lunes, 6 de marzo de 2017

Tertulia 77. La marca en la pared, de Virginia Wolf. Comentario de Gustavo Dessal

Existe un fenómeno psíquico patológico que se conoce como “mentismo”. Para entenderlo, imaginemos que el pensamiento supuestamente normal consiste en una sucesión de ideas, palabras, imágenes, que se suceden unas tras otras siguiendo un cierto hilo conductor, una suerte de orientación argumental, aunque en muchas ocasiones eso que denominamos “sentido” se difumina, se extravía, se difracta, se interna por bifurcaciones inesperadas, se oscurece y vuelve a recobrar su claridad, todo ello siguiendo una temporalidad que creemos obediente a los mandos de nuestra consciencia. Sin duda, es una descripción no demasiado fiel a la realidad, puesto que la inestabilidad del pensamiento, su antojadizo capricho, no suele parecerse demasiado a lo que acabo de explicar.
         
Ahora imaginemos que el pensamiento se liberase de los frágiles asideros que mantienen un mínimo de coherencia, y llevado por su propia inercia cobrase una aceleración tal que las ideas, las palabras y las imágenes, los conceptos, los recuerdos y las cosas se abalanzasen en tropel, enredándose unos con otros, entrechocándose, desbocados, hasta descomponerse en fragmentos inconexos, dispersos, insumisos al orden del discurso. Eso es lo que se conoce como mentismo, y lo hallamos en ciertos momentos iniciales de la esquizofrenia, del automatismo mental, o de los estados de grave intoxicación por consumo de sustancias. Desde la escritura automática de los surrealistas, o el flujo de conciencia con que el que experimentaron Virginia Woolf y algunos miembros del llamado “grupo de Bloomsbury”, la creación artística de comienzos del siglo XX no tardó en sufrir el impacto que supuso el descubrimiento de Freud, el inconsciente como ese discurso en segundo plano que actúa en el escenario de los sueños y dirige otros fenómenos psíquicos. Más aún, el psicoanálisis ha sido posiblemente el factor más decisivo en el surgimiento de las vanguardias artísticas. El inconsciente, y en particular  la neurosis como inherente a la condición humana, dio carta de ciudadanía a todos los movimientos que se sintieron autorizados a romper con la norma, con el canon establecido, puesto que fue Freud quien por primera vez en la historia le confirió toda la dignidad al síntoma, como expresión de aquello que desacomoda el orden de lo establecido. Lacan avanzó incluso un poco más, inspirado en la obra de James Joyce, y elevó hasta su extremo el fenómeno del mentismo y otras alteraciones del lenguaje propias de la locura, sirviéndose de ellos para imaginar la hipótesis de que en el origen, y antes de que el lenguaje constituya un orden de sentido y significación, existe un estado mucho más primario, una suerte de magma fónico donde el significado es aún crepuscular, pero ya interviene apoderándose del cuerpo del cuerpo viviente del ser humano, lo invade, lo parasita, y deja en él esas primeras larvas que se infiltrarán en el curso de la vida.
         
Por ese motivo, y con independencia de toda remisión biográfica a la demostrada patología mental de Virginia Woolf, elijo señalar en ese cuento el curso de una lógica que puede rastrearse en la estela del aparente sinsentido. Esa lógica, cuyo desarrollo exigiría un recorrido muy largo, en mi lectura no parte de la perspectiva del narrador que observa la marca, sino de la marca misma, que asume la función de une especie de mancha en la escena de la habitación. Me parece importante destacar el hecho de que la marca irrumpe, se introduce de modo súbito en el campo de la visión como un objeto nuevo, una presencia inédita e irreconocible. Es alrededor de esa alteración de la familiaridad del espacio que el pensamiento acude, como los anticuerpos que rodean a un ser cuya existencia ha sido detectada y reconocida como ajena al sistema. Podría ser la marca de un clavo, un clavo que ya no está, es decir, la marca en la pared sería en ese caso una presencia que evoca una ausencia: la de los antiguos moradores. Cuando habitamos una casa no solemos pensar que en ella otras vidas han pasado, y que de algún modo persisten como antiguos fantasmas invisibles. Pero para ser la marca de un clavo, la huella que ha dejado es demasiado grande, lo suficiente como para despertar el sentimiento de cuánto se pierde en una vida, cuánto se pierde incluso misteriosamente. “Cuán accidental es nuestro vivir”, piensa la mujer que piensa. Nacemos despojados de todo, y el transcurso de la existencia nos arrebata lo que hemos atesorado, hasta arrojarnos finalmente a la desnudez inicial.
         
