miércoles, 4 de mayo de 2016

Carta de Éric Vuillard a Liter-a-tulia

Buenos días a todos: desde Rennes, donde vivo, os ofrezco –acompañadas de mi simpatía— unas palabras sobre la literatura y la manera como yo la encaro.

Si la escritura implica abandonarse a los poderes de un ritmo y abrazar el enigma de las palabras, es porque un cierto nivel de verdad no puede alcanzarse más que escribiendo, en una suerte de dialecto, por así decirlo.
Pero también por una relación universal con la realidad del mundo, que se establece, de una manera particular, a través de la prosa.
La prosa es la lengua vulgar escrita, una lengua a la vez singular y compartida. Es el pequeño latín del alma y el lenguaje común de nuestras verdades.
Y hay en ello un doble hechizo: por un lado, la prosa de cada uno debe tocar la sensibilidad de todos, la lengua escrita por una persona debe poder ser leída por otras; pero por otro lado debe alcanzar a cada uno, personalmente.

La literatura es una actividad contingente, enfrentada con el presente. Ella no puede ser inocente respecto a su tiempo, a su ambiente, a todo lo que nos envuelve y nos estructura.

A lo largo de un relato, sensibles sutilezas agravan nuestras dudas, nos acercamos a un personaje, le toleramos más cosas, nuestra empatía refuerza pero nubla nuestro juicio. La literatura, por la familiaridad que ella establece con sus personajes, acrecienta nuestra perplejidad. Y, sin embargo, en determinado momento es preciso decidir. Nuestra época, más que ninguna otra, requiere ser clara.

Cuando en el capítulo "Historias", al final de Tristeza de la tierra, evoco a los indios supervivientes de la masacre, de pronto generalizo, y es para mí un momento esencial del relato, que me aprieta el corazón. Abandonamos la historia del espectáculo, nos alejamos en parte del drama indio, y caemos sobre otra cosa, más incómoda y más universal: la miseria.

Después de eso viene la nieve, otra pasión distinta del simulacro y del beneficio, otra manera de ver donde ya no somos más espectadores. Y después, por una pequeña alegoría, esto señala la igualdad como una relación entre las singularidades, porque ser iguales no es ser idénticos, sino pertenecer a una misma multitud. A eso lo llamamos humanidad.

Yo escribo para dar a ver. Es una vieja inclinación de la escritura. Digamos que las palabras pueden alcanzar una cosa que está oculta a los hombres. No es un elemento abstracto, lejano, o ideal, es tal vez un cierto reflejo de los acontecimientos y de la materia.

Pero escribo también para encarnar los hechos, dar vida a siluetas, a pensamientos, y eso permite intentar un contraste con la indiferencia del tiempo.

Os deseo una buena tertulia. Con un saludo amistoso, Eric.

                                                                  Rennes, 7-4

Tristeza de la tierra, de Éric Vuillrad. Comentario de Gustavo Dessal

Hoy vamos a conversar sobre un libro diferente. Entre otras razones, su diferencia estriba para mi gusto en que se trata de una forma literaria que se resiste a una clasificación de los géneros establecidos. Es en parte una novela, en parte un ensayo, hecho de fragmentos unidos entre sí por una prosa exquisita, una sensibilidad poética capaz de convertir la historia de un personaje legendario pero de escasa trascendencia, en la metáfora del nacimiento de una era que hoy domina nuestro mundo. La sociedad del espectáculo como creadora de la realidad. El mito de la caverna que Platón, confinado a las sombras donde los hombres dan la espalda a la verdad, he recorrido varios siglos hasta llegar a nuestros días a plena luz. La verdad convertida en aquello que se da a ver, aquello que se muestra conforme a una estructura de ficción que puede manipularse, fabricarse, deformarse, curvarse a la medida de las necesidades del discurso al que dicha ficción sirve.
        
