domingo, 14 de febrero de 2016

Comentario a dos cuentos de Carver, El elefante y Fiebre. Por Gustavo Dessal

         Hoy vamos a ocuparnos de una literatura distinta. Durante los años que llevamos reuniéndonos hemos discutido sobre numerosos autores, autores cuya maestría consiste en atraernos hacia la singularidad de un personaje o de una historia, para llevarnos poco a poco hacia lo que a menudo esperamos de la literatura: ese goce tan especial que se produce cuando nos reconocemos allí, cuando sentimos que ese dolor, o esa felicidad, ese deseo o esa cólera, son nuestros de cierta manera, somos también eso, incluso aunque nuestra vida personal no guarde semejanza alguna con lo que allí sucede. Tenemos la sensación de que formamos parte de todo aquello por la sencilla razón de que pertenecemos al género humano y a su condición.
        
Raymond Carver es un poco diferente. Sus historias se proponen otro alcance. No hay en ellas la intención de elevarse hacia lo universal, sino que comienzan en lo particular de una vida y allí se quedan. Carver es el anatomista del instante. Se detiene en los pequeños detalles y su lenguaje es mínimo. No obstante, con esa economía de palabras y esa abstención en el uso de la metáfora, consigue recrear en las primeras líneas de cada relato una atmósfera en la que rápidamente nos vemos envueltos.
        
Por lo general no hay nada extraordinario en esos cuentos, desde el punto de vista argumental. Lo extraordinario es lo que Carver consigue hacer con lo ordinario de una vida cualquiera, una vida que suele ser la de alguien que lucha por sobrevivir en el bando de los perdedores. Hay una profunda melancolía en la escritura de Raymond Carver, perfectamente compatible con los giros de ironía, de humor y de sarcasmo. Sus cuentos son cortes sagitales en la existencia de alguien de cuyo pasado tenemos poca información, y más escasas conjeturas sobre su futuro. En el relato titulado “Plumas”, un matrimonio invita a otro a cenar a su casa. Los invitados descubren que sobre el televisor hay un molde de una espantosa dentadura. La dueña de casa explica que así lucían sus dientes porque sus padres no tenían dinero para arreglarle la boca. Su marido le ha pagado un dentista, que le rehizo la dentadura. Y ella ve todos los días ese molde para no olvidarse nunca de lo mucho que le debe a su marido. El amor está allí, ese ese pequeño y horrible símbolo conmemorativo. La mujer ha tenido un niño, un niño al parecer tan feo como sus antiguos dientes, pero para ella no lo es. Una dentadura horrible sirve para entender que el amor es también gratitud, algo que por desgracia se va olvidando.
        
Carver transita un mundo sin héroes. Su escritura es predominantemente visual, y con ella retrata la América de los que no sueñan el sueño americano, porque ese sueño no les sucede a ellos. Algo que impacta en estos relatos es la gran habilidad para señalarnos el indicio de un horror en algo banal, intrascendente. En “Fiebre”, Carol -la nueva amiga del protagonista- tiene un niño de diez años al que su padre le ha puesto el nombre de Dodge, en honor a su coche. Eso se cuenta en tan solo una frase, o media frase, que se deja caer como al pasar, en una instantánea. Un padre le pone a su hijo el nombre de su coche. ¿Qué es eso, dicho así? ¿Se trata de un mero detalle pintoresco? No. La frase sirve para introducir una diferencia, pero sin decirla. Está el padre que pone un nombre de coche, como si fuese la cosa más natural del mundo, y Carlyle, que no sabe qué hacer porque creía en el amor definitivo y no entiende qué pasó. No entiende cuándo ocurrió que su mujer se volvió loca. Pero sabe que debe hacer frente a su deber de padre.
        
