lunes, 28 de septiembre de 2015

Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de Gustavo Dessal

Hay algo común en todos los comentarios de Alberto: el hecho de que él se hace presente en lo que dice, en lo que escribe. Todo el tiempo deja ver de forma explícita el modo en que se implica en la lectura, y no solo lo confiesa, sino que nos habla. Sus escritos fueron un diálogo entre las vivencias que la lectura de las obras producían en él, y los tertulianos. Por supuesto, esto no ha estado reñido con el hecho de que sus reflexiones sean brillantes, porque emplea un método de lectura que se apoya fundamentalmente en el detalle. Alberto no se interesa tanto en la trama general del texto, en las grandes líneas argumentales, sino que busca en el detalle el secreto de la obra, y trata de extraer de allí las consecuencias morales decisivas. La conclusión no falta en ninguno de sus comentarios. Se trata, para él, de encontrar en cada pieza literaria aquel trozo de verdad que valida su calidad universal. Alberto es un lector agudo, que no desdeña la identificación como punto de apoyo para la lectura. No es un crítico literario, quien por encima de todo buscará una aproximación despojada de su propio yo, aunque sea una pretensión imposible. Alberto escribe a partir del efecto que la lectura ha producido en él mismo, y utiliza ese efecto y ese afecto como brújula para orientarse en la lógica del argumento, en el mensaje supuesto del autor, en la enseñanza que la pieza nos deja. 

Desde luego, el psicoanálisis es el discurso que brinda el marco y la perspectiva del trabajo crítico sobre la obra. Desde un comienzo, nos propusimos como objetivo que esa referencia conceptual no se ejerciera como un instrumento de descodificación de los textos. No se trataba de “traducir” una novela o un cuento al aparato doctrinario del psicoanálisis, sino de una dialéctica sutil, que Alberto maneja con gran maestría, y por la cual la ficción literaria se convierte en guía espiritual del psicoanalista, en señales que nos guían por un camino que lleva hacia los secretos más recónditos del sujeto, y que nos ayudan a comprender mejor qué es el inconsciente, el deseo, el goce, la angustia, y tantos otros conceptos que el psicoanálisis estudia y emplea en su aproximación al drama humano. Por ese motivo las presentaciones de Alberto tienen, entre otras cosas, el mérito de mostrar un mirada analítica sobre la literatura sin desmerecerla, sin embadurnarla con el lenguaje del psicoanálisis, que no fue concebido para ser poético, aunque pueda ayudarnos a entender un poco mejor la poética de la vida humana. 

No es ninguna originalidad decir que en lo que cada uno escribe hay la huella del sujeto. En el caso de Alberto, él está en cada una de sus líneas, de sus frases. No solo no se esconde detrás de lo que dice, sino que se afirma en ello, nos habla, nos hace partícipe de manera apasionada de lo que a él le aconteció, la experiencia que supuso para él una lectura, la emoción que le causó, la asociación a veces personal e íntima que una frase despertó en su conciencia. Creo que a Alberto le gustaba admitir aquello de lo literario en lo que no solo encontraba al sujeto universal, sino también a sí mismo. En mi opinión, en eso radica uno de los mayores encantos que nos produce leer sus ensayos, escritos además con ese rasgo de finura, de ironía y de humor que todos recordamos como sus marcas inconfundibles.


Gustavo Dessal

Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de Miguel Ángel Alonso

Voy a rescatar la memoria de Alberto desde sus textos. Tomaré en cuenta, fundamentalmente, dos vertientes al respecto, una histórica referida a su entrada en Liter-a-tulia, y otra más centrada en el contenido concreto de esos textos.

Fue allá por el año 2007 cuando comenzó este proyecto de Liter-a-tulia. Un proyecto que tomó forma en pocas reuniones, las pocas que requería algo tan proclive a la constitución de la misma como era el deseo de Alberto, Gustavo y el mío propio. Pero son importantes los antecedentes de cada uno, es decir, los resortes que nos empujaron a entrar en este espacio de Literatura y Psicoanálisis. En lo que a Alberto respecta, podemos decir que, literalmente, entró en Liter-a-tulia de la mano de sus textos. La historia es que fueron las exposiciones que hacía en la Escuela, exposiciones de sus casos clínicos, yo diría construidas con bien-decir, las más cuidadas, las más claras y, tratándose de Alberto, las más dramatizadas en su declamación –así era su inigualable estilo— digo que ellas fueron el bagaje que ofreció a la literatura y a la tertulia para entrar a formar parte de este proyecto al que, además, hay que decir, dio ese nombre tan original, Liter-a-tulia, original en tanto, por un lado condensa las dos palabras: literatura y tertulia, a la vez que introduce, con esa vocal a –referencia clara al objeto a de Lacan—la articulación tradicional entre la literatura y el psicoanálisis.  

Por otro lado, en la consolidación de la tertulia tuvieron fundamental importancia, sin duda, estos cincuenta y tantos artículos escritos y leídos por él como proemio de cada sesión. Estos artículos que, salvando el recato y la timidez iniciales, fueron ganando consistencia a lo largo del tiempo, son la prueba más concluyente del paso que realizamos todos los tertulianos desde la incertidumbre de la que él hablaba en la primera tertulia –Chesil Beach, de Ian McEwan— a lo que podríamos llamar, como en los mejores sueños, la realización de un deseo: Liter-a-tulia.

En relación a la cualidad y calidad de sus textos, hay que decir que se aprende mucho de sus lecturas inteligentes y detallistas, pegadas a la letra. Pienso que una de las virtudes de Alberto como lector era la proyección a la lectura de una de sus mayores capacidades como psicoanalista: la agudeza de su oído, la finura de su escucha. Su lectura estaba abierta, siempre, a dejarse seducir por lo que consideraba habilidad narrativa del autor, por la estrategia que usaba para llevar a cabo su pensamiento y por los posibles efectos que ese pensamiento y esa estrategia tenían en el lector. Es decir, estaba convencido de que el autor, de entrada, estaba sostenido por un pensamiento potente: “algo que sustenta a un gran autor frente al que no lo es; su pensamiento(Tertulia sobre Los Rebeldes, de Sandor Marai), y que empleaba una estrategia para llevarlo a cabo. En esa estrategia, siempre disimulada, encontraba el llamado de esa verdad que circula por detrás de las palabras, o simulada en la misma superficie del texto, esa verdad demorada en los encuentros, desencuentros, en los temores, en las obsesiones, en los enigmas, en los síntomas, en los silencios, en los fantasmas de los protagonistas. Tomaba nota de esta de esa verdad escondida en Los Rebeldes de Marai:

“... no basta relatar los hechos, algo se oculta tras ellos

En este sentido, buenos autores, como los que leímos en Liter-a-tulia, “expertos en laberintos y oscuridades humanas”, y un buen lector como Alberto, entraban claramente en sintonía, partiendo de esa verdad que en lo humano siempre tiene algo de carencia, algo de decepcionante, en tanto no hay círculo que se cierre en una síntesis feliz. El caso es que los textos de Alberto siempre tenían, como punto de partida y como horizonte esa dimensión precaria de nuestra verdad, dimensión no siempre aceptada de buen grado, cuando no literalmente silenciada. A contracorriente de esa posición vulgar, como digo, él no tenía otro horizonte, como lector y, por supuesto, como psicoanalista.  

