lunes, 27 de junio de 2022

La Odisea en Ulises de Joyce. Claves de lectura. Miguel Ángel Alonso*

* Esta conferencia está publicada en Círculo Lacaniano James Joyce en el apartado James Joyce Vida y Arte

Comencé a trabajar la relación entre la Odisea y el Ulises tras leer las clases que Nabokov dedica al Ulises en su Curso de Literatura Europea. Allí expresaba su desprecio hacia otros colegas que producían un saber sobre la novela de Joyce. Los tachaba de presuntuosos porque se documentaban para, según él, producir asombro en sus clases; llega al insulto calificando de “mediocres” y de “pelmas eruditos o pseudoeruditos” a quienes estudiaban la relación que la novela tenía con la Odisea. Reconoce que “hay un eco vago y general, tal como sugiere el título de la novela” (Nabokov. 2009: 422). Vierte prejuicios morales sobre la sexualidad del protagonista Leopold Bloom, previniendo al lector acerca de su “subnormalidad”, y tacha de “aburridos” sus vagabundeos por la ciudad de Dublín. Dice que Finnegans Wake es el fracaso más estrepitoso en la literatura europea. Son unas clases, además, con un lenguaje asertivo, casi imperativo, que parece que contiene la esencia del saber sobre Ulises: “Ulises es...”, “oscuridad innecesaria... capítulo sin interés...”, Nabokov dixit en unas simplificaciones sorprendentes. Es como si le exigiera a esta obra literaria cordura social, psíquica, moral y lingüística. Algo muy extraño viniendo del autor de Lolita. 

Ulises es una novela difícil de transitar sin referencias. Documentarse no puede ir en desdoro de nadie. No hacerlo supone el riesgo de que la lectura se quede en una pobre experiencia, o que se abandone, porque gran parte de ella quede fuera del sentido, algo difícilmente soportable para un lector. Particularmente, me resultaría imposible leer una obra de más de novecientas páginas dejando gran parte fuera del sentido. Disponer de claves de lectura ayuda, sin duda, a saborear la inmensa riqueza de esta novela. Yo tomé como referencia el magnífico ensayo del profesor de literatura, escritor y ensayista argentino, Carlos Gamerro, Ulises, claves de lectura, publicado por Interzona. He de decir, en honor a este ensayo que, gracias a él, la lectura del Ulises se convirtió, para mí, en una experiencia deliciosa.

Partí de la suposición de que, si Joyce la tituló de esa manera; si elaboró el Esquema Linati para explicar la estructura de la novela; si asignó a cada capítulo un título relacionado con ella; si Joyce hace una lectura simbólica incuestionable de algunos cantos de la Odisea, de los mitos y de los escenarios mitológicos que en ella aparecen, y lleva esa lectura al corazón mismo de cada capítulo, eso sugiere, no una relación vaga y general, como sostiene Nabokov, sino algo más concreto y sustancial. El profesor Antonio Ballesteros, en una conferencia impartida en el NUCEP en el año 2008, decía: “Homero fue uno de sus autores favoritos. Decía Joyce que en la Odisea estaba todo, por eso la utiliza como una especie de influencia fundamental para luego escribir Ulises”.

No sé si la intención de Joyce era hacer una parodia del antihéroe moderno partiendo de la figura del Ulises homérico todopoderoso, pero lo cierto es que el traje de antihéroe no le sienta mal a Bloom. Diría que hay parodia en Ulises en lo que refleja Joyce de la vida en Dublín y, por extensión, de lo humano en general. Parodia la locura, los delirios, los ideales etéreos, y deja ver lo grotesco y, tantas veces perverso, de los fundamentos en que descansan los rituales humanos y sus principales categorías existenciales. Cojo al vuelo lo que dice en el capítulo 15: “Todo es locura. El patriotismo, el pesar por los muertos, la música, el futuro de la raza. Ser o no ser. El sueño de la vida se ha terminado” (Ulises 2013: 572). Es decir, “el sueño de la vida ha terminado”, por lo que la representación paródica consiste, no sólo en la burla irónica, el sarcasmo, la mofa despiadada que vierte sobre lo humano, también en la “conspiración contra las estructuras culturales” (Power 2016: 20), el afán de aniquilar las instituciones rancias y opresivas, las relaciones sociales decadentes, los restos de la moral vitoriana, los ideales altisonantes del nacionalismo irlandés, la dominación colonial, que hacen de la vida un sueño malo, una pesadilla. A fin de cuentas, estos son los temas que atraviesan su obra, Ulises, también Dublineses y Retrato...

Para concretar, de forma general, la articulación entre la Odisea y el Ulises, lo que hace Joyce es habitual en los autores literarios, tomar un texto para usarlo a su manera, desviándolo, descentrándolo, y dándole otra significación. Un cuento de Borges, Pierre Menard autor del Quijote, nos ilustra perfectamente acerca de ese descentramiento. Ricardo Piglia, por su parte, en Crítica y ficción dice: “Un escritor es alguien que traiciona lo que lee, que se desvía y ficcionaliza: Hay como un exceso en la lectura... un uso inesperado del otro texto” (Piglia 2014: 12). Hugo Savino, en su artículo Néstor Sánchez hace James Joyce dice que el escritor argentino se reapropia del capítulo 15 de Ulises: “Sánchez hará un trabajo de reapropiación y transformación de este capítulo[1]. Por tanto, en la articulación que Joyce establece con la Odisea, hay una desviación, un descentramiento, una reapropiación, un uso inesperado, particular, incluso excesivo, de la misma, para escribir una ficción que se adapta a sus temas, a sus experiencias vitales, a su ideología política y religiosa, a su ética y a su estética, a sus concepciones culturales, lingüísticas y literarias, y lo hace con la sonrisa o la carcajada de la parodia, de la ironía, del anti convencionalismo, de la amoralidad y de la indecencia que su renovación literaria requería y que la exigencia de la verdad sobre lo humano le imponía.

Lo que observo en la relación entre la Odisea y el Ulises, son varios tipos de desplazamientos:

1.     Desplazamientos de la estructura

2.     Desplazamientos por el significante.

3.     Desplazamientos simbólico-conceptuales.

4.     Desplazamientos simbólico-temáticos.

5.     Desplazamiento simbólico-ideológicos.

Esta clasificación no es de Gamerro, es mía. Y no son desplazamientos puros. Con esta clasificación quiero decir que Joyce privilegia, o da hegemonía, a un significante, a un concepto, a un tema, como resorte para llevar a cabo un desplazamiento hacia un capítulo en el que luego se mezclan todos los registros.      

Desplazamientos por la estructura

Joyce sigue la estructura de la Odisea de principio a fin. En los tres primeros capítulos, el protagonista no es Leopold Bloom, sino Stephen Dedalus, al igual que en los primeros cantos de la Odisea, donde el protagonista no es Odiseo, sino su hijo Telémaco. Telémaco y Stephen representan la figura de “El hijo desposeído en lucha”, el primero tratando de saber sobre el paradero de su padre, el segundo vagando por la ciudad desposeído de cobijo familiar y soportando el peso angustioso de un padre ausente: Simon Dedalus. A continuación el corpus de la novela, donde, además de los títulos, encontramos una sucesión de referencias simbólicas, paralelismos y metáforas, que remiten a los capítulos de la Odisea. El Esquema Linati ilustra acerca de esas referencias de una manera clara. Y finaliza el recorrido con el encuentro, en el caso de la Odisea, entre Ulises y Telémaco y el posterior reencuentro con Penélope. En el caso de Joyce, se produce el encuentro entre Bloom y Stephen, y posteriormente el de Bloom con Molly.    

Desplazamientos significantes

Estamos ante el encuentro con un significante, en algún canto de la Odisea, al que Joyce le otorga un privilegio y una hegemonía para, desde ahí, situar una realidad social, política, ideológica o familiar. 

En el Capítulo 1 toma el significante “Usurpadores” del Canto I de la Odisea, y Joyce termina su capítulo con esa palabra: “usurpador”. Vamos a ver como Joyce produce un desvío hacia sus temas particulares a partir de ese significante. Si los usurpadores en el Canto I eran los pretendientes de Penélope, que en ausencia de Ulises saqueaban el palacio, los usurpadores en el Capítulo 1 del Ulises son Mulligan, Haines, la Iglesia Católica y el imperialismo inglés. La escena se desarrolla en la Torre Martello, donde Stephen convive con Mulligan y Heines. Hay que pensar que uno de los papeles de Stephen en Ulises es el de pasar la cuenta a quienes traicionaron, se enemistaron, o fueron desleales con Joyce en la realidad. Este es el primer ajuste de cuentas, y lo hace con Oliver St. John Gogarty, con quien se enemistó Joyce en vida, y a quien encarna paródicamente en Buck Mulligan. Lo presenta como un charlatán inteligente, seductor, pero histriónico, hipócrita, bocazas y gorrón. Es usurpador en tanto se queda parte del dinero de la paga de Stephen Dedalus; también porque le usurpa la Torre Martello dejándolo sin cobijo; así mismo, por traidor, ya que se comporta como sirviente de los usurpadores ingleses; y también porque le usurpa el alma llenándolo de culpa por su actitud ante la muerte de su madre afeándole su negativa a arrodillarse cuando ella se lo pidió. El segundo, Haines, es usurpador por ser inglés y, como tal, representante del imperio colonial que usurpó la tierra a los irlandeses. Aparece la mentalidad colonialista como paranoica, simbolizada por el arma que porta Haines, símbolo de defensa ante los posibles ataques de los colonizados.