La mujer de Carlyle es un personaje asombroso. A pesar de su ausencia, Carver logra darle un relieve y una presencia muy inquietante. Conocemos mujeres así, que se afirman en un discurso fabricado con retazos de feminismo diletante y de filosofía “new age”, mujeres que tienen una forma especial de encarnar la idea de la “realización personal”. La certeza de Eileen, su absoluta confianza en sus poderes visionarios, su incombustible narcisismo, horrorizan a Carlyle. Tiene que expulsarla de su vida. Entonces hace un síntoma, una fiebre muy alta. Puede hacer ese síntoma gracias a la señora Webster, que ha sabido colocarse en el lugar adecuado para permitir que ese síntoma se despliegue. Él tiene sus cuarenta grados de fiebre y comienza a hablarle a la señora Webster. Va soltándolo todo, exudando lo que jamás antes había podido decir. Luego la señora Webster se puede marchar a otra parte, porque Carlyle ya ha atravesado el duelo, ha logrado perder a su mujer, dejar de creer en ella. Ha logrado una relación diferente con la confianza, que es el tema nuclear de este cuento.
        
En “El elefante”, se repite la temática del hombre separado. Carver ahonda mucho en algo que pertenece a su época: la profunda transformación que experimenta la estructura familiar tras la Segunda Guerra Mundial. América es un país gigantesco. La gente se mueve mucho. Los miembros de una familia se dispersan, se separan miles de kilómetros. Las parejas se rompen, los hijos se marchan muy pronto, y en casi todos los relatos de Carver asoma el espectro de la soledad. La soledad y la estrechez económica son situaciones reiteradas. Carver se obstina en mostrarnos la cara menos amable de Disneylandia. Hombres solos, apresados en las garras de las deudas y las penurias con las que se paga un matrimonio roto, o incluso más de uno. El protagonista de “El elefante” sueña con escapar a Australia. No lo hará jamás, pero necesita creer que podría hacerlo, que en algún lugar se encuentra la puerta de emergencia por la que huir de la vida. Tiene muchas cargas. La de su hermano, que no es un canalla, sino un miserable mentiroso, esa clase de sujetos que saben que están mintiendo pero que a fuerza de convencer a otro acaban por creerse sus propias mentiras. El hermano que sabe que es tan cierto que va a devolver el dinero como que el otro se va a marchar a Australia. La madre, que no tiene nada y a la que solo le interesa salvarse. Prefiere no saber ni preguntar, únicamente asegurarse de que el dinero le llegue, el dinero que espera de uno de los hijos nada más, porque ha admitido que del otro lo va a recibir ni un centavo. Pero ese desequilibrio es un asunto que ella prefiere ignorar. El hijo del protagonista, otro fracasado como su tío. El clásico tipo que va a intentarlo todo menos trabajar. Antes morir que rebajarse a una actividad tan materialista. Por lo visto, algo debe de haber ocurrido para que se sienta en todo su derecho a pedir y a amenazar con un suicidio tan improbable como el viaje a Australia o la devolución del dinero que su tío ha jurado. Pero no sabemos qué sucedió.

La ex. Una figura recurrente en los relatos de Carver, y que admite múltiples variantes. Lo que no cambia es el hecho de que siempre está presente. No ocurre exactamente lo mismo con los ex maridos. En cambio las ex esposas tienen su sitio asegurado. La hija. Posiblemente la menos aprovechada, y la más infeliz. Al menos conserva cierta decencia: la de asumir que nadie ni nada la obliga a aguantar al cretino de su marido, salvo su propio goce.
        
