Comenzamos la novena y última reunión del curso de este año, quinto
curso ya en la andadura de la tertulia, 45 reuniones con la de hoy en total.
Jack London acude a nuestro escenario con esta hoguera que
esperamos pueda prender el debate posterior sobre lo que el texto plantea,
en ese sentido me produce cierta curiosidad la característica de dicho debate,
veremos si se plantea desde la intensidad, es decir, retorciendo un mismo tema
y apuntando diversas reflexiones sobre él, o es un debate más diverso, abriendo
diferentes cuestiones. Cada uno que haga su apuesta, la mía ya está hecha,
cuando acabemos veremos el resultado.
Personalmente encuentro muy interesante hacer una lectura de lo que
ha sido el curso en la última reunión. No se trata tanto de hacer balance, creo
que la valoración siempre se muestra falta de objetividad, prefiero tratar de
dar cuenta de lo que a posteriori ha formado un sendero, el sendero del 5º
curso, que al igual que pasa con el protagonista del cuento de hoy, en la
medida que uno lo va transitando no se atisba muy claramente, y es después que vamos percibiendo en nuestras propias huellas el camino que hemos formado.
Este efecto es casi siempre algo muy sorprendente, cuando se trata de la
experiencia de un psicoanálisis es algo inevitable.
Pero vayamos al sendero que
hemos formado al transitar este 5º curso.
La literatura y el psicoanálisis comparten la materia prima que les
da su posibilidad de existir. No existiría la literatura sin palabras, y lo
mismo podemos decir de un psicoanálisis, éstas son su condición sine qua non,
con lo que a vista de pájaro ya vemos lo que abre camino, lo que aparta la
maleza dibujando una senda: son las palabras. El lenguaje traza el sendero que
convierte a la literatura en la práctica de la excelencia de la palabra y al psicoanálisis en la práctica de la
palabra por excelencia. Hasta tal punto que podemos decir que la literatura es
un arte, no sé si lo es el psicoanálisis pero no cabe duda de que para ser
psicoanalista hay que tener cierto arte.
Las palabras por lo tanto son el piso que alfombra nuestro sendero,
a la manera de las rodadas del carruaje que encontramos en el camino, y la
provisión de estas palabras se hace a partir de 9 contenedores, las 9
expresiones literarias que completan nuestro curso, que comenzó en Octubre
pasado con El Informe de Brodeck
poniendo en evidencia la condición humana en su vertiente de barbarie y
destrucción frente a lo extraño, hasta el punto de reducir a un sujeto, nuestro
perro Brodeck, al estatuto animal, el estatuto básico de superviviente. No hay
duda que algo del superviviente lo constatamos también en la persona de Jed
Martin, el protagonista de la siguiente cita, El Mapa y el territorio, frente a lo mortífero que esta novela
plantea no como peligro exterior sino como amenaza desde dentro mismo del
protagonista, ante lo cual Jed aplica su tratamiento de supervivencia, su
fórmula: la sublimación por el arte.
A mi modo de ver estas dos citas de Octubre y Noviembre pasados
componen un ternario con la de Diciembre haciendo un subconjunto del primer
tercio del curso. El tema de la supervivencia es el eje del ternario y se hace
evidente en esta tercera cita, Dínos
cómo sobrevivir a nuestra locura, que en cierta forma abrocha las dos citas
anteriores con ésta y nombra a su vez esta supervivencia en el propio título
señalando el objeto al que responde: la locura, parasitaria de nuestra
condición de seres de palabras, ya sea la locura del semejante, o nuestra
propia locura, perturbación expresada en la novela de Kenzaburo Oé en la casi obscena alienación de aquel padre con su hijo.