Al respecto, me parece excelente su artículo sobre Un hombre en la oscuridad, de Paul Auster, donde Alberto sitúa la dimensión de la pérdida como algo consustancial a lo humano. Pero hace justicia al autor atribuyéndole el montaje de una estrategia literaria para resaltar que lo que más nos afecta, la pérdida, es lo que no se quiere afrontar, pero eso que no se quiere afrontar, empuja y empuja desde el inconsciente con la pretensión de hacerse saber. Al respecto, resaltaba esta frase que le resultaba simpática en la novela:

“... la mente tiene mentalidad propia. ¿Cómo impedir que la mente salga por pies en la dirección que más le apetezca?”

Auster y Alberto entran en sintonía. Claramente, Alberto está reconociendo aquí la potencia del pensamiento de un buen escritor, nada menos que el reconocimiento del inconsciente por parte de Paul Auster. Es el pensamiento por el que, decía, se deja seducir.

En todos los textos procuraba encontrar la articulación del texto con el psicoanálisis. En esta articulación, prestaba gran atención a las citas, a las que tomaba como esas gotas de sentido que el autor va dejando caer a lo largo del texto y que evocaban algo de la verdad oculta en el texto. Esta articulación entre literatura y psicoanálisis, en realidad era un homenaje al autor, a su saber hacer en el difícil laberinto de lo humano, en tanto desconocemos las determinaciones que nos rigen. Por ejemplo, toma una cita de La carretera que señalaba, nuevamente, el mecanismo de funcionamiento del inconsciente:  

“... olvidas lo que quieres recordar y recuerdas lo que quieres olvidar”

Así ponderaba al autor literario en su sabiduría, frente a otras vertientes disciplinarias que no contemplan esta dimensión de la verdad inconsciente, o la dimensión de la verdad, de la falta, etc., sino que se inclinan a presentar lo humano como dueño absoluto y consciente de su destino.

Sus artículos también se asientan en una premisa sabia, eso que Rilke sentenciaba con su axioma: “lo bello no es más que el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Así lo mostró en esa cuarta tertulia sobre la novela a la que acabamos de aludir, La carretera, de Comarc McCarthy cuando decía:

“... me ha parecido una novela muy bella, esto puede causar extrañeza dado su contenido manifiesto, justo lo contrario, el horror. Pero creo que este par, belleza – horror está presente continuamente en la obra; lo terrorífico y lo tierno, el fuego y el frío oscuro, la bondad y la maldad, o como gusta decir a nuestro pequeño protagonista, los buenos y los malos”.

Finalmente, quisiera destacar una concepción de la escritura que me pareció ya genial en su momento, y me lo sigue pareciendo. Fue la que estableció en el texto que escribió acerca de El ruletista, de Mircea Cartarescu, con quien pasamos una tarde haciéndole una entrevista que podéis leer en el blog de Liter-a-tulia. Estoy seguro que esa concepción tiene mucho que ver con aquello que le empujaba a él mismo a volcarse en sus textos. Dice allí:

 La relación que cada autor tiene con la escritura es fundamental. La ficción de que se trate siempre estará preñada de la relación del autor con el acto de escribir. En el caso de Cartarescu, la Literatura es la forma de indagar en su propio ser. Si este ser es considerado en su condición de falta, escribir suele constituirse como forma de rellenar un vacío doloroso. Y aquí el autor es meridiano en la diferenciación de lo que constituye el arte y lo que no lo alcanza, al decirnos que no hay arte sin una herida interior. En su caso la escritura es un intento de suturarla. Dice Cartarescu: “por eso escribo a mano, esa forma de escribir mantiene una relación esencial con el hilo que parte de esa herida”. Lo cual sugiere que el brazo sería una especie de prolongación a través del cual la herida se manifiesta, y es curioso que utilice la palabra “hilo” porque éste justamente se utiliza para suturar heridas abiertas”.

Como digo, es un comentario genial para establecer, con todo su peso, lo real en el mismo punto de arranque de la verdadera escritura.   

Me parece que Alberto, al igual que los buenos autores, era un lector con un pensamiento potente, con una teoría que fue alimentando, en la más pura tradición del psicoanálisis, con los textos de la literatura. De ellos siempre rescató la dimensión ética del deseo y de la verdad, tan cara para los buenos lectores, para los buenos autores y para los buenos psicoanalistas. Y a esa misma dimensión del deseo nos acogemos nosotros ahora para seguir adelante, hablando, tratando de bien-decir, como fórmula que, con seguridad, Alberto nos propondría para encarar el resto del tiempo de Liter-a-tulia, es decir, el tiempo de la ficción que, a fin de cuentas, es el tiempo donde él prefirió demorarse y donde, como él, elegimos demorarnos nosotros.

Miguel Ángel Alonso

Homenaje a Alberto Estévez. A un hombre del deseo. Intervención de Rosa López

A un hombre del deseo

Leer de seguido todos los textos de Alberto me ha servido para confirmar por una nueva vía, lo que tuve el privilegio de conocer escuchando sus palabras en el diván. Dude si debía explicitar aquí y ahora que durante años he sido la analista de Alberto Estévez, pero me autorice a hacerlo apoyándome en su propio deseo pues sabía que quiso testimoniar sobre su experiencia como analizante, del mismo modo que lo hizo como analista. 
                           
Su deseo por conocer la verdad del inconsciente, por asumir la responsabilidad de su vida y por sostener una respuesta optimista frente a las contingencias más duras, sin por ello caer en la negación, se sostuvo sin ambages hasta el último día de su vida, en el que, a pesar de la gravedad de su estado, no canceló su sesión de análisis. Mi único mérito ha consistido en acompañar su impresionante deseo de seguir pensándose y quedarme un paso por detrás de sus palabras que con la enfermedad se habían liberado de las ataduras de esos fantasmas que nos llevan a sufrir por pequeñas tonterías.  

El ser hablante tiene estas paradojas, enfrentado al amo absoluto que es la muerte, deja de temer lo que hasta el momento le atormentaba. Alberto avanzó exponencialmente en su análisis y en el de sus pacientes, a los que me consta atendió hasta unos días antes de su fallecimiento. Salía muy poco, no tenía fuerza para ver a los amigos, ni para asistir a Literatulia aunque era su lugar más querido, pero no cejó en seguir analizando a sus pacientes y a sí mismo. 