Pero existe una segunda posibilidad, que se impone sobre la primera: que la marca no sea el resultado de una falta, sino por el contrario una simple mancha, lisa como la propia pared. Una mancha que activa otra clase de pensamientos. Una mancha lisa permite reflexionar sobre el hecho de que tal vez el orden y la armonía del mundo, tal como queda debida y normativamente establecidos en el Almanaque Whitaker, bien podrían ser una apariencia vacía que se descompone tan pronto como dejamos de creer en ella.
         
Aunque -por qué no- podríamos considerar que la marca, no siendo un agujero, tampoco sea una simple mancha lisa, sino algo que sobresale, que tiene volumen, que excede la superficie de la imagen, que se proyecta levemente hacia afuera, un pequeño promontorio, una tumba o castro en miniatura, testimonio de algo que, habiendo estado enterrado durante siglos, milenios o la eternidad, ahora se asoma, como todo aquello que creíamos desaparecido para siempre, como ese fenómeno que en pintura se denomina “pentimento”, el aflorar en la pintura de un cuadro de una antigua pincelada o dibujo que había quedado oculto bajo sucesivas capas ulteriores.
         
Clavo, pétalo de rosa o agujero, la marca en la pared es en cualquier caso una tabla a la que asirse en el mar, en el flujo indetenible de las aguas del pensamiento. Abrazar con fuerza ese misterioso e indefinido objeto es como pisar la solidez de la tierra, es como alcanzar la inmortalidad del árbol, cuya madera se prolonga en los objetos que habrán de poblar el mundo. Clavo, mancha, agujero, túmulo, cada posibilidad ordena, clasifica, distribuye y enmarca lo real del pensamiento fugitivo que ha perdido el freno.
         
Por cierto, era un caracol. En inglés se dice snail. Tan solo una letra más que la palabra nail, que significa clavo…
                                                                       

Gustavo Dessal

Tertulia 77. La marca en la pared, de Virginia Wolf. Comentario de Rosa López

El gran descubrimiento de Freud es que la realidad objetiva no interesa tanto como la realidad subjetiva, la única que existe para el sujeto de la palabra. Otra manera de decirlo es que la verdad tiene estructura de ficción.   Por eso a la narradora  no le vale la pena levantarse a comprobar qué esa marca en la pared sino que es mucho más tranquilizante  entregarse a la asociación libre: “carbones ardiendo=una fantasía repetitiva que se le impone de manera mecánica desde su infancia y de la que logra zafar con la visión de la marca.
A partir de aquí el relato es el despliegue de las asociaciones que se van tejiendo a propósito de la presencia de la marca en la pared

La asociación libre en torno a los objetos. La narradora se apoya en ese pequeño incidente de la mancha en la pared para internarse en una cadena asociativa pre consciente que se inicia alrededor de ese objeto nuevo y va derivando hacia derroteros que en algunos momentos alcanzan un tono poético, como una suerte de prosa poética o de poesía en prosa. Están los objetos que se dejan para cambiarlos por otros (como hicieron los antiguos propietarios de la casa) están los objetos perdidos misteriosamente que pueden enumerarse y que demuestran “Cuan poco dominio tenemos sobre nuestras posesiones cuan accidental es nuestro vivir”. Esta última asociación la conduce directamente al interrogante sobre el sentido de la vida

Una comparación sobre lo que es la vida

 “En realidad, si se quiere comparar la vida a algo, debe compararse a que la lancen a una por el túnel del metro a cincuenta millas por hora, para acabar en el otro extremo, sin siquiera una horquilla en el pelo.