El cuento se titula “El elefante” porque en el momento crítico, cuando el protagonista calcula que todo corre peligro de derrumbarse, sueña con el recuerdo infantil de su padre llevándolo sobre sus hombros, cargándolo sobe su espalda como un elefante. Seguramente el niño debió sentir la segura potencia del padre, la reconfortante certeza de que el padre no lo dejaría caer, que esos hombros y esa espalda podrían con su pequeño peso, y con mucho más. ¿Cuánto peso puede aguantar nuestro protagonista? El sueño, y también el otro, en el que da rienda suelta a su rabia, lo alivian. Es verano, y como casi todo el mundo, se suma a la confianza de que es la estación donde las cosas cambian. No solo está abrumado por el peso de las demandas a las que debe hacer frente, sino también por la culpa de querer mandar a todos a paseo. Entonces decide perdonarlos, mirar las cosas de otro modo. De camino al trabajo se propone mentalizarse, pensar de forma positiva, como un buen americano. Ejercicio, paso firme, optimismo. En esas lo descubre George, que lo recoge con su camioneta rectificada y salen disparados. George quiere probar el nuevo motor, y el protagonista lo anima a pisar el acelerador a fondo por un camino de montaña. Tal vez por ese camino se llegue a Australia.
                                                                          

Gustavo Dessal

Raymond Carver, El elefante y Fiebre. Comentario de Miguel Alonso

Ante la obviedad que supone decir que con El elefante y Fiebre estamos ante dos relatos realistas, y dadas las connotaciones que ese término suele arrastrar, quiero comenzar con una introducción aclaratoria de mi posición sobre el realismo. Como ya planteé en la tertulia que hicimos sobre La hoguera, de Jack London, siempre me produce un choque el término “realismo”, porque en muchos casos, desde la crítica, con ese significante se nos quiere imponer un objetivismo, un naturalismo y un empirismo desnudos, separados de todo contenido ideológico, político, moral, etc., o se le articula únicamente del lado consciente de lo humano. Verdaderamente, me resulta imposible encontrar tal cosa, ni en Carver, ni en ningún otro relato de los llamados realistas. Supongo que debe de resultar difícil, si no imposible, afrontar la aridez de una lectura desde esas premisas. Porque todo relato, incluso los realistas –y los de Carver son una buena muestra de ello—lleva implícita una lectura entre líneas, una lectura que nos lleva más allá de lo dice, e implica un lector adscrito a algún contenido ideológico, ético, moral, social, político o religioso. Sin estas circunstancias, cualquier relato realista, sin duda, sería una cosa muerta. Es decir, si todo relato dice más de lo que quiere decir, los relatos realistas no serán una excepción. ¿Qué late, entonces, detrás del realismo? ¿No se moviliza ningún resorte a partir de las realidades que padecen los sujetos? O, dándole la vuelta a la pregunta, esas realidades, ¿no son propiciadas por algún resorte desconocido por la conciencia del protagonista? ¿Hay alguna relación ineludible entre la realidad objetiva y la realidad psíquica?

Desde estas prevenciones, desde estas premisas y preguntas, podemos plantear, al menos, un punto de partida, y es que los relatos de Carver, El elefante y Fiebre, nos sitúan ante el efecto que, en cada uno de nosotros, como lectores, produce un hecho real, un corte real, una herida real, la que sobreviene en cada relato y que, sin duda, puede presentársenos a cada uno en cualquier momento. Un realismo, por tanto, que moviliza aquellas singularidades con las que cada lector recibe esa herida real que se nos plantea, sea el abandono que sufre el protagonista de Fiebre por parte de su mujer, sea la demanda sin límites que soporta, de forma resignada, el protagonista de El elefante por parte de sus familiares. 

Estamos, entonces, ante la paradoja de que el relato realista nos lleva, desde una supuesta objetividad, hacia lo más singular de cada lector, de cada sujeto, de cada protagonista. No hacia una interpretación clara, canónica, universal, guiada por múltiples adjetivaciones o consideraciones previas realizadas por el narrador, sino hacia una interpretación particular de cada lector, una interpretación que deviene de nuestras preguntas particulares, de nuestros propios afectos, de nuestras propias ideas, de nuestra propia moral, etc., algo muy alejado de la naturalidad objetiva que se plantea desde muchos lugares de la crítica literaria. Insisto, si todos los sujetos de los cuentos de Carver están signados por conflictos parcos en adjetivaciones y en consideraciones previas, se trataría de ver, al menos, lo que ese real conflictivo moviliza en cada lector.

