sábado, 10 de abril de 2010

Bartleby, el escribiente. Una frontera ineludible. Artículo de Miguel Ángel Alonso


Esta escritura, esta interpretación, es una ocasión para renovar el afecto que siento por este grandioso relato de Herman Melville. Grandioso porque Bartleby el escribiente se revela como una de las ficciones literarias que tienen la enorme fortuna de encontrar la universalidad en una formación típica de la estructura subjetiva. Muchas experiencias vitales podrían dar fe de esta universalidad.

Al finalizar la tertulia anterior, comentaba Gustavo Dessal que sobre la frase “preferiría no hacerlo”, y sobre este relato tan corto, se escribieron infinidad de páginas y de interpretaciones. Y parece lógico que así fuese, porque tomando las claves que nos ofrece la última página, en ella se hace evidente que Bartleby convoca el interés de toda la humanidad, y lo hace en un lugar muy concreto que no se justifica en ninguna metafísica abstracta, sino en algo operativo que moviliza, para bien y para mal, toda existencia. Metafóricamente, la humanidad no es otra cosa que el conjunto infinito de cartas de amor y de odio, filosóficas, sociológicas, matemáticas, científicas, religiosas, etc., que fueron dirigidas a un enigmático destinatario. Pero en lugar de ese destinatario, resulta que Bartleby las tiene todas en su mano, enseñándonos el lugar en el que estarían retenidas y su destino verdadero, poco o nada prometedor.

Puede parecer extraño el lugar en el que están retenidas: “Preferiría no hacerlo”. Porque no podemos asimilarlo a una frase, si por ello entendemos algo que se liga a un sentido y a otras frases. Se revela más bien como un lugar, una frontera, una marca identificatoria inmóvil refractaria a toda razón y a todo sentido, y que nos obliga a reconocernos en un trágico y obstinado: “tú eres eso”. “Preferiría no hacerlo” es una marca subjetiva determinante para el sujeto Bartleby en tanto está investida con el poder de una ley que lo empuja, de manera obscena, hacia el peor de los abismos. Obscena porque encuentra su sentido ejerciendo el sadismo más abyecto sobre ese cuerpo que la sustenta.

Me parece afortunado quien no recibió respuesta del destino, porque eso no es otra cosa que estar en la vida. Me parece, con seguridad, afortunado –paradójica fortuna— quien encuentra la carta devuelta al remitente una vez que ha pasado por las manos de Bartleby y recogido los afectos de haber estado en ese lugar. Posiblemente sea eso lo que hace más apasionante una vida, lo que hace que la intensidad sea en ella una cosa imprescindible porque sabe acerca de una verdad parcial. Pero me parece muy desafortunado ser el empleado en la oficina de “cartas muertas”, porque es imposible vivir de continuo en ese lugar fronterizo donde se comprende para siempre que el destino no sabe leer, que no entiende de palabras ni de sentido. Ahí no se puede vivir.

Abundando en lo anterior, puede decirse que Bartleby nos está enseñando el grado cero de la historia, el lugar del que parte, y el lugar al que se arriba si se quiere regresar desde ella. En ese intervalo se hace posible la existencia. La Historia parte desde cualquier experiencia o acontecimiento primero a partir del cual se escribe la correspondiente fundamentación del mismo. Esa fundamentación está conformada por la inconmensurabilidad de cartas escritas de las que hablábamos antes. Y en la parábola, Bartleby parece estar esperando, inmóvil, a la historia en su regreso para enseñarle el acontecimiento primero, decepcionante, que la fundó como humana. Podemos ver que Bartleby se desprende de su historia, de su novela familiar, de su acción, para quedar reducido a una frontera en el borde de todo sentido.

Una vez establecidas las características y cualidades físicas de la fórmula, pasamos a otro plano de interpretación. Dice en la página 11 del prólogo a Bartleby de la edición El club Diógenes, Valdemar:

Preferiría no hacerlo” es la cúspide de su mundo lingüístico. Descubrir que hay detrás de ello nos daría la clave del asunto”.

Pues bien, vamos a tratar de descubrirlo.

Si no nos dejamos engatusar por el halo conmovedor que envuelve el relato –es evidente que el texto desprende afectos equívocos que nos pueden desorientar— nos damos cuenta de que el sujeto Bartleby, que parece decidido en su voluntad, en realidad es un sujeto sin voluntad, dominado por una ley que en su formulación aparentemente educada y poco agresiva con el otro, seduce, pero en realidad no es más que un semblante último que esconde algo terrible, lo más diabólico que mora en el ser humano: La pulsión de muerte.