Me gusta mucho esta metáfora sobre el sin sentido de la vida. Sin sentido del que necesitamos defendernos a través de nuestras creencias (a las que ella llama certezas) y de los objetos de los que nos rodeamos. Pero, a fin de cuentas, la vida es, como dice nuestra narradora: ser lanzada por un túnel a toda velocidad y acabar sin siquiera una horquilla en el pelo, tan desnuda y despojada de objetos como se llega al mundo. Criticamos la relación que tenemos con los objetos, el consumismo o el coleccionismo, pero hay que reconocer que el ser hablante necesita mantener una relación con los objetos más allá de que estrictamente no sean necesarios para su supervivencia. No son los objetos de la necesidad los que cuentas, sino los objetos del deseo. Los objetos nos acompañan durante la vida, son símbolos de momentos o de relaciones o de lugares, de recuerdos, de pruebas de amor. Ser lanzada desnuda a los pies de Dios es el colmo del nuestra condición original de desamparo somos arrojados a un mundo que se mueve a toda velocidad sin orden ni concierto en un devenir de perpetuo destrozo y reparación, todo tan al azar y tan sin sentido

Frente a la rapidez que caracterizan la vida la lentitud de después de la vida, un volver a nacer como el primero día: indefensa, sin habla, sin centrar la vista

Para tranquilizarse, para huir de los hechos la narradora se entrega al goce del fluir de los pensamientos, el deslizamiento de una idea a otra que puede llevar a un tipo como Shakespeare a escribir una noche de verano simplemente estando sentado en un sillón frente a la chimenea y dejándose traspasar por la lluvia de ideas. Pero Shakespeare escribe, a veces, dramas históricos, algo aburrido que no le interesa nada. La historia, ya lo decía Lacan es un intento de dar sentido a lo que no lo tiene.

De Shakespeare pasa a los llamados “pensamientos de prestigio”, los más agradables, y nos pone un ejemplo en el que se alude a la historia (Carlos I) desde lo más alejado de los acontecimientos, de los hechos, desde una flor

“Cuando el espejo se rompe, la imagen desaparece, y la romántica figura, rodeada de un bosque de verdes profundidades, deja de existir, y sólo queda la cáscara de aquella persona que es lo que los demás ven, ¡y cuan sofocante, superficial, pelado y abrupto se vuelve el mundo! Un mundo en el que no se puede vivir”.

Aquí está el meollo dramático de este relato, la narradora parece que ha pasado por la experiencia de una descomposición de la propia imagen, una ruptura del sentimiento de que somos un yo y que el mundo tiene un contorno conocido que lo hace habitable. Cuando el espeso se rompe y la imagen sobre la que sostenemos la realidad desaparece el mundo ya no es habitable y el sujeto tiene un terrible sentimiento de vacío quedando reducido a una cascara hueca. A esto lo llamamos regresión típica al estadio del espejo si se trata de la psicosis y angustia de manera más general. La angustia que se produce cuando la escena del mundo se descompone, ¿Cuál es la función de un buen novelista? revelar, mostrar, sacar a la luz los entresijos de la subjetividad humana y no tanto contar historias basadas en hechos reales (en el doble sentido del término: real y de reyes) que ya tendríamos que dar por sabidos.

De las generalizaciones solo se puede extraer un saber establecido, común, aburrido, acorde a la norma, costumbrista, que nos hacen pasar por equivalente a la verdad, pero que precisamente solo sirve para enmascararla y alejarse de la verdad que importa. La verdad del sujeto, algo que no admite que generalizaciones, que solo puede declinarse en su particularidad, pero que sin embargo nos puede alcanzar e interpelar en lo más íntimo

El escritor deber tirar a la basura las normas patriarcales, los almanaques de las buenas costumbres, los lugares establecidos y hacer surgir ese margen de libertad ilegitima al que alude la autora.
La marca en la pared sirve para poner un punto final a los pensamientos desagradables, para evitar que surja el enfurecimiento o la destrucción de la paz. Es como una tabla de salvación
La presencia del otro, representante de la realidad (la guerra, nada menos) produce una basta conmoción de la materia, todo se desvanece, se cae.

Notas:

-    Por una parte está la rapidez vertiginosa con la que fluye la vida humana y el pensamiento, por otra las imágenes estáticas,  la rigidez, le lentitud de la naturaleza cuya expresión máxima es el caracol
-    La autora hace varias alusiones irónicas al almanaque de Whitaker que es una publicación nacida en el año y que tiene una frecuencia anual, en ella se establece el orden social de la Inglaterra de las tradiciones. El almanaque es una metáfora del orden patriarcal que establece un marco preciso que regula la existencia humana, pero deja fuera del marco algunas cosas: las mujeres, por ejemplo, es una metáfora del patrón masculino. La narradora plantea un cuestionamiento total de este orden y hasta del sentido de la existencia mismo.

