La hoguera parece un
relato apropiado para refutar el encasillamiento de Jack London dentro de las
tesis del realismo y el naturalismo. Gran parte de la crítica se empeña en esta
simplificación de su narrativa, llevada por la presentación imaginaria de sus
relatos, impresionantes cuadros de una naturaleza casi impoluta, poseída por
una voluntad impía y determinista con respecto al hombre. Y la simplificación
también se produce atendiendo a la inclinación intelectual del autor, muy
ligada al darwinismo. Pero la obra de un autor, como bien se encargaron de
hacernos ver los grandes de la literatura, ha de superar al escritor,
trascender su intelectualidad, sus creencias y sus anhelos morales, si no, como
dice Borges, el escritor no ha escrito nada.
Porque
tratar los relatos de Jack London, y en particular La hoguera, como ilustración y confirmación de las doctrinas de
Darwin, es decir, como selección natural que elimina a los menos adaptados y
dotados de la especie, es dejar de lado, o incluso rechazar, lo que no entiende
el naturalismo, lo que incomoda al naturalismo: el sujeto, presente en este
relato de forma privilegiada. Este rechazo siempre se hace en favor de un
positivismo científico, moral y determinista, que no deja ninguna libertad,
ninguna responsabilidad a los protagonistas en relación a sus actos y a su
constitución dentro del lenguaje.
En
verdad, con la escritura de Jack London estamos ante la plasmación de
verdaderos dramas humanos en los que el espacio natural no es sino el contexto
artificioso que distrae, la trampa que opaca la luz y nos desvía del motivo
fundamental: el drama vital de un sujeto literario.
Podríamos
preguntarnos qué significación tiene el tremendismo de Jack London. Todo en él
está sobredimensionado, todo adquiere unas proporciones desmesuradas, todo se
separa de un discurrir más o menos confortable, más o menos sosegado, tanto en
su vida como en su narrativa. Este dato también lo separa del realismo. De tal
manera, sus relatos pueden tomarse como el trasunto de su vida, siempre
merodeando por los interiores de situaciones límite, impulsado, casi podríamos
decir, por una pulsión de muerte que en él parece inexorable.
En
relación con el naturalismo, lo que primero salta a la vista y queda refutado
en La hoguera es la naturaleza y el
atavismo que supuestamente habita en todo ser humano, motivos del pensamiento
de London y sustento del darwinismo. En este relato sin hombres, uno solo,
aislado y mínimo en relación a su entorno –lo cual puede tanto facilitar como
dificultar la obviedad de lo que muestra, dependiendo de la agudeza del lector,
del espectador— refuta con toda claridad la tesis del atavismo darwinista, pues
ese hombre del relato está incapacitado para mostrarnos el más mínimo rasgo de
bestialismo, de animalidad ¿Dónde está el naturalismo de alguien que no es
capaz de guiarse por ningún instinto, como lo muestra la contraposición con el
perro? En efecto, se repite varias veces que el perro sí está provisto de un
instinto que lo guía. Pero en el protagonista de La hoguera, como en todo ser humano, el instinto está perdido. Este
solo elemento ya invalida, de forma radical, la tesis de la bestia atávica que
supuestamente nos habita desde tiempos ancestrales.
Verdaderamente,
¿alguien puede encontrar biología y naturaleza en este relato, a no ser en el
perro? ¿No está el protagonista absolutamente alejado de cualquier biología y
de cualquier actitud instintiva? El mismo paisaje natural, ¿no está marcado por
la escritura humana? ¿Qué es ese camino abierto por el hombre que atraviesa
todo el cuadro? ¿No es una escritura hecha por el hombre sobre la tierra? ¿No
es una escritura sobre la página blanca de lo real?:
“Esta línea oscura era la ruta principal...”
La
“bestia humana” londoniana, por tanto, no es biología, ni herencia atávica, ni
carácter ancestral salvaje, y la naturaleza de London está, sin duda, marcada
por esa escritura que, sobre la página blanca de lo real, escribe el drama en
el que se representa una gestión –desde luego muy particular— de deseos y pulsiones. Un drama que, como decíamos, es
el trasunto de una vitalidad que, dentro de un cierto pesimismo, no hace más
que novelarse en una necesidad imperiosa de tormentosas, y hasta románticas,
aventuras.