Tenemos la respuesta. Detrás de “preferiría no hacerlo” encontramos a la pulsión de muerte.

Asistimos al encuentro de esta pulsión con una frase contingente, “Preferiría no hacerlo”, adecuada para ser colonizada, y vestir de simbolismo a la pulsión, y encauzar la satisfacción mortífera en la que funda su sentido. También podemos llamarla superyó, goce, repetición, lo más perturbador en el ser humano, algo que lo aparta de la armonía de la vida y de las relaciones con el semejante. Es el centro éxtimo de nuestro ser, la causa de lo que repite para renovar, cada vez, su insaciabilidad, para mortificarnos, y en último término, si no se consigue hacer nada con ella, para matar al mismo sujeto.

En definitiva, podemos decir que Bartleby y la humanidad serían hijos de un acontecimiento que tiene la apariencia de una frase. Llegar a él sería dotar de un verdadero significado a una frase tan noble como “Conócete a ti mismo”. Y aún sería un conocimiento parcial pues quedaría sin aprehender el sinsentido. Desgraciadamente, la nobleza del “Conócete a ti mismo” está tan sobada que generalmente la encontramos siempre muy lejos del “tú eres eso”, detenida en cualquier formación fantasmática de cualquier historia.

Quiero darle a esta interpretación un soporte teórico con palabras de Sigmund Freud sacadas de su obra Más allá del principio del placer:

“Esta compulsión a la repetición, a pesar del displacer que provoca en el sujeto, nos hace pensar que en la vida anímica existe algo que va más allá del principio del placer. La obsesión de repetición parece ser más primitiva, elemental e instintiva que el principio del placer al que se sustituye”.

Como nos muestra este párrafo, no hay ninguna exageración en lo que presenta Bartleby, salvo la exageración propia de la misma vida. Su querencia por lo abismal se puede ubicar perfectamente en cualquier subjetividad siempre que no se insista en argumentos lógicos, como vemos que hace el razonable abogado. En ese plano, Bartleby resiste cualquier interpretación y todo sigue constituyendo un auténtico enigma. Ese tipo de interpretaciones se situarían en el plano del principio del placer, al que se pretende traer a escena con urgencia para establecer un límite en lo que se sufre como ilimitado. Bartleby no es otra cosa que el soporte fónico de una voz inmóvil que no responde a ningún sentido ni limitación. Pues bien, esa voz es el velo transparente que nos permite reconocer la presencia de eso que repite más allá del principio del placer: la pulsión de muerte.

Es lo que provoca la indignidad, la vileza y la locura de lo humano.

La ley y la obra de arte
Pero el relato enseña, de forma implícita, una de las grandes paradojas de lo humano. Ese lugar problemático también tiene su dignidad, desde él se construyen las excelencias más nobles de la existencia humana. Hay un concepto que, desde la misma escritura de Bartleby el escribiente, nos convoca: La sublimación.

Situaremos dos vertientes de la misma, una que afecta a lo universal de la existencia, y otra, sin duda, más específica y particular.

En primer lugar, vemos al abogado, jefe de Bartleby, habitando la zona amable de la ley, una forma de sublimación tradicional que sitúa a esa ley por encima de la obscena ley del superyó haciendo posible la vida. Es una sublimación que realiza una metáfora. Coloca, en el lugar de lo insoportable, algo diferente, una ley aceptada por todos para dignificar la existencia. En esta forma tradicional de habitar la ley, el ser humano se distancia de lo insoportable alejándose así de sus efectos ilimitadamente mortíferos.

Por otro lado, resulta imprescindible referirse a un concepto como la Cosa, esa entidad que reside en el centro de cualquier subjetividad, una entidad operativa que moviliza todo el aparato psíquico y que es el elemento central de la creación artística, central en tanto que lo artístico vela la Cosa, a la vez que la evoca y la convoca. Es decir, lo artístico tendría un compromiso ineludible con la verdad. Bartleby el escribiente, de Herman Melville, es un paradigma de la verdadera obra de arte, en este caso literaria.

Para situar esa entidad de la Cosa tomo la definición que encontramos en Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, pág. 38:

“La cosa en sí, es decir, lo que existe independientemente de nuestro conocimiento... ha de ser considerada como totalmente distinta de la representación... o sea, de la objetividad...”.