Era conocedor de que su enfermedad podía llevarle a la muerte, pero no quiso perder el optimismo propio de un sujeto deseante. Es con este genuino optimismo, que estando advertido de lo peor sigue ligado al deseo, con el que me he encontrado leyendo sus textos. Mencionará algunos fragmentos para demostrarlo (los subrayados son míos)

En el primer libro que comentamos Chesil Beach de McEwan, Alberto enfoca ese punto decisivo en toda vida en el que se cruza la contingencia inesperada con la respuesta posterior del sujeto. 

Leyendo una entrevista reciente del autor McEwan, este confesaba su obsesión por una idea: cómo puede cambiar tu vida en un solo momento. 
Sabemos que esa escena por sí sola no tiene la potencia de cambiar una vida, ya que pasado ese momento, al día siguiente, la siguiente semana, podría haber buscado la fórmula 

Me gusta mucho esta expresión “buscar la fórmula” acuñada por Alberto y utilizada en varia ocasiones sin que la haya tomado prestada ni de Freud, ni de Lacan. Solo me evoca el poema de Rimbaud titulado “Vagabundos” en el que habla de encontrar el lugar y la fórmula, pero estoy segura que él la extrajo de su  propio bien decir. Buscar la fórmula es una bella manera de hablar de la posición ética de un sujeto frente a lo real de la existencia, la manera de responder a las contingencias azarosas de la vida, siendo que  Alberto se situaba siempre del lado del deseo. 

La carretera de Comarc Maccarthy

Para terminar, quizá por seguir en la dinámica de querer provocar, quisiera decir que la novela me pareció no sólo bella, también optimista. Ya lo pensé de la de Auster por mucho que repitiera “la vida es decepcionante”, aquí también lo pienso, hay un elemento que me lo hace ver así: el fuego. Claramente metafórico de otro elemento, como no, simbólico: el deseo. ¿Dónde está? ¿Es de verdad? Le pregunta el niño. El fuego está en tu interior, le dice, y será lo que te guíe y el responsable de que tengas buena suerte y continúes sin peligro.
Más allá de que eso se cumpla en la novela, creo que la dimensión del deseo que trata de rescatar el autor es la de “seguir adelante”. ¿No es esa una forma optimista y positiva de encarar la vida?

“El viaje del Elefante” de Saramago

Un viaje que muchos pensamos tiene resonancias de otro viaje, aquel que estando hospitalizado estuvo a punto de hacer entre esto y aquello, pero no me gustaría dar la impresión de que el viaje dejó en mí una sensación de pesimismo, todo lo contrario, aunque no sea aconsejable confiar demasiado en la naturaleza humana lasfórmulas para poder hacer un buen viaje están en el libro, el respeto por los sentimientos ajenos es la mejor condición para una próspera y feliz vida de relaciones y afectos. No debemos olvidar que si Lázaro resucitó fue porque le hablaron de buenos modos, tan simple como eso.
Los que conocimos íntimamente a Alberto sabemos que ejerció siempre el respeto por los sentimientos ajenos y el arte de hablar de buenos modos

Libro de cuentos de Jose María Merino

¿Hay esperanza para el sujeto en un sistema cómo el que recrea la obra? Nosotros ya tenemos una respuesta, modesta, se llama Liter-a-tulia, un espacio en el que gozamos del privilegio de darle la palabra al sujeto.

“El baile” de Irene Nemiroski

Se trata del deseo. Y este es el paso que como sujeto ha de abordar: desde la posición de objeto que trata de colmar el deseo de su madre, o como gusta decir a su madre, ser una buena hija, hasta poder convertirse en el objeto del deseo del varón.


Desde luego que no es poco, pero ese pobre mamá con el que la autora ha decidido finalizar la obra, nos llena de esperanzas.


“Instrucciones para salvar el mundo” de Rosa Montero

Una Humanidad dividida entre los que disfrutan y los desasosegados y tras el recorrido del relato acompañando a sus protagonistas, y como por ensalmo, la división de la Humanidad se nos transforma entre los que saben amar y los que no saben. Ciertamente el papel del amor resulta una clave singular en el devenir de muchos sujetos; sería muy atrevido adscribirse al grupo de los que saben amar ignorando lo que alguien cercano pudiera decir a ese respecto, pero de algo no hay duda: el amor es uno de los ingredientes principales por los que algunos podemos declararnos dichosos de vivir.

Querido Alberto, desde aquí afirmo que tú si podías adscribirte al grupo de los que saben amar y la prueba inequívoca de ello es el amor que supiste provocar en todos nosotros (muchos), que seguimos llorando tu perdida.


Rosa López

Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de Esperanza Molleda

Lo terrible, la ficción y la amistad 

Así he decidido titular mi homenaje a Alberto. ¿Cómo llegué a concluir este título? Explicarlo será mi manera de celebrar este encuentro dedicado a Alberto.

Acepté con entusiasmo la propuesta de Miguel y Gustavo de recordar a Alberto. Me gustó la idea de inspirarnos en los textos que él había escrito a lo largo de estos años: poner en juego la escritura de Alberto a la hora de recordarlo.

Abro el archivo con los escritos de Alberto, ¿cómo elegir?, ¿qué palabras podrán guiar mi personal aportación al homenaje a Alberto? Reviso los títulos de la cantidad de obras que mi amigo presentó en Literatulia, entre ellos llaman la atención cinco libros cuya lectura supuso para mí una conmoción: Chesil Beach, El baile, Indignación, Bartebly, y El mapa y el territorio.

Leo los comentarios que ha hecho Alberto a estos libros. Con algunos amigos me ocurre que, cuando leo sus escritos, reconozco su estilo y, por momentos, la lectura de sus textos hace resonar en mi cabeza su voz, la cadencia de su hablar, su estilo, y las palabras escritas en la pantalla o en el papel me permiten rememorar de manera vívida la presencia material de la persona ausente. Esto me ocurre mientras leo y releo las palabras de Alberto. Me produce alegría poder tenerlo presente así con ayuda de sus escritos.

Me pregunto, ¿qué es lo que hace que estas novelas sean especiales para mí?, ¿por qué me sobrecogen estos relatos y no otros?, ¿por qué me conmueven estos autores y no otros? Encuentro un significante que sirve de hilo para hilvanar todos ellos: “Lo terrible”. Estas obras me estremecen porque en ellas se presenta para mí, desde distintas perspectivas, “lo terrible”.

Recuerdo que, en una ocasión, leí o tal vez escuché que en la ficción se busca aquello que da forma al particular fantasma de cada quien. Se siente placer, se encuentra satisfacción en las ficciones que sintonizan con el armazón personal fabricado ad hoc por cada uno de nosotros para protegernos de lo Real. Por eso disfrutamos de la ficción porque sostiene, alimenta, adorna nuestro fantasma y, en el mejor de los casos, lo trasciende en una obra de arte, lo transforman en una forma bella y talentosamente ordenada que nos ayuda a asumir ese hueso duro de la existencia que para mí era nombrado como “lo terrible”. “Terrible” como la muerte prematura de una amigo apreciado y valioso como Alberto.

