sábado, 9 de octubre de 2010

Carta abierta de Horacio Quiroga

Horacio Quiroga

Quisiera comenzar mi presentación con el momento culminante de mi existencia, con la revelación, el sobresalto ante una naturaleza imponente que se extiende ante la vista y te reclama, incluso para un uruguayo nacido en Salto.
Acompaño a mi amigo Leopoldo Lugones como fotógrafo a una expedición a Misiones, donde se hallan las ruinas jesuíticas, y me viene la gracia al saberme rodeado de lo salvaje. Adiós al dandy que fui, al sombrero y al frac, adiós a los cafés y las tertulias literarias donde dejé establecidas las reglas a seguir en la redacción de cualquier cuento, adiós a la vida cosmopolita del París que visité en mi juventud o incluso el más provinciano de Montevideo. Adiós a las lindas chiquitas a las que cortejaba con la oposición de sus padres tras largos pedaleos en bicicleta. A partir de ahora, conocida la verdad, esta gigantesca belleza, en medio de ella, voy a instalarme.
Arrastraré a Ana María mi joven esposa, y a sus padres si es preciso, construiré un hogar con mis propias manos, sembraré mi futura comida, pescaré, cazaré, y escribiré de lo que estoy viviendo.
Así que compro tierras algodoneras en Chaco por siete mil pesos, último dinero de mi herencia, y aunque se me arruinen las primeras cosechas me instalo frente al río Saladito. Mi escritura cambia; si siempre fue desnuda y directa, ahora se me compara con quien más admiro, Allan Poe. Tras el fracaso, regreso a Buenos Aires, escribo cuentos de terror, y cuentos que algunos creen para niños donde los animales no sólo hablan como las personas, sino que son los protagonistas de las historias. Como en las fábulas pero sin pretensiones educativas. Un paréntesis para volver a la selva, ahora, adquiriendo 185 hectáreas con las facilidades que procura el gobierno, junto a la orilla del río Paraná, donde mientras construyo mi futura casa, doy clases de castellano.
Y aquí me traigo a mi alumna Ana María convertida en mi esposa y traemos nuestra primera hija al mundo, yo mismo soy la comadrona, nuestra Eglé, tras un parto natural que consiente tras vivas protestas. A ella no le gusta la selva, teme lo salvaje. Nuestro segundo hijo, Darío, nace en un hospital de Buenos Aires. Para ayudarme a subsistir me nombran Juez de Paz en San Ignacio, pero mi actuación como funcionario es penosa, soy descuidado, y anoto en papeles, bodas y defunciones, que archivo en una lata vieja.
Llegado a este punto, mi vida se convierte en materia de leyenda y mis biógrafos se ponen las botas. Dicen que, igual como domestico animales salvajes que corren por la selva, educo a mis hijos para sobrevivir en ella; claro que les dejo solos en la selva por la noche, o con los pies colgando de un precipicio pero olvidan que ellos me adoran, ignoran nuestros paseos en piragua, nuestras exploraciones en este rudo paraíso. ¿Y ella? Pues sí, es verdad que no quiero oír mencionar palabras tales como huída, fuga o marcha a la capital. Rechazo con todas mis fuerzas la palabra “rendición”, y tampoco acepto que se vuelva sola. ¿Conclusión? Bien drástica. Ana María se vuelve depresiva e ingiere veneno tras una pelea con mi dominante persona.
Cierto que finalmente se salió con la suya y que no se lo perdonaré nunca. Cierto que me obligó, si no en vida, muerta, a volver a Buenos Aires con los niños y aceptar un cargo.
En mi sótano de la Avenida Canning, surgen libros de éxito, “Cuentos de amor de locura y de muerte” y mi obra más famosa “Cuentos de la selva”. Hombre urbano a la fuerza, hago crítica cinematográfica y hasta escribo un guión de cine.
Y otra vez amor, y esta vez la chica sí quiere vivir en la selva, mi manía, mi locura, y hasta intenta convencer a sus padres. Hago cuatrocientos sesenta kilómetros en motocicleta para verla. Finalmente he de renunciar, como siempre, por los viejos. Trato de consolarme. La ciudad posee sus ventajas, tiene la música de Wagner que es mágica, pero no existe placer que iguale a pilotar la barca que me he construido “Gaviota” para remontar los ríos.
Por fin, en 1932 vuelvo a Misiones, ya con 52 años y una nueva esposa, una jovencita bellísima que sólo aguanta tres años a mi lado, y me abandona después de convencerme de que nos traslademos a Posadas. Se va a Buenos Aires con nuestra hijita y me deja enfermo de la próstata, solo en la selva, solo y viejo y enfermo, es decir, débil, inerme ante lo que más admiro. Vencido, sí, vencido.
Hasta que no puedo más del dolor, dolor de espíritu y del cuerpo y me diagnostican un cáncer. La Junta de Médicos me explica lo grave de mi situación. Paseo por la ciudad dándole vueltas al asunto. Sé que en los sótanos del Clínicas hay un ser deforme, un pequeño monstruo, que solicito instalen junto a mí. Acceden. Nos apreciamos mucho, este Batisstesa será mi último compañero, él me ayudará.
En efecto, pido cianuro en la botica, ¿para qué lo quiere? Preguntan. Pues para tomármelo, les digo riendo y me sirvo un vaso lleno hasta el borde en el hospital junto a mi amigo
En mi época está muy mal visto el suicidio si se acude en demanda de legalidad, piden permiso, y se lo niegan. A Leopoldo Lugones le molestó en el velatorio mi sonrisa, o eso dijo, pero al año siguiente hizo lo mismo. También Eglé y Darío, mis hijos jóvenes tomaron parecida iniciativa. Y esta otra amiga, la poetisa Alfonsina Storni que tan simpáticos versos me dedicó. Cierta violencia me persiguió siempre, o debí de buscarla, porque una vez se me disparó la pistola y maté a mi amigo que iba a batirse y…
Me despido, estoy harto de tantas anécdotas. Me editaron mucho, sobre todo “Los cuentos de la selva”. He sido reconocido como maestro de cuentistas, con influencia decisiva en los más grandes escritores latinos, incluido por un tal Eduardo Mendoza, un paisano suyo, en la Biblioteca Universal de Maestros Hispánicos. Recientemente editorial El Nadir, publicó “Historia de un amor turbio” con ilustraciones de un tal Brené, o René o, no importa, una novelita de corte autobiográfico, donde me presento enamoradizo de dos hermanas, una de ellas como siempre, niña.