Con la llegada del nuevo año se produjo un recodo en el camino,
cierto giro que el relato de Kafka, La
Condena, produjo. Aquí no se trata tanto de la supervivencia, recordarán el
funesto final de su protagonista Georg, que justamente no sobrevive, sino de la
culpa como fluido que recorre los laberintos de una subjetividad dominada por
el absurdo y el sinsentido. La culpa puede declinarse en función del amor, y
hablamos con Kafka del amor al padre, y con José María Merino del amor a la
pareja, el amor de Daniel a Tere en El
río del Edén, que nos permitió disfrutar, además de la presencia de su autor,
en un animado debate en el que aquel río separaba inevitablemente las dos
posiciones para enfrentar lo que puede deparar una vida, la del hombre y la de
la mujer.
Dos relatos ocuparon nuestro interés en las dos citas posteriores,
dos relatos en los que la ficción que los atraviesa comparte una cuestión:
mostrar las coordenadas de una oscura satisfacción en el sujeto. Los dos
relatos eligen el juego, aunque de dos maneras diferentes, El Ruletista apoyándose en el azar y el El Ruido de un Trueno en la Ciencia, brindando una experiencia
aterradora pero inigualable. Como consecuencia, ambos relatos exploran los
límites de nuestra condición, los límites que expresa nuestra relación con la
muerte, que se torna protagonista, curiosamente en ambos, a través de armas de
fuego.
La siguiente cita da un contrapunto a estas dos y a la vez tiende un
puente con el relato justamente anterior, el trueno de Bradbury: si bien por un
lado aquellas citas traían a colación el horror en relación a un final, Austerlitz nos brinda ese mismo horror
en relación al origen, aunque no nos lleva al origen de los tiempos, se trata
de la odisea que para Jacques Austerlitz supone no poder encontrar su lugar en
este mundo, estar desconectado de su origen; y en este sentido, horror, olvido y
memoria forman el marco de esta extraordinaria novela donde de nuevo la
supervivencia toma el protagonismo.
4 novelas, 4 relatos y una novela corta han sido los contenedores
para abordar estos temas: el origen, el final, los laberintos de la
subjetividad encarnados en la culpa y el amor, la locura, la naturaleza humana
en suma. ¿Pero realmente no es una contradicción en los términos hablar de
naturaleza humana? Para entrar en esta cuestión viene como anillo al dedo La
Hoguera, el relato que propusimos hoy, y que redobla la temática de este curso,
que queda, les propongo, marcado por este significante de la supervivencia
Hablar de naturaleza humana es cuando menos controvertido sin hacer
algunas precisiones, Porque si hay un cuerpo entre todas las especies que
habitan la tierra donde no existe la completud natural ese es el cuerpo del ser
humano. ¿Por qué no existe, a quién echamos la culpa de esta merma biológica en
nuestros cuerpos? A lo que hemos llamado la materia prima de la literatura y
del psicoanálisis, la culpa es de la palabra. La palabra es responsable de que
nuestra vida sea una vida simbólica, que pervierte la evidencia de que también
somos materia viva. La palabra tiene la culpa, no hay duda, de que el
protagonista de Jack London muera congelado en la nieve. Es por culpa de estar
dotados de la razón y no por las palabras que se dicen en el relato, es un
relato prácticamente mudo, sino por el hecho de ser seres de palabras, estar
constituidos por palabras, las palabras son nuestra particular biología que nos
aleja de la naturaleza, me gusta mucho la manera que eligió Mº José, nuestra
compañera, para expresarlo en su reseña, naturaleza entendida como un mundo
sideral totalmente indiferente a nuestro antropocentrismo. Y el relato por un
momento también abre esa brecha, poniendo en relación de continuidad la bomba
sanguínea que aminora el ritmo en el organismo de nuestro insensato, con el
frío del espacio que cae sin clemencia sobre la corteza terrestre.