Alberto era para mí, además de un compañero de Escuela, un amigo. ¿Qué es un amigo? No hablamos mucho en psicoanálisis de la amistad. Me extraña. La amistad, como la ficción, es otra manera de tratar “lo terrible”, pero así como la ficción podemos usarla para que no haga más que redoblar el soliloquio interior que nos arma; el amigo, por muy cercano que sea, siempre hace de un modo u otro obstáculo a la repetición de uno mismo. Un amigo es un interlocutor en el más estricto sentido de la palabra, alguien con el que se pueden compartir pedacitos del mundo interior y del que se espera que se entremeta en ese mundo para sacarnos de nuestro ensimismamiento con una interpretación, con un chiste, con un consejo, con una identificación, con una distracción, con una confidencia, con su complicidad. Querer estar allí con alguien para eso, eso es para mí la amistad y con Alberto eso se daba.

Alberto ya no está aquí en persona, pero por suerte, gracias a la invitación de Miguel y Gustavo, lo encontraba allí en sus textos para seguir siendo aún mi amigo interlocutor, obstáculo a la repetición de mí misma.

Así que allí donde yo veía en Chesil Beach “lo terrible” que hay para cada uno en hacerse con su sexualidad y poder a partir de ello encontrarse con una pareja, Alberto me decía: “¡Cómo puede cambiar el rumbo de una vida en un instante! Se puede buscar una fórmula para alcanzar lo que se desea”.

Donde yo me recreaba en las consecuencias “terribles” del odio, del desencuentro entre la madre y la hija de El baile, Alberto me decía: “No es fácil transitar la intensidad de las vínculos que unen a madres e hijas”.

O ponía palabras al vacío terrible que me procuró la lectura de Bartebly, confiándome que a él le produjo algo cercano al espanto, que le dejó seco dificultándole más de lo habitual la tarea de enfrentarse a la página en blanco para hacer la presentación del libro en Literatulia.

También me hacía poner el énfasis en el peso que la rabia y el orgullo puede tener nuestras decisiones y sacarme una vez más de mi gusto por “lo terrible” del destino del protagonista de Indignación.

Y, ¿cómo no alegrarme de que Alberto me recordase el valor de la creación y de la compañía de los buenos objetos, allí donde la acerada soledad parece imponerse y separarnos definitivamente del mundo como le ocurre al protagonista de El mapa y el territorio?

En fin, gracias, Alberto, por haberme dejado tus palabras escritas. Y gracias, Miguel y Gustavo, por darme la oportunidad de volver a hablar con mi amigo a través de sus textos.


Esperanza Molleda

Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de Graciela Sobral

Estas líneas son muy difíciles de escribir.

Leer los textos de Alberto que nos habéis enviado es doloroso porque nos evoca, porque vemos, podría decir, su presencia luminosa en la tertulia, y esto nos hace más difícil aún creer lo que ha pasado. Hace dos años que Alberto no asistía, pero su vuelta estaba en el aire, ya volvería.

Lo conocí como alumno del Nucep, el Centro donde enseñamos psicoanálisis, pero entonces no teníamos una relación personal. En un momento dado me dijo que quería hacer una actividad clínica conmigo. Ahí, lentamente, comenzamos a conversar, a tomar café, a comer. No sé por qué. No sé si tiene que haber un motivo para una relación, para una amistad. No sé cual era nuestro motivo. Creo que era él, su forma de ser: tan atento y entrañable. Era una persona que siempre tenía un gesto o una palabra cariñosa y verdadera para el otro. Nuestra amistad fue algo que tuvo mucho que ver con Alberto porque yo no soy así, yo no hago amigos fácilmente.

Liter-a-tulia formó una parte muy importante de los encuentros. Me invitasteis a comentar Bartleby, el escribiente, de H. Melville y desde entonces no dejé de asistir a la tertulia hasta que Alberto enfermó. Cuando él dejó de venir, yo casi no vine más. Siento un vacío que no puedo llenar. ¿Qué cosa mía se llevó Alberto que me deja este vacío?

La vida, que es muy dura, nos hizo encontrar en otros circuitos, de dolor y de enfermedad. Pero esa fue también una ocasión para estar juntos, para quedar, para hablar de las cosas que nos pasaban. Compartimos médicos y pasillos. Yo fui muy optimista hasta el último momento, aún cuando el optimismo no se podía sostener, porque no quería aceptar lo que ya era evidente.

La conversación sobre libros estaba siempre presente en nuestros encuentros. Hace pocos meses le regalé un libro de una escritora que me gusta mucho y él no había leído nunca, Joyce Carol Oates (Un jardín de placeres terrenales). Luego no pudo leerlo, ya no tenía fuerzas para emprender semejante empresa. Es una lástima porque le hubiera gustado mucho.

Me alegra que nos reunamos para despedirlo, aunque yo todavía no me creo su ausencia.

