martes, 3 de septiembre de 2013

Comienzo del nuevo curso de LITER-a-TULIA; Octubre 2013

LITER-a-TULIA quiere daros la bienvenida al inicio de un nuevo curso; este próximo Octubre comenzaremos con nuestra primera reunión que abrirá el ciclo de citas mensuales, el segundo viernes de mes, hasta Junio del próximo año.


Para esta ocasión hemos elegido una novela del escritor argentino, Roberto Arlt, titulada Los siete locos.


"Unir y mezclar a Borges y a Arlt es una de las utopías de la literatura argentina, pero eso no es posible, aunque el intento de la cruza está en Cortázar, en Marechal, muy nítido en Onetti".
(Ricardo Piglia)

El libro está disponible en librerías y también en Internet, en el siguiente enlace:

Viernes 11 de Octubre, 18 horas
Este o Este, Manuela Malasaña 9
Metro Bilbao

lunes, 2 de septiembre de 2013

LITER-a-TULIA despide el 5º año comentando el relato de Jack London, "La Hoguera".

Comenzamos la novena y última reunión del curso de este año, quinto curso ya en la andadura de la tertulia, 45 reuniones con la de hoy en total. Jack London acude a nuestro escenario con esta hoguera que esperamos pueda prender el debate posterior sobre lo que el texto plantea, en ese sentido me produce cierta curiosidad la característica de dicho debate, veremos si se plantea desde la intensidad, es decir, retorciendo un mismo tema y apuntando diversas reflexiones sobre él, o es un debate más diverso, abriendo diferentes cuestiones. Cada uno que haga su apuesta, la mía ya está hecha, cuando acabemos veremos el resultado.

Personalmente encuentro muy interesante hacer una lectura de lo que ha sido el curso en la última reunión. No se trata tanto de hacer balance, creo que la valoración siempre se muestra falta de objetividad, prefiero tratar de dar cuenta de lo que a posteriori ha formado un sendero, el sendero del 5º curso, que al igual que pasa con el protagonista del cuento de hoy, en la medida que uno lo va transitando no se atisba muy claramente, y es después que vamos percibiendo en nuestras propias huellas el camino que hemos formado. Este efecto es casi siempre algo muy sorprendente, cuando se trata de la experiencia de un psicoanálisis es algo inevitable. 

Pero vayamos al sendero que hemos formado al transitar este 5º curso.
La literatura y el psicoanálisis comparten la materia prima que les da su posibilidad de existir. No existiría la literatura sin palabras, y lo mismo podemos decir de un psicoanálisis, éstas son su condición sine qua non, con lo que a vista de pájaro ya vemos lo que abre camino, lo que aparta la maleza dibujando una senda: son las palabras. El lenguaje traza el sendero que convierte a la literatura en la práctica de la excelencia de la palabra  y al psicoanálisis en la práctica de la palabra por excelencia. Hasta tal punto que podemos decir que la literatura es un arte, no sé si lo es el psicoanálisis pero no cabe duda de que para ser psicoanalista hay que tener cierto arte.

Las palabras por lo tanto son el piso que alfombra nuestro sendero, a la manera de las rodadas del carruaje que encontramos en el camino, y la provisión de estas palabras se hace a partir de 9 contenedores, las 9 expresiones literarias que completan nuestro curso, que comenzó en Octubre pasado con El Informe de Brodeck poniendo en evidencia la condición humana en su vertiente de barbarie y destrucción frente a lo extraño, hasta el punto de reducir a un sujeto, nuestro perro Brodeck, al estatuto animal, el estatuto básico de superviviente. No hay duda que algo del superviviente lo constatamos también en la persona de Jed Martin, el protagonista de la siguiente cita, El Mapa y el territorio, frente a lo mortífero que esta novela plantea no como peligro exterior sino como amenaza desde dentro mismo del protagonista, ante lo cual Jed aplica su tratamiento de supervivencia, su fórmula: la sublimación por el arte.

A mi modo de ver estas dos citas de Octubre y Noviembre pasados componen un ternario con la de Diciembre haciendo un subconjunto del primer tercio del curso. El tema de la supervivencia es el eje del ternario y se hace evidente en esta tercera cita, Dínos cómo sobrevivir a nuestra locura, que en cierta forma abrocha las dos citas anteriores con ésta y nombra a su vez esta supervivencia en el propio título señalando el objeto al que responde: la locura, parasitaria de nuestra condición de seres de palabras, ya sea la locura del semejante, o nuestra propia locura, perturbación expresada en la novela de Kenzaburo Oé en la casi obscena alienación de aquel padre con su hijo.

Con la llegada del nuevo año se produjo un recodo en el camino, cierto giro que el relato de Kafka, La Condena, produjo. Aquí no se trata tanto de la supervivencia, recordarán el funesto final de su protagonista Georg, que justamente no sobrevive, sino de la culpa como fluido que recorre los laberintos de una subjetividad dominada por el absurdo y el sinsentido. La culpa puede declinarse en función del amor, y hablamos con Kafka del amor al padre, y con José María Merino del amor a la pareja, el amor de Daniel a Tere en El río del Edén, que nos permitió disfrutar, además de la presencia de su autor, en un animado debate en el que aquel río separaba inevitablemente las dos posiciones para enfrentar lo que puede deparar una vida, la del hombre y la de la mujer.

