martes, 2 de septiembre de 2014

¿Nosotros los artistas? ¿Nosotros los escritores?

Existen reivindicaciones que parecen excesivas y, lo que es peor, producto de lo que me parece una profunda ignorancia. Uno escucha con frecuencia, “nosotros los artistas”, “nosotros los escritores”, “nosotros los poetas”, etc., etc. Parecen multitud. ¡Qué mundo maravilloso, repleto de artistas! No es seguro que quien se nombra como tal quiera serlo de verdad si asume el valor ético y las miserias del verdadero artista. Ciñéndonos al terreno de la escritura, hay que decir que ser escritor no puede salir, nunca, gratis. Para empezar, uno no puede nombrarse como tal por su propia voluntad. Ésta no sirve para nada cuando no se produce una elección por parte del lenguaje. El escritor es apenas un simple amanuense y, por supuesto, ha de tener la humildad de reconocerse como siervo del lenguaje. ¿Por qué amanuense? ¿Por qué siervo? Porque escriben al dictado del lenguaje, y éste dicta, por detrás de las palabras, siempre, una pérdida irremediable. El escritor es, con su consentimiento o con su desasosiego, amanuense de lo que no cesa de no escribirse, a saber, la falta en ser del lenguaje, o lo que es lo mismo, la falta en ser del propio escritor. Esa es la morada del verdadero escritor. ¿“Nosotros los escritores”? Escritor es quien se siente compelido a confrontarse con la página blanca para, nada más y nada menos, poetizar su irremediable vacío. Directamente, el lenguaje te mira, te fija, conminándote a aceptar ese título de escritor como marca en el cuerpo. Sin duda, uno puede vivirlo como un privilegio, pero también puede vivirlo como desasosiego, incluso tormento en tanto es gozado por ese lenguaje. De tal manera, la escritura sería ese goce que a uno lo parasita y del cual no puede desprenderse el escritor. De una forma muy didáctica y poética lo expresaba el poeta portugués Fernando Pessoa:

“Para mí escribir es despreciarme; pero no puedo dejar de escribir. Escribir es como la droga que repugno y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. Hay venenos necesarios, y los hay sutiles, compuestos de ingredientes del alma, hierbas cogidas en los escondrijos de las ruinas de los sueños, amapolas negras encontradas al pie de las sepulturas… hojas alargadas de árboles, obscenas, que agitan las ramas en las márgenes oídas de los ríos infernales del alma. Escribir, sí, es perderme, pero todos se pierden, porque todo es pérdida. Sin embargo, yo me pierdo sin alegría, no como río en la desembocadura para quien nació incógnito, sino como el lago hecho en la playa por la marea alta, y cuya agua nunca más regresa al mar”. 

Yo no creo que siempre fuese así en la escritura de Pessoa. Por ejemplo, su heterónimo Alberto Caeiro parece un poeta de la felicidad. Pienso entonces en las palabras de Borges: 

“A la larga, todo es materia para el arte. Sobre todo la desdicha. La felicidad no, la felicidad ya tiene su fin en sí mismo, por eso casi no hay poetas de la felicidad”.

Fernando Pessoa era, fundamentalmente, un escritor del desasosiego. Pero en su heterónimo Alberto Caeiro también era un poeta de la felicidad por su impresionante aceptación y vivencia alegre de la falta. Pero eso es una excepción. Seguramente ese escritor sí era el río que desembocaba en el mar. En el desasosiego, sin duda, Pessoa era el lago, era el agua que no vuelve al mar.

¿Nosotros los artistas? ¿Nosotros los escritores?

Miguel Ángel Alonso