En manos de Éric Vuillard, la singular historia de Buffalo Bill se transforma en el paradigma del espectáculo como sistema de organización social. La mirada, elevada a la potencia suprema gracias a la magia del progreso técnico, se declina en todas las variantes posibles. Somos voyeuristas, exhibicionistas, gozamos de ver y de enseñar, de espiar, de merodear. Más que nunca, necesitamos la fábrica de sueños, dejarnos adormecer por las imágenes que nos llegan desde todas partes. Estamos cautivos incluso por la visión del horror que irrumpe en lo real, pero que la imagen teletransportada es capaz de reabsorber hasta el punto de convertir ese estallido de lo real en causa del deseo, del deseo de ver lo que en verdad es invisible en aquello que vemos.
        
Tristeza de la Tierra es la crónica de un dolor, del viejo dolor del mundo que no cesa de repetirse, una crónica que se abre con el recordatorio de la Exposición Universal de Chicago en 1893, cuando se cumplían 400 años del viaje de Colón a las Nuevas Indias. Vuillard es un autor extraordinariamente hábil para encontrar los recortes históricos con los que desarrolla su ensayo poético. La notable confluencia de esa Exposición Universal, donde Occidente expone el resultado de su superioridad bélica, ideológica y colonial, y la animación ofrecida al público gracias a la asombrosa puesta en escena del Wild West Show, es el pistoletazo de salida de esta narración que recorremos a saltos,  y que nos lleva a transitar por los caminos de aquellos a los que la historia ha olvidado. La perversidad humana posee recursos inimaginables. No hay limite alguno para lo que el hombre es capaz de hacer consigo mismo y con sus semejantes. Yo mismo he tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos al “negro de Bañoles”, como se conocía al cuerpo embalsamado de un varón de Botsuana, adquirido por el Museo Darder de esa localidad de Girona. Su retirada en el año 2000 como resultado de diversas gestiones diplomáticas y su repatriación a Africa donde recibió sepultura, fue objeto de grandes protestas por parte de los habitantes de Bañoles, quienes consideraban a su negrito embalsamado “parte de la familia”. El negro de Bañoles no se distingue mucho de lo que el público deseaba ver en el gran show del Wild West: el indio, el objeto que suscitaba una mezcla de fascinación y de horror, algo que encarnaba una parte esencial de los fantasmas inconscientes. El indio, sometido, casi exterminado, convertido en artículo de feria, se exhibía como representación imaginaria de aquello que toda comunidad necesita exorcizar para constituir su pretendida identidad y cohesión como cuerpo social. El indio era lo Otro, el rostro visible de aquella oscuridad que no podemos atrapar en nosotros mismos, pero cuya existencia intuimos y que necesitamos arrancarnos para proyectarla de manera visible, atroz y cautivante, objeto causa del amor y el odio más extremos. Solo mediante su eliminación creemos poder afirmarnos. El ser solo se sostiene como imagen a condición de desprender de sí una parte, el deshecho arrojado a la exterioridad del mundo, y que le retorna como extrañeza, como alteridad que lo asalta y que despierta la ferocidad de las pulsiones.
        
Tristeza de la tierra es un libro que nos habla de muchas cosas, en especial de la historia del progreso humano como crónica de la crueldad y la barbarie. “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, escribió Plauto el comediante, aunque fue Hobbes quien difundió la verdad que contiene. Pero me atrevo a suponer que si Buffalo Bill ha interesado a Éric Vuillard, es porque nos demuestra hasta qué punto el horror puede llegar a banalizarse y transformarse en mercancía. Todo puede negociarse, venderse, comprarse, convertirse en objeto de trueque, publicidad o fuente de plusvalía. Sitting Bull, humillado y derrotado, firma un contrato para convertirse en un personaje del show. Se reserva el derecho de venta de las fotografías y la firma de autógrafos. Alguien debió asesorarlo, pero su rendición al discurso del progreso no lo salvó de la ambición de los hombres que trajeron los caballos, las armas y los virus que acabaron con una grandiosa cultura. Antes de morir pudo formar parte de la teatralización de la historia, en la que la masacre de Wounded Knee se convierte en el Show de Truman, y el West Wild Show, antecedente de la grandiosa maquinaria de Hollywood, neutraliza el sufrimiento y emplea su magia alquímica para convertirlo en diversión al alcance de las masas.
        