Graciela Sobral

Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de Sergio Larriera

¿Por qué participo en este homenaje, en el que tan sentidos testimonios he escuchado, tejidos en años de trabajo juntos, de profunda amistad, de cálidos momentos compartidos entre Alberto Estévez y quienes me han precedido en el uso de la palabra?
En efecto, lo que me unía a Alberto no era una amistad en el noble sentido en que hoy se la expresa, ni siquiera era el resultado de una más o menos prolongada colaboración en alguna tarea de la Escuela. Nuestras coincidencias escasearon, fueron cruces esporádicos en los que jamás intercambiamos una sola palabra íntima. Sin embargo, desde el primer día, cuando lo escuché en Liter-a-tulia, en una de las pocas ocasiones en que pude asistir, sentí por Alberto una firme simpatía, no frontal ni alborozada, sino un sentimiento que definiría como una simpatía en escorzo. Me impresionaron su puesta en escena, el modo en que el cuerpo sostenía su voz, la manera en que las palabras, siempre atinadas, se apropiaban de esa sonoridad privilegiada. Pero especialmente quiero destacar su calidad de lector. Sus méritos como tal quedaron puestos de relieve el día en que, por decisión de la Biblioteca de la Sede, compartimos la presentación de un libro que yo había leído y propuesto para ser presentado. El mismo relató en la presentación que cuando le encomendaron esa tarea, desconocía el libro en cuestión. Pues bien, el rigor de su lectura fue asombroso, realizando una prolija disección del texto, complejo como pocos por ser un libro sobre la concepción lacaniana de la psicosis.
Con estos antecedentes, no vacilé en invitarlo para realizar la apertura del ciclo que anualmente dirijo, Lengüajes, en el cual también participaron, por Liter-a-tulia, Gustavo Dessal y Miguel Alonso. Fue el 1 de julio de 2014. Supuso para Alberto un enorme esfuerzo, pues se encontraba físicamente agotado, hasta el punto que fue su última intervención en público. Aquella fue una lección magistral de entereza y de voluntad de vivir, una apasionada muestra de su vocación de transmitir. Destacaré sus palabras referidas a su posición de lector, entresacadas de su intervención sobre el relato de Joyce, Los Muertos. Comparó dos lecturas del mismo relato. La que había realizado para Liter-a-tulía hacía más de tres años, a fines de 2011, y la lectura efectuada a propósito de esa intervención, digamos su lectura actual. En apariencia, el mismo lector del mismo texto. Pero sólo “cuando el peso de la vida hace desaparecer todo rastro de pasión, de deseo en el sujeto”, cuando el sujeto alcanza una linealidad tal que le asegure ser el mismo “hasta el fin de sus días”, solamente entonces habrá eliminado cualquier posibilidad de encuentro, de sorpresa, haciendo del relato una idéntica sucesión de puntos y comas. Alberto, utilizando la gris vida afectiva de Gabriel Conroy, caracterizó para nosotros al lector incapaz de producir una mera puntuación en sucesivas lecturas. Por eso, si en la primera vez Alberto había experimentado la sensación de estar leyendo dos relatos separados por el corte de Gretta en la escalera, pudo decirnos: “lo que en esta nueva ocasión de leer el relato se me produjo no tiene nada que ver con aquello; hoy no veo dos relatos por ningún sitio, y me atrevo a decirles que me paso al bando opuesto, el relato me parece tan compacto, me resulta de una compacidad tal que incluso aquello que di en llamar “corte” no tiene el mismo valor para mí”.
Los invito a que lean comparativamente estas dos intervenciones de Alberto Estévez, separadas por más de tres años, en esa cuidada recopilación de sus textos que nos entregó Miguel Alonso. Yo he hecho de los mismos una mínima utilización para exaltar sus dones de lector.
Deseo cerrar este homenaje insistiendo en su última lección, la que nos brindó en  un final en el cual las pulsaciones no se entregaron a la ceremonia canibalística de la devoración del cuerpo, sino que infundieron vida en un espíritu inquebrantable en su ardor psicoanalítico por la literatura y en su pasión literaria por el psicoanálisis.
Sergio Larriera


Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de Miriam Chorne

Cuando recibí la invitación para participar en este homenaje en memoria de Alberto, pensé inmediatamente que mi situación sería seguramente similar a la de muchos de los que están hoy aquí. Lo quería mucho sin conocerlo íntimamente y he lamentado mucho su pérdida, lo he echado mucho de menos, he extrañado su voz. Se hacía querer. Yo lo había invitado a compartir desde el Comité de redacción de la revista Cuadernos de Psicoanálisis la responsabilidad de esa publicación y siempre lo sentí cercano, a pesar de que su enfermedad le permitió apenas estar presente en nuestras reuniones.

Por eso he apreciado el envío del Libro de Alberto Estévez y he estado en numerosas ocasiones leyendo sus textos. Me llamó la atención que tras el primer texto, su comentario sobre Chesil Beach, un libro que amo particularmente, el segundo se refería a la experiencia de la muerte de un ser querido. Hablo de su interpretación de Un hombre en la oscuridad , de Paul Auster. No estuve en la reunión en que habló de ese libro pero leer el comentario de Alberto me dio ganas de leerlo. Como la lectura de muchos otros de sus comentarios. Lo haré seguramente.

Su resumen de Un hombre en la oscuridad dice: “Un septuagenario, enfrentado a la oscuridad obsidiana de su habitación a lo largo de toda una noche de insomnio. Cree haber encontrado una solución para no recordar a su amada esposa, fallecida poco tiempo atrás: consiste en contarse historias que él mismo inventa, darles una continuidad, esa es la solución. Una pequeña historia que consiga alejar los fantasmas.”  Y añadía que “hablar de solución parece poco apropiado cuando se trata de los efectos que la muerte o la dimensión de la pérdida tienen sobre nosotros.” Es extraño leer lo que decía sobre los efectos de la muerte o la dimensión de la pérdida hoy.

No sé si podemos hablar de solución, y sin embargo es verdad que frente al agujero en lo real que representa la muerte de un ser querido, movilizamos, aunque nunca es bastante, todo el arsenal simbólico e imaginario a nuestra disposición. Lacan lo dice bellamente refiriéndose al duelo por Ofelia de Laertes, su hermano y también al de Hamlet. “El trabajo de duelo se presenta ante todo como una satisfacción dada al desorden que se produce en virtud de la insuficiencia de todos los elementos significantes para afrontar el agujero creado en la existencia.”

Y añade en una comparación fulgurante que el duelo es una pérdida verdadera, intolerable para el ser humano. “La relación que está en juego es la inversa de la que promuevo ante ustedes bajo el nombre de forclusión cuando les digo que lo que es rechazado en lo simbólico reaparece en lo real.” En ese agujero en lo real producido por la muerte de alguien muy querido vienen a pulular las imágenes que conciernen a los fenómenos del duelo. En el caso de Hamlet añade Lacan, aparece en el primer plano de la tragedia, esa imagen que puede sobrecoger el alma de todos, el fantasma del padre. En nuestra experiencia más común es la sensación de haber visto a lo lejos en la calle a quien hemos perdido. O la idea de contarle algo a alguien, que ya no está. Eso me ha ocurrido viendo en la calle un hombre joven, elegante y que al apresurar el paso, y alcanzarlo, no era Alberto.

A fin de cuentas,” añade Lacan  “¿a qué están destinados los ritos funerarios? A satisfacer la memoria del muerto ¿Y qué son estos ritos sino la intervención total, masiva, desde el infierno hasta el cielo de todo el juego simbólico?”

Hay muchos hallazgos extraordinarios en los escritos de Alberto que nos han enviado y lamento mucho que la falta de tiempo no nos permita compartir algunos. Pero tal vez lo que más agradecí fue reencontrar su voz, volverlo a oír abriendo nuestras tertulias con esa enunciación fuerte, asertiva y sugerente.

No puedo extenderme mucho más pero permitidme que os recomiende algunos de los textos que más me gustaron Tierras de Poniente de J. M. Coetzee; Bartleby, el escribiente de H. Melville; Miss Dorothy Phillips, mi esposa de H. Quiroga; Indignación de P. Roth; y Al sur de la frontera al oeste del sol de H. Murakami.

