ese padre destinado reconocerlo, a cumplir la función simbólica de integrarlo en el deseo, a escribirle una ley amable que lo acogiese. Por lo que cuenta el relato, Bendemann está dentro de las relaciones sociales, quiere casarse, tiene deseos, etc., es decir, está dentro de la Ley. Pero ese padre que lo recibe de frente, de pronto gira ciento ochenta grados y le muestra una cara feroz, huraña, omnipotente, que exige de forma imperativa, que culpabiliza obstinadamente, que insulta, que le hace estar en deuda con él, que se alimenta insaciablemente de la renuncia hasta hacer a Bendemann indigno de su vida, obligándole a renunciar a ella. 
   
Y lo angustioso en Kafka es que en su obra nunca hay lugar para una segunda escena, no hay lugar para una nueva relación con la ley. Tanto en El proceso, como en El castillo, en Carta al padre o en La condena, en todas estas obras parece que el protagonista tiene cerrada la puerta para otra relación con la ley. 
Quiero desarrollar ahora, a modo de especulación, una especie de apólogo sobre el protagonista del relato. Si Georg Bendemann acudiese a un análisis antes de su trágico pasaje al acto, pudiera ser que, una vez transcurrido un número suficiente de sesiones, el analista le preguntase: ¿Por qué odias a tu padre? Muy probablemente, Bendemann contestaría con evasivas que podemos tomar del mismo relato: Yo por qué voy a odiar a mi padre, a él le debo la vida, “Mi padre sigue siendo un gigante”, “Mil amigos no sustituyen a mi padre”, es “indispensable para mí”, incluso “me hago reproches por haber descuidado a mi padre”, además, “forma parte de mis obligaciones cuidar a mi padre”, ya lo tengo decidido, “me lo llevaré a mi futuro hogar” cuando me case, etc., etc. En ese momento el psicoanalista corta la sesión para no diluir, entre palabras vacías y llenas de moralidad, el posible efecto que la pregunta pudiese causar. 
Pero una pregunta tan directa y potente no puede ser desoída en su totalidad, de tal manera que, traspasando toda resistencia, algún sonido, por débil que sea, pueda llegar al mismo ser de Bendemann. Éste marcharía de la sesión sintiendo una extraña ebullición en la mente, pues algún tipo de exigencia pide una oportunidad de ser elaborada. Nuestro amigo George, muy bien podría acudir a la siguiente sesión para dirigirse al analista con estas palabras: la pregunta que me formuló, “¿Por qué odias a tu padre?”, estuvo dándome vueltas en la cabeza, y tengo que reconocer que en algún momento fugaz pensé que mi padre era un “comediante”, y alguna vez “me mordí la lengua hasta doblarme de dolor” ante sus actitudes, incluso un día que él estaba de pie en la cama, al menos en un breve momento apareció “como una centella”, el deseo de “que se cayese y se estrellase”.  
Aunque estas no son más que especulaciones construidas sobre frases tomadas del mismo relato, se puede decir que una pregunta como ésa estaría destinada a producir una ruptura en el devenir de un discurso que tuvo las trágicas consecuencias que conocemos. Posibilitar una palabra nueva a George Bendemann sería, al menos, intentar una demora, ganar tiempo ante la inminencia del trágico pasaje al acto. ¿Estaría justificada esa nueva palabra? Sí, si de lo que se trata es de encontrar esa nueva relación con la ley, lo cual parece el leit motiv de las preocupaciones personales de Kafka.   
  