No sé cuánto hay de invención y cuánto de realidad histórica en la recreación del personaje de Buffalo Bill, lo cual por supuesto carece de toda importancia. Importa la soledad de quien, en la cima de su celebridad, ya no sabe distinguir entre William Cody y el actor que representa. William Cody también forma parte de ese mismo procedimiento por el cual el discurso crea la verdad como ficción, como verdad mentirosa. Buffalo Bill es una invención que supera al sujeto mismo, al punto de que William debe imitarse a sí mismo, a ese “sí mismo” que en realidad fue inventado por otro, y debe imitarlo cada vez más, hasta el extremo de sus fuerzas, porque el espectáculo debe continuar. Su vida se convierte en la parodia de alguien que ha olvidado el nombre que alguna vez recibió. Pero no debemos perder de vista que Vuillard en ningún momento pretende sumarse a la idea calderoniana de que la vida es sueño. La vida podría ser un sueño si no fuese porque existe el cuerpo. ¿Qué es el cuerpo? Es aquello que tenemos. Lo que finalmente queda, incluso muerto, como resto inextinguible. Esos cuerpos que vivos o muertos forman los escombros de la historia, y allí tenemos el ejemplo del indio piel roja que, en una de las actuaciones en Europa, muere y es enterrado en Marsella. “Solo participan de la historia los deportados” -afirma Lacan en una de sus conferencias sobre Joyce. “Puesto que el hombre tiene un cuerpo, es por el cuerpo por lo que se lo tiene”. Frase oracular, inspirada sin duda en los horrores del nazismo, pero que no ha dejado de recorrer el curso de la pretendida humanidad. Esos cuerpos que se reclaman, que se buscan, que se entierran en secreto, se envían en trenes, se transportan en bodegas de barcos, pateras, botes inflables. Esos cuerpos a la deriva, esos cuerpos que huyen, que atraviesan fronteras, que invaden y desacomodan el paisaje, que manchan todas las Exposiciones Universales, que se comercian, se negocian y se reparten entre gobiernos, mafias y organizaciones solidarias.
        
La escritura de Éric Vuillard es una forma especial de mirar el mundo. Él, del mismo modo que lo hace en su relato Congo, aún no traducido al castellano, no juzga, no moraliza, pero al mismo tiempo tampoco es neutral. Es, como Alejo Carpentier, un cronista de la tristeza. Deja constancia, mediante el decir poético, de una conclusión que extrae estudiando al detalle una fotografía, donde vemos a un indio sentado, con un gesto en el que se adivina el esbozo de una sonrisa. Los ojos del indio están puestos en un punto que no podemos localizar, y el autor se limita a afirmar que, a pesar de esa sonrisa, aquella criatura sabe que va a morir. ¿Morimos todos? He aquí la gran tristeza de la tierra. No, no morimos todos. Mueren ellos. Nosotros -y aquí debemos discutir quiénes somos nosotros y quiénes ellos- nosotros no morimos nunca.
        