En todos ellos es un privilegio compartir las reflexiones de Alberto. Reflexiones de una coherencia que nos revela la lógica del libro comentado. ¿No se descubre acaso en su descripción de Indignación la estructura misma del Hamlet? Ese mandato inconsciente del padre -condensado en el temor obsesivo de la muerte del hijo- obedecido también de manera inconsciente hasta culminar en la transformación de los designios del padre en el destino del hijo, su marcha como fusilero a Corea donde finalmente muere. El encuentro con la mujer Olivia, que hasta en su nombre evoca a Ofelia, y que termina como el objeto degradado que no se puede amar. Su huída a lo largo de la obra para terminar reconociendo “yo era mi padre, me había convertido en él”.  En otros casos como en el comentario del libro de Murakami, añade una sensibilidad que destaca la sensibilidad del autor. Subraya en su amor por la música el modo singular de composición de la obra: “Es como una línea de contrabajo a la parte rítmica de la canción, acompaña y sostiene, y si no estuviera la echaríamos de menos.” 

Miriam Chorne

Homenaje a Alberto Estévez. Comentario de Concha Miguélez

Buenas tardes a todos. En primer lugar quisiera recordar el comienzo de mi amistad con Alberto y, a la vez, rescatar  algo que me llamó mucho la atención cuando fuimos compañeros de estudios. Posteriormente voy a continuar con una intervención  que hizo  de un texto  que creo que  tiene relación con el  momento actual que nos ha tocado vivir a todos nosotros.

Conocí a Alberto hace muchos años, como estudiante en el N.U.C.E.P. Para mí era motivo de admiración por su tesón y gran preparación; presentaba sus trabajos como estudiante y también como psicoanalista. Yo pensaba que estaba muy bien preparado. Un día le pregunté si no podía dejar de asistir a las clases, él me dijo que no, que siempre se aprendían cosas nuevas, que le gustaba seguir estudiando. Pienso que sus presentaciones eran fruto del gran amor que sentía por el psicoanálisis y la lectura y daban cuenta de una   gran capacidad de síntesis, dominio del lenguaje y claridad mental. También quisiera destacar la belleza de sus intervenciones, de gran nivel intelectual y, además, acompañadas de su maravillosa voz. A mí,  particularmente, me trasmitía la pasión que tenía por los libros y el conocimiento de los autores.

Ahora me voy a detener en  unos comentarios que hizo Alberto al libro de Paul Auster. “Un hombre en la oscuridad”, en el que el autor da cuenta de la pérdida de un ser querido que acontece al protagonista, y este, con mucho esfuerzo, por medio de la fantasía elabora historias para tapar esa falta. “Tristeza, soledad, horror, son elementos constantes página tras página, pero a la vez, el autor, de manera sutil, configura una vía para la esperanza”

Al avanzar el libro, por suerte aparece la nieta. Las preguntas de la nieta empujan al abuelo a hablar de aquello que le pasa. Esto hace recordar la figura del psicoanalista con su paciente, que lejos de permitir taponar las historias con otras de la fantasía, pretende que se pueda decir algo, lo que sea, algo respecto a aquello que duele.

La curiosidad de la nieta le lleva a revivir su historia de amor, y lo que es más importante, el abuelo vuelve a tomar conciencia de que Sonia, su mujer, no solo era su tierra firme, sino incluso su conexión con el mundo.
Mejor así en cualquier caso, acaba Alberto, porque aunque sea con muleta, se trata de que podamos llegar hasta ese desayuno campesino que nos espera, y a que el peregrino mundo sigue girando.

Muchas gracias


Concha Miguélez

Homenaje a Alberto Estévez. Comentario de Carmen Bermúdez

Alberto, el apasionado

Alberto y yo no tuvimos una relación de contarnos intimidades, pero compartimos muchos años de nuestras vidas, lo que hizo surgir entre nosotros un gran cariño.
Lo conocí antes de que él comenzara sus estudios universitarios, cuando yo era compañera de su hermano mayor en la consulta de la que más adelante formó parte.
Hemos compartido acontecimientos personales de nuestras vidas, unos alegres, otros más tristes, y he podido ser testigo de cómo él se fue convirtiendo en un psicoanalista con un deseo muy decidido y también de cómo se fue gestando esta tertulia.
Recuerdo especialmente el día en que me contó cómo le había surgido el nombre: Liter-a-tulia y que iba a patentarlo, animado por sus compañeros en este proyecto. Recuerdo verlo leyendo los textos que iban a ser comentados y su creciente entusiasmo por las lecturas. A partir de ahí ya no dudé qué regalarle por su cumpleaños: un buen libro.
Fue llevando adelante este gran producto de su vida, acompañado de Gustavo y Miguel, sus grandes amigos y colegas.
Desde esos comienzos, hasta la última intervención que hizo en público en el curso de verano Lengüajes, organizado por Sergio Larriera, Alberto mostraba la pasión y el entusiasmo por una lectura de un texto. Vino en esa ocasión, a pesar de estar ya muy cansado,  a compartir con nosotros su nueva lectura de uno  de los relatos que había trabajado anteriormente en Liter-a-tulia, Los muertos, de James Joyce. Y este es el texto que he elegido para mi intervención.
En su comentario, Alberto nos habla del efecto “mágico” de haber leído nuevamente este relato y hacer en esta ocasión una lectura diferente, como si se tratara de otro texto y él fuera otro lector.
Y nos dice: “Cuando el peso de la vida hace desaparecer todo rastro de pasión, de deseo, en el sujeto, entonces es posible que esta magia a la que aludo no se produzca y nos encontramos con estos sujetos que son lineales, que son así y serán así hasta el final de sus días… son sujetos que están vivos, pero también un poco muertos”, haciendo alusión al protagonista del relato, Gabriel.
La lectura que hace Alberto del texto de Joyce está salpicada de la pasión por la vida que nos ha transmitido nuestro amigo hasta sus últimos días.
Como lo hace también al reproducir en su escrito el poema del andaluz Juan Peña, inspirado en el relato joyceano:
Pese a la enfermedad, la desgracia, el cansancio
Llevar en la mirada una pasión,
Que la vida nos duela
Que sea frágil y hermosa, como una nieve oscura
Cayéndote en los ojos
Y, por último, quisiera reproducir otra de las frases que me impactó de esta nueva lectura que hizo Alberto de Los muertos:Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión, que marchitarse consumido funestamente por la vida”.


Carmen Bermúdez

Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de María Lizcano

La gente se muere, ocurre todos los días y seguirá sucediendo hasta el final de los tiempos”. Pero este peregrino mundo no cesa de girar.

Con esta sencilla evidencia, recogida de la boca del protagonista de “Un hombre en la oscuridad”, abrió Alberto nuestra segunda tertulia, dedicada a Paul Auster.
Y añadía: “Estoy solo en la oscuridad, me cuento historias que me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar. Mis pensamientos derivan hacia las cosas que no quiero pensar. Invento historias para ahuyentar los fantasmas que me acechan. Pero, a veces, olvido lo que quiero recordar y recuerdo lo que prefiero olvidar”.
Y hoy,  aunque yo preferiría que no fuera así, nos reunimos aquí para recordar a Alberto. Yo diría que hoy, nos convoca la figura literaria de Alberto.