El elefante

Respecto a este relato de Carver, pienso que, ante la demanda infinita de los familiares, nos muestra el conflicto real del protagonista consigo mismo en dos ámbitos, uno meridianamente claro, exterior y consciente, referido a esa demanda, y otro interior, inconsciente, menos claro, pero más determinante.
En el conflicto exterior, consciente, es evidente que el protagonista se debate entre ayudar o no ayudar a sus familiares. En este marco se desarrolla el realismo del relato. Pero si la cosa se jugase únicamente en ese escenario, la resolución sería sencilla. Un “no” bastaría para acabar con la esclavitud a la que lo someten cuando, además, como bien especifica el relato en su comienzo, “era un error” prestarle ese dinero a su hermano. El problema es por qué no puede decir ese no cuando, además, llega a pasar dificultades vitales, hasta pasar hambre o tener que renunciar a sus hábitos comunes. Todos comprendemos que algo traspasa los límites razonables, o lo que es lo mismo, algo mortífero funciona contra los intereses de nuestro protagonista. 
Podemos preguntarnos, ¿qué hace que un sujeto se someta de tal manera a una demanda que lo esclaviza? La respuesta nos llevaría al segundo plano, interior, donde intuimos el funcionamiento de una instancia, de una función crítica, de un mandato ineludible para nuestro protagonista, intuimos el funcionamiento de unas exigencias y prohibiciones provenientes de lo parental, pues su comportamiento asume un deber inexorable respecto a lo familiar que lo lleva a renunciar a su propia satisfacción. El protagonista sin nombre, para incluir así a todos los hombres, se critica a sí mismo, se menosprecia, se dirige reproches, lo cual sólo es posible si existe una especie de conciencia moral, una ley encarnada, no escrita, difícil de eludir, una ley rigurosa, severa e insensata que impone la mortificación propia. Podríamos pensar que la renuncia y la privación de su satisfacción constituyen la prueba de pertenencia a ese entramado familiar. Dice Gustavo Dessal en su curso sobre el superyó: 
Superyó es el nombre que en psicoanálisis recibe esta especie de relación de obediencia y, al mismo tiempo, de fractura, de ruptura, de escisión, de división que existe entre el  Sujeto y la ley”. 
Una de las características más evidentes de esta ley es que nunca alcanza un límite para su satisfacción, exige continuamente, lo que pide nunca es suficiente. En esto, el personaje de El Elefante parece padecer la misma ley insensata que tan profusamente vemos actuar en los cuentos de Kafka.
Hay ciertos episodios que nos llevan a deducir la existencia de un campo abonado para el funcionamiento de esa fuerza mortífera que exige el propio sacrificio. Uno de ellos es el de los sueños que narra hacia el final del relato. Por un lado el episodio de violencia con su hijo, fundado en un acontecimiento real, como bien dice el protagonista. Otro corresponde con esa velocidad desmesurada del coche y el goce que experimenta, un goce que los hace volar, no sabemos si literalmente o como metáfora. Son dos episodios que nos hace pensar en algo desatado, en algo desmesurado que funciona en el interior de nuestro protagonista. Ante estos episodios, esa instancia moral que acabamos de poner en escena vendría a ser, por un lado, un dique que enmarca la acción, pero, por otro lado, acentúa la vertiente mortífera que abisma al sujeto de nuestro relato. Esa sería su propia división. 
Fiebre 
En este relato, el acontecimiento real, la herida abierta, es el abandono. A partir de ahí asistimos a todo un recorrido que nos lleva desde la rumiación mental del protagonista, hasta una auténtica conclusión en la que el ser de Carlyle es tocado. Pero para llegar a ello el relato enseña todo un catálogo de productos desechables. Rompe con ciertas convenciones y delirios humanos, con tópicos comunicacionales, con el afán de felicidad como meta, ironizando sobre los libros de autoayuda, sobre los positivismos, y ridiculizando ciertos “sosiegos” del deseo para, finalmente, y como contraste, abrir un escenario superior que muestra el auténtico cambio, el de Carlyle, posibilitado por la posición de buena autoridad de la Señora Webster fundada, paradójicamente, en la escucha desde el silencio. 