Es importante detenerse en esta usurpación colonial que fragmenta la realidad irlandesa: “Dos religiones, dos culturas, dos lenguas, dos razas” (Gamerro 2015: 36), de donde Stephen extrae consideraciones sobre el Arte. Deduce que el espejo rajado con el que se está afeitando Mulligan en el comienzo de la mañana, puede servir como símbolo artístico de la realidad de Irlanda. Idea, la del espejo rajado, que toma de Oscar Wilde, de su obra, La decadencia de la mentira, donde se sostiene que la vida imita al Arte y no al revés, pues si el Arte imitara a la vida, si fuera su mímesis –posición aristotélica— el arte sería, simplemente, un espejo rajado en el que sólo se puede ver una imagen deformada del mundo y de la realidad. Y el hecho de que los irlandeses no dispongan de su vida, al serle usurpada por los colonizadores ingleses, implica que el espejo rajado de Mulligan es un buen ejemplo para significar, simbólica y artísticamente, lo inauténtico de la realidad irlandesa.

En cuanto a la religión católica, usurpadora del alma de Stephen, usurpación dramatizada por la figura de la madre muerta que se presenta en dos vertientes, la madre del amor, pero también como representante de la iglesia católica llenándolo de culpa y pidiéndole que se arrepienta. Y usurpador es el mismo Dios al que llama “¡Necrófago! ¡Devorador de cadáveres!”, en tanto no cesa de alimentarse de seres humanos como su madre muerta de cáncer.

Desplazamientos simbólico-conceptuales

Vamos a detenernos en los Capítulos 3 y 9 de Ulises. Respecto al primero, es un buen ejemplo de la lectura simbólica que hace Joyce de la Odisea y de sus mitos, y muy aguda la sugerencia que toma del Canto IV, en el que Homero escribe una fábula cuyo protagonista es el dios Proteo. Telémaco acude al palacio de Menelao que, como héroe de la guerra de Troya, quizá pueda darle información sobre Odiseo. Menelao pregunta a Idótea si algún Dios retiene a Ulises impidiendo su regreso. Ella cuenta que Proteo, el dios que cambia continuamente de aspecto, es quien puede informarlos. Pero, como fluye en múltiples apariencias, es necesario atraparlo en una emboscada y no soltarlo aunque cambie mil veces de figura, pues, finalmente, detendrá su flujo engañoso y hablará con su figura y voz propia, y contará quién retiene a Odiseo. Allí se sabe que Ulises está retenido por la ninfa Calipso en una isla. Para Carlos Gamerro, en la figura de Proteo: “La Odisea nos ofrece una breve fábula sobre el conocimiento de la realidad: si nos atenemos sólo a los datos de los sentidos, la realidad es un flujo fenoménico incesante e incognoscible, pero si nos aferramos a ella, sin soltarla, empezaremos a ver las constantes, las leyes que la rigen” (Gamerro. 2015: 61)

Esta fábula le sugiere a Joyce oposiciones filosóficas clásicas: Heráclito y Parménides en términos de conocimiento-desconocimiento de la realidad, Platón y Aristóteles en términos de idealismo-materialismo. Es lo que Joyce traslada al capítulo 3, la disquisición de si vivimos en un mundo que fluye y del que no podemos fijar una realidad material, o si vivimos en un mundo del que podemos atrapar alguna esencia. Arranca con la frase “Ineluctable modalidad de lo visible”, cargada de ironía, pues en el capítulo 15 nos enteramos de que Stephen está sin gafas desde el día anterior y su visión es borrosa. Pero entonces, esa ineluctable modalidad de lo visible tiene una forma precisa de manifestarse, y es bajo la forma del coscorrón. Es decir, aunque los objetos de la realidad aparezcan borrosos, revestidos con colores, disfrazados u ocultos, como Proteo, siempre se percibirá su materialidad en el coscorrón doloroso cuando chocas con ellos. Con esta ironía Joyce adopta una posición aristotélica materialista. Dice: “Se percató de aquellos cuerpos... . ¿Cómo? Dándose coscorrones contra ellos, seguro” (Joyce. 2013: 43). ¿Quién se percató?: Aristóteles. Y desde esa solidez, desde esa materialidad, Stephen se propone leer el mundo, como si esa materialidad fuesen letras, palabras, que hay que leer como en un libro.

 La oposición Platón-Aristóteles, materialismo-idealismo, en este capítulo la plantea en el distanciamiento con el mundo ideal, pero invisible, que construyen los poetas nacionalistas irlandeses para su país. A ese idealismo opone lo que está a la vista de todos, la sociedad irlandesa, decadente y dominada por la mirada unidireccional del fanatismo ideológico y político, por la iglesia católica, por el imperialismo inglés. Y contra los ideales platónicos invisibles, la materialidad de una realidad ineluctable contra la cual uno se da de bruces.  

 Algo similar ocurre en el Capítulo 9. La oposición es dialéctica entre Platón y Aristóteles. El resorte lo ofrece el Canto XII de la Odisea, cuando Ulises es puesto ante un dilema, elegir la ruta adecuada para regresar a Ítaca entre dos que ofrece Circe. Arrimarse a los Peñascos Errantes donde se desencadenan enormes tormentas y remolinos que pueden tragar la nave y a todos los tripulantes, o navegar entre dos promontorios, en uno mora Escila, en otro Caribides. La primera ha de alimentarse de seis hombres de Odiseo para mantener a sus seis cabezas. El segundo, Caribides, traga y escupe el mar produciendo enormes remolinos. Odiseo decide arrimarse a Escila a pesar de saber que va a perder a seis de sus hombres. 

Joyce muestra la espada de doble filo Escila-Caribides y los remolinos desencadenados y en bucle. La primera la metaforiza en Dialéctica y diálogo retórico, para purgar las ideas erróneas; los segundos los metaforiza en el fluir agitado de la imaginación y del pensamiento.

El capítulo está dedicado a la Literatura, al Arte y a la cuestión del Padre. Respecto a la dialéctica, escenifica una discusión en la biblioteca entre partidarios de Platón y Aristóteles siguiendo el modelo del diálogo socrático “apuntando a una superación de la antinomia, porque Joyce convierte a los dos monstruos en símbolos de oposiciones más generales: Escila/Caribides; Roca/Remolino; Hechos/Imaginación; Aristóteles/Platón... (Gamerro 2015: 170). Roca sería metáfora de los hechos, remolino metáfora de la imaginación; Aristóteles, mundo terreno, Platón, mundo ideal. Por ejemplo, si los idealistas plantean el Arte como “revelador de esencias espirituales, de la sabiduría eterna, del mundo de ideas de Platón”, a ello opone Stephen la materialidad aristotélica: “Muro, condenación golpéame”, nuevamente el coscorrón para aludir al materialismo. Repasa los lugares ideales y espirituales comunes de grupos neoplatónicos y teosóficos, y en la persona fundadora de la teosofía, Helena Petrovna Blavatsky, baja su cuerpo de las alturas de la espiritualidad religiosa para sexualizarlo y materializarlo en una alusión a su ropa interior. Oposición cuerpo ideal y sexual que regresará en el capítulo 13 y en el monólogo de Molly.

Los remolinos agitados y desencadenados le sugieren a Joyce los dilemas de la imaginación y del pensamiento, encarnándolos en Hamlet y en Shakespeare, sobre cuya obra Stephen establece una teoría propia. Planea que no hay época que no desarrolle una teoría propia sobre Hamlet, el romántico, el modernista, el irlandés, etc. Ve a Hamlet como alma vacilante, dramáticamente confrontado a sus dilemas, ser o no ser, mato o no mato. En el plano de oposición entre ideal y material, Stephen encuentra superficiales sus meditaciones sobre el alma en el monólogo Ser o no ser, que evoca el alma inmortal de Platón. Desde ahí arremete contra los poetas platónicos haciéndoles ver que fue Platón quien los expulsó de su república.  

Con Hamlet, Joyce incide en la reflexión sobre Arte, paternidad, consustancialidad padre-hijo a través de: “las tres grandes figuras de la metáfora paterna, Dios creador del universo, el Padre dador de vida y el Artista creador de una obra” (Gamerro 2015: 176)[2]. El modelo de Padre será Shakespeare. No lee la obra desde la biografía –poco se sabe de ella—, crea una biografía de Shakespeare Padre, marido y autor, a partir de la obra[3]. Hamlet es el hijo eterno sustituto de Hamnet, hijo muerto de Shakespeare, al que infunde nueva vida. Trasciende su inmanencia en el hijo, será el Padre dador de vida y artista creador a la altura de Dios Padre que se sustanció en Cristo. Joyce “intenta dar cuenta de cómo la metáfora paterna, en su triple manifestación de dios, padre y autor, está en la base de nuestra cultura” (Gamerro 2015: 186).

¿Qué sería Shakespeare como marido? El marido traicionado por su mujer. De ahí que la madre de Hamlet, Gertrudis, sería encarnación literaria de la mujer de Shakespeare. Muchos críticos consideran que Bloom es reflejo literario de Shakespeare. No del artista, sino del hombre, pues ambos sufrieron la muerte del hijo y sustancian su paternidad en Stephen y Hamlet. Y ambos soportan la infidelidad de sus mujeres. Y si Shakespeare es Dios en el papel de Artista creador, Stephen y Hamlet serían puestos en el mundo para hacer justicia. ¿Cómo haría justicia Stephen? Escribiendo Ulisesdonde juzgará a quienes lo traicionaron” (Gamerro 2015: 187).

 ¿Qué plantea Joyce en esta elaboración biográfica de Shakespeare?: Una teoría sobre la escritura literaria. En ella encontramos las heridas recurrentes, siempre abiertas, sufridas por el autor en vida. La escritura literaria, no como función de conocimiento personal, pues las heridas no son superadas, sino como expresión repetitiva de un síntoma no curado.  

 desplazamientos simbólico-temáticos

Tomo dos ejemplos, el Capítulo 13: amor y sexualidad; el capítulo 15, Inconsciente y paternidad. El Capítulo 13 fue titulado Nausícaa, personaje de la Odisea que aparece en el Canto VI: “una joven  que en talle y belleza igualaba a las diosas” (Odisea 2000: 89) es lo que se encuentra Ulises y a la que dirige estas palabras: “Ser mortal como tú nunca he visto... el asombro me embarga al mirarte”. Elijo este párrafo porque la mirada va a ser uno de los elementos fundamentales de este capítulo.