El libro podría haber acabado aquí, con este extraordinario final que, sin buscar víctimas y culpables, nos deja un cierto sentimiento de vergüenza. Nunca he comprendido la idea de que debemos asumir como nuestro el pecado original. En cambio comprendo un poco más cuando Lacan reflexiona que una de las cosas más graves del mundo moderno es que ya nadie se muera de vergüenza. El libro podría haber acabado aquí, decía, pero el autor nos reserva una sorpresa, una especie de pieza suelta, o que al menos lo parece en una primera lectura. Sin embargo, creo que esa pieza encaja muy bien con la historia que la precede. Mientras Buffalo Bill, los americanos y la Europa entera se disputaba esa gigantesca empresa de devastación que conocemos con el nombre de progreso, un individuo singular, llamado Wilson Alwyn Bentley, que vivía en el estado de Vermont, con tan solo quince años estudiaba al microscopio los copos de nieve. El joven Bentley comienza a apasionarse por eso, y descubre que Dios ha hecho a todos los copos de nieve diferentes. No existe ninguno igual a otro. La nieve, esa masa que solo podemos apreciar en su conjunto, está en verdad hecha de miles de millones de minúsculas partículas irrepetibles. Aisladas de sus semejantes (que no sus iguales, por lo que ya hemos dicho), son extremadamente evanescentes, se esfuman en el aire, haciéndose invisibles. Los copos de nieve, como algunos otros fenómenos episódicos y fugaces, pertenecen a un mundo que está casi fuera del alcance de nuestra mirada. Por eso es necesario el uso de instrumentos técnicos que permiten extenderla hasta límites inimaginables. Con el paso de los años, lo esencial de la vida de Wilson “se concentra en los ojos. Wilson estaba por completo en la mirada, como si vivir consistiese en ver, en mirar, como si él estuviese hechizado por lo visible y buscase algo apasionadamente. ¿Pero qué? Tal vez nada. Solo el sentimiento del tiempo que muere, de las formas que desfallecen”. Hay otra manera de mirar, de buscar lo esencial en lo que no habrá de repetirse nunca, en la diferencia que se desvanece al instante en el largo curso de la historia. Wilson quiso fotografiar el viento, y no pudo lograrlo. ¿Habrá considerado esa imposibilidad como un fracaso, o por el contrario como su mayor logro?
                                                                          

Gustavo Dessal

Testimonio de Toro Sentado. Por Sara Veiras

Son personas que quieren existir. Yo también quiero existir.
Son personas que quieren más espacio para existir y me empujan en su afán de hacerse con más espacio para existir.
Son personas que vienen de una tierra plana y creen que empujar es hacer caer.
Yo me desplazo un poco y no me caigo. La tierra se curva bajo mis pies y yo logro existir sobre la tierra redonda, que es mi amiga, sin caer.
Son personas aterrorizadas ante la posibilidad de perder el espacio que consideran conquistado y se juntan unas con otras para defender ese espacio que llaman suyo, y hacen una piña y juntas me empujan con fuerza para que yo no ponga en riesgo ese lugar donde creen existir.
¡Qué gran esfuerzo hago para mantenerme de pie! La tierra redonda me sostiene en una curva peligrosa y yo me balanceo y logro mantenerme de pie en un trozo de terreno que está un poco más allá, donde no hay agua.
Son personas que gastan mucha agua en la ducha, dicen que así se despiertan mejor para existir.
Son personas que gastan mucha agua en las piscinas, dicen que ahí descansan mejor después de tanto existir.
Son personas que odian las manchas y el polvo y el dejar estar la tierra tal como está.
Son personas que crean objetos para borrar las manchas y liberarse del polvo y de la maleza que consideran molesta y que necesitan podar para existir.
Son personas que creen que toda la tierra es suya y vuelven a por más, vuelven en grupo para despojarme de mi refugio árido y sin agua.
Son personas que se trasladan sobre vehículos de cuatro ruedas enormes. Ruedas que trasladan unas cisternas enormes. Cisternas llenas de agua para humedecer la tierra y convertirla en buena para existir.
Son personas que poseen una pala mecánica. Una pala construida con un material punzante y de una fuerza imposible de superar.
Y yo caigo. Y muerdo el polvo. Y miro de reojo.
Contra el polvo no existo igual que cuando estaba de pie. Contra el polvo miro de reojo y veo crecer un jardín verde con rosales y otras flores de gran belleza para regocijo de quienes quieren existir más y más cada día, engrosando la tierra plana con toneladas de un tipo de existencia llamada: rumiante.
Son personas que necesitan tierras fértiles para engordar al ganado y luego necesitan comerlo y luego necesitan purgar su propia carne de la grasa acumulada a fuerza de tanto comer.
Son personas que se limpian por dentro después de haberse ensuciado y que engullen las bendiciones verdes que brotan a la orilla del agua traída por las cisternas arrastradas por esas ruedas enormes que aplastan la tierra,
y me aplastan a mí, que he caído y muerdo el polvo hasta quedar transformado en tierra desterrada
incapaz
de existir.