Ya saben donde pueden encontrarme, o escribirme. A lo mejor les contesto.

Blas Parra

viernes, 8 de octubre de 2010

Una isla en medio de la fatalidad; comentario de MªJosé Martínez Sánchez sobre el libro Raros Matrimonios


Un saludo afectuoso a todos los componentes de Liter-a-tulia, 2010-2011, esa tertulia que vuelve a convocarnos en las tardes de los segundos viernes de mes, para comentar, en este caso, tres cuentos de Horacio Quiroga que la editorial El Nadir ha publicado este mismo año.
Se trata de tres narraciones que, a modo de cuento, y de manera fantasmagórica, en el primer caso, nos muestra a un protagonista no demasiado desgraciado, que nos confiesa que todo lo narrado fue un sueño del que dará buena cuenta a su amada Dorothy Phillips, a la que hubiera querido para esposa. Y con este poco comprometido desenlace, Horacio Quiroga se va del primer cuento, confirmándonos que éste fue algo solamente imaginativo, algo que ya pasado, y algo que leímos de un tirón, intentando sacar alguna consecuencia.
Estas son algunas de las necesarias características del género además de contener alguna figuración simbólica de la líbido que sea útil para todos y que de no ser contado así, como cuento o leyenda, en la vida real no apreciaríamos. Se trata, pues, de hacer un aprendizaje simbólico, ameno y fácil, para que “las cosas de la vida” no nos cojan desprevenidos. Y digo fácil, aunque algunos de los cuentos tradicionales sean muy crípticos, cosa que aquí no pasa.
Así tenemos en el primer cuento, a un Guillermo Grant, irónico idealista, que comienza a contar su historia rodeándola de mucho misterio, para seguir confesándonos que le fascinan los bellos ojos de una mujer, algo que le parece lo más determinante y maravilloso del mundo; esto le hace cometer urdir una historia inverosímil sobre su persona para disimular su turbación ante el amor que dice sentir hacia una mujer, ya real, a la que tiene la pretensión de haber visto como nadie vio ni apreció en su vida. Es curioso ver como el protagonista aplica a los ojos de una mujer, unas razones imaginarias para enamorarse de ella, al igual que hacen las mujeres en el mito del D. Juan, atribuyendo al hombre unos encantos, unos poderes tales que lo hacen irresistible.
Luego, en El Idilio, nos encontramos con un relato tan cómico como previsible, en el que el protagonista nos cuenta el vértigo que siente al acercarse demasiado a los paraísos prohibidos que imagina en la mujer a la que corteja con diálogos y frases insustanciales, propias del peor XIX, en tanto camina a una solución tan fácil como alocada y apasionada, al igual que pudiera ser la de cualquier amor que se tuviese por verdadero.
Y, finalmente, con un comienzo casi de “érase una vez”, con palacio encantado, con un bosque que a él le recordaba la selva en la que estuvo, tenemos el relato en el que nos cuenta cómo un hombre puede demostrar que es un ser libre, pero en el que también nos dice de qué manera su esposa le sigue automáticamente en ese proyecto. Y digo automáticamente porque nadie nos da razón alguna que justifique ese seguimiento, al igual que nadie comprende bien por qué el campesino vende su caballo para aportar su dinero a esa causa del marido. Creo que es aquí donde al cuentista la historia se le va de las manos, ya que Nicolás Dimitrovich Bibikoff, capitán ruso de artillería, es un ser enfermo y extremista, al que los demás le siguen el juego, como si fueran comparsas, en una historia de la que pienso que ni el propio Quiroga se cree, pero en la que se recrea al contemplar a una mujer, de nuevo, que por arte de magia pasa de estar mal vestida y fea, a ser una aparición bellísima tendida en una “chaise longue”, que ofrece al visitante una blanquísima mano en un abandono admirable.
Y aquí sí. El cuento de hadas, referido a la mujer, parece haberse cumplido, aunque después se rompa el encanto, y ella, de forma inverosímil que sólo justificaría un gran amor, vuelva junto a su marido, tal vez a vivir de la misma penosa manera que al principio, porque, como el mismo autor nos dice, el capitán ruso había empleado un material demasiado noble, para una pobre retórica.
¿Quiso Horacio Quiroga probarnos con este cuento, y convencerse a sí mismo de la posible existencia de tan hermoso amor en medio de tanto desvarío? ¿Quiso hacer un relato romántico dentro de esa América profunda?
No lo sabemos. En todo caso, es difícil establecer cierta relación de lo contado con su terrible y desgraciada vida rodeada de muerte y fracasos sentimentales por todas partes. Primero fue su padre muerto en accidente de caza, luego su padrastro suicidándose igualmente con escopeta de caza sin darse cuenta de lo ve su hijastro, otro amigo muerto por arma de fuego cuando ya había regresado de París, donde había dilapidado su fortuna, dejando atrás un idilio juvenil frustrado, al que siguió, ya en Buenos Aires, un matrimonio desgraciado con una alumna suya que acaba suicidándose con sublimado corrosivo y muriendo en las tierras de el Chaco tras una larga agonía. Su último matrimonio, con una jovencísima amiga de su hija, también fracasó, y él acabó suicidándose con cianuro el 19 de febrero de 1937, ante la idea de una enfermedad irreversible.
Nos conformaremos, pues, con apreciar, en cada cuento, tal como quiso hacer, la unidad que nos marcará una delgada línea emocional dentro de cada historia.
Así, ilusión y promesa aplicadas sobre unos ojos, el azar como cómplice de una historia deseada, casi infantil, y una triste leyenda, de locura y muerte en vida de la mujer que pudo estar destinada a desarrollar una historia propia, en lugar de acompañar a aquel hombre, capitán de sí mismo, que creyó valer más que cualquier otra cosa.
Horacio Quiroga y estos tres cuentos, un tanto ingenuos, una isla en medio de la fatalidad.
Mª José Martínez Sánchez

