domingo, 28 de febrero de 2010

Apertura 14ª reunión Liter-a-tulia, por Alberto Estévez


Tierras de Poniente (1974) J.M.Coetzee


El Proyecto Vietnam




¿Puede existir un sujeto sin alma? Si la respuesta fuera afirmativa, ¿Puede establecer una pareja, casarse, ser padre, o llevar a cabo un trabajo? ¿Puede alguien fabricarse el alma? ¿Y si alguien no tiene alma, que consecuencias tendría en el sujeto?

El alma, un término filosófico muy frecuentemente usado en contextos religiosos, en la más superficial de sus lecturas siempre ha apuntado a la esencia interna de cada uno, esencia que desemboca en el hecho de que poseamos determinada identidad, identidad única. Así, podemos afirmar que los términos alma y subjetividad encuentran un nexo en esta lectura, repito, más que somera, de un término que conlleva mucha mayor profundidad, pero esta forma tan simple de pensar el alma es la que conviene para lo que trato de contarles.

Eugene Dawn dice no tener alma; busca cómo fabricarse una, pero sus intentos parecen fracasar. Y esto es un gran problema, ya que por las características que el alma tiene, su presencia produce algún tipo de contención de posibles desastres, y sin ella, uno queda expuesto a una batalla continua por mantener la estabilidad mental, con lo cual, la primera de las consecuencias de su ausencia queda dicha; nuestra parte espiritual va a verse terriblemente afectada.

Parece pues que en esa tríada que la religión cristiana defendió como lo que todo ser humano posee, compuesta por alma, cuerpo y espíritu, la falta de alguno de sus términos produce que la representación imaginaria del triángulo que pudieran conformar dichos tres elementos, pierda uno de sus vértices, dando paso a su descomposición, produciendo no se sabe qué nueva figura insólita en la que la proporción y el orden pierden toda referencia.

Esta descomposición encuentra su más notable mención, y también la más constante y explícita, en lo que afecta al cuerpo del personaje del relato que hoy nos convoca.

El psicoanálisis, que comparte con la medicina el campo en el que opera, el sujeto humano, no encuentra en ella el eco de sus descubrimientos, más bien todo lo contrario; pareciera que se ocupan de aspectos que nada tienen que ver, llegando en demasiadas ocasiones, muchas más de las que a los psicoanalistas nos gustarían, a defender términos opuestos. Uno de los puntos que marcan esta distancia entre ambas disciplinas, y resulta determinante para orientarse, es el cuerpo.

Para la medicina, organismo y cuerpo son una misma cosa, y en esa amalgama resultante se produce el extravío médico, del que la mayoría de practicantes de la medicina no son siquiera conscientes. El psicoanálisis por su parte defiende que el cuerpo, de entrada, no existe. ¿Qué quiere decir de entrada? Es fácil; no viene dado, el cuerpo es una construcción a devenir, y ello significa que no hay garantía de que todos vayamos a tener un cuerpo porque puede que esa construcción se vea impedida. Efectivamente hay un cuerpo, pero es un cuerpo biológico, es un organismo, algo real, y será sólo en el caso de que las condiciones del encuentro de ese organismo con el lenguaje sean favorables que podremos decir que tal sujeto tiene un cuerpo, con su dimensión simbólica y su superficie y contorno, el que la dimensión imaginaria aporta en forma de unidad.

Pero este es un saber que no es exclusivo del psicoanálisis, el autor del que hoy nos ocupamos lo conoce; no hay más que abrir al azar el libro, casi cualquier página del corto relato que elegimos, y tendremos grandes probabilidades de encontrarnos con alguna referencia a un cuerpo que no se ha constituido como tal, en el que constatamos la fragmentación por doquier, o si lo prefieren, las desastrosas consecuencias de la falta de alma.