Siguiendo
con la metáfora del cuadro, podemos invocar cierta peculiaridad del relato.
¿Dónde encontramos al sujeto que, como una mancha dentro de la inmensa y casi
impoluta blancura de la página blanca de la naturaleza, viene a subvertir las
tesis realistas y naturalistas?
El
relato introduce la dimensión de la mirada, que no debemos confundir con la
visión. Nos situamos en la escena final, la del sueño, que viene a producir una
auténtica inversión. Si Jack London, desde su intelectualidad y creencias,
pareciera invitarnos a ver, como espectadores, la voluntad implacable de una
naturaleza armónica ante la que sucumben los peor adaptados, los peor dotados,
ahora la cuestión se invierte para que nosotros mismos seamos cuadro. El
infortunado protagonista, desde el sueño, es mirado por su propia mirada –no
por sus ojos que, definitivamente, dejaron de registrar el mundo. Si antes
estábamos situados en el exterior viendo un cuadro realista, ahora estamos en
el interior del mismo como sujetos que somos mirados por nuestra propia mirada.
Es decir, somos cuadro.
La
representación realista fundada en una perspectiva con paisaje helado y hombre
mínimo, finalmente, nos muestra una imagen fija, un cuerpo aparentemente
muerto, tumbado en la inmensidad blanca, nevada y helada. Pero esa escena pasa
a ocupar un lugar secundario, porque ya está dominada por el sueño, por el
lenguaje, por el inconsciente del protagonista y por su propia mirada. El
protagonista y el lector ya no ven el cuadro, sino que ellos mismos son mirados
desde diversos elementos del sueño, elementos que pertenecen al drama del
hombre, a su propia vida, y que lo implican en su propia decisión.
Desde
el sueño miran al hombre sus compañeros, el mismo Sulphur Creek, su pipa, sus
palabras antiguas, sus consejos, el frío ahora sí intenso, y, como digo, su
propia mirada y su propia decisión. Y el tiempo ya no es el diacrónico de la
realidad, sino que está más próximo a una sincronía que insta a reconocer la
responsabilidad de elección en relación a un deseo, el propio, que no otorga
ninguna naturalidad instintiva que garantice el camino por la vida. El deseo
pone en manos de uno la decisión problemática. En un camino trazado por el
Otro, uno tiene que ir escribiendo sus propios pasos y sorteando las hiancias,
los agujeros de lo real.
Por
lo tanto, el protagonista es el objeto mirado, es el cuadro, con la
peculiaridad de que, solamente por esta única vez en el relato, coincide con su
mirada en un mismo lugar, en el sueño. Es lo que conforma la mancha que
aparece, sorpresivamente, en una representación realista.
Con
esta mancha –similar a la que se produce en el procedimiento pictórico de la
anamorfosis— el relato se le va de las manos a la intelectualidad del mismo autor,
se le va de las manos a una crítica literaria proclive a las tesis del
naturalismo, y se le va de las manos también al mismo yo, a la misma voluntad
del protagonista, que yace tirada en la nieve. A todos ellos se le disloca la
perspectiva realista, naturalista y determinista, en favor de lo que en ella se
rechaza: la dimensión de la mirada que sitúa al sujeto como cuadro, no como observador,
a la vez que ubica las encrucijadas de su deseo, y lo sitúa ante la
responsabilidad de sus propias decisiones.
La
moraleja que se puede derivar de la lectura de La hoguera es que, además de una realidad física externa,
verdaderamente real sin duda, existe también una realidad psíquica que, más
allá de todo determinismo natural absoluto, escribe sus letras sobre la página
blanca de lo real para dar sustento a un deseo sin naturaleza, sin instinto,
sin nada consistente que ofrecer como garantía para transitar una vida. Ese es
nuestro drama, y ese es el drama de Jack London, un drama de escritura, de
lenguaje, de elección, no de determinismo natural.
Miguel Alonso
1 comentario:
Fabuloso
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