El capítulo se las trae. En él vemos en funcionamiento el deseo y su verdad, que precipitó la censura sobre Ulises por su contenido erótico masturbatorio explícito. Gamerro lo piensa como  una apología de la masturbación, pero creo que la reflexión va mucho más allá del acto masturbatorio. Diría que el capítulo tiene un carácter paródico en un sentido, y es que categorías tan esenciales en lo humano como el deseo, el amor y la sexualidad, pueden tener resortes verdaderamente grotescos. Pero lo cierto es que Joyce muestra, en este capítulo, algo esencial, y es el encuentro imposible entre hombre y mujer en tanto los goces son tan dispares. Un personaje, Leopold Bloom, en la playa de Sandymount, ve a tres chicas. Se fija en una de ellas, Gerty McDowell, que está fantaseando sobre el amor ideal hacia un hombre varonil que la tomará por esposa dentro de una pureza sexual absoluta. Unos cantos religiosos, provenientes de una iglesia cercana donde se hace honor a la Virgen, armonizan la fantasía. Ella, al darse cuenta que la miran, toma a Bloom por ese hombre ideal, pero se presta a su mirada erótica, válida porque no supone la consumación del acto sexual, pues éste sólo se puede realizar en el matrimonio. Ella ve al hombre a través del amor, es decir, en una totalidad ideal. Mientras tanto, Bloom se fija en Gerty, pero no en una totalidad, sino en partes del cuerpo, boca, pelo, cara, pies, hasta llegar a las piernas y a las ligas azules sin arrugas. No le valen las ligas con arrugas de sus compañeras. Y con eso se excita hasta llegar al éxtasis. Es decir, cuerpo ideal y cuerpo material en juego nuevamente. La mujer ve al hombre como alguien total en el amor, mientras que el hombre la toma como objeto, por partes de su cuerpo. El carácter grotesco y cómico de la situación hace pensar en la parodia, todo un materialismo que disuelve cualquier idealismo en el que quisiéramos sostener las relaciones sexuales y amorosas. La imposibilidad de consensuar los deseos entre hombre y mujer.  

Y para abundar en la cuestión paródica, encontramos un género discursivo de revistas o de literatura del corazón. El discurso de Gerty es sentimentaloide, romántico, como el de una pequeña Bovary soñadora. Y el otro género que encontramos es el de la literatura erótica, que en la escritura de Joyce no desmerece en nada al de la literatura erótica tradicional.

En el capítulo 15, la correspondencia la encontramos en el Canto X, cuando Odiseo llega a “la isla de Circe, Eea, hermana de Eetes, dios de la mente perversa” (Homero 2000: 153). Si de perversión se trata, el capítulo de Ulises no se corta. Y en la lectura simbólica que realiza Joyce, si Circe convertía a los seres humanos en cerdos, aquí los cerdos son los perversos que aparecen en fantasías, sueños y alucinaciones, como figuras y formaciones del Inconsciente.  

El planteamiento es teatral, un teatro del inconsciente que termina con una epifanía sobre la paternidad. Joyce realiza un inventario de personajes que ya habían desfilado por el día, y que aparecen nuevamente en ese teatro del inconsciente a través del sueño, la fantasía y la alucinación. Vemos a los personajes grotescos y miserables del barrio de prostitución de Dublín y la presencia fantasmática de los personajes de la vida real que se le aparecen a Leopold Bloom como figuras de la represión para echarle en cara su perversión sexual y culpabilizarlo, para finalmente juzgarlo en un juicio que se asemeja mucho al tribunal de El proceso de Kafka.

La escena es surrealista y onírica. Gamerro alude a la admiración que los surrealistas sentían por Joyce, admiración no correspondida, pues Joyce no aceptaba la escritura automática como ilustración del inconsciente. Él monta una teatralidad del auténtico inconsciente en sus formas y recursos clásicos: fantasías, sueños, formulaciones lingüísticas, sonidos onomatopéyicos, asociaciones, condensaciones, desplazamientos, figuras de la represión, para conformando diferentes formaciones del inconsciente. Encontramos la sexualidad en su vertiente perversa sado-masoquista, así como el afán de poder, del que Joyce hace una graciosa parodia onírica, convirtiendo a Bloom en el salvador de Irlanda Leopoldo I, sucesor de Parnell, admirado por las mujeres que lo ven desfilar desde las ventanas, e investido por el arzobispo de Armagh y jurando el cargo con el ritual de poner las manos en los testículos (Joyce 2013: 554). “Conducirá a los irlandeses a la ciudad dorada del mañana, la nueva Bloomusalén” (Joyce 2013: 556). Joyce se burla de todo, de los seres humanos, de la iglesia, de los nacionalistas. Y a Bloom, la culpa por sus fantasías no parece angustiarlo demasiado, e irónicamente se propone ante el gran jurado volver a la naturaleza como un animal doméstico (Joyce 2013: 531).

De ahí pasamos a la conducta extravagante de Stephen Dedalus totalmente borracho. Muestra una vertiente del inconsciente más dramática pues en su caso se trata de la alucinación. La escena está atravesada por un sueño y la culpa inconsciente que ya viene de capítulos anteriores. Se trata de la escena con la madre en el momento de su muerte pidiéndole que se arrepienta. Ve a su madre delante con gran nitidez–pese a que no tiene gafas— y comienza a gritar. Luego tiene un encontronazo con la policía, representante del imperio colonizador británico, se inicia una discusión y es tirado al suelo. Aquí aparece Bloom y toda la situación se conduce hacia la epifanía paterna.  El texto poético, onírico y epifánico es el siguiente: 

Junto a la oscura pared una figura aparece lentamente, un niño hechizador de once años, cambiado por otro, raptado, en traje de Eton con zapatos de cristal y un casquito de bronce, sosteniendo un libro en la mano. Lee de derecha a izquierda inaudiblemente, sonriendo, besando la página... Hondamente impresionado, Bloom llama inaudiblemente ¡Rudy!... (mira fijamente, sin ver, a los ojos de Bloom y sigue leyendo, besando, sonriendo. Tiene la cara delicada color malva. En el traje lleva botones de diamantes y rubíes. En la mano izquierda libre sostiene una fina varita de marfil con un lazo violeta. Un corderito blanco asoma por el bolsillo del chaleco” (Joyce 2013: 694)

Es la epifanía central, según Gamerro, alrededor de la cual se ordena Ulises: “Para Stephen, la sorpresa de que en su hora más oscura, cuando todos lo han abandonado, aparezca un extraño que lo cuida, lo levanta, lo acoge en su casa. Para Bloom, el descubrimiento de que un acto de generosidad desinteresada en el presente puede redimir el pasado. La claritas del momento epifánico, la luz que irradia, emana aquí de la figura de Rudy recuperado” (Gamerro 2015: 330)    

Muchos críticos señalan que Joyce concibió a Bloom como remedo de Shakespeare, no en lo literario ni en la figura del artista, sino por las circunstancias personales. También entra Stephen en la ecuación: “Joyce, sugieren muchos críticos, se desdobló en Stephen el joven artista, y Bloom el hombre maduro, pero ni siquiera como la suma de Stephen y Bloom Joyce puede mirarse en el espejo y ver a Shakespeare” (Gamerro 2015). Dice esto Gamerro porque en un momento, Stephen y Bloom se ven reflejados en un espejo: “Stephen y Bloom miran fijamente el espejo. La cara de William Shakespeare, desbarbada, aparece en él, rígida, con parálisis facial coronada por el reflejo de la percha astada de reno para sombreros en el vestíbulo”. Otro espejo rajado para señalar que la suma de ambos no llega a la imagen de Shakespeare.

Desplazamiento simbólico-ideológico

Capítulo 12, Cíclope, toma referencias del Canto IX, en el que se produce el encuentro entre los hombres de Ulises y el cíclope Polifemo, que los encierra en su cueva para comerlos uno a uno. Odiseo lo emborracha, y cuando duerme le clava una estaca en el único ojo que posee y escapan de la cueva. Dos cuestiones, la vista de un solo ojo y la ceguera de Polifemo, que Joyce traslada a la mirada unidireccional y ciega, por excluyente y fanática, de ciertas ideologías. Lectura simbólica, una vez más, de las figuras míticas de la Odisea. Escenifica esta mirada en una conversación de taberna entre diversos personajes, donde circulan las pintas, el wiski y las palabras a una velocidad vertiginosa, dando sustento al antisemitismo fanático, al nacionalismo irlandés radical, al colonialismo inglés, y a la exclusión del diferente.  

Una vez más encontramos lo terreno y lo celestial, el materialismo y el idealismo, representados en esta ocasión por dos narradores que narran alternativamente los mismos hechos, uno pegado a tierra con lenguaje prosaico y soez, otro etéreo con un tono ampuloso, retórico y rimbombante. Hablando de Polifemo, se trata, en el caso del segundo narrador, de un gigantismo del lenguaje exacerbado que usa el nacionalismo irlandés construido sobre castillos de arena.