Rosa López

Tertulia 77. La marca en la pared, de Virginia Wolf. Comentario de María José Martínez

Virginia Woolf, fue una escritora del periodo modernista inglés, que se crió entre los hermanastros habidos de los matrimonios anteriores de sus respectivos padres. ¿Pudo sentirse sola, excluida o ajena en los juegos de sus hermanos? ¿Pudo sentirse fuera de esa, quizá, desagradable realidad? Seguramente ahí empezó  soñar en color con la cabalgata de los caballeros rojos subiendo hasta el castillo.

A los trece años muere su madre, poco después una hermana y más tarde uno de los hermanastros abusa de ella. Su padre también muere pronto. ¿Se puede pedir más para comprender sus crisis y sus depresiones?

Un día ve una marca en la pared pero decide no levantarse para comprobar de qué se trata. En esos momentos ella leía frente al fuego en una casa confortable, pero lógicamente ella huye de la realidad, más bien desconfía de ella y no se levanta para comprobar lo que es esa marca en realidad. Ella misma nos dice que prefiere quedarse quieta, no moverse, no actuar e imaginar cualquier cosa dejando fluir su pensamiento en mil direcciones inconexas que para ella son caminos a transitar. Afirma que lo real puede ser una pesada carga como cuando un mantel se mancha y se una se gana una regañina.

Virginia prefiere lo imaginario, lo sutil, lo que supone menos peligro, lo   menos arriesgado, porque–según nos dice–, la certeza es muy difícil de alcanzar, y “si me levantaba para intentarlo, había diez probabilidades contra una para averiguarlo con certeza”. Y por esa idea grabada en su subconsciente es por lo que no actúa sobre lo real y prefiere lo imaginario. Nosotros podríamos preguntarnos: aparte de ser necesario para su escritura ¿lo imaginario tiene valor en sí mismo o se corresponde en ella con un desorden mental peligroso?

De entre los pensamientos parece escoger los que le den prestigio, que lo suyo no sea un pensar tonto, pero sí que sea un pensar que le procure alabanzas, reconocimiento personal, cariño. Ella, que vivió en una familia culta, no cesa de evocar su propia figura para lograr verla valiosa y tal vez, pienso, no vejada ni olvidada. Virginia busca en su imaginario porque teme que la imagen que le da el espejo sea falsa, escasa, mas bien, poco completa, corta en lo que ilumina, ella que estaba llena de virtudes literarias con una sensibilidad muy especial. Piensa que igualmente podría ser un hombre que una mujer: ella sólo se siente ser humano, tal vez muy atacado en sus principios como persona  real que sabe lo que es, y por eso adora imaginar. Pero también siente que la imaginación tiene un problema: le da una libertad y una vida que pudiera ser ilegítima. Es triste que alguien llegue a esta conclusión o ¿es que ella no tuvo derecho a tener una realidad bonita y más aceptable?

Virginia piensa en la muerte como solución melancólica, visita cementerios e imagina los huesos y demás cosas que están bajo la tierra. Es la incertidumbre de la vida que ella exagera despreciándola, a la vez que añora un mundo tranquilo y amplio, sin presiones, sin paredes que la enclaustren, donde ella, que ya se siente enloquecer, pueda vivir con una buena salud mental. Ella admira materias como la madera que es algo material y real, que no desprecia porque ahí sí que aprecia la materia como constitutivo de lo real. El juego de la Naturaleza la invita a participar, pero ella se agarra a la tabla de la duda.

Tuvo un matrimonio y una relación amorosa con una mujer, y la guerra destruyó su casa en Londres.
Lo peor se acerca. ¿Qué diferencia un flujo de pensamiento exageradamente disperso con el hecho de oír voces?
Tal vez la locura.
Ella fuma, es moderna, elegante, ligera, leve, educada en la Inglaterra Victoriana, delicada como una flor, pero esto unido a un no querer reconocer lo real, es demasiado evanescente.
No en vano tuvo que llenarse los bolsillos de piedras para tocar el suelo y luego, al fin, quitarse la vida.
Pero no merecía la pena. La marca de la pared solamente era un caracol.