El primer día de la presentación de este espacio, nuestro compañero nos decía que el proyecto de Liter-a-tulia vio la luz gracias a un deseo que lo impulsó; el de Gustavo, el de Miguel Ángel, el suyo. Además, expresaba su confianza en que el saldo fuera positivo y estuviera pleno de interés. Hoy podemos decir que ese objetivo está cumplido con creces. Lo que en 2007 comenzó como una idea difusa, se pudo  materializar en octubre de  2008 y él nos habló de su satisfacción por poder presentar este espacio. Un lugar abierto al privilegio de darle la palabra al sujeto.

Más adelante, hablando del libro de Irene Nemerosky, nos dijo que la madre de Antoinette no se atrevió a jugar su propio deseo a la hora de organizar el baile. Contrariamente a ella, Alberto sí que se lo jugó. Se lo jugaba cada viernes, aquí, con nosotros.

También nos habló de la doble vertiente del deseo y de la incertidumbre de las primeras citas. Y nosotros, tuvimos el honor de dar juntos aquellos primeros pasos. Alberto, nos contaba mucho de sus sentimientos a lo largo de nuestras citas. Nos transmitía el sentido que daba a los relatos. Y a mí, eso me gustaba.

En relación  a la novela “La carretera”  nos habló del par belleza horror, como algo presente en la vida,  y nos decía que, en su caso, ese frío inhumano que invadía toda la obra también le alcanzaba a él, dejándole los pies helados mientras leía, porque sentía que cualquiera de nosotros podría ser el protagonista. Pero,  a pesar de las dificultades que surgían en esa escalofriante novela, Alberto nos dijo que le parecía una narración optimista. Optimista porque había fuego y ese fuego simbolizaba el deseo. Hablaba del fuego y del deseo como de algo que está en el interior de cada uno de nosotros y nos guía y nos ayuda a continuar. A seguir adelante.

Para mí, es evidente que  Alberto siempre sabía buscar el lado más optimista de cada relato. En otro hito de nuestro camino viajamos con el elefante del último libro de Saramago. Cuando Saramago estaba “entre esto y aquello” y en algún momento más próximo de “aquello que de esto” Alberto concluyó sobre ese viaje que si cada cual hiciera lo que puede, y respetara los sentimientos ajenos … el mundo sería mejor.

Considero que Alberto, a su manera,  contribuyó a dejarnos un mundo mejor: el del intercambio de las palabras, el de la escucha de los otros, el de los encuentros posibles.

Uno de los días que vino José María Merino, Alberto nos dijo que Lázaro resucitó porque le hablaron “de buenos modos”. Y aunque Alberto se haya ido y ya no pueda volver,  siempre nos quedarán sus “buenos modos” y sus palabras. Su ausencia evocará una cierta presencia en este espacio que alentó a nacer  y su recuerdo, y el entusiasmo que le caracterizaba, permanecerá entre nosotros cada vez que nos reunamos.

A mí, el recorrido con Alberto se me ha hecho muy corto pero me quedo con el buen sabor de haber sabido aprovecharlo.

Son curiosas las posibilidades que nos brinda el après coup. Por ejemplo nos permite rememorar que Alberto, en relación al relato de “Los muertos” de Joyce,  subrayó que es “mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión  que marchitarse consumido funestamente por la vida”.

Acabaré evocando el poema del poeta andaluz Juan Peña inspirado en esta historia de Dublinesses:

Pese a la enfermedad,  la desgracia, el cansancio
Llevar en la mirada una pasión,
Que la vida nos duela,
Que sea frágil y hermosa, como una nieve oscura
Cayéndote en los ojos”.


María Lizcano

Homenaje a Alberto Estévez. Intervención de Graciela Amorín

En abril del año 2012, le envié un mensaje a Alberto Estévez diciéndole que no podría asistir a la reunión de Literatulia porque un amigo mío presentaba su libro de poemas casi a la misma hora. Como nos conocíamos desde hacía años pero no recordaba, ni recuerdo, haber mantenido con él, nunca, una conversación, me sorprendió su amabilidad, su cortesía, cuando me respondió: “Entonces te echaremos de menos. Suerte para tu amigo, abrazos.”

   Hoy quisiera estar a la altura, al menos, de su amabilidad.
 
 La evidencia de cuánto me ha costado elaborar este pequeño escrito es para mí una prueba, por contraste, de cuán asombroso fue el talento literario que Alberto desplegó, sin pausa, a lo largo de casi siete años.
  
Al ver, luego de imprimirlas, las 155 páginas del libro escrito por él que nos envió Miguel Ángel, lo asocié con un diálogo leído hace más de 50 años en una obra de teatro de Paul Claudel ambientada en el Medioevo. A Pedro, un constructor de catedrales, le resultaba difícil creer en Dios. Le decía a su amada, que sí creía en Dios, lo siguiente: “Vete al cielo de un solo vuelo, tú que puedes, en tanto que a mí me es necesario todo el trabajo de una catedral.”
   
Estas 155 páginas eran la catedral construida por Alberto para acercarse, por si les daba alcance, a los escritores, también creadores de mundo. Así habló de ellos, alguna vez, Lacan. Y también señaló, en su “Homenaje a Marguerite Duras”, que los escritores llevan siempre la delantera a los psicoanalistas.
  
El escrito de Alberto que más me inspiró para hablar hoy de él es el referido al relato “La espina” de Ferdinand von Schirach. A su comentario él lo tituló, a su vez, “La sonrisa del buda”. Solo sabremos por qué cuando lleguemos a las últimas líneas, donde Alberto agrega un plus de sentido, que él reivindica como delirio propio.
  
Desde su pequeña cabeza tallada en madera, el buda se ríe, según Alberto, porque algo sabe del efecto de paréntesis que representan las dos mujeres del relato. Una, al comienzo, deja una ventana abierta y así permite que el viento haga desaparecer la ficha donde consta que Feldmayer, el vigilante recién incorporado al museo, existe. Lo dejarán olvidado, durante veintitrés años, vigilando siempre y a solas la misma sala y a la misma escultura.
 
 La otra mujer, al final del relato, disfruta de su primer trabajo como restauradora. Repara los efectos secundarios del descuido de la primera: el vigilante Feldmayer, perdidas también su razón y su paciencia, había alzado y luego estrellado contra el suelo al joven de mármol que por lo visto, sin su ayuda, no terminaría nunca de quitarse la espina que llevaba desde hacía siglos clavada en el pie izquierdo.
 
 El buda, continúa Alberto, se ríe porque conoce la condición humana y la espina clavada que ella conlleva. Y creo que tiene razón cuando dice que el buda sabe que lo mejor es no intentar extirparla. ¿Pero qué simboliza esa espina? ¿A qué resto incurable remite ella, según Alberto?
 