Hay varios polifemos que, o ven la vida con una sola mirada, o son ciegos por incapaces de ver la mirada del Otro. Un Polifemo es antisemita radical, otro es nacionalista irlandés fanático, otro colonialista inglés, y todos odian al otro, al diferente. Bloom les pide que abandonen esa mirada exclusiva que a lo largo de la historia destruyó al ser humano. Frente a esos polifemos, Bloom, despreciado por su origen judío, sugiere el amor como contrapartida al odio. No usa el monólogo interior, que era la forma de ocultar sus pensamientos. Ahora es un Don Nadie metomentodo al que no se le tiene consideración ni respeto y que se defiende del acoso al que lo someten. El personaje antisemita, llamado El ciudadano, al final del capítulo sale de la taberna borracho para, igual que hace Polifemo con Ulises en la Odisea, tirarle con todo el odio la lata de cerveza al carruaje en el que Bloom se retira. Y en ese momento, la segunda voz, la del narrador de retórica gigante y ampulosa, convierte ese arrojamiento en un gran terremoto de alta magnitud en la escala Richter.

Las mujeres, de Penélope a Molly

El último capítulo se titula Penélope. La correspondencia no tiene misterio, Penélope y Molly, las mujeres de Odiseo y de Leopold Bloom. Estamos en el monólogo final del Ulises, realizado en exclusiva por Molly. Si la primera se muestra fiel a su marido Odiseo, Joyce conforma un monólogo marcado por los pensamientos y fantasías sexuales de Molly como mujer, haciendo referencia al amante Boylan, con el que pasó la tarde en la cama, y a sus relaciones con hombres a lo largo de su vida. Y que una mujer exprese sus pensamientos y fantasías sexuales de forma explícita, no era costumbre en la literatura y, sobre todo, saliendo de la época victoriana. “Molly pone fin a una larga tradición del siglo XIX. Es la adúltera sin castigo; y su monólogo la venganza de Mme. Bovary y Ana Karenina” (Gamerro 376). En Molly vemos una diferencia con Bovary. Las dos leen novelas románticas y eróticas, pero Bovary con sus amantes desprecia a su marido, Molly, por el contrario, revaloriza a Bloom. “Esta Penélope ayuda a su Odiseo a masacrar a sus pretendientes” (Gamerro 2015: 383).

Vemos algunas diferencias entre el lenguaje comunicativo y el monólogo interior. Por ejemplo el uso del pronombre personal “él”, que en el monólogo de Molly tiene un referente claro para ella, pero que para el lector es una fuente de incertidumbre pues nos hace dudar a quién se está refiriendo. Gamerro dice que “Joyce se quejaba porque Nora parecía no distinguir claramente entre él y los otros hombres que había conocido” (Gamerro 2015: 379)

Nabokov dice que el lenguaje de Molly no es real: “A los lectores les suele impresionar en exceso este recurso de la corriente de pensamiento... el recurso no es más realista ni más científico que cualquier otro. De hecho, si se describiesen algunos de los pensamientos de Molly, en vez de registrarlos todos, su exposición resultaría más realista, más natural...” (Nabokov 528). Al decir que el lenguaje no es real, Nabokov se equivoca. No tiene en cuenta, como dice Gamerro, que Joyce hace hablar así a Molly porque está imitando a Nora, que escribía de esa manera sus cartas, pensaba y hablaba así. “Sus cartas eran sintácticamente anárquicas, y en lo que otros ven una falta de educación, Joyce descubrió un estilo... donde otros hubieran caído en la tentación de enseñar, él supo aprender” (Gamerro 376). Donde Nabokov pretende enseñar, Joyce aprende.

Señala el profesor Antonio Ballesteros en la conferencia del Nucep en 2008: “ese monólogo interior de Molly, es una representación, o se ha visto como una representación de la tierra, una representación de esa diosa matriarcal, de la fertilidad, si quieren, como en todo el Ulises y en todos los personajes de Joyce, de una manera épico-burlesca, pero profundamente humana”.

Gamerro señala ocho grandes oraciones, en cada una predomina un  motivo. Repite el número 8, casamiento con Bloom, 8 amapolas que él le envió, nacimiento de Molly 8 de Septiembre de 1870; fecha de la boda 8 de Octubre de 1888; la hora de este episodio en el esquema un 8 tumbado. Nabokov sólo ve una bonita sucesión de ochos, cosa no criticable más que porque él critica a los que van a documentarse.

Respecto al 8 tumbado con el símbolo del infinito, Antonio Ballesteros dice: “Molly Bloom representa, en esa postura tumbada, a ese ocho tumbado que representa el infinito, la infinitud del lenguaje, de la palabra, de lo femenino idealizado, si quieren, por parte de Joyce, pero en última instancia de lo femenino”.

Ocho grandes párrafos, entonces, donde la partícula Sí funciona como un Shifter que permite el ritmo de una respiración, un encabalgamiento, el paso de unas oraciones a otras, y una afirmación de la vida. Un Sí con el que Molly, después de una epifanía final en la que funde sus principios en Gibraltar con el presente en Dublín, le hace el trabajo sucio a su Odiseo Bloom, que no tiene que matar a sus rivales como hizo el héroe de Homero, pues en un júbilo final y arrollador de la partícula “Sí”, le ofrece un no al usurpador, el “Antínoo” Boylan, y un sí final a Leopold Bloom.     

 

Bibliografía

 

. Gamerro, Carlos. 2015. Ulises, claves de lectura. Interzona. Buenos Aires

. Homero. 2000. Odisea. Gredos. Madrid

. Joyce, James. 2013. Ulises. Cátedra. Madrid

. Mercanton, Jacques. 2019. Las horas de James Joyce. Institució Valenciana d´estudios i inventigació. 

. Nabokov, Vladimir. 2009. Curso de Literatura Europea. Zeta. Barcelona

. Piglia, Ricardo. 2014. Crítica y ficción. Debolsillo. Barcelona.

. Power, Arthur. 2016. Conversaciones con James Joyce. Colección Vidas Ajenas. Santiago de Chile

. Russell, Bertrand. 2005. Historia de la Filosofía. RBA. Madrid



[1] Hugo Savino. Néstor Sánchez hace James Joyce. Cilajoyce.com. Otros Operarios de lalengüa.

[2] En la página 186 de Ulises, claves de lectura, de Carlos Gamerro, encontramos la teoría de la consustancialidad entre padre e hijo

[3] Gamerro 2015: 177


sábado, 28 de agosto de 2021

El caso Mike, la nueva novela de Gustavo Dessal. Presentación BOLM (Biblioteca de Orientación Lacaniana). Comentario de Miguel Ángel Alonso

El caso Mike, la nueva novela de Gustavo Dessal, es una oportunidad para renovar el goce intelectual que siempre producen sus textos, sean literarios, de ensayo, o artículos, porque en todos ellos encontramos un pensamiento lúcido y trascendente relativo al sujeto, al lenguaje, a lo social, a lo político. Trascendente porque, además, es un pensamiento que acoge un plano de lo humano todavía no alcanzado por la ideología totalizadora con la que el mundo tecnológico pretende colonizar al sujeto y todas las categorías que lo configuran, lenguaje, verdad, ficción, etc. Una ideología que va a estar presente como telón de fondo en la trama de la novela.        

Quiero detenerme, antes que nada, en una simetría que observo en la serie del Dr. Palmer compuesta por El caso Anne y El caso Mike. Si en la primera entrega, El caso Anne, la mirada del psicoanalista, con todo su bagaje de pensamiento, con todo su posicionamiento ético, se dirigía hacia el pasado, hacia la Historia con mayúscula, y más concretamente hacia el terror nazi que determinó trágicamente la existencia de los protagonistas de la novela, en El caso Mike la mirada del Dr. Palmer cambia de dirección, poniendo su foco en el futuro, en el Destino de lo humano, también con mayúscula, secuestrado por el mundo global, capitalista, científico y técnico. Es decir, desde el drama de los protagonistas, desamparados y arrojados al mundo, desde el clamor de sus lenguajes rotos y agujereados, como puntos centrales, el psicoanalista dirige un llamado al pasado y otro al futuro para restituirle a esos sujetos y a sus lenguajes, la dignidad, la palabra, el saber y la verdad que le fueron arrebatados por el pasado, y que le está siendo arrebatada ahora en nombre de un espejismo, o de una superstición, que conocemos con el nombre de progreso.

Porque con El caso Mike estamos ante un Destino problemático que provoca una enorme inquietud y una gran perturbación, pues su devenir, encaminado fundamentalmente por la tecnología, se mueve en paralelo con una de las categorías clínicas fundamentales: la paranoia. La realidad del sujeto, la realidad social, la política, y toda la incertidumbre existencial de lo humano, son arrastradas hasta una experiencia límite, hasta lo que parece un punto de no retorno, donde el Dr. Palmer, como psicoanalista, examina las posibilidades de pervivencia de un mundo en el que la locura, en el sentido peyorativo del término, no sólo capitanea el destino de los sujetos y de la sociedad, sino que, además, se instala como cultura. Como se dice en un momento de la trama: “La enfermedad mental se está volviendo un estado crónico de la civilización[1]. En este sentido peyorativo, la paranoia de los sujetos viene a ser la caricatura, o la alegoría, de una sociedad enferma.  

La reflexión que va formulando el Dr. Palmer respecto de la paranoia y la locura es monumental desde este aspecto peyorativo que acabo de señalar, pero también desde su vertiente clínica, donde este trastorno del sujeto alcanza toda su dignidad. Me parece una lección para quienes van a dedicarse a la clínica, detenerse en esas viñetas que van salpicando la novela, pues cada una de ellas constituye una clase en miniatura de práctica analítica y sobre la posición del analista ante el deseo del paciente. Pero es interesante también para quienes no somos psicoanalistas, pues podremos reconocer ahí un tratamiento diferencial del lenguaje y del sujeto, respecto al que proponen los que se arrogan la potestad sobre las conductas humanas. Frente a esa posición, vemos al Dr. Palmer, tanto en su función de psicoanalista como en la de narrador, no en una posición omnisciente, sino en una posición de no saber. Sólo desde los testimonios de los pacientes ponen en juego todo el movimiento del lenguaje.  

