martes, 10 de enero de 2012

La absurda muerte de una recién casada; comentario de Mª José Martínez sobre "El rastro de tu sangre en la nieve", de Gabriel García Márquez.


Tenemos ante nosotros, un relato de Gabo, el de Aracataca, que algún día recordó los cuentos de hadas europeos, tantas veces oídos, y también los dichos y refranes de alguna abuela a la que sin duda oyó decir que la muerte viene cuando menos se la espera, que hay que estar preparados y que el que a hierro mata a hierro muere.

Y hablando de hierros y venganzas, y habiendo leído el relato, no sé yo qué habría hecho  Nena Daconte, o sus padres, para que luego, una bella rosa de tan amable ramo la hiriera de muerte. El matrimonio viajaba de Madrid a Burdeos, donde tenían reservada una suite nupcial, propia de un cuento, cuando nos enteramos de que la chica lleva el dedo anular, con su anillo de casada, precisamente, atado con un pañuelo que ya estaba  empapado en sangre.

Si nos remontamos al cuento de La Bella Durmiente en la versión de los hermanos Grimm, recordaremos que al ritual del bautizo de una princesita fueron invitadas varias hadas; pero los padres olvidaron invitar a una en particular, que sin duda era alguien muy rencoroso que hace pagar a la niña la culpa originaria de sus padres. Vemos que esto es igual que en la Biblia, donde la culpa de los padres la pagan los hijos, cosa que en realidad, con Biblia o no, ocurre casi siempre. Y esa hada rencorosa es la que echa a la niña la siguiente maldición: algún día se pincharía un dedo con una rueca y como consecuencia del pinchazo, morirá.

García Marquez acaba el cuento, con la siempre divina y mágica nieve, símbolo de pureza, pero antes de llegar ahí, nos encontramos con el pinchazo y con la sangre, símbolo de la hemorragia femenina, que en los cuentos tradicionales de hadas era la señal para decir al mundo que la chica dormía porque aún era muy niña para casarse y tener relaciones sexuales, que había de esperar cierto tiempo a que ella madurase, se hiciese verdaderamente una mujer para que luego, adquirida ya esa madurez y conocimiento de la vida, pueda casarse con el príncipe ideal que la despertará de su sueño con un beso.

Pero los detalles que diferencian a los cuentos tradicionales de esta narración, son tres: uno es que en los cuentos siempre es un hada, otra mujer, quien induce a la niña al sueño. Otro, es que quién necesita madurar en la historia es siempre la mujer. Y otro, muy importante, es que el héroe nunca muere. Pero entonces me pregunto ¿quién es el héroe aquí?

En este relato observamos que es precisamente el embajador, amigo de los padres y el médico que ayudó a nacer a la niña, el hombre que al darle un ramo de flores propicia el fatídico pinchazo en la yema de un dedo de la protagonista, el anular. Pero el pinchazo, que tendría que ser inofensivo, se convierte en una fuente que mana sin cesar, de forma que empapa un pañuelo, mancha el abrigo y el coche, y llega a ser tan grave, que ella ha de irse a un hospital siendo ya consciente de su gravedad. Si ahora pensamos en el cuento de Grimm y en el médico de esta historia, y si establecemos un lógico paralelismo entre él y el hada mala del cuento, podríamos preguntarnos ¿a qué ritual no fue invitado dicho doctor para que descargase su resentimiento sobre la niña cometiendo ese acto asesino del pinchazo? Si ya había asistido al parto, ayudado a dar la vida a la criatura ¿qué es lo que le enfadó tanto como para que se desatara su ira? Pues a mi se me ocurre que al ceremonial al que no fue invitado el terrible doctor, fue al de la procreación de la niña, precisamente. Y con esta comparación, el relato se vuelve ahora mucho más siniestro que el propio cuento de la Bella durmiente, y al igual que en el cuento, pasan varios años sin que ocurra nada, pero un día el médico encuentra la manera elegante de echar a andar la ira y la maldición que lleva años guardando, y entonces le regala a la joven un ramos de rosas. Y la maldición se cumple. El doctor juega aquí el papel de un dios antiguo y rencoroso que no olvida: ayuda a nacer y luego ayuda a morir.