Esta es la brecha, el mérito de este relato es justamente situarse
ahí, entre los dos cuerpos de nuestro protagonista, su organismo y la imagen narcisista
que lo recubre. Y esa brecha está sellada para este necio. Qué listo London
porque para marcar el contraste utiliza a un animal como compañero, no otro
sujeto, sino un perro, porque en el perro, como en todos los animales
exceptuando a los animales palabreros, en el perro hay un solo cuerpo, no hay
grieta ni brecha, ni dos cuerpos en relación ni en oposición. Y es seguro que
el perro no sabe que en ese espacio sideral hay otras masas que reciben el
nombre de planetas, ni siquiera sabe que gracias a la razón, esos planetas
responden a un nombre, y es seguro que tampoco le importa un bledo, lo que le
importa es el saber de su instinto, no el esfuerzo de sublimación cultural. Y
ese saber instintual sí tiene conexión directa con lo biológico, la sangre era algo vivo como el perro
dice el texto, equiparando sangre y perro en el dominio de lo vivo, ahí no hay
brecha, no podemos hablar de interferencia, el animal es su propio cuerpo. Cabría
pensar si podemos extraer de esa comparación que hace el autor la consecuencia
de que nosotros no somos algo vivo. Sin duda lo somos, pero nosotros acarreamos
con un cuerpo a través de un desierto helado despreciando la inconveniencia de
permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso.
Los humanos no podemos decir que nuestra vida no tenga relación con
el saber. Afortunadamente el saber nos ha permitido llegar hasta donde hoy
estamos, los logros del hombre en la historia pasan por la conquista de un
saber, pero no un saber del instinto, no es un saber que se hereda
genéticamente, es un saber hecho de palabras y éstas se traducen en
consecuencias directas para la vida humana. Cuando Freud se ve enfrentado al
cuerpo de las histéricas en la Salpetriêre constata un cuerpo desobediente -y por cierto, extrae un saber de ello-, que
no se rige por leyes naturales, y cuando el protagonista del relato ignora cuán
insignificante es su materia orgánica en un paraje de temperaturas inferiores a
50º bajo cero, rechazando acatar lo que la autoconservación le ordena, nos
damos cuenta de cómo el cuerpo no forma unidad con el sujeto, el cuerpo
desobedece las leyes de la medicina, el cuerpo está aquejado de síntomas de los
que el saber médico no puede dar cuenta, y la pregunta por la causa de dichos
síntomas obtendrá una respuesta u otra dependiendo de la posición ética del
sujeto en la persona del médico.
Creo que podemos caer en la
tentación de atribuir a nuestro personaje cierta dosis de masoquismo, un gusto
por el sufrimiento mal dosificado, se le habría ido la mano y la sobredosis de
sufrimiento se lo llevó por delante, atribuyéndole así una intención mortífera que
aligeraría un poco el drama: mira, pues él se lo ha buscado, ganas de sufrir.
Lo verdaderamente dramático reside en el hecho de pensarlo por fuera de su
intencionalidad, como algo que lo sorprende y que hace vanos sus esfuerzos
cuando ya es demasiado tarde, una estúpida manera de encontrar la muerte cuando
el sujeto no quería morir. En este sentido cabría diferenciar al menos dos
estatutos de la angustia en el personaje de London, la angustia como señal,
como miedo ante la precipitación cada vez más irreversible de los
acontecimientos, presente en la parte central del relato, y la angustia como
real, que está presente hacia el final y se desliza en esas imágenes
de su propio cuerpo como no perteneciéndole, no le responde, el enamoramiento
cegador de la propia imagen cae y el sujeto se ve reducido a su propio cuerpo,
porque la naturaleza es inexorable en ese sentido y siempre vence la batalla
contra la palabra.
Somos una paradoja, y de esta me serví hoy para tratar de mostrarles
que en el ser humano la pérdida irreparable de la brújula que ofrecería el
instinto es por culpa de las palabras que nos constituyen, pero a la vez, son
ellas las responsables de que defendamos una posibilidad de supervivencia para
el ser humano ante las implacables leyes de una naturaleza que nos amenaza con
toda su potencia mortífera.
En realidad nos han repetido aquello de la verdad os hará libres, lo
que no nos contaron es que estamos presos en ella, presos de una verdad hecha de palabras, hasta el fin de nuestros días.
Alberto Estévez
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