Pasando a otro plano del comentario, asimilo la novela, metafóricamente, al recorrido de una figura topológica que se acostumbra a tomar en el campo del psicoanálisis, y a la que se hace referencia en un momento de la trama: la Banda de Moebius. La novela sería, en sí mismo, una Banda de Moebius sacudida por unas tensiones que amenazan con romperla. Porque tengo la sensación de que lectores y protagonistas estamos metidos en el paroxismo de una desorientación absoluta en la que pasamos de una dirección a otra, en el campo de los conceptos tradicionales, en el campo de las identidades, sin solución de continuidad y de forma vertiginosa. No sabes si los protagonistas ejercen su función como psicoanalistas, como jueces, o si trastocan esas funciones en las del detective de novela policial; nunca estamos seguros de si lo que leemos es delirio o realidad; no sabes si los funcionarios lo son de la razón o de la locura; no sabes si lo que nos mueve es la verdad o la mentira; y para rematar este ir y venir, no sabemos si sabemos o no sabemos. Es como si los límites entre los lenguajes, los personajes, los conceptos, no existieran, de manera que pasas de unos lugares a otros imperceptiblemente. Casi todo el movimiento de la novela se realiza como el intento de reconstruir una historia, de atrapar un sentido, pero esa historia y ese sentido están en fuga permanente. La paradoja es que, por otro lado, ninguna historia y ningún sentido puede escapar al control de la tecnología. Es decir, fuga y control circulando por la misma banda de Moebius, y si en un sentido la historia y el sentido del sujeto parece en fuga, en el otro aparecen bajo el control más absoluto.  

Cuando hablo de la Banda de Moebius y de la dificultad en distinguir si el psicoanalista estaba en su función o se confundía con la del detective, hay que decir que, con esta cuestión, Gustavo Dessal está poniendo en escena una de las relaciones paradigmáticas que podemos establecer entre psicoanálisis y literatura, es decir, la relación entre la función del psicoanalista y la del detective en la ficción detectivesca, ambos como lectores que descifran enigmas para producir el encuentro con la verdad . Esa relación era indagada por Ricardo Piglia en la conferencia que dictó en la IPA en Buenos Aires en 1977 y que seguro que muchos conocéis. Si allí decía Piglia, entre otras cosas, que “hoy vemos la sociedad bajo la forma del crimen”, no me parece que Gustavo ande muy lejos de esa visión respecto a la sociedad actual, con matizaciones, seguro, pero presiento que su pensamiento está próximo a esa concepción. Pero el crimen, con el tiempo, se fue sofisticando, y si en aquél tiempo Piglia ironizaba, y el crimen no era robar un banco sino fundarlo, ahora la ironía parece estar fuera de lugar, pues la cosa se pone seria, ya que de lo que se trata es de matar al sujeto y todas las categorías que lo configuran, el lenguaje, la verdad, la ficción. Es decir, Gustavo nos estaría convocando al centro de un drama donde la tensión entre ese sujeto y la ideología totalizadora del conocimiento tecnológico queriendo apropiarse de ese sujeto, es tal, que se puede producir la ruptura de la Banda de Moebius, de tal manera que, en caso de que esa tensión se resuelva en favor de lo tecnológico, lo humano y la civilización ya no serían reconocibles en su estatuto actual. El Dr. Palmer, como psicoanalista, se ve empujado a realizar una traslación, pues no puede evadirse de investigar, como si fuese un detective, el funcionamiento de un sistema social que parece diseñado para perpetrar ese asesinato y esa ruptura.

 Al comienzo tracé la simetría en la serie del Dr. Palmer. Lo que trataba era, además de introducir la cuestión del Destino, quería mostrar a los protagonistas de la novela encerrados y atrapados entre dos períodos históricos, porque este cercamiento me parecía que ilustraba algo de la literatura de Gustavo. Y es algo coherente con lo que nos enseña la literatura desde Cervantes hasta Kafka: la reducción progresiva del espacio del que dispone el sujeto para su aventura vital, una aventura que con Cervantes era hacia un mundo abierto, y que con Kafka esa aventura acaba siendo cercada por la historia y las instituciones, como bien comenta Kundera en El arte de la novela.

Qué decir, al respecto, sobre el Caso Mike. Veo al protagonista en la referencia a Kafka, en el sentido de que estaríamos asistiendo a una nueva metamorfosis de lo humano. Si Gregorio Samsa, en su metamorfosis, puede ser tomado como la alegoría de un sujeto cautivo, sin posibilidad de llevar a cabo ninguna aventura humana, por la presión angustiosa a que lo someten las instituciones, aquí la metamorfosis da un paso más, pues la tecnología acaba convirtiendo a Mike en un nanosujeto, en un microbio en fuga atrapado por un saber totalizador. Mike es la simple caricatura, incluso la alegoría de un cuerpo que ya no puede alojar ningún secreto, y que en su desnudez huye inútilmente de ese saber omnipotente. La aventura está casi finiquitada. Dice en la página 78: “El sistema está pensado para que usted no pueda escapar”. Es inevitable evocar en esta frase al Sr. K de El Proceso, o al K. de El castillo.

Y respecto al Dr. Palmer V Gustavo Dessal, veo a los psicoanalistas de sus características como Quijotes en esta época tecnológica. Porque están en su despacho leyendo-escuchando una historia por entregas, la de un sujeto, y lanzándose al mundo, a la aventura, para vivirla él mismo y dar lugar a una realidad alternativa a la que ofrece el mundo tecnológico. Se trata, sin duda, de una aventura ética en la que el Dr. Palmer cabalga entre el delirio del paranoico y una realidad loca tratando de preservar el estatuto del sujeto y del lenguaje. Claro que, también podría considerársele desde una perspectiva bovariana, como seguramente lo vería Piglia, leyendo desde el romanticismo esas historias por entregas y procurando que tengan una proyección en la vida. Me inclino por la versión ética más que por la romántica, pero puede haber quien considere que ya es una actitud romántica la del psicoanalista, en los tiempos que corren, saliendo a defender el espacio y la palabra del sujeto. En cualquier caso, si se trata de una posición romántica, al menos estamos convencidos de que esa posición de incauto es la posición más digna, y la que corresponde al pensamiento ético en que el Dr. Palmer se sustenta. 

Dos apuntes para finalizar. Quería decir que, si bien Gustavo no escribe poesía, al menos que yo sepa, no podemos olvidar que la dimensión poética está presente en la serie del Dr. Palmer. En El caso Anne, lo poético tenía un lugar preeminente, si por poético entendemos, no la forma exterior de un texto, sino el tono con el que la escritura se impregna de lo que, remedando a Joyce, podríamos nombrar como ineluctable modalidad de la ausencia, ese no saber que habita el centro mismo de lo humano. Ese tono de la escritura todavía se conserva en El caso Mike, pero el espacio para escribirlo aparece más recortado que nunca por la tiranía que ejerce ese saber absoluto y omnipotente del que venimos hablando. Contra esa tiranía nada a contracorriente el Dr. Palmer, tratando de preservar ese inefable que nos sostiene, todavía, como humanos.    

 Por último, en la novela vamos a encontrar un manejo extraordinario de lo simbólico. Por supuesto, las escenas tienen un sentido literal, pero muchas ofrecen, además, un sesgo simbólico que va a enriquecer notablemente la lectura. Por ejemplo, suele decirse que los comienzos en literatura son fundamentales. Pues bien, todo el primer párrafo tiene una potencia simbólica fabulosa. Veinte renglones de una pericia literaria magistral concentrando gran parte de los elementos que van a estar jugando todo el tiempo en la novela.  

Sólo queda felicitar a Gustavo por esta nueva novela que, como las anteriores, constituye un sólido pilar literario para los incautos que todavía creemos en el sujeto, en el lenguaje, en lo poético, en la verdad y en la ficción.  

Miguel Ángel Alonso



[1] Gustavo Dessal. 2020: 117. El caso Mike. Interzona. Buenos Aires


lunes, 25 de mayo de 2020

Fernando Pessoa. Los heterónimos: Mitología para el tedio de una máscara. Por Miguel A. Alonso


Fuente: Ciclo Lengüajes VIII, 2019 Círculo Lacaniano James Joyce. Madrid, 2019                        

RESUMEN: Continuando con su tesis sobre la ex-sistencia en Fernando Pessoa –que en Lengüajes IV partía de la frase del heterónimo Álvaro de Campos: “Pessoa no existe, hablando propiamente”— Miguel Ángel Alonso plantea, en esta exposición, la cuestión del tedio como goce singular desde el cual el poeta portugués construye su escenario dramático. Veremos, entonces, surgir la máscara como elemento fundante y matriz de la ex-sistencia, y el fingimiento como su envoltura formal. Estos dos elementos, máscara y fingimiento, tomarán su lugar para acotar la angustia disgregadora –que la disolución del padre había suscitado— en el interior de una mitología literaria, la de los heterónimos, única en la historia de la literatura

Introducción

En el año 2015, en el ámbito del curso Lengüajes IV, y partiendo de la frase de Álvaro de Campos: “Pessoa no existe, hablando propiamente”, situada en Notas para el recuerdo de mi maestro Caeiro, Evocación memorialista, traíamos a colación esa inexistencia para tratar de esclarecerla y de darle un sentido, articulándola con la hipótesis de la ex-sistencia de Fernando Pessoa, y titulábamos la ponencia: “Pessoa ex-siste, hablando propiamente”. De allí derivábamos hacia cuestiones relativas a la diferencia ontológica y a la diferencia absoluta en el campo de la heteronimia[1].