Sara Veiras

Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill, de Éric Vuillard. Comentario de Miguel Alonso

Cuando un poeta canta estamos en sus manos: él es el que sabe despertar en nosotros aquellas fuerzas secretas; sus palabras nos descubren un mundo maravilloso que antes no conocíamos”. Novalis

El poeta, sin duda, es Éric Vuillard. Él introduce la belleza que, de forma latente y poética, circula bajo el texto Tristeza de la tierra, y que en su final se presenta de forma explícita en toda su grandeza, en toda su potencia. Por eso me apetecía encarar mi comentario sobre la novela de Vuillard desde la categoría de lo bello. Deseaba demorarme, al igual que Wilson Alwyn, en esa frontera profundamente humana donde el no saber, presente en el enigma del copo de nieve, puede entregar algo de su esencia, al menos de forma momentánea; deseaba demorarme en ese enigma de la belleza que, al contrario del espectáculo inhabitable de Buffalo Bill, no solicita nada ni vampiriza a los sujetos, ni les roba su fuerza, ni siquiera pretende la ostentación del reconocimiento público, ni emplaza a los sujetos más que en su función artesanal; deseaba demorarme en el enigma de lo bello, ese enigma que, paradójicamente, custodia nuestro vacío no rechazándolo, sino sabiendo que está ahí, dándole un marco a nuestra imposibilidad, asumiendo el no saber, dando lugar, de ese modo, a un espacio de auténtica habitabilidad para lo humano. Así nos lo enseña Wilson Alwyn.

Pero Tristeza de la tierra no es una excepción a lo que considero una regla en la manifestación artística, y es que a lo bello se le opone, siempre, una cara amarga: lo siniestro, que la historia de Buffalo Bill hace tan presente. Haremos una pequeña digresión para recordar el cuadro Los embajadores de Hans Holbein. Allí, la categoría de lo siniestro, apenas perceptible, ocupaba una porción inferior del cuadro, era una figura difuminada que nos sorprendía, que nos extrañaba, para luego, situándonos a una cierta distancia del cuadro, verla con toda claridad, lo cual produce en nosotros un efecto de parálisis. Porque esa figura difuminada era el horror, era la calavera de la muerte que nos miraba para mostrarnos la finitud de lo humano y, con ello, la banalidad de toda ostentación, de toda impostura, de toda presunción, de todo narcisismo. ¿Dónde se concreta esta digresión en Tristeza de la tierra? Si pensamos en el espectáculo de Buffalo Bill y en su posición ante la muerte, ahí se trae a escena lo siniestro: es el momento en que, desprotegido el americano, desnudo, despojado de las vestimentas de la vanidad, se le presenta la muerte, entonces, como lo siniestro, como esa estructura de emplazamiento inevitable que deja al descubierto su miseria, encarnada en la angustia, en el terror que siente ante la revelación absoluta de la calavera, es decir, de su condición trágica. Es como una advertencia, pues los oropeles del espectáculo de Buffalo Bill no dejan de ser precursores de los que ostentamos en nuestro espectacular mundo capitalista.    

Ya tenemos lo siniestro y lo bello reunidos en Tristeza de la Tierra. Buffalo Bill y Wilson Alwyn son los personajes en los que esas categorías se encarnan.