En Bartleby el escribiente es evidente el compromiso inequívoco con esa verdad insoportable que habita nuestro ser. No la elude, sino que la evoca de continuo.

Es lo esencial de la sublimación artística. En ella se trataría también de la metáfora, es decir, situar un objeto, una escritura en este caso, en el mismo lugar donde está instalada la Cosa. Es indudable que el relato en su conjunto conforma una entidad estética construida alrededor de la mortificación de Bartleby. Estética en el sentido de que hay todo un discurso rodeando su vacío, hasta el punto de que los sentimientos y afectos surgen sin esfuerzo, nos compadecemos del protagonista, nos preguntamos sobre la imposibilidad de expulsarlo de la empresa, nos llama la atención lo que el jefe soporta en relación a Bartleby, y nos conmueve su inevitable destino, etc. Esta estética está rodeando la Cosa, o lo que es lo mismo, toda esa pulsión de muerte traumática encerrada en la inmovilidad pétrea de una máscara que ya analizamos.

Y si referimos el relato a su extensión en el entramado literario universal, podríamos decir que la Cosa, como sugeríamos al principio de este escrito, al ser convocada en el relato en su vertiente mortífera, genera toda una fundamentación interpretativa a su alrededor, los miles y miles de escritos que tratan de atrapar la esencia del relato. Es la construcción de una historia que tiene en su centro la verdad de la insensatez que mora en el centro de lo humano.

Se puede resumir conceptualmente Bartleby el escribiente como un tratamiento de la Cosa, pues el relato se desliza suavemente por encima de esa presencia mortificante, con delicadeza incluso, conformando una estética que vela el vacío, pero a la vez no podemos dejar de sentirlo y evocarlo. Es la verdadera sublimación artística que se diferencia de la primera en la cuestión de la evocación, de la proximidad que mantiene con la Cosa.

Recogiendo las resonancias que proyecta la fórmula que Jacques Lacan da de la sublimación: “Elevar el objeto a la dignidad de la Cosa”, podemos concluir diciendo que Melville eleva lo insoportable y mortal de Bartleby, lo insoportable y mortal de la condición humana, a la dignidad de una obra literaria universal.

Miguel Ángel Alonso

viernes, 9 de abril de 2010

Mª José Martínez Sánchez reseña Bartleby, el escribiente, de Herman Melville

En 1853, hablando por boca de su narrador y abogado, Melville, escritor norteamericano de familia de rico abolengo, nos contó, en nebuloso rumor, que Bartleby había trabajado en la oficina de Correos de Washington, en el Departamente de “Cartas muertas”. Aquel departamento se ocupaba de las cartas devueltas en su mayoría por no haberse encontrado al destinatario y que por tanto eran cartas destinadas a quemarse. Y aunque Melville no quiso darnos detalles de esta etapa, supongo que el pobre Bartleby pasó mucho tiempo metido es un oscuro sótano, ataviado con una bata gris, ordenando y clasificando aquellos sobres perdidos sin saber lo que dichos sobres contenían. Pero él lo habría intuido perfectamente pues sin duda la vida lo había preparado para ello: miles de destinatarios que habían esperado respuesta a sus preguntas, contestación a sus demandas, o una palabra de consuelo o de amor, en una carta, no la habían obtenido. Igual que él, se diría el escribiente allí destinado; porque a él, del que nada más sabemos, Melville lo hizo pulcro, decente y finalmente, desolado.

Así era el hombre que no supo defenderse de sí mismo.

Lógicamente, a ese Nueva York de Bartleby ya le quedaba lejos aquella Edad Media europea donde solamente se necesitaba del Cristianismo para tener la medida de las cosas, cuando el saber era sólo eso, “saber, justificación racional de un mundo que ya tenía” . Y así era que el hombre no necesitaba discurrir, sino creer, y sobre esos andamios trabajaba.. Pero parece que para el hombre esto de creer no fue suficiente, y dada su constitución racional necesitó pensar, pero no olvidemos que también necesitaba, “la parcialidad de la revelación para poder existir” .