María José Martínez

Tertulia 77. La marca en la pared, de Virginia Wolf. Comentario de Miguel Alonso

Me gusta que desbarren. Ese es el único privilegio de que goza el ser humano sobre los demás organismos. Desbarrando se puede llegar hasta la verdad. Porque desbarro, soy un ser humano. A ninguna verdad se ha llegado nunca sin haber errado antes catorce veces, o quizá ciento catorce, y eso es un honor hasta cierto punto” (Dostoievski, Crimen y castigo, Cátedra. Pág. 297). 

Hay que ver para cuánto da una mancha. Sin duda, para atisbar una subversión. La subversión de una relación de dominio que, desde hace siglos y siglos, la vertiente masculina de la existencia trata de imponer al lenguaje y, consiguientemente, a toda realidad. Partiendo de esa mancha, Virginia Wolf quiebra diferentes realidades objetivas, creencias estéticas, consistencias institucionales, en definitiva, alguno de los fundamentos de una civilización erigida a lo largo de la historia por los discursos del amo masculino, esos discursos enquistados en una extraña aquiescencia que les permite someter, de forma sibilina, la vida, no solo de las mujeres, sino de los seres humanos en general. La cuestión se dirime dentro del lenguaje. La autora opone, al asentamiento monolítico de esos discursos y a sus más que cuestionables fundamentos “lógicos” y jerárquicos, el discurrir metonímico y simple de una asociación libre, o si se quiere, de un monólogo interior y hasta de un desbarre que, además de agrietar aquellos discursos y aquellas realidades, nos permite intuir la posibilidad de habitar de otro modo el lenguaje y articular, así, una relación diferente entre el sujeto y el mundo.

El almanaque de Whittaker es el registro paradigmático de esos discursos monolíticos donde la jerarquía masculina pretende constituirse como ley, como las Sagradas Escrituras redactadas por el amo y dios masculino. Pero lo importante es que el cuestionamiento se hace desde el mismo centro del lenguaje que esos discursos quieren someter. Lo que pudiera parecer un desvarío que parte de una mancha, finalmente se revela como principio de una posición ética esencial: si el discurso conforma realidades, el cuento señala de forma implícita que habría al menos dos posibilidades de vivir en el lenguaje: una que nos clausura en el interior de los signos cerrados, pretendidamente irrompibles, escritos por el amo masculino, por los jerarcas de turno y por la razón excluyente que impide la apertura de esos signos a una auténtica dialéctica; y la otra forma de habitar el lenguaje es la que muestra la autora, posicionándose como sierva del mismo, dejándose llevar por él, propiciando una dialéctica abierta donde las realidades nunca podrán tener la consistencia de la objetividad, sino la sabiduría de que toda realidad es cambiable porque, a fin de cuentas, cualquier discurso no pasa de ser una ficción. La propuesta de Virginia Wolf es, por decirlo sintéticamente, la de un tránsito que nos llevaría del objeto a la ficción, del conocimiento a la sabiduría.  

Habría todavía otra derivación ética implícita también en el relato. Y es que, o bien aceptamos posicionarnos cómodamente como sujetos psicológicos de la percepción, para quien los objetos y los signos cerrados son el sustento imprescindible para la vida, un sujeto, a fin de cuentas, cartesiano que dibuja el mundo y se posiciona en el “pienso, luego soy”, o bien nos arriesgamos a aceptar la libertad, asumiendo que el sujeto libre “es” donde no tiene voluntad de dominio sobre el mundo, donde las palabras no cargan cosas, y asume que, más que mirar el mundo, el mundo lo mira a él, como la mancha a Virginia Wolf. Esa mancha la detiene, la captura, la divide, a la vez que es todo un resorte para el fluir del lenguaje. Es la subversión del orden gramatical tradicional. Ante la mirada de la mancha, esta mujer no se aliena a los signos cerrados que ordenan el mundo, por el contrario, esos signos quedan destituidos, trastocados, por el fluir lenguaraz, y por qué no decirlo, insolente, de un lenguaje que, partiendo de lo que es una pura falta, un sinsentido, la mancha en la pared, no tiene ningún lugar fijo como horizonte.