Habría que decir que, como alternativa a la ostentación, la belleza no parece una mala salida para estar en el mundo. Incluso allí, la muerte de Wilson Alwyn no nos parece tan siniestra. Nunca como en su caso se nos muestra tan humana y tan ética la elección de una forma de morir. Podríamos pensar que Wilson Alwyn es, en Tristeza de la tierra, la figura difuminada, no de la muerte ni del horror, sino de la belleza. Todo al revés que en el cuadro Los embajadores. Alwyn, aunque personaje real, encarnando aquí una alegoría moderna del deseo y de la auténtica condición trágica, estaba fuera del alcance de nuestra mirada, pero llevaba insinuándose y mirándonos desde el comienzo de la novela en ese halo poético que se va esparciendo por todo el texto. Algo intuíamos a medida que íbamos leyendo, aunque no podíamos precisar qué era. Y era Wilson Alwyn –personificación de una poética humilde del vacío— lo que necesitaba Tristeza de la tierra para mirarnos, para sorprendernos, para paralizarnos con su belleza e interrogarnos sobre nuestra estructura humana –tan complicada como la del copo de nieve— y constituirse, de esa manera, en una auténtica obra de arte.

¿Cuál es el saber hacer del artista? Con el espectáculo de Buffalo Bill, Vuillard nos va alejando de la imagen difuminada de Wilson Alwyn, parece que la vamos a perder definitivamente en el barrizal del espectáculo de Buffalo Bill, obsceno y decadente, pero, en realidad, lo que hace el autor es situarnos a la distancia precisa y adecuada para que, por fin, podamos recibir el impacto de lo bello. Desde esta distancia, Vuillard despierta en el lector las fuerzas secretas de las que hablaba Novalis para movilizarlas, de manera que podamos descubrir la posibilidad de construir un mundo habitable a partir de la categoría de lo bello. De esa manera, la vida clara, ya no difuminada, de Wilson Alwyn, nos captura para intentar redimir a lo humano de la inmundicia en que nos sume el espectáculo pre-capitalista de Buffalo Bill. 

Todo lo dicho, y todo lo que está por decir en este comentario, está contenido en la frase del comienzo ¡Vaya frase!: “El espectáculo es el origen del mundo. En él radica lo trágico, inmóvil en una rara obsolescencia”.
        
En esta frase, a parte del fallido origen del mundo, explicitado por el autor, está contenida la novela Tristeza de la tierra; está contenida toda una premonición filosófica ya antigua, a saber, el no querer saber nada de la condición trágica de lo humano: “rara obsolescencia”; como consecuencia de ello, está implícita la misma parálisis del mundo y la posibilidad de la explotación del hombre por el hombre; pero también está la esencia del arte, es decir, la posibilidad de que un saber hacer como el de Vuillard sea capaz de reflejar, a través de la literatura, esa auténtica condición, siempre trágica, de los seres humanos, pero también la posibilidad de velarla por medio de un halo de belleza. 

Hay mundos como el de Buffalo Bill, precursores del capitalismo más obsceno, que con el espectáculo tratan de borrar, de ocultar, de tachar la simpleza de lo humano y su auténtica condición trágica. Insisto en la cuestión de la autenticidad en contraposición con su condición de obsolescencia. La paradoja es enorme. Pues cerrar los oídos a la escucha de lo trágico, tratar de borrarlo, de volverlo obsoleto, da lugar a su perpetuación por el lado de lo peor, es decir, da lugar a la institucionalización de la peor vertiente de lo humano: una pulsión de muerte desatada. Y es que los recursos que hay que emplear para diluir lo trágico implica realizar un esfuerzo supremo y continuo de renovación para que la maquinaria capitalista y siniestra no se pare. Esos recursos sólo se pueden extraer de la explotación de lo humano o de la explotación de la naturaleza. En Tristeza de la tierra, Buffalo Bill es el representante de una voluntad de goce perversa que agujerea la piel de los indios para robarles toda su fuerza, y son los espectadores los que se prestan a ese juego infame. Buffalo Bill encarna una estructura de emplazamiento que se apropia de la energía vital de los indios para poder llevar a buen puerto sus cálculos económicos, su afán de grandeza y su vanidad. La pulsión de muerte emerge con toda su fuerza para explotar y eliminar al pueblo indio, que goza la vida de otra manera. Es el ejercicio mortal de la más cruel exclusión. Se le da pábulo al dios obsceno, al dios de lo ilimitado, al dios insaciable y sin escrúpulos que exige el sacrificio continuo para satisfacer su goce. Toro Sentado y su tribu son engullidos en el banquete atroz del conquistador y del explotador en honor de su Dios, banquete al que son invitados los espectadores para que sacien su vacío y puedan alejar así, al menos momentáneamente, el sonido de lo trágico arraigado en su ser.