Planteábamos la diferencia ontológica como el hecho de que para Pessoa, más allá de lo ente, es decir, de aquello que se manifiesta para él como presencia, como existente, como visible, en la contemplación del mundo, el poeta se daba de bruces con algo ausente en el aparecer, en la contemplación, en la existencia, tanto en la relativa al mundo como objeto, como respecto al sujeto. Respecto al mundo como objeto, plantea Pessoa: “El mundo exterior existe como el actor en un palco, pero es otra cosa (Pessoa 1998: 346). Y respecto al sujeto dice: “Nosotros somos esfinges falsas y no sabemos lo que somos realmente. El único modo de estar de acuerdo con la vida es estar en desacuerdo con nosotros mismos” (Pessoa, 1998: 60), donde trasmite la división del sujeto, en general, por cuenta del no saber.

Y eso ausente en la contemplación del mundo y en el reconocimiento del sujeto no es otra cosa que la verdad del ser: “Si conociésemos la verdad la veríamos; todo lo demás es sistema y alrededores. Nos basta, si pensamos, la incomprensibilidad del universo; querer comprenderlo es ser menos que hombres, porque ser hombre es saber que no se puede comprender” (Pessoa, 95: 84). Es lo mismo decir que para Pessoa no aparece la fuente ontológica de la que bebe el mundo, o que no aparece la fuente primera de la que se nutre el sujeto. Y lo que se proyecta en él desde esa ausencia es el sinsentido, el vacío del ser, elementos que van a dar sustancia al tedio ex-sistencial que, en Pessoa, no es otra cosa que el nombre del goce que va a impregnar toda su obra.

Esta diferencia, esta fractura ontológica que se abre entre el mundo y el ser, la revela Fernando Pessoa en una cita prodigiosa donde contrapone la virtud y el terror –que viene a ser el terror de lo real— en el terreno del objeto. La virtud es rescatada en el decir, o sea, en el escenario de lo simbólico, y el terror viene a situarlo como escenario real que el decir no puede absorber pero es capaz de acotar y dejar en suspenso: “Decir una cosa es conservarle la virtud y arrancarle el terror” (Pessoa, 1995: 238). De esta manera tan concreta, donde el lenguaje se muestra, a la vez, como tabla de salvación, pero también en su impotencia, el poeta portugués hace perfectamente explícita la diferencia ontológica. 

Respecto a la diferencia absoluta, el encuentro con ese real terrorífico e inesencial insta a Pessoa a situarse en los márgenes de lo universal. Claramente lo vemos allí sentado, en “la orilla de las gentes, en aquella distancia de todo a la que comúnmente se le llama decadencia” (Pessoa, 1995: 47). Es ahí un personaje escéptico respecto a todos los afanes ideales y teleológicos de universalización de lo humano. La diferencia, o la fractura, se da entre el ideal y el goce. Pessoa crea la dramatización heterónima, no desde la pretensión de lo universal, sino a partir del encuentro con la unicidad de su propio goce: el tedio ex-sistencial producido por la falta de referencia en lo humano:

El tedio... Quien tiene Dioses nunca tiene tedio. El tedio es la falta de una mitología. Para quien no tiene creencias, hasta la duda le resulta imposible, hasta el escepticismo carece de fuerza para desconfiar. Sí. El tedio es eso: la pérdida, por parte del alma, de la capacidad de engañarse, la falta, en el pensamiento, de la escalera inexistente por donde subir sólidamente hacia la verdad” (Pessoa, 1998: 260).

Por eso decimos que los heterónimos son el ejercicio, el saber hacer con un goce que en Pessoa toma el nombre de tedio. Y ese tedio, siendo trasversal en toda su poética, se reviste con diferentes etiquetas: sensacionismo, epicureísmo, esoterismo, estoicismo, futurismo, ocultismo, decadencia, filosofía, contemplación, paganismo, etc. Lo importante es que en su poética, como ejercicio de un goce, además de remontar el olvido que se hace, por parte de la lógica lingüística y filosófica, de la fractura ontológica, y de remontar el olvido del sujeto signado por esa diferencia, acaba creando una mitología, una ficción literaria, que medra como los dioses del Olimpo, en la tensión que se produce en el juego de relación y distancia que Pessoa sostiene con el “terror” de lo real, es decir, de la ausencia de verdad. 
Los heterónimos: una mitología
 
¿Por qué podríamos decir que los heterónimos son una mitología que medra como los dioses del Olimpo?

En primer lugar, los mitos pueden pensarse como esas ficciones que, de una u otra manera, están poniendo en escena lo real, es decir, aquello que en lo humano no puede objetivarse, no puede simbolizarse. Esa ficción constituiría un intento de explicación o aproximación a lo real. Como dice Ángel Crespo en su ensayo Con Fernando Pessoa: “Todos los mitos son mentiras poéticas que tienen por objeto el hacernos accesibles esas verdades” (Ángel Crespo, 1995: 332)

Pero no todas las ficciones que intentan hacer accesible la verdad pueden ser tomadas como mitologías. Es una condición necesaria pero no suficiente. La potencia de una mitología como la de Pessoa viene dada porque el Olimpo no deja de estar presente en su construcción heterónima. Hay que pensar que en el afán mesiánico de establecer el Quinto Imperio, la poesía era uno de los elementos fundamentales, en tanto ella sería el vehículo capaz de elevar el alma portuguesa al nivel supremo que el alma portuguesa requería. Y esa poesía sería escrita por un Supra- Camões, que no va a ser otro que Fernando Pessoa.

De lo que se trataba era de dar lugar a una articulación entre la corriente ideológica de la Renascença Portuguesa y una poética que tenía como fundamento religioso un neopaganismo superador del Cristianismo. Estas circunstancias, sumadas a todo ese tedio existencial del que hablábamos anteriormente, están sin duda en el inicio de, al menos, parte de la heteronimia, y, desde luego, la principal. Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, vienen a constituir el corpus principal de un Olimpo pagano y poético hueco de verdad, pero sugerentes, no de metafísicas cristianas o filosóficas, siempre fundadas en abstracciones, sino de tantas metafísicas vacías de verdad como relaciones pueda encontrar un ser humano con la naturaleza.

Desde ese sensacionismo, desde ese misticismo, desde ese paganismo, hablamos de mitología de los heterónimos, no otra cosa que el merodeo de cientos de habitantes de una ficción llamada por Pessoa Drama em gente, dando cuenta de las múltiples posiciones que un ser humano puede habitar en la relación singular que sostiene con una verdad ausente.    
La ex-sistencia en Pessoa.

Esta reflexión y posicionamiento pessoano acerca del paganismo y del tedio nos llevan al terreno de la ex-sistencia. Porque de la definición que hace del tedio extraemos dos tipos de mitologías en diferente relación con lo real.

Por un lado sugiere Pessoa las mitologías que se nombran trascendentes, es decir, las que eliminan el miedo, el tedio, el vacío, o lo que es lo mismo, aquellas que ofrecen la objetivación de lo real. Allí estarían las mitologías cristianas, lingüísticas, científicas, etc., que promocionan realidades con acceso directo al mundo, a la verdad, o a la divinidad, a través de lenguajes inequívocos. No se puede hablar aquí de ex-sistencia.

Pero también deducimos de su definición y de su posición otro tipo de mitologías, podríamos decir inmanentes e intrascendentes, donde los “dioses” heterónimos en su drama asumen un lenguaje fallido, incapaz para la objetivación o simbolización de lo real. Y esa asunción sí sería ex-sistencia, como un estado de captura al que Pessoa se ve arrojado, un estado del sujeto desplazado a un “afuera de...” respecto de esa verdad última que no se puede objetivar. Todos sus heterónimos se hacen cargo de ese hueco que la verdad horada en el cuerpo, y van configurando alrededor de él un drama en gente dialogado en personajes, no en actos, una ex-sistencia, a fin de cuentas, como relación de frontera respecto de esa falta real y terrorífica.

Encima de la verdad están los dioses
Nuestra ciencia es una copia fallida
De la certeza con que ellos
Saben que hay universo
(Ricardo Reis, 87: 111)

Me parece pertinente insistir en una advertencia. Esta mitología ex-sistente como ficción y como drama no se dilucida, por tanto, desde una reflexión abstracta, teórica y filosófica, sino desde una relación carnal con lo real, relación que, como veremos más adelante, le viene a Pessoa proyectada desde la angustia por la muerte del padre. Él se distancia de las abstracciones de la filosofía tradicional y de su afán de encuentro con la verdad. Esa búsqueda sería un estado de impropiedad, de inautenticidad de lo humano. Por eso dice su heterónimo Alberto Caeiro:

Aparten de mi toda metafísica, hay metafísica bastante en no pensar en nada”. La metafísica me pareció siempre una forma prolongada de locura latente. Si conociésemos la verdad la veríamos..” (Pessoa, 95: 84). 
Proemios para una apertura de la ex-sistencia

Vamos a analizar ahora cómo esa relación carnal con la insustancialidad viene a ser, más que una prisión emocional, una posibilidad de apertura de la ex-sistencia en la que Pessoa está capturado. Podemos destacar dos momentos cruciales. Uno es la muerte del padre, momento de pura angustia que, paradójicamente, se revela fundante e iniciático en la apertura literaria de Fernando Pessoa. Otro es el día célebre del 8 de marzo de 1914 donde su mano es tomada por un éxtasis místico que lo lleva a la cúspide de su creación heterónima con la aparición de los principales heterónimos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos.   