El arte puede ser un buen auxilio para ilustrar la cuestión. Y podemos empezar trayendo a colación una frase del mismo relato: “Dejaron esta casa porque querían cambiar el estilo de sus muebles, eso fue lo que él dijo, y estaba él en trance de decir que, a su parecer, el arte debe tener ideas detrás…”. ¿Hemos de dar por sentado que el arte ha de tener alguna idea objetiva detrás? ¿Es el arte una cuestión únicamente estética o tiene una vertiente ética? Y trasladando esta pregunta a la vida, ¿tiene la vida un sustento auténticamente objetivo que justifique otorgarle alguna verosimilitud a las jerarquías registradas en tablas como las de Whitaker? Estas preguntas, así como la estructura del relato, me llevan, de forma insistente, al recuerdo de Las Meninas de Velázquez. Dado que se trata de la mirada de una mancha, hay que pensar cómo Virginia Wolf construye este pequeño cuento. Nosotros, como lectores, no sabemos el auténtico objeto de lo que ella ve. Lo llama mancha. Igual que hace ella, podemos especular lo que queramos al respecto. Lo mismo ocurre en el cuadro de Velázquez, no sabemos lo que pinta en su lienzo, aunque podemos especular sobre montones de ideas. Pero hay que aceptar que ese no saber la hace artística y hace que se escribieran ríos y ríos de tinta acerca de qué es lo que pinta Velázquez. Algo parecido a lo que le ocurre a Virginia Wolf con la mancha. Lo que importa, por tanto, es lo que una mancha, un no saber, puede producir. Por tanto, una idea detrás del arte sí, pero esa idea es un vacío, no algo objetivo, es una mancha, una falta que mira y produce un cuadro, una escritura, el arte, la vida. Es quizá otra subversión que señala el relato, el tránsito desde una estética de los objetos, a una ética de la mancha, de la falta de sustento en el principio de todo discurso y, consiguientemente, de toda realidad. Y eso, como bien muestra Virginia Wolf, es trasladable a la misma vida.  

Todo el cuento está escrito para hacer vacilar las certezas de los jerarcas obstinados en conservar la posición masculina de la existencia, y también para señalar la necesidad de valorar la mancha como metáfora de un no saber y como auténtico resorte para escribir otro tipo de existencia. En este sentido, resulta curioso que sea, justo en el momento en que la mancha se materializa y se convierte en un objeto, cuando cesan las asociaciones. Sólo a partir de la misteriosa mancha puede intentarse un nuevo discurso y una nueva civilización, pues como muestra Virginia Wolf, es imposible eliminar el enigma inherente a la existencia desde un pensamiento inconsistente como el humano: Oh, sí, el misterio de la vida, la inexactitud del pensamiento, la ignorancia de la humanidad… cuán poco dominio tenemos sobre nuestras posesiones… cuan accidental es nuestro vivir después de tanta civilización”.

La conclusión es clara. Las consistencias enumeradas en el Almanaque de Whitaker, al igual que la idea de que las palabras cargan cosas, de que hay siempre un objeto detrás de toda acción humana, detrás del arte, detrás de las realidades, etc., no son más que fantasías resultantes de las pésimas ficciones escritas por el amo masculino, un realismo objetivo verdaderamente ignorante y pesado, aunque poderoso. Claro que hay un objeto detrás de toda acción y de toda realidad humana, pero ese objeto es una mancha, una imposibilidad, una falta, un no saber. ¿Se pueden conformar otras realidades más livianas que las registradas en el Almanaque de Whitaker? Estoy con la autora, al menos hay que intentarlo. Pero sólo serán posibles si valoramos la mancha, si nos situamos en la vertiente femenina de la existencia, si aceptemos que esa existencia no consiste en dominar un lenguaje como quien maneja a un esclavo, sino en aceptar que vivir en la palabra consiste en ser servidor de la misma, lo cual abre a la posibilidad de escribir ficciones encima de la mancha por excelencia, la página blanca. ¿Qué hace Virginia Wolf si no ofrecernos la posibilidad de vivir en ese lenguaje abierto para estructurar otras relaciones entre el sujeto y el mundo? Es un problema verdaderamente serio. Y ello hasta el punto de que podríamos pensar que el final del cuento es toda una propuesta radical, pero profundamente ética, de Virginia Wolf, una propuesta que, como la misma mancha, nos mira, nos deja perplejos, y hasta paralizados, como si quisiera ponernos sobre aviso acerca de una dicotomía que, pensando en los tiempos que vivimos, nos estremece: o la mancha o la guerra.


Miguel Alonso