Si el escritor había querido hablarnos de la muerte o del destino, como parece que pretendían algunos de los cuentos tradicionales, sin duda se trata de un destino forjado por un hombre, o por los hados, por lo arbitrario y absurdo de una situación creada con el fin de matar, lo que no es verdaderamente el destino. En realidad no sabemos cual fue la intención del escritor colombiano en este relato, pero siguiendo el hilo de los cuentos, dejando a un lado mi hipótesis y pensando en el final, tal vez García Marquez quiso hacernos reflexionar sobre varias cosas: sobre el valor de ciertos preceptos que, sean cuales sean, no se pueden transgredir, sobre la indiferencia que la naturaleza demuestra ante la muerte, y sobre la muy diferente valoración que de ella hacemos todos y cada uno de los seres humanos.

Y volviendo al cuento, absurda muerte, sí, la de una novia jovencita, la del fracaso de unos jóvenes ilusionados a los que tal vez “los hados” vieron inmaduros, tanto como para  lograr separarlos haciendo incluso que el novio no pudiese encontrar a la novia, ni agradecerle el incipiente  hijo, ni llevarla en brazos siquiera después de su muerte.

Absurda muerte, desde luego, en esa Francia civilizada en la que no se puede sobornar a un portero para que nos deje entrar en el hospital. Tal vez Gabo reivindica aquí la falta de orden del profundo mundo caribeño, tal vez nos quiere decir eso, o tal vez nada, o solamente constatar, que cuando al alocado Billy Sánchez le comunican la muerte y la salida del país del cadáver de su esposa, ya no le queda nada que hacer. Como él no aparecía por ningún lado, los padres de la chica decidieron todo. Asunto cerrado. Nadie pudo hacer nada contra un dios que parecía oponerse al matrimonio de los jóvenes, y a ella la enterraron en el panteón cercano a su casa, en donde ellos había aprendido a domesticar la felicidad.

¿Tuvo algo que ver en la muerte de la chica que ellos se conocieran desde niños, que hubiera surgido un amor imprevisible, que él y sus amigos fueran una pandilla de gamberros pero que ella, estudiante en Suiza, hubiera acabado por amar a ese huérfano malcriado y asustadizo que era su chico, o fue todo una maldita casualidad? Nadie podría asegurarlo, pero cuando se narra una historia sin culpa, sin hechos de causa efecto, sin sentido, haciendo confluir una serie de circunstancias adversas, cuando se narra así, cuando las hadas o los ogros deciden por nosotros, la sombra de una duda y el paso fugaz de un viento helado nos hace estremecer. Así somos y así tememos.

Y mirando a una causa-efecto más cercana, creo que todos esos antecedentes dichos habían ayudado a la chica del saxofón a subir al carro de la vida de Billy que, por cierto era un Bentley convertible con asientos de cuero y de gran cilindrada, donde también podía haberse matado ella o tal vez los dos, cosa esperable en un relato normal, sin “hados”. Pero aquí, la posible muerte de los dos ni se contempla. Los protagonistas vienen del mundo de los machos con sus costumbre, de los “Cachorros” de Vargas Llosa, del mundo de las mujeres que no se quejan, de las que aprietan el pañuelo manchado de sangre mientras ellos conducen alocadamente para desahogarse y demostrar lo que no son, del triste mundo de los adolescentes sin educar. Él, mimado por sus padres, tendrá tiempo a buscarse otra novia, a crecer y a madurar a costa de ella, que con su vida y con su muerte fue su verdadera hada madrina. Pero él y sus circunstancias no fueron la causa de su muerte.

Y llegamos al final de la narración y vemos que de toda esta desgracia la Naturaleza ni se enteró, porque “...cuando él salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años”. 

Este relato con el que comenzamos el año literario, es un triste cuento de hadas al revés.
Europa, a un lado, al otro, el Caribe.
Y en medio, la muerte.    
    
Mª José Martínez