Si paradójica es la angustia como apertura, tampoco deja de ser paradójica la apertura en el goce místico del 8 de Marzo de 1914. La paradoja reside en que es una apertura que no puede salir de uno mismo. Es una apertura que podríamos nominar como oxímoron, en tanto se trata de una apertura inmanente. Es muy explícito Fernando Pessoa descartando cualquier posibilidad de apertura trascendente e ideal: 

Transeúntes eternos por nosotros mismos, no hay paisaje sino lo que somos. Nada poseemos, porque ni a nosotros nos poseemos. Nada tenemos porque nada somos. ¿Qué manos extenderé y para qué universo? El universo no es mío: soy yo” (Pessoa, 1995:246)

Muerte del Padre: angustia y apertura

Vayamos con el primer proemio para una mitología heterónima: la angustia por la muerte del padre. Fernando Pessoa es un personaje en el que se hace patente el carácter insondable de una decisión vital. Con sólo seis años, y ante esa situación extrema de angustia, es capaz de abrirse al mundo dando el primer paso para la creación de una mitología heterónima. Antes de ir a lo concreto de ese acontecimiento decisivo, y para entender la angustia de Pessoa como apertura, quiero traer a colación unas palabras de Sergio Larriera en sus cursos del Nucep, pues enmarcan perfectamente la posición de Fernando Pessoa ante la angustia:  

La ex-sistencia descubre lo que es ella misma reflexivamente. No es que a través de operaciones intelectuales, la ex-sistencia dice pienso, luego soy. No es a través de una estructura intelectual que la ex-sistencia puede verdaderamente pensarse. Es siempre a través de lo que la desborda, lo que la supera, lo que la atraviesa, lo que la interpela(Sergio Larriera. El Nombre del padre en el Siglo XXI).

Vamos a ver ahora, en palabras del propio Fernando Pessoa, en qué sentido de lo abierto se proyecta esa angustia. Digamos que la muerte del padre, escribiendo en la misma carne de Pessoa el arrojamiento estructural propio de la ex-sistencia, le conmina a proyectarse hacia el Otro de la lengua para crear, finalmente, una mitología poética que va a dar sustento a una superestructura simbólica como sustento vital. En el momento de la creación del primer heterónimo, Chevalier de Pas, Fernando Pessoa se escribía cartas con él:  

Recuerdo al que creo que fue mi primer heterónimo, o antes, mi primer conocido inexistente, un cierto Chevalier de Pas de mis seis años, por quien escribía cartas de él a mí mismo, y cuya figura, no enteramente vaga, aun conquista aquella parte de mi afecto que confina con la saudade (Pessoa, 1987: 155).

Ese afecto, verdaderamente, parece confinar con ese estar arrojado al mundo y la necesidad que uno tiene de la palabra del Otro. La heteronimia se configura, en su mismo comienzo, como una articulación singular al Otro de la lengua que la muerte del padre había desarticulado. Chevalier de Pas es la primera proyección del síntoma, del desasosiego de Fernando Pessoa, hacia el Otro. Curiosa la partícula Pas en el nombre del heterónimo. Por una lado como partícula negativa y por otro como paso y apertura. No puede pasar desapercibida esta circunstancia en el momento de la muerte y de la creación.

Chevalier de Pas es, así, la primera aportación que hace su desasosiego a la construcción de un artefacto simbólico con el que Pessoa va a sostenerse en la vida. Desde su goce es capaz de crear una mitología dramática por la que van a circular cientos de otros. La apertura de una ex-sistencia hacia una mitología intrascendente que muestra, en su núcleo, el vacío de la verdad. 

¿Quién mejor que Fernando Pessoa le podría dar consistencia carnal al axioma lacaniano: “La verdad tiene estructura de ficción”. Sólo desde ese discurso que es la ficción heterónima puede el poeta dar cuenta de una verdad ausente.
La planicie y el VIAJE como metáforas de la apertura

La heteronimia es, para Fernando Pessoa, un VIAJE por el exilio del ser. Y ese VIAJE se detiene en algunos lugares para señalarnos algún hito, por ejemplo, cuando le otorga a su apertura una dosis de inconsciencia. En uno de los momentos más importantes de su vida literaria, ese éxtasis del que hablamos hace un momento, señala un lapsus para darle expresión, carácter, forma y potencia a la apertura de su ex-sistencia, articulando VIAJE y fingimiento. En la carta que Fernando Pessoa dirige a su amigo escritor Casais Monteiro el 20 de Enero de 1935, dice:

No evoluciono, VIAJO. (Por un lapsus en la tecla de las mayúsculas me salió, sin que yo quisiese, esa palabra en letras mayúsculas. Está bien, y así lo dejo). Voy mudando de personalidad, voy enriqueciéndome en la capacidad de crear personalidades nuevas, nuevas formas de fingir que comprendo el mundo, o, antes, de fingir que se puede comprenderlo. Por eso hablo, no de evolución, sino de viaje. No subí de una planta para otra, seguí en la planicie, de uno a otro lugar”. (Pessoa, 1987: 159)

La ex-sistencia, metaforizada en la planicie, da sensación de apertura, de infinitud, en contraposición al edificio, espacio cerrado susceptible de asentamientos, de consistencias que se van dejando atrás como fases de conocimiento superadas. Pessoa, interpelado por un lapsus, es situado en el VIAJE como fluir de una palabra sin verdad, o lo que es lo mismo, una palabra sin causa y sin meta, al contrario que en el edificio del conocimiento:

No saber de sí es vivir. Saber mal de sí es pensar(Pessoa, 1995: 66).

Cada planta del edificio es una consistencia, un cierre intelectual, una superación hacia algún lugar, como bien sugiere Pessoa, una mitología del conocimiento trascendente de la cual el poeta dimite, pues para él ese tipo de superaciones es un estado impropio del hombre: “Ser hombre es saber que no se puede comprender”. La planicie es todo lo contrario de una lógica del conocimiento y de la superación, más bien se le revela a Pessoa como lugar de encuentro a través de las sensaciones que traslada a su poética.    

El fingimiento: la máscara como sinthome

La cuestión del fingimiento es una de las más apasionantes que se pueden abordar en la poética de Fernando Pessoa. Para empezar, podemos preguntarnos por qué la ficción de los heterónimos es tan convincente. Nosotros, como lectores, llegamos a creer en la realidad de esos personajes que, incluso, llegan a diluir la vida real de Fernando Pessoa. La ficción de los heterónimos alcanza, incluso, mayor verosimilitud que la misma vida de su autor. Como expresa Ángel Crespo en su magnífico ensayo Con Fernando Pessoa: “Sus escritos, sus fingimientos, se han impuesto, casi anulándola, a la realidad biográfica del autor” (Ángel Crespo, 1995: 21)

Esto me lleva a establecer un paralelismo entre la cuestión del ego joyceano como sinthome y la máscara en el caso de Fernando Pessoa. Si con Joyce decimos que su ego, más que ser un sinthome articulado a la imagen, es un ego sinthomático articulado al arte, y si, además, hablamos de algo desabonado del inconsciente, ¿no podemos hacerlo también en relación a Fernando Pessoa, él encarnando algo desabonado del inconsciente? ¿No encarna Fernando Pessoa la máscara? ¿No sería la máscara el mismo nombre de su sinthome, en el sentido de que ella sería la infraestructura que le permite crear un artefacto literario como el drama heterónimo para sostenerse en una vida tediosa? Es como que, al igual que ocurría en Joyce con el síntoma de las palabras impuestas, se estableciese una conexión entre la lengua, el cuerpo y el síntoma. Y en esa conexión tendríamos el sinthome en Pessoa, una máscara primordial como infraestructura que comanda toda la creación heterónima marcada por el goce del tedio ex-sistencial.

No podemos obviar que, al igual que ocurre en Joyce, Pessoa encarna esa máscara como Nombre propio. Pessoa significa Persona, que etimológicamente proviene de Máscara, que en su disección del griego se divide en Pros (delante), Opos (cara). En el María Moliner encontramos Persona: del latín “persona”, máscara de actor.

Jacques Lacan, respecto a James Joyce, plantea lo siguiente en el Seminario 23, Le sinthome:

Lo importante para mí... es de qué modo, al plantear este título, Joyce el Síntoma, doy a Joyce nada menos que su nombre propio, ese en el que creo que se habría reconocido en la dimensión de la nominación.” (Lacan 2006: 160)

Y Pessoa parece que ejerce al pie de la letra el espíritu de esta cita. Pessoa la Máscara es el nombre de su síntoma, sinthome, incluido en la etimología de su Nombre propio. Pessoa el síntoma sería, Pessoa = Máscara, que es llevado hasta el paroxismo en su envoltura formal, ese drama en gente heterónimo, “no en acto, sino en personajes” (Ángel Crespo, 1995: 78), drama en “diálogo, dialéctica” (Ibid: 81). Digamos que Pessoa, al igual que Joyce, no hace otra cosa que encarnar su síntoma. Álvaro de Campos en su poema Tabacaria dice respecto a esta cuestión de la máscara:

Me conocieron por quien no era y no lo desmentí, y me perdí,
Cuando quise quitarme la máscara,
Estaba pegada a la cara...
(Pessoa, 1990: 211)

Pero esa máscara, además, es reivindicada continuamente por Pessoa como un estado de propiedad y autenticidad. El síntoma, en el mismo punto de partida, consiste en no ser nunca uno mismo, en no ser una mismidad respecto a uno mismo:  

Nadie me conoció bajo la máscara de la mismidad, ni supo nunca que era máscara, porque nadie sabía que en este mundo hay enmascarados. Nadie supuso que al pie de mi estuviese siempre otro que al final era yo. Me habían juzgado siempre idéntico a mi... Para unos, sin embargo, esta distancia entre un ser y él mismo nunca se le revela; para otros es iluminada de vez en cuando de horror o de pena por un relámpago sin límites; pero para otros esa es la dolorosa constancia y cotidianeidad de la vida”. (Pessoa 1995: 169)

Pessoa está diciendo que es perfectamente consciente de encarnar ese hecho estructural y sinthomático. Está diciendo, así mismo, que toda construcción humana tiene una estructura de ficción que se construye alrededor de esa falta, seamos conscientes de ello o no. Y lo importante en Pessoa, como ya dijimos en un momento anterior, es que pierde toda inconsciencia respecto a la falta de la verdad última, y eso es lo que lo empuja a encarnar la máscara. De tal manera, fingir es para Fernando Pessoa la consecuencia de asumir el hecho de ser un sujeto atrapado en la conciencia de una realidad irreal:

