sábado, 16 de abril de 2011

El sujeto y su aventura de leer. Por Viviana Rosenzwit

Desde hace tiempo, indagar sobre el vínculo entre el lector y sus lecturas desde una mirada psicoanalítica me moviliza a investigar. ¿Dónde radica la importancia del leer para el psicoanálisis? A partir de mi propio recorrido, se me ocurrió lanzar el Taller on-line: La aventura de leer, desde el psicoanálisis.

Parafrasear a Jacques Lacan en su aseveración del psicoanálisis como una aventura única, me pareció a la vez tanto un desafío como una vía y asimismo, un indicio a fin de lanzarnos a nuestra propia aventura de leer, desde el psicoanálisis.

En tanto aventura única, el psicoanálisis constituye un trabajo multiplicador. La propuesta apunta a bucear en lo referente a la lectura propiamente dicha, dejando abiertos ciertos interrogantes que iremos desplegando en una labor de ida-y-vuelta con los participantes e invitados sorpresa. Ineludibles, un manojo de preguntas operan al modo de disparadores: ¿Qué es leer? La lectura creativa. ¿Qué leer? ¿Cuál es la importancia del leer en psicoanálisis? ¿Existe la vocación de lector? ¿Qué nos atrapa de la lectura? ¿Tenemos nuestro propio estilo para leer? ¿Leer todo lo que esté a nuestro alcance? ¿Leer en transferencia? ¿Cómo transmitir el deseo de leer? ¿Cómo organizar el material, dónde y cómo buscarlo? Las bibliotecas, nuestra biblioteca. Formalizar nuestra búsqueda, saborear el tema, adquirir estrategias, darle todas las vueltas necesarias a los textos hace al trabajo de producción.

Mientas buscaba un título para el Taller, leí que Lacan en el Seminario 10 La angustia dice: La ficción literaria provee de una especie de punto ideal. Cabe preguntarse: ¿Un punto ideal para qué? Y afirma: Eso que hace al psicoanálisis una aventura única es esta búsqueda de la agalma en el campo del Otro. Psicoanálisis, aventura, búsqueda, intercambio, deseo, ficción, leer... y así nació: La aventura de leer, desde el psicoanálisis.

A poco de andar, uno puede percatarse que no tiene nada de ingenuo el preguntarse por el “leer”.

Al terminar su libro, Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler, Theodor Reik nos advierte que, como acostumbraba afirmar el propio compositor, la parte más importante de la música, no la encontramos precisamente en las notas.

Siguiendo esta línea, empezamos a darnos cuenta que la parte más importante de leer, no la encontramos precisamente en pasar la vista por algo escrito interpretando los signos (como explica la definición del diccionario).

El término leer nos hace cosquillas, parafraseando a Lacan en el Seminario 20, Aún sobre la cultura. ¡Qué bueno! Porque estas cosquillas nos sacuden, abren preguntas y mantienen despierto nuestro interés.

Descubrimos que existen varios modos de leer pero por sobre todo, descubrimos que mucho más se dice del leer poniéndolo en práctica. No hay una lectura verdadera ni absoluta, lo que sí hay son puntos de vista: el ojo de la lectura. Y como somos sujetos, cada lectura está atravesada por la subjetividad y la historia de cada quién.

A modo de ejemplo, me gustaría tomar lo que estuvimos trabajando recientemente sobre la lectura creativa.

La lectura es siempre particular, para mí es un acto del sujeto, a quien me gusta llamar para estos fines: sujeto lector. El sujeto lector es aquel que se deja sorprender, el que se enfrenta decidido al juego de la búsqueda y del encuentro. Aquel que no se deja apabullar ante un nombre famoso de un autor o un título transformado en el best-seller de turno. Freud mismo no se detuvo ante la lectura de las dificultades, de los límites del psicoanálisis. Sin olvidar el modo lacaniano para leer, que bien podríamos relacionarlo con la lectura creativa; un lector que confronta, que polemiza con otras lecturas demostrando la incidencia de la lectura en la práctica psicoanalítica y la formación del analista. Hay diversas lecturas posibles pero también distintas formas de leer; entiendo que no es lo mismo leer por placer que leer para traducir, para estudiar, para investigar, para hacer una crítica, etc. y resulta importante marcar estas diferencias revisando el caso por caso.