lunes, 4 de octubre de 2010

Próxima tertulia. Raros Matrimonios. Tres cuentos de Horacio Quiroga recopilados por Editorial El Nadir.

Damos comienzo a un ciclo en el que dedicaremos la tertulia, única y exlusivamente, a leer a alguno de los cuentistas más significativos de la Literatura para disertar sobre sus cuentos. Nataniel Hawthorne, Antón Chejov, Stephan Zweig, Jorge Luis Borges, Franz Kafka, J. D. Salinger, etc, conformarán un programa que creemos verdaderamente atractivo.

Raros Matrimonios es el título que nos convoca para la primera tertulia del ciclo 2010-11 que celebraremos el día 8 de Octubre en el Restaurante Este o Este, C/Malasaña 9 en Madrid. Contiene tres relatos de Horacio Quiroga recopilados por la Editorial El Nadir: Miss Dorothy Phillis, mi esposa; Un idilio; La voluntad.

Las rarezas matrimoniales de estos relatos lo son, no porque las relaciones que nos muestran entre hombre y mujer y las soluciones que se precipitan, estén alejadas de la experiencia común, sino porque se inscriben en una lógica que se sitúa más allá de los limitados anhelos de la conciencia, o de la convención que trata de establecer una ley sustentada en ideales de conducta moral.

Estos cuentos nos enseñan lo que la norma no logra atrapar, esa otra lógica, también humana, que se vincula con el devenir del deseo, a veces errático y a veces punzante, cuando no escandaloso. Y en este plano, todos los matrimonios son un poco raros.

Podemos, quizá, establecer el acuerdo de que en el amor entra en juego el anhelo de completitud que, supuestamente, vendría de la mano del partener. Pero también habría que aceptar que entre el hombre y la mujer siempre se yergue alguna imposibilidad y un elemento difícilmente domesticable: el deseo. Con estos ingredientes, amor, imposibilidad y deseo, los relatos de Horacio Quiroga, en general, ya desde los Cuentos de amor, ejemplifican la multiplicidad de situaciones, de papeles y problemáticas, de conflictos que hemos de asumir en el terreno de las relaciones amorosas. Se camina, con frecuencia, de lo que nos parece la totalidad de un encuentro, al sentimiento de la más profunda división producido por el desencuentro; de lo que parece una dicha plena, al indigno estrago que produce un amor diluido; desde la fidelidad inquebrantable hasta la infidelidad sobrevenida. Todo ello aderezado con la agudeza del autor en la observación y tratamiento de los pequeños detalles y en la importancia que otorga a los rasgos de carácter personales, elementos que, en las experiencias entre hombre y mujer, cobran un papel relevante y preciso.

Los cuentos de Horacio Quiroga ponen en evidencia que, en el escenario de la relación entre el hombre y la mujer nos movemos al arbitrio de un viento racheado que nunca sabemos con certeza, ni de dónde sopla, ni cuando sopla.

Miguel Ángel Alonso