Eso es, a mi modo de ver, inmovilizar lo trágico para perpetuarlo y sentirlo, como Vuillard, estático, en una “rara obsolescencia”. Es no querer asumir que el límite está, indefectiblemente, en el mismo interior. Incluso para Buffalo Bill estuvo callado, inmóvil y obsoleto durante un tiempo para despertar, como un monstruo, en el momento de su decadencia y de su muerte. Insisto, Tristeza de la tierra muestra algo paradójico, y es que tratando de ocultar lo auténticamente trágico, lo que se hace es perpetuarlo de la peor manera y crear un mundo auténticamente inhabitable.  

Wilson Alwyn es el mundo contrario al de Buffalo Bill. Ni siquiera explota a la naturaleza. Él vive el sosiego, la paz, él habita lo libre cuidando lo bello, expresado en la enigmática y diversa estructura del copo de nieve, y tratando de encontrar su esencia. Su ser descansa morando en lo más habitable de lo humano, el deseo. Wilson Alwyn no emplaza a nadie, sólo a la naturaleza, como digo, pero en un sentido artesanal, dejándola fluir, residiendo junto a ella, custodiándola y construyendo un espacio humanamente habitable. 

Como dije antes, las muertes de ambos, la de Buffalo Bill y la de Wilson Alwyn, representan dos polos de lo humano y son bastante significativas respecto a la cuestión ética. Si Buffalo Bill no es capaz de aceptar la muerte como muerte, como esencia de lo trágico, como finitud, no puede elegir una forma de morir, sólo se le impone la desnudez de la angustia que provoca el advenimiento de lo siniestro. El “valiente” Buffalo Bill, el actor brillante en los escenarios, el admirado, el pistolero cabalgando a lomos de su caballo, el inmortal, era un auténtico impostor, pues en el momento final encarna nada menos que el lugar de la cobardía. Wilson Alwyn, por el contrario, vive en su esencia trágica, en su no saber, en su deseo y, de alguna forma, en su elección por la belleza también podemos hablar de una elección, al menos inconsciente, de su propia forma de morir. La belleza le permite sostener una distancia con lo siniestro. Por algo Rilke decía con su sabiduría de poeta: “Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Ahí está la diferencia crucial, ética y estética, que se deriva de vivir en la ostentación del espectáculo o hacerlo en la humildad del deseo.

Para finalizar voy a enumerar una serie de conclusiones que se derivan de la reflexión que me impone Tristeza de la tierra... Vuillard muestra en esta magnífica novela como lo bello y lo siniestro son dos caras de la misma moneda; Buffalo Bill, como metáfora y como precursor de nuestro mundo capitalista, nos debería de volver prevenidos, pues nos enseña que hay una pulsión de muerte morando, como resto, en lo más íntimo de toda civilización; esa pulsión de muerte es el monstruo que no habría nunca que despertar y al que los perversos y canallas como Buffalo Bill y sus compinches están siempre importunando y perpetuando. Es duro atravesar la historia de Buffalo Bill para leer, una vez más, la mentira, la historia escrita por los vencedores Y sostengo: qué ridículo parece el anhelo de lo colosal ante la nimiedad y belleza de un auténtico deseo; qué grosera nuestra vida si en ella no intuimos el lugar y la función de la belleza; qué descorazonador observar que los seres humanos nos dejemos seducir por los juegos fatuos y miserables de los canallas dando la espalda a nuestra propia poesía; qué infortunio vivir ignorando lo que ese desierto ruin capitalista quiere borrar, nuestra condición trágica como resorte de lo humano, no como obsolescencia, pues su aceptación, como condición ineludible, es, en verdad, lo que nos salva.


Miguel Alonso