En estas fechas ya tan alejadas, y en ese mundo cada vez más abierto a pensar y sentir, a Bartleby no le fue difícil llegar a la conclusión de que para el Universo que nos sobrecoge, para lo eterno inasible, para “el otro”, para lo que está “más allá”, a pesar de nuestros gritos y demandas más justificadas, no valemos absoluta¬¬mente nada y por lo tanto no se nos contesta, salvo a los que sobre eso tengas otras creencias que les proporcionan respuestas para todo. Así fue como cada una de aquellas cartas no hizo más que afianzarle en su convencimiento, y cuando ya estaba seguro de que su vida no le interesaba a nadie, ni era nada frente al Universo, lo echaron del trabajo. Luego, tal vez por rutina y por necesidad, Bartleby buscó otro empleo y lo encontró en un despacho de abogados, y es en esa primera parte del libro donde Melville nos cuenta la segunda parte de la vida de Bartleby. Pero como podemos comprender, esto de tener un segundo empleo fue un contratiempo para el escribiente, pues siendo hombre ordenado y serio se puso a trabajar. Y así estuvo varios días, desconcertado, hasta que encontró la manera de retomar el hilo que había perdido para ir llegando a su fin.

Bartleby hubo de meditar mucho para lograr que de sus labios fluyera sin esfuerzo ese “leit motiv” que Melville hizo famoso en el libro que nos ocupa y que enseguida llamó la atención. Esa frase de Bartleby fue la respuesta a todos los requerimientos de su jefe, que no lo presionó nunca, o que, lógicamente, por razones de estrategia literaria, le presionaba muy poco.

Así es como nos cuenta Melville la historia, para que tengamos en cuenta, primero, la total libertad de la que gozaba el escribiente, la misma de la que gozamos todos, desde luego, y que con esa frase expresaba. Pero hemos de tener en cuenta que en los casos en los que el silencio es la respuesta a todas las preguntas, la libertad es una broma.

Y el personaje se va haciendo más pasivo.

En aquella oficina empezaron a ocurrir cosas absurdas que hubieran encantado a Kafka, porque sobre Bartleby no se toman medidas lógicas, ni disciplinarias, solo se le recrimina ligeramente, ya que Melville, con la pluma entre los dedos, no puede hacerlo de otra manera. Así es como observamos que él nunca entabla relación con el otro, o sea, con su jefe, en este caso. Esto parece ser coherente con la acción de la primera parte de la historia, cuando el escribiente clasificaba cartas que para otros fueron una no respuesta. Y una vez instalado el absurdo, que va creciendo cada día, el existencialismo está servido: El hombre puede hacer lo que quiera dentro de un espacio del ser, sin límites precisos, en un cuerpo siempre dolorido, y desde un lugar en el que no se obtienen respuestas.

Tal vez por todas esas cosas se pensó que el libro es un antecedente de existencialismo. Pero yo creo que, siéndolo, la historia que se nos cuenta es una amarga crítica de esa filosofía como método posible, porque esa situación tan penosa no debería existir. Y no es que debamos volver a la Edad Media.

Pero, ¿cómo surge la filosofía de cada época entre un cierto grupo de personas? Pues porque cada uno de ellos sufren en sí mismo la interiorización máxima, casi con influencia biológica, del efecto causado por unos hechos reales y morales que avanzan en el tiempo sin que el pensamiento humano se pueda resistir. Y porque entre los seres humanos hay muchas historias tristes. Una persona feliz, no es existencialista ni nada parecido. Bartleby fue uno de esos seres y sintió la lógica de ese existencialismo, tan nítidamente, que avanzó hacia su centro sin dudarlo.
Y, ¿por qué digo que el libro es una crítica a esa tendencia? Pues porque Melville presintió el movimiento y en cierto modo lo vio exagerado. Lo vio exagerado porque lo que en Europa hervía, en América parecía no tener cabida. Y en cierto modo fue así: Al furioso existencialismo europeo, le siguió en América un existencialismo de élite y un desarrollo económico y social en una sociedad nueva, diferente y democrática. Todo un experimento. Y Bartleby no pertenecía a esa élite., pero sí es cierto que existía dentro de esa pujante sociedad.

Y existía porque la antigua tribu recibió unas tablillas para ayudarla a cruzar el desierto, y a no ser que se tome esta historia como símbolo, nunca ha recibido el hombre instrucciones para pensar su vida, ni se le aclaró el porqué del silencio, ni de otras muchas cosas, de las que a Bertleby le hubiera encantado oír una explicación.
El no contestar a lo que se pregunta puede ser algo muy dramático.

El misterio continuado, el silencio, el abandono, no son elementos constitutivos del ser, o tal vez la mayoría de las veces se construye la persona a partir de un cierto sin-sentido.