En el interior del proceso de trasformación de Carlyle desde el abandono hasta sentir que algo se acabó de forma definitiva, el relato muestra una contraposición muy evidente entre las proposiciones comunicativas encarnadas por Eileen, y una posición de amor sustentada por la Señora Webster. Antes del encuentro con ella, Carlyle sólo podía rumiar el abandono y soportar las palabras vacías de su mujer. La conversación final, como una especie de catarsis propiciada por la escucha y el silencio de la Señora Webster, propicia la conclusión, el cambio en su ser, como sensación expresada de forma explícita, “de que algo ha terminado”. Un paso fundamental, como una sensación de dejar algo atrás. Estamos en un escenario de lenguaje –pues el silencio es un escenario de lenguaje— alejado de todo convencionalismo comunicativo, y propiciando la posibilidad de concluir. 
“... sintió que algo había terminado... Comprendió que todo había concluido y se sintió capaz de olvidarla” 
Por tanto, contraste entre la conversación con su mujer y la conversación con la Señora Webster. Por mucho que Eileen hable de comunicación, sus palabras no pueden tocar el ser de Carlyle. Eileen ofrece la sensación de una palabra vacía y de convencionalismos estúpidos, como muro insalvable para posibilitar un auténtico cambio. Por otro lado tenemos la conversación con la Señora Webster produciendo el escenario de una palabra verdadera y una conclusión. 
Pero lo paradójico es que la Señora Webster no dice nada de su propia cosecha de ideas, como sí hace Eileen. Webster deja hablar a Carlyle para que fluya una historia y diluir, de ese modo, el mundo que lo atenaza: 
Continúe. Sé de lo que habla. Prosiga, señor Carlyle. A veces es bueno hablar. En ocasiones es necesario. Además, quiero escucharlo. Y después se sentirá mejor. A mí me pasó una vez algo así, algo parecido a lo que está describiendo usted. Amor. Eso es lo que es” 
Hay algo importante, y es que Carlyle habla de “su historia”. Y si estamos en un relato realista, esto parece un llamado para observar que en un relato realista no puede tratarse de ninguna objetividad. La historia de Carlyle, como la de cualquiera, se construye con palabras que no se llenan con objetos para convertirse en signos cerrados y unívocos. Los hechos acaecidos sólo pueden proyectarse en palabras equívocas, no en signos cerrados. Así lo sugiere el relato con un simple giro lingüístico que viene a asumir o a enmarcar toda una filosofía del lenguaje: 
Estaba convencido de que su vida en común había transcurrido del modo en que lo había descrito
La expresión “estaba convencido”, tiene la suficiente carga de ambigüedad como para diluir cualquier enfoque objetivo y unívoco respecto a la realidad. Univocidad ansiada por los amanuenses de las teorías comunicativas, por los amanuenses, en definitiva, de los signos irrompibles, pero alejada de lo que es un auténtico escenario de lenguaje, como bien muestra Carlyle. 
Conclusión 
Este realismo literario, como vemos, no es un límite que se detiene en la pretendida objetividad de un hecho real, sino que nos introduce en un más allá, en una realidad psíquica que es el reverso de moneda de cualquier objetivismo. 
Por otro lado, los relatos de Carver tienen la potencia de dejar abierto cada corte, cada herida que producen. Lo cual responde a un movimiento virtuoso, a saber, poner en juego la propia singularidad del lector, sin demasiadas influencias, sin consideraciones previas, sin demasiada adjetivación, haciendo un llamado a sus propios afectos, sin planteamientos de universalidad. En este sentido, los relatos de Carver me parecen una perfecta conjunción entre lo que llamamos realidad objetiva y lo que es indisociable de ella, la otra realidad, la psíquica, que recoge, cada una a su manera, los hechos reales que acontecen en el devenir más común. 

Miguel Alonso