 ¿No se habrá curado él, muriendo, de ese resto incurable?
  
Lo digo porque pienso en un familiar mío muy cercano que, cuando lo creíamos ya muerto, abrió un instante los ojos y antes de cerrarlos para siempre, me miró sonriendo con una expresión de felicidad que yo jamás en la vida le había visto.
 
 Si Alberto agregó sentido a este relato titulándolo  ”La sonrisa del buda”, a mí me gustaría también agregar sentido a esto que digo imaginando que todos nosotros, y también Alberto, alguna vez formaremos parte de la multitudinaria Ceremonia del Aire que este mismo buda sonriente describe en el Sutra del Loto.

¿Acaso no hemos logrado estar todos juntos, durante siglos y siglos, los vivos y los muertos, siempre envueltos por el aire, viajando por el cosmos?                               
Graciela Amorín

Homenaje a Alberto Estévez. Escrito de Ignacio Castro

Si en Un dios salvaje una mujer dice algo así como "Un hombre que no se atreve a estar solo es ridículo", Alberto Estévez cumplía con creces este requisito. Incluso en la forma de morir, por lo que sabemos, mantuvo hasta el final esta gallardía. Fue capaz de retirarse, atender  a sus pacientes, cumplir los compromisos obligados y no quejarse demasiado. Sin ruido ni aspavientos, luchó hasta el final, incluso experimentalmente, contra una enfermedad diagnosticada tarde y de la que nunca tuvo un buen pronóstico.

Un hombre apuesto, hay que decirlo, más guapo de lo normal en nuestros pobres medios intelectuales. Y lo digo yo, que soy un envidioso y que además no entiendo de hombres. Pero sus camisas, su corte de pelo, su perilla, sus ademanes educados, irónicos y amables... Todo eso, junto a unas palabras precisas, transmitían el estilo de un dandy contenido, que quiere vivir en el siglo XXI. En paralelo, es curioso, al semblante de aquel otro caballero que recordamos en el campo analítico, Oscar Masotta. Ambos, sobria y discretamente elegantes. Ambos, dejando caer que en las formas, en el cómo de los detalles, se juega algo más que la superficie estética del mundo.

En este tipo de hombres la puesta en escena es el primer y último signo de un modo ético de estar en el mundo. Como si lo ético comenzase, más que por cualquier otra cosa, por las maneras con las que atendemos a la alteridad de lo que surge.

Buscar la fórmula, dicen que decía él, la forma nueva que puede lograr una bifurcación de las situaciones, haciendo fácil lo que para otros es difícil. De ahí su pasión por ese pensamiento sin escuela que llamamos literatura, un conocimiento de lo real que va por delante de todo saber especializado, por radical que sea. La literatura como esa certeza de que en el detalle, en la forma que tenemos de subrayar las escenas, se juega el curso de una vida. Sólo un ejemplo a propósito de Bienvenido, Bob, de Onetti, que algunos conocimos por Liter-a-tulia, el encuentro al que él puso el nombre: "es un cuento de lectura compleja, la sensación es que no se puede saltar una frase, una palabra, un coma, porque algo se extravió ahí".

Desde fuera, algunos adoramos el psicoanálisis como una de las cosas que han contribuido a ayudarnos a vivir, como la música de Wyatt y Cage, la filosofía, la pintura y los poemas, los rostros itinerantes de una humanidad desconocida, algunos whiskies tomados al atardecer... Y sin embargo, algunos de nosotros no veíamos a Alberto Estévez primeramente como psicoanalista. Ocurría con él lo que pasa con ese tipo de hombres que, precisamente por su relación directa con lo real, debido a cierta virilidad en lo trágico, nunca puedes adscribirlo del todo al campo profesional al que sin duda pertenecen. En virtud de su relación con lo impersonal que resuena, la persona (per-sonare) desborda ahí la identificación profesional con tal o cual campo. Se trata de hombres demasiado libres, y heterodoxos, como para no tener siempre un pie fuera, éxtimos a su más propio territorio.

Sin duda, Alberto encontró en la literatura una vía para confirmar lo oculto, latente en esta barbarie de la iluminación perpetua, en los lugares y los momentos más insospechados. La sombra que se adelanta al cuerpo.

Por encima de todo, un hombre que está antes que el intelectual, aunque éste sea lacaniano. Y emanando además la reconfortante sensación de que el psicoanálisis es, a la postre, una de las variantes más dignas del acercamiento moderno a una verdad sombría, y asimismo traviesa en el caso de Alberto, que probablemente comenzó mucho antes de Sócrates. De ahí que cierta clase de psicoanalistas, como él, transmitan ante todo la impresión de una buena relación con la duda. Una desenvoltura en lo negativo (esa ironía, esas camisas, esa educación esmerada) de la que carece la media humana contemporánea, incluso cuando presume de radical.

La norma, de la que él se reiría, es un exceso idiota de positividad, de este optimismo histórico que (con o sin el canon kantiano) obliga a ignorar, incuso entre los amigos, todo lo que sean zonas de sombra. La excepción consentida a la norma, que constituye a las minorías, es un trato cristalizado con la alteridad, salpicado de algunos nombres propios venerables, que justifican una buena competencia profesional en el reverso de nuestra cultura de masas. Pero creo que él no era ni una cosa ni otra. Más bien, digamos, mantenía una buena relación con lo para siempre minoritario, aquello que no cabe en ninguna de las minorías consagradas.
De esta buena relación con "lo desconocido sin amigos" (Blanchot) provenía tal vez esa presencia cabal que inspiraba confiaba y hacía fácil lo difícil. Quiero decir, evitando esos enredos neuróticos con los que tapamos la seriedad cotidiana de lo mortal, el reto común de lo trágico.

A su manera afinada, Alberto Estévez mantenía una relación personal con lo impersonal que late en el mundo, este misterio de vivir en unos límites atemporales que nos rodean. Por eso sus maneras no sólo hacían fluido el trato con los terrenos más ásperos, sino que quizás facilitan ahora este inevitable trabajo de duelo.

Es posible que, en su  modo de ser y de estar, Alberto ya cuidase y tratase lo imposible que ahora heredamos de nuevo, en el centro de la escena más diáfana.

Es así que, en definitiva, su muerte, siendo para algunos de nosotros incluso sorpresiva, resulta cercana a un sentido real cuya inocente dureza hace secundarias las habituales distinciones entre lo laico y lo religioso, entre lo sagrado y lo profano. De alguna manera, siempre nos habló desde algo impronunciable que latía en su acento. Como si lo que ocurre, con toda su estupefacta contingencia, fuese el único modo contemporáneo de entender lo universal.

¿No es esta pequeña alegría, juguetona y sin causa, otra de las herencias que le debemos?


 Ignacio Castro Rey. Madrid, 26 de septiembre de 2015