La novela de Melville usa de un absurdo continuado para hacer crecer en ella una tensión que luego se diluirá en la muerte por abandono de un hombre que dejo un lugar entre la multitud, si es que lo tuvo. Y entre todas estas consideraciones lo que lo que resulta evidente en la novela y en la vida de Bartleby es el vacío.

Es curioso ver como este libro es un relato sin personajes, concretamente sin ninguna mujer, sin madres ni padres, sin historia previa que seguramente Melville rehuyó, pues parece que él prefería en sus historias a personajes solitarios, y también, porque el hombre está y estará fundamentalmente solo. Y la famosa frase repetida “preferiria no hacerlo” o similar, desvincula a Bartleby del otro y de su entorno, del otro misterioso, del que le es ajeno, del que en la novela “casi” no le pide nada, pues observamos que los que se quejan y hacen el coro son los compañeros, por lo que “el otro” casi no existe.

La famosa frase repetida es una frase que no argumenta nada, una frase que no hay por donde cogerla, y solamente nos indica la escapada del ser hacia su interior, hacia el lugar en el que vive y habita, pero sin tomar ninguna decisión más que la de la inercia y el abandono. Bartleby no expresa nada mas, o casi nada más, variando la frase al mínimo, porque la ficción ha de seguir así, y porque el personaje ya no se queja, ya no necesita nada, ni casa, ni comida, ni amigos, ni nada, algo que Melville nos va diciendo poco a poco, pero que no explica. Esta es la conclusión a la que el protagonista ha llegado, es la nada donde habita, es la quietud que añora, es la muerte íntima que ya tiene, es la muerte física a la que se dirige.

Lamentablemente Bartleby muere antes de que su jefe, ese otro, vaya a verlo. Él ha sido otro de los muchos destinatarios sin respuesta a una serie de preguntas que hacía mucho tiempo había dejado de hacer. Por eso este es un relato sin historia donde solamente se cuenta un episodio repetido de un hombre que, seguramente, preferiría no haber nacido.

Melville quiso explicar en este libro, con un único personaje, la novedad de un pensamiento filosófico que mostraba los movimientos ocultos del espíritu buscador de un encuentro con el otro sin conseguirlo, porque el otro, si es que está, no contesta. Ya nos había dicho algo de esto aquel loco y solitario capitán Ahab, nombre bíblico del rey que deseaba tener un saber total de las cosas.

Creo que la dificultad de la historia estuvo en materializar la filosofía, en situarla en un despacho y en elaborar las mínimas preguntas y respuestas para construir una historia sin que estas llegaran a tomar formas concretas, para recrear literariamente un absurdo diálogo indispensable con un hombre que no llegó a tener color.

Tal vez como la bata gris oscura del hombre del sótano.

Mª José Martínez Sánchez

jueves, 8 de abril de 2010

Miguel Ángel Garrido nos envía el siguiente artículo sobre Bartleby el escribiente de Melville


Bartleby, el escribiente, es el título de un inquietante relato de Herman Melville. Una trama sencilla: Un abogado de Well Stret, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor, requiere contratar un nuevo escribiente. “En contestación a su aviso, apareció un joven inmóvil, ¡de figura pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!” Era Bartleby.

El relato, tranquilo, con humor en la descripción de sus personajes, introduce de pronto un plus de tensión. El abogado observaba encantado el trabajo de Bartleby, “como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, trabajaba día y noche”. Pero al tercer día, sin mirarlo le hizo llamar súbitamente en la justificada expectativa de una obediencia inmediata. La respuesta de Bartleby fue como una losa: ¡Preferiría no hacerlo!

Sorpresa, consternación, perplejidad.

Repetí la orden y se repitió la respuesta:

¡Preferiría no hacerlo!

“Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ningún rasgo denotaba agitación...no había manifestación normalmente humana, lo que le impide reaccionar aumentando su confusión. ¿Qué hacer? El abogado intenta encontrar explicación a tan sorprendente respuesta y a su repetición. La busca reflexionando y la busca preguntando a Bartleby, pero siempre recibe la misma respuesta: ¡Preferiría no hacerlo!

El silencio de su respuesta plena, lleva al abogado a preguntarse sobre la idoneidad de sus requerimientos, todos están de acuerdo con el jefe, pero esto no conmueve en absoluto a Bartleby que habita en un silencio sonoro, y que poco a poco coloca al abogado, entre el asombro y la indignación, entre el impulso y la comprensión. La perplejidad en que le deja la respuesta de Bartleby, le impulsa a la búsqueda desesperada de alguna clave que le permita comprender, a la que vez que un sentimiento de piedad le lleva a sacarlo de tal estado, en una especie de amor al prójimo y esperanza de que su benevolencia y paciencia, le dará los frutos deseados.