El cuerpo está referenciado en más de una ocasión como enemigo, un enemigo en rebelión, una herida que supura, un cuerpo tiránico, volviendo a la tríada de la que recién les hablaba, un cuerpo que no da soporte al espíritu. Que no cumple bien ni siquiera con sus funciones de organismo, evacuando los alimentos a medio digerir, o impidiendo que estos lo nutran, claro que, nuestro protagonista sabe porqué ocurre esto y resulta muy interesante escuchar este testimonio de certeza: …sé perfectamente qué es lo que ha consumido mi hombría desde dentro, lo que ha devorado la comida que me tendría que haber nutrido. Es una cosa, un hijo que no es mío, antaño un bebé achaparrado y amarillo encogido en el centro exacto de mi cuerpo, que me chupaba la sangre y crecía con mis residuos, y ahora, un niño mongol repulsivo que extiende sus brazos y piernas por dentro de mis huesos huecos, me roe el hígado con su sonrisa dentuda y vacía su inmundicia biliosa en mis sistemas. Y que no se quiere marchar. ¡Quiero que se termine! ¡Quiero ser libre!

Pero no quiero adelantarme.

John Maxwell Coetzee ha cumplido el martes de esta misma semana 70 años Hijo de emigrantes británicos que participaron en la colonización del país africano, nació en Sudáfrica, se licenció en matemáticas y en inglés en la Universidad de Ciudad de El Cabo. En los 60 viaja a Londres y se emplea como programador informático, unos años más tarde es nombrado Doctor en Lingüística Computacional en la Universidad de Tejas y posteriormente dio clases de lengua y literatura inglesas en la Universidad Estatal de N.Y. Su amor por estas lo llevan a obtener la cátedra de la Universidad de Ciudad de El Cabo en su regreso a su país, que no será definitivo, ya que desde hace unos años reside en Adelaida, donde compatibiliza al escritor con el investigador, en el departamento de inglés de dicha Universidad. Ha cambiado su nacionalidad por la australiana, lo cual no ha provocado que sus escritos se alejen de Sudáfrica, su lugar de nacimiento y en el que transcurren gran parte de sus obras que no han dejado de cuestionar el apartheid y cualquier tipo de racismo colonialista implícito en una sociedad burguesa a la que pertenecía por origen.

Ha sido el primer escritor premiado en dos ocasiones con el Booker, considerado el más prestigioso premio de la literatura en lengua inglesa, primero en 1983, por “Vida y época de Michael K.”, y en 1999 por su obra “Desgracia”. En 2003 fue galardonado con el Nobel de Literatura convirtiéndose así en el 4º africano que lo recibe.

Todo este recorrido biográfico por el autor se justifica por sí mismo, pero me he visto en la necesidad de hacerlo para explicarme personalmente cómo es posible que alguien pueda describir la locura con tanta precisión, con un conocimiento tan pormenorizado de sus fenómenos. Es este un relato sobre el que no podemos albergar dudas; quizás en el hecho de que puede gustar o no, eso por descontado, pero resulta indiscutible que está escrito de manera extraordinaria, sin olvidarnos de que se trata de su primera novela, cuando sólo contaba con 34 años.

Al paso de los capítulos se van sucediendo los acontecimientos, y de alguna forma no podemos afirmar que dichos acontecimientos nos sorprendan completamente, hay una coherencia que el relato no quiebra en ningún momento y que vertebra la historia de principio a fin, en un estilo acorde con la formación matemática que posee el autor; las operaciones que van efectuándose arrojarán un saldo final, en parte esperado y en parte incierto.

Cuando en el último capítulo nos confiesa que la mayoría de los problemas de su vida se los han causado las mujeres, y a ese respecto, su matrimonio con Marylin fue su peor equivocación, aplaudimos al personaje, porque verdaderamente entiende de qué está hablando, sabe qué le pasa, o mejor, qué le ha pasado. Los detalles de su matrimonio ya están enunciados en el primer capítulo, y en unos términos cuando menos sobrecogedores. ¿Cómo debe ser amar?, se pregunta. Es esta una pregunta que refleja su curiosidad de investigador por un sentimiento que no puede experimentar, pero no es algo que anhele en absoluto, o se reproche no sentir, casi al contrario; él está más que conforme consigo, y el vínculo que lo mantiene junto a ella es más firme que el amor, hablamos de la adicción, porque él es adicto a su matrimonio, y cumple con su deber. La triste relación con su esposa es responsabilidad de ella, la culpa no es de él, en realidad, si se dan cuenta, la culpa nunca es de él.