Ahora, si nos encontramos hablando del concepto de “lectura creativa” es porque evidentemente hay un giro en la concepción actual del lector y la posición subjetiva en el acto de leer. Ese cambio de posición en el eje autor-texto-lector, para mi también se relaciona desde el psicoanálisis al sujeto del inconsciente. Resumiendo, podríamos nombrar tres etapas a lo largo de la historia: la preocupación por el autor (romanticismo y siglo XIX), luego vino el interés exclusivo por el texto (s. XX) y en la actualidad (s. XXI), el foco se encuentra en el lector. Nadie, por fortuna, sabe cómo sigue!

A partir de otras lecturas y lo que se fue trabajando en el intercambio del Taller, es que se me ocurrió invitar a Gustavo Dessal a participar de nuestro debate. Con él enlazamos la lectura creativa, la impresión de nuestras primeras lecturas y desde el escritor, la escritura creativa, lo ficcional. Sin olvidarnos que leer / escribir son dos polos de la misma operación. Los invito ahora a ustedes, lectores del blog, a compartir parte de nuestra experiencia con el anhelo de que la aventura continúe...

- Viviana: Si pensamos que leer y escribir son dos polos de lo mismo, te pregunto a vos como psicoanalista y escritor, ¿qué efectos de lecturas descubrís a la hora de escribir? Desde tus primeras lecturas que hayan marcado algún momento de tu historia, hasta tu formación como analista.


Gustavo: La lectura. Desde la infancia, la lectura me ofreció un refugio. Abrir un libro, sumergirse en una historia, era (y sigue siendo hasta la actualidad) un modo de escapar al desasosiego de la vida, a los pequeños o grandes infortunios. Una manera de doblegar la angustia, de apaciguarla con el encantamiento de un relato, de remontar vuelo y alejarse por un instante de aquello que nos atormenta. Muy pronto el aprendizaje de la lengua inglesa me puso en contacto con los grandes escritores: London, Conrad, Saki, Saroyan, Chesterton, Melville, Maugham. Ellos me enseñaron la base de la escritura. Es difícil distinguir qué es lo que cada uno me ha dejado, pero sin duda todos ellos confluyeron en algo común y definitivo: mi admiración por el cuento, el género que considero el más perfecto, el que requiere el concurso de todas las fuerzas de la imaginación y la minuciosidad del artesano. Un buen cuento, incluso solo uno, puede justificar por sí mismo a un escritor. Si acaso Borges no hubiese escrito nada más que El Aleph, habría bastado para hacer de él alguien excepcional.


Freud no tardó en reconocer que el psicoanálisis indaga en el territorio que los escritores y poetas han transitado primero. En mi caso, como no poseo el genio, me valgo de mi relación con el psicoanálisis para entrar en algunas regiones que de lo contrario me estarían vedadas.


Viviana: ¿Cuál es para vos el fino límite que separa lo ficcional de los acontecimientos? ¿Lo verdadero de lo verosímil? Incluso cuando creás tus personajes, ¿qué procedimientos se ponen en juego a la hora de escribir ficción? Por ejemplo, en tu libro Clandestinidad los personajes centrales bien podrían ser reales, personas que cuentan su historia atroz verificable y nada más, pero esto no es así. No es un relato llano sin embargo, al leerlo nos metemos en un mundo ficcional que nos atrapa. Nos confronta con el mal, con un sujeto vaciado que parece ser puro semblante.


Gustavo: "La vida tiene vocación de cuento", dijo una vez Manuel Rivas, el escritor gallego. Cómo no habría de tenerla, si el ser humano es la única criatura que vive en el interior de una ficción, irremediablemente. No podría sobrevivir fuera de ella; más aún, ni siquiera podríamos concebir la existencia de un sujeto sin incluirlo en esa ficción, como un personaje que se desconoce a sí mismo, y que representa un guión que no ha escrito. Los griegos creían que eran los dioses los que escribían la historia de nuestro destino, y no estaban muy alejados de la verdad. Podemos llamarlo de otro modo: el inconsciente, el deseo del Otro, pero en el fondo se trata de lo mismo. La literatura entraña una dificultad añadida: para atrapar al lector, es preciso despertar en él la "fe poética", convencerlo de que acepte ciertas reglas, que acate la lógica que el relato le va a proponer. Si lo conseguimos, entonces nos seguirá dócilmente, y aceptará incluso lo imposible sin rechistar. Para retomar tus términos, el lector quiere que volvamos verosímil la verdad. La gente se muere a cada rato, de mil maneras diferentes. Pero en una novela, el personaje no puede morir de cualquier forma y a cualquier hora. Su muerte está al servicio de una causa, y el escritor es el dios que debe saber cuándo enviar el ángel que acabará con su personaje. Si no lo hace en el momento preciso, entonces el lector no se lo cree.