¿Qué quise ilustrar con el apólogo que acabo de narrar y con la relación entre La condena y Ante la ley 
Una paradoja, no tanto en los personajes kafkianos –como dije, afectados siempre por la radicalidad de la Ley, y en consecuencia, aplastados por ella e imposibilitados para ejercer su deseo— sino una paradoja en el propio Kafka. Él es capaz de ejercer su deseo, la escritura, sin propiciar, sin iluminar una nueva relación con la ley, ejercer su deseo desde un gran sufrimiento. Kafka muestra aquí una gran fortaleza, casi a la altura de la del Padre feroz.    
Al respecto, me parece discutible la tesis de Bataille cuando en la página 144 del ensayo antes citado, en la edición Nortesur, dice lo siguiente:  
Kafka... no sólo quería ser reconocido por la autoridad que era menos susceptible de reconocerle –el padre— sino que además nunca tuvo intención de derrocar esa autoridad, ni siquiera realmente de enfrentarse a ella. No quiso oponerse a ese padre que le retiraba la posibilidad de vivir, no quiso a su vez ser adulto y padre. A su modo emprendió una lucha a muerte para entrar en la sociedad paterna con toda la plenitud de sus derechos... 
Es difícil aceptar que “no quiso oponerse a ese padre”, pues el deseo mismo es ya una oposición. Y sobre todo, el sufrimiento indica una tensión producida por fuerzas que entran en conflicto. Aunque quizá haya que aceptar que Kafka no quiso derrocar la autoridad del Padre, no puede decirse que no dejó de oponerse, pues la oposición no es imaginaria entre uno y otro, sino entre deseos. Por eso la oposición se muestra en el sufrimiento por sostener un deseo que, hay que decir, siempre es enigmático, y del cual, en Kafka, sólo conocemos su metáfora: la escritura.  
Vuelvo a la pregunta: ¿por qué Kafka no pudo vivir su deseo más que en el mayor de los sufrimientos? Porque sitúa la dialéctica entre él y el Padre en un lugar inadecuado. Cualquier intento de dialéctica con esa Ley, desde la conciencia, está destinado al fracaso. No hay dialéctica con esa Ley, porque su movimiento es, siempre, circular, se satisface únicamente con la culpa y la renuncia del sujeto. La conciencia y la razón, al contrario de lo que se cree, no disponen de las herramientas para tratar con la Ley superyoica. Y no sólo eso. La conciencia, como bien lo muestra Kafka en Carta al padre –y la conciencia de cualquier ser humano— es el lugar donde goza la cara obscena y perversa de la Ley, la conciencia es la mesa a la que se sienta el Padre feroz, es la mesa en la que el hijo se ofrece como pábulo en la satisfacción más plena de su masoquismo moral sostenido por la culpa, la deuda y la renuncia.  
El problema no es si Kafka, o George Bendemann, se oponen conscientemente, e imaginariamente al Padre. Plantear este tipo de oposición es creer que esa Ley es exterior al sujeto, que la Ley es el padre real. El problema no está en el exterior, sino en Kafka mismo, en el propio Bendemann, en el interior de todos los seres humanos. La culpa y la deuda ante la Ley son algo consustancial a la misma estructura del sujeto. Cuando uno hace la entrada en ella, además de la parte noble que nos acoge para situarnos en las relaciones sociales, hemos de soportar su otra cara, la cara superyoica que nos hace culpables y deudores, pero sin concretar la culpa o la deuda en ningún objeto exterior, son culpas y deudas abstractas y estructurales.  
El padre de George Bendemann, o el de Kafka, no son, sino, encarnaciones colonizadas por esa otra cara feroz de la Ley. Es decir, no se trata de franquear a un Padre que está en el exterior, sino de franquear una Ley que está dentro, en nuestro interior. Escribir palabras fuera de la hora de la comida mortal, más allá de la razón y la conciencia, es, al menos, una posibilidad que se abre para el franqueamiento de ese nivel de la Ley en el que encontramos al guardián ineludible y feroz, para escribir una ley, la propia, donde el deseo tenga cabida en un padecimiento más diluido, y para, finalmente, retirar esa espada de Damocles que convierte nuestra existencia en indigna, la existencia de Kafka, la de George Bendemann, y nuestra propia existencia.   
Miguel Ángel Alonso

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