Cuanto más contemplo el espectáculo del mundo... más profundamente comprendo la ficción innata de todo, el prestigio falso de la pompa de todas las realidades (Pessoa, 1987: 237)

Es decir, construir una mitología, una ficción, un fingimiento, para acotar el terror de la insustancialidad es la única posibilidad para lo humano, sea consciente de ello  o no. Y si uno está capacitado para construirla, mejor eso que adoptar la ficción de otro para vivir en ella: 

Mejores y más felices los que reconociendo la ficción de todo, hacen la novela antes de que ella les sea hecha...” (Pessoa, 95: 87)

El fingimiento se revela como una forma de vivir la imposibilidad de ser uno consigo mismo, una forma de vivir la distorsión de la mismidad. “El único modo de estar de acuerdo con la vida es estar en desacuerdo con nosotros mismos” (Pessoa, 1998: 60).
Quizá el carácter peyorativo que la palabra fingir fue adquiriendo con el paso del tiempo, nos impida darnos cuenta que fingir es la única manera de vivir. Porque, si volvemos a la etimología, fingir se revela como un estado auténticamente propio para lo humano: “Fingere significa en latín formar, hacer, componer, moldear, construir” (Ángel Crespo, 1995: 331). Y ese es el sentido del fingimiento de Pessoa, no el peyorativo de mentira, sino el de construir una mitología, una ficción, que posibilite, al menos, el merodeo alrededor de una verdad.

Un poema para el fingimiento: Autopsicografía

Pero la cumbre del fingimiento, ya articulado a la ausencia de una verdad, la alcanza Fernando Pessoa con su poema Autopsicografía, un poema que resulta impactante, y que nos va a llevar a la evolución en la que se va a ir configurando la estructura misma de su escritura. Dice el poema:

El poeta es un fingidor
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que en verdad siente.

Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.

Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.

Verdaderamente resulta impactante esta composición poética y la palabra fingimiento. Y con varias particularidades que se nos ofrecen enseguida. Por un lado, nos damos cuenta de que este poeta fingidor, en lo que finge, está poniendo en juego algo que nada tiene que ver con la mentira. Está poniendo en juego el cuerpo que siente, tanto en el poeta como en el lector. Y más concretamente, está poniendo en juego el dolor. Es el fingimiento articulado a la verdad dolorosa de lo humano.

La segunda estrofa del poema puede ofrecer diferentes lecturas. Una de ellas sugiere que el arte poético, como fingimiento, tendría la función de despertar en el otro, en este caso lector, una verdad que sólo puede ser vivida como singular, nunca como universal:  
                                                                                                      
Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.

Da la impresión de que Pessoa vuelve a poner en juego la diferencia absoluta, separando universal de singular. Dice que en el “Dolor leído” encontramos “Los dos que el poeta vive”, que no son iguales al que los lectores “no han tenido”. Es decir, no habría dolor igual a otro, no habría goce igual a otro. Lo cual está borrando cualquier atisbo de universalidad en el poema. No se universaliza el dolor, cada uno lo vive en su ex-sistencia a su manera singular. El dolor de la ex-sistencia ha de ser sentido como un goce propio o no será sentido. El del poeta se sentirá según su goce, el del lector según el suyo, o no lo sentirá. Es una posible lectura de la segunda estrofa del poema.

Pero, en una segunda lectura, también leemos algo que parece la contraposición entre la verdad del fingimiento y la ilusión falsa de la mentira. ¿Cómo se puede tomar el último verso: “Sino aquél (dolor) que no han tenido?

Desde esta estrofa podríamos pensar que cuando al comienzo de esta reflexión nos referíamos a un Pessoa sin mitologías trascendentes, sin dioses cristianos, y gozante del tedio, se sitúa en una lectura del mundo donde los mitos, como paradigma de la ficción, tienen dos vertientes. Una mentirosa, falsa, que promueve la inconsciencia de los sujetos en tanto distrae a la razón de la ausencia de verdad última –“dolor que no han tenido”— y del goce singular que esa circunstancia lleva aparejado, lo cual tiene su corolario en:

Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.

La otra vertiente sería el fingimiento como recurso imprescindible y necesario para hacer sentir la auténtica condición de lo humano que la razón distraída no quiere ver. El poeta fingidor, el artista fingidor, expresaría, más allá de las escenas mundanas o divinas que dibuja o escribe, el arrojamiento del hombre a un mundo incomprensible. Por eso la heteronimia podría tomarse como la mitología hueca en la que Pessoa, en el alarde más singular que se pueda hacer de un fingimiento, es capaz de mostrar que el dolor ex-sistencial tiene tantas formas como goces singulares pueda experimentar el ser humano: Sienten en el dolor que han leído, no los dos que el poeta vive, sino aquel que no han tenido. 

El fingimiento se revela, entonces, para los que perdieron la inconsciencia, como es el caso de Fernando Pessoa, como un juego necesario que asume la tensión que se produce entre el sentido y la verdad:

Voy enriqueciéndome en la capacidad de crear personalidades nuevas, nuevas formas de fingir que comprendo el mundo, o, antes, de fingir que se puede comprenderlo”(Pessoa, 1987: 159)

Actores, Máscaras, Fantasmas, Fingimientos, para un drama que Pessoa confecciona mientras espera –empapando los sentidos de sensaciones— por la diligencia del abismo. Actores, Máscaras, Fantasmas, Fingimientos, como auténticas certidumbres que, dignificando la ficción, son capaces de anular la realidad del yo mentiroso.   

Decir, respecto a este fingimiento literario, que Ángel Crespo, en su extraordinario estudio sobre la vida y obra del poeta portugués, nos ilustra sobre la cuestión del fingimiento y la configuración de la heteronimia, trayendo a colación la secuencia progresiva en la que se va estructurando el saber hacer de Fernando Pessoa en el terreno de la escritura. Parte de unas notas extraídas de Páginas de estética donde Pessoa elabora los diferentes grados de la poesía lírica en los que el poeta va implicando el cuerpo de diferentes maneras. Iría desde la simple exposición de sentimientos y emociones, pasando por la despersonalización: “sentir estados de ánimo que en realidad no tiene pero que comprende”, hasta llegar a un estado donde la despersonalización se va intensificando: “entra en plena despersonalización, pues “no sólo siente, sino que vive, los estados de espíritu que no tiene directamente” (Ángel Crespo, 1995: 336). La culminación de este apasionante pasaje literario se produce en un último estado de lo poético, donde ya se insinúa el paroxismo y la exaltación de la heteronimia y del fingimiento: “A continuación, y dando un paso más, esos estados de ánimo que no son suyos pero que siente como si lo fueran, tenderán a definir “una persona ficticia que los sintiese sinceramente” (Ángel Crespo, 1995: 336). Como vemos, nada hay de peyorativo en este fingimiento. Habla ahí Pessoa de una persona ficticia, fingida, creada por él, pero con el matiz de que ese sentimiento es sincero en tanto es sentido en el mismo cuerpo por el creador. Toda una encrucijada de ficción, fingimiento, sentimiento, que circula entre el autor y el personaje creado por él, lo cual nos remite, nuevamente, a ese dolor que expresaba el poema Autopsicografía que acabamos de analizar. Para concluir, decir que tenemos la sensación de que todos los poetas, ensayistas, filósofos, prosistas, ingenieros, ocultistas, etc., que van configurando la mitología heterónima como sustento vital para Fernando Pessoa, vienen a constituirse como hitos ficcionales destinados a encarnar un mosaico de fingimientos como variaciones para el acotamiento de un mismo goce, el tedio derivado de la falta de una verdad absoluta en lo humano, y el acotamiento, así mismo, del dolor que esa falta proyecta en el cuerpo de nuestro poeta: Fernando Pessoa. 

Bibliografía:

. Alemán, Jorge; Larriera, Sergio. 2006. Existencia y sujeto. Miguel Gómez Ediciones. Málaga.

. Alemán, Jorge; Larriera, Sergio. 2010-11. Seminario Sexuación de la ex-sistencia. Nucep. Madrid

. Alemán, Jorge; Larriera, Sergio. 2014-15. Seminario El ser y el Uno. Nucep. Madrid.

. Alemán, Jorge; Larriera, Sergio. 2012-13. Seminario El Nombre del Padre en el Siglo XXI. Nucep. Madrid

. Crespo, Ángel. 1995. Con Fernando Pessoa. Huerga & Fierro Ediciones. Madrid

. Heidegger, Martín. 2009. ¿Qué es metafísica? Alianza Editorial. Madrid.

. Lacan, Jacques. 2006. El seminario 23: El sinthome. Ed. Paidós, Buenos Aires.

. Lacan, Jacques. 2010. Aun. Paidós. Buenos Aires.

. Pessoa, Fernando. 1987. Obra poética de Fernando Pessoa. Poemas de Alberto Caeiro. Publicaçoes Europa-América. Mira-Sintra

. Pessoa, Fernando. 1995. Livro do Desassossego 1ª Parte. Publicaçôes Europa América. Mira-Sintra.

. Pessoa, Fernando. 1989. Livro do Desassossego 2ª Parte. Publicaçôes Europa América. Mira-Sintra

. Pessoa, Fernando. 1998. Livro do Desassossego. Assirio & Alvim. Lisboa.

. Pessoa, Fernando. 1990. Poemas de Álvaro de Campos. Publicaçôes Europa América. Mira-Sintra

. Pessoa, Fernando. 1987. Odas de Ricardo Reis. Publicaçôes Europa América. Mira-Sintra.


[1] (Cilajoyce.com. Otros operarios de lalengüa. Miguel Ángel Alonso. Pessoa ex-siste, hablando propiamente. Lengüajes IV. 2015. Incorporado 19/04/2016)