Si el protagonista de Clandestinidad fuese una persona real, tal vez no tendría todos lo rasgos del personaje, ni actuaría de modo idéntico. Quizás sería difícil encontrar a alguien que respondiese exactamente a sus características, al menos que las poseyese todas. Sin embargo, uno cree en él. Cree en su existencia. Puede despertar un odio tan intenso como si fuese el retrato de alguien real. Eso es la literatura. Se parece al mito del Golem, solo que en lugar de barro se emplean palabras para fabricar seres e insuflarles el aire de la vida.


Viviana Rosenzwit

jueves, 14 de abril de 2011

El espacio poético en La noche boca arriba de Cortázar. Comentario de Miguel Ángel Alonso

Lo que resulta más fascinante de la literatura de Cortázar es la superposición de los espacios, de los tiempos, la extrañeza de tantas palabras, la convivencia del sentido y el sinsentido, así como la sensación de un tránsito casi imperceptible de unos lugares a otros, tantas veces sin estridencias, sin grandes sobresaltos, sin grandes conmociones, como si la cosa fuese, naturalmente, humana, otras veces tránsitos verdaderamente angustiosos como ocurre en el relato que hoy nos ocupa. Sin duda, para Cortázar, la realidad sobrecargada de límites y de sentido resulta prosaica y dice poco, de manera que, como tantos otros precursores literarios del ser, encuentra en lo poético el verdadero topos en el que el hombre puede ser, o si no, no será.

Cortázar es una de las voces privilegiadas por lo poético. No en el sentido del verso, no en el sentido del género poético, sino en sentido heideggeriano, considerando que su palabra está escrita para fracturar la lógica gramatical, la lógica del lenguaje, como único modo de alcanzar un lugar que nunca se elude en sus relatos, esa dimensión en la que el ser humano ya no es el de las consistencias, el de las realidades convencionales y de la conciencia, sino que soporta su evanescencia, el vacío del ser, ese agujero sobre el que las letras no pueden sino saber que juegan para escribir, siempre, palabras extrañas como un invento, rayuelas, palíndromos, cronopios, conejitos vomitados, sueños tan irreales como la vida misma, bestiarios sin miedo, constituyendo todo ello la aceptación del misterio que habla en nosotros: el lenguaje.

Así, los juegos de su letra, nosotros hemos de tomarlos muy en serio, pues no son otra cosa que el trazo para acceder al acto, el acto de Cortázar, ese que diluye la razón rancia para adoptar como supremo valor la palabra plena que no admite fáciles significados, que coquetea con el sinsentido y hasta con la necedad, excelencias que Cortázar sabe más próximas a la verdad que cualquier prosaica realidad. Sólo con ellas es posible hacer consistir nuestras paradojas más preciadas, la lectura de lo que sin saber sabemos y la inquietud inevitable de lo que, indefectiblemente, no podremos saber. Así es como nos encontraremos con Cortázar en las marejadas y en los impasses del lenguaje.

El día y la noche, el sentido y el sinsentido, la consistencia y la inconsistencia, el valor y el miedo, esa contraposición de espacios que se dibujan en La noche boca arriba, hacen resonar las preguntas clásicas pero claves: ¿Qué es la realidad? ¿Cuáles son sus fronteras? ¿Cuáles son los auténticos renglones, los que escriben el saber, o los que señalan el no saber? ¿Escribimos o somos escritos? ¿No somos nosotros mismos, nuestro cuerpo, la página sobre la que se escribe?

Coger una moto en la realidad –aparentemente consistente— sólo puede hacerse para introducirnos en la contingencia, esa que espera en cualquier esquina del más apacible paseo que se pueda disfrutar entre árboles y jardines. Ahí surge el accidente, se rompe el renglón que caminaba, prosaico y derechito, hacia un destino que nunca será. Pero, si bien lo miramos, siempre es un accidente el que posibilita el tránsito hacia otro lugar. El accidente contingente surge rompiendo el orden, abriendo un agujero por el que la vida es convocada hacia escenarios ignotos, longincuos, desconocidos –o quizá no tanto—, pues el protagonista de la noche, el que se sitúa boca arriba, el que sueña, el que se ve empujado hacia ese Otro lugar, no puede siquiera dudar que, en ese otro escenario, es él mismo.