Pero, el “No” de Bartleby, no es el “No” de la denegación, que siempre supone una inscripción simbólica, un entre paréntesis, un modo de acceder a un saber a través de la negación. No, el “No” de Bartleby, es un “No” sin dialéctica, sin posibilidad de enredarse en ninguna conversación. Es un “no”, como pura pulsión negativa, una atracción por la nada, hasta el punto de dejarse morir; Es el “no” desabonado del inconsciente, que supone una ruptura con el Otro, Es un No absoluto, un no que no acepta que haya un “Si” relativo, que no lo diga todo. El sujeto Barteby prefiere el No sin ambages, no quiere saber nada de una vida huérfana de equilibrio y de armonía, prefiere la certeza a la incertidumbre.

Bartleby dice el abogado- es uno de esos seres de quienes nada es indagable, sin biografía conocida, salvo el nebuloso rumor de que había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington, de la que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Concebid –nos dice- un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza manejando continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas. Cartas con mensajes de vida, que se apresuran hacia la muerte.

“Al final de la batalla,
Y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “¡No mueras, te amo tanto!
Pero el cadáver ¡ay, siguió muriendo...!

(Cesar Vallejo)

Miguel Ángel Garrido

martes, 6 de abril de 2010

Sencillez y Grandeza: Por el Placer de Volver a Verla; un comentario de Vilma Coccoz


De Michel Tremblay
Dirección: Manuel González Gil


El título es simple, la escenografía es simple, la escena se reduce a un actor y a una actriz. Sin embargo, nos vemos llevados, al final de la representación, a exclamar: ¡qué grandeza! Así festejamos, en un aplauso emocionado, que haya ganado, durante un rato, lo que Miguel Angel Solá expresa como un deseo al presentar la obra: que el teatro le gane la partida a los móviles, a las prisas, a estar en conexión permanente. Pocos espacios obtienen este merecido respiro que nos cuesta tanto permitirnos para gozar de lo intemporal. Los imperativos actuales de la civilización nos han capturado de tal manera que, en muchas ocasiones, consiguen hacernos olvidar lo esencial. Y el teatro tiene la noble misión de recordárnoslo.

Ahí está el teatro para despertarnos del sueño del progreso, para recordarnos que la vida, que las cosas importantes de la vida, requieren nuestra atención, nuestra dedicación.

Por el placer de volver a verla presenta la relación entre una madre y un hijo en distintas épocas, tejida a través de episodios que pueden parecer intrascendentes pero que, de forma magistral, condensan los encuentros fundamentales que deciden la orientación de una vida. Sin escatimar las verdades y mentiras, los sentimientos encontrados, la ternura y la rabia, la admiración y el desdén entre dos seres unidos por uno de los lazos más poderosos que sólo conoce nuestra humana condición. Ese lazo tan particular se gesta en la palabra: “recuerda hijo, lo importante es hablar” dice ella, encarnada en la magnífica Blanca Oteyza: intensa, verdadera,sencillamente maravillosa.

Este precioso texto sobre una relación tan íntima enseña que no hace falta recurrir a la obscenidad ni a la grandilocuencia. Ellos hablan, hablan, en un intercambio de malentendidos que ambos afrontan, sin desesperación, cuando el muro del diálogo se evidencia. Resisten, se ponen a prueba, nombran los sentimientos, y perfilan dos maneras de entender el mundo. Ese mundo diverso y grande del que no se puede gozar sin los libros que lo han relatado e inventado: hablar sobre los libros despierta en el hijo el deseo de escribir.

Con sencillez, soberbio, Miguel Angel Solá puede hacernos creer que tiene once años, catorce, veinte… hasta ser un autor maduro que tiene la ocasión de presentar al mundo, con humildad, las pequeñas cosas que formaron su ser. Ese camino sin el cual no seríamos lo que estamos intentado ser. Un camino tejido con las personas y con los encuentros que nos enseñaron, nos decepcionaron, nos conmovieron y que hemos transitado en medio de trompicones, sollozos y saltos de alegría. Un camino en el que se va formando, también, lo que no sabemos de nosotros mismos, hasta el día en que comprendemos que algunos, que nos quisieron, nos brindaron el tiempo necesario para que pudiéramos equivocarnos aprendiendo a vivir.




VILMA COCCOZ