Es muy delicado e ingenioso el movimiento que propone el autor, es un movimiento doble, porque al hacerle reconocer que la génesis de la mayoría de los problemas de su vida residen en sus relaciones con las mujeres, y creo que estas se limitan a su esposa y su madre, el escritor consigue también prevenirnos del valor que tiene la elaboración del Proyecto Vietnam, que indudablemente puede ser considerado como desencadenante, o como uno de los desencadenantes de su desequilibrio, no hay duda, pero no claudiquemos a la tentación de quererlo explicar todo desde lo que la preparación de dicho proyecto desencadena en el personaje.

En el segundo capítulo tiene lugar la exposición de este proyecto, que no sólo no considera las advertencias enunciadas en tono más que prudente por su superior, Coetzee, sino que seguramente éstas provocan el efecto indeseado, porque el resultado es la exacerbación de su “desobediencia”, con lo que el proyecto finalmente es desestimado y apartado, y nuestro protagonista se precipita al vacío. Es por eso que el tercer capítulo resulta todavía más difícil de leer incluso que el propio informe, la desfragmentación del cuerpo es absoluta, en ausencia de un yo que integre el esquema corporal, leemos incluso en palabras del protagonista, un yo como funda, que conexione las partes corporales, aunque el fuego interior lo consuma, y una advertencia, algo retumba en su cabeza, torrentes sepultados comienzan a fluir: ¡voy a entrar en acción!

El drama que sigue a este imperativo es aterrador, casi acaba de la peor manera posible, y con nuestro protagonista recluido en un centro psiquiátrico en el que la calma, el descanso y la rutina reparadora se hacen equivaler con el hecho de que no haya mujeres. Pero la lectura que yo fui haciendo llevaba implícita una ternura por su protagonista, y debo decir que me he sentido respaldado por el texto, porque el autor ha contribuido decididamente para que yo tratase de rescatar a Eugene, cuando hace gala de su honestidad reconociendo que está muy enfermo porque Vietnam le ha costado demasiado, cuando lucha denodadamente contra su voz interior, cuando expresa su ideal de un yo que funcione y contenga la fuga, cuando porfía voluntariosamente en la escritura como forma de detener lo inevitable. Y también mi admiración y envidia por su lucidez cuestionando el diagnóstico de los supuestos expertos psiquiatras, qué manera magistral de expresarlo: ¿Por qué el estrés me iba a llevar a un ataque casi fatal a un niño…, y no al suicidio, por ejemplo, o al alcohol? Esto no parece que pueda explicarlo mi formación en materia bélica. Vean qué sutil la conclusión de este loco: los diagnósticos basados en el estrés dicen poco.

No sé si percibieron el enganche que existe entre la primera frase y el final del texto. “Me llamo Eugene Dawn. No puedo hacer nada al respecto…” Esta frase enigmática con la que comienza el relato encuentra su explicación en el último párrafo, en el que nos cuenta el deseo del que proviene, aunque habría mucho que decir sobre el estatuto de dicho deseo, no por nada lean la última frase porque creo que es clave para entender a qué nos enfrentamos; él no cree que provenga del deseo de nadie, lo que espera es averiguar de quién ha sido culpa su nacimiento.

Espero contagiarles esta cierta mezcla de pena por el enfermo y admiración por su costado ético, no puedo dejar de sentirlo por Eugene, que ni siquiera tiene un deseo al que remitirse, pero que no elude la responsabilidad de su acto criminal, ahora bien, fue una consecuencia, una terrible y condenable consecuencia de una gesta, a la que se vio llevado por querer salvar a su hijo de una madre vampiro que acabaría por convertirlo en un tontaina, y darle una segunda oportunidad. La misma segunda oportunidad que trató de darse a sí mismo, esperando que al presentar su proyecto sobre la guerra de Vietnam pudiera tener acceso a lo que eligió como título para su polémico informe, y así, poder disfrutar de una “Vida Nueva”.

Alberto Estévez