Con estos precedentes, la experiencia al terminar de leer La noche boca arriba fue el asalto que experimenté por parte de la palabra realidad. Pese a no ser nombrada ni una sola vez en el relato, me asaltó para solicitarme una delimitación dentro del mismo ¿Era realidad el accidente? ¿Era realidad el hospital? ¿Era realidad la selva? Por muchas precisiones que traté de establecer, ninguna consiguió disolver la ambigüedad, ninguna alcanzó a delimitar una realidad en la confusión de tiempos y espacios comunicados por los múltiples laberintos que escribe Cortázar.

Esta es la extrañeza que provoca el cuento, e incluso, si bien lo miramos, la misma vida. Uno, al igual que el motorista, siente con certeza el espacio de la realidad mientras no se lo plantea, o mientras no sucede un accidente, real o gramatical. Pero en cuanto quiere precisar ese espacio, entran tantos elementos en la consideración, tiempos que parecen reales y no lo son, otros que parecen anacrónicos y sin embargo son más reales que los reales, memorias equivocadas, olvidos que no son tales, sino elipsis que pertenecen a un lenguaje Otro, de tal manera que ya uno empieza a dudar si verdaderamente es motorista o es moteca.

Dos polos marcan el relato, el accidente y la muerte. En el medio, en detrimento de la realidad, encontramos, profusamente, al sueño. Y encontramos dos vertientes. Por un lado, lo que el mismo relato denomina sueño mentiroso que se muestra como conciencia, el del hospital, no pasa de ser más que un piadoso entretenimiento, un sosiego para la angustia del vacío y de la muerte. Es el sueño de estar en la vigilia, en la realidad de un hospital protector que ofrece seguridad, donde el motorista reconoce un espacio, puede nombrar los objetos, la ventana, la botella de agua, al compañero de habitación, puede nombrar la noche, puede comer, beber, ser tocado por las enfermeras, por lo médicos, etc.

El otro sueño señala un destino fijo. El del ser humano ante la muerte. Es el tiempo sagrado que no depende siquiera del número enorme de sacrificados por causas banales, sino que depende simplemente de la misteriosa voluntad de un sacerdote, único capacitado para detener la duración no estipulada de ese tiempo sagrado. Qué mejor forma de hablarnos de nuestra esclavitud en relación con el tiempo. Ante ese tiempo sagrado, la realidad sólo puede mostrar su carácter de defensa, de alivio, al igual que las supersticiones plasmadas aquí en el amuleto protector. Nada puede protegernos de nuestra irremediable finitud mientras el tiempo sea infinito, de tal manera, la mentira de la realidad hemos de reconocerla, eso sí, como un consuelo, como una distracción que nos rescata, temporalmente, del abismo.

Pero como ocurre en toda vida, el protagonista siempre está convocado, a través de infinitos corredores, zaguanes y laberintos, de unos a otros lugares, desde el sentido al sinsentido y viceversa:

“el largo zaguán del hotel”; “ya la náusea volvía poco a poco, mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros”; “estaba corriendo en plena oscuridad”; “me salí de la calzada”; “tal vez la calzada estaba cerca”; “al lado de la noche de donde volvía”; “el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final”; “y el pasadizo seguía interminable”

Elegí este último pasadizo a conciencia: “Y el pasadizo seguía interminable”. Me evoca una especie de fuga del sentido, como un ombligo del sueño verdadero, por donde, más allá de la interpretación, aparece la indefinición, algo inescrutable que no se puede delimitar, un lugar donde resulta imposible cerrar una significación definitiva. En el párrafo final, me parece que todos encontramos algún sentido, alguna interpretación, pero, por otro lado, quedamos confusos, insatisfechos, incompletos. Es lo que tenemos que aceptar. De ahí que no pueda extrañarnos que no aparezca, en todo el relato, la palabra realidad. Porque quizá, como quedó escrito en la historia de la literatura, la verdadera esencia del protagonista sea el sueño.

Estamos habitados por la palabra, eso susceptible de moldearse como gramáticas férreas de piadosa mentira o configurarse como un juego de esencia poético ajeno a la gramática, ese juego donde la palabra es conciencia e inconsciencia, sentido y sinsentido, vigilia y sueño y las dos cosas a la vez. Es la morada de Cortázar

Miguel Ángel Alonso