Dos relatos ocuparon nuestro interés en las dos citas posteriores, dos relatos en los que la ficción que los atraviesa comparte una cuestión: mostrar las coordenadas de una oscura satisfacción en el sujeto. Los dos relatos eligen el juego, aunque de dos maneras diferentes, El Ruletista apoyándose en el azar y el El Ruido de un Trueno en la Ciencia, brindando una experiencia aterradora pero inigualable. Como consecuencia, ambos relatos exploran los límites de nuestra condición, los límites que expresa nuestra relación con la muerte, que se torna protagonista, curiosamente en ambos, a través de armas de fuego.

La siguiente cita da un contrapunto a estas dos y a la vez tiende un puente con el relato justamente anterior, el trueno de Bradbury: si bien por un lado aquellas citas traían a colación el horror en relación a un final, Austerlitz nos brinda ese mismo horror en relación al origen, aunque no nos lleva al origen de los tiempos, se trata de la odisea que para Jacques Austerlitz supone no poder encontrar su lugar en este mundo, estar desconectado de su origen; y en este sentido, horror, olvido y memoria forman el marco de esta extraordinaria novela donde de nuevo la supervivencia toma el protagonismo.

4 novelas, 4 relatos y una novela corta han sido los contenedores para abordar estos temas: el origen, el final, los laberintos de la subjetividad encarnados en la culpa y el amor, la locura, la naturaleza humana en suma. ¿Pero realmente no es una contradicción en los términos hablar de naturaleza humana? Para entrar en esta cuestión viene como anillo al dedo La Hoguera, el relato que propusimos hoy, y que redobla la temática de este curso, que queda, les propongo, marcado por este significante de la supervivencia

Hablar de naturaleza humana es cuando menos controvertido sin hacer algunas precisiones, Porque si hay un cuerpo entre todas las especies que habitan la tierra donde no existe la completud natural ese es el cuerpo del ser humano. ¿Por qué no existe, a quién echamos la culpa de esta merma biológica en nuestros cuerpos? A lo que hemos llamado la materia prima de la literatura y del psicoanálisis, la culpa es de la palabra. La palabra es responsable de que nuestra vida sea una vida simbólica, que pervierte la evidencia de que también somos materia viva. La palabra tiene la culpa, no hay duda, de que el protagonista de Jack London muera congelado en la nieve. Es por culpa de estar dotados de la razón y no por las palabras que se dicen en el relato, es un relato prácticamente mudo, sino por el hecho de ser seres de palabras, estar constituidos por palabras, las palabras son nuestra particular biología que nos aleja de la naturaleza, me gusta mucho la manera que eligió Mº José, nuestra compañera, para expresarlo en su reseña, naturaleza entendida como un mundo sideral totalmente indiferente a nuestro antropocentrismo. Y el relato por un momento también abre esa brecha, poniendo en relación de continuidad la bomba sanguínea que aminora el ritmo en el organismo de nuestro insensato, con el frío del espacio que cae sin clemencia sobre la corteza terrestre.

Esta es la brecha, el mérito de este relato es justamente situarse ahí, entre los dos cuerpos de nuestro protagonista, su organismo y la imagen narcisista que lo recubre. Y esa brecha está sellada para este necio. Qué listo London porque para marcar el contraste utiliza a un animal como compañero, no otro sujeto, sino un perro, porque en el perro, como en todos los animales exceptuando a los animales palabreros, en el perro hay un solo cuerpo, no hay grieta ni brecha, ni dos cuerpos en relación ni en oposición. Y es seguro que el perro no sabe que en ese espacio sideral hay otras masas que reciben el nombre de planetas, ni siquiera sabe que gracias a la razón, esos planetas responden a un nombre, y es seguro que tampoco le importa un bledo, lo que le importa es el saber de su instinto, no el esfuerzo de sublimación cultural. Y ese saber instintual sí tiene conexión directa con lo biológico, la sangre era algo vivo como el perro dice el texto, equiparando sangre y perro en el dominio de lo vivo, ahí no hay brecha, no podemos hablar de interferencia, el animal es su propio cuerpo. Cabría pensar si podemos extraer de esa comparación que hace el autor la consecuencia de que nosotros no somos algo vivo. Sin duda lo somos, pero nosotros acarreamos con un cuerpo a través de un desierto helado despreciando la inconveniencia de permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso.

Los humanos no podemos decir que nuestra vida no tenga relación con el saber. Afortunadamente el saber nos ha permitido llegar hasta donde hoy estamos, los logros del hombre en la historia pasan por la conquista de un saber, pero no un saber del instinto, no es un saber que se hereda genéticamente, es un saber hecho de palabras y éstas se traducen en consecuencias directas para la vida humana. Cuando Freud se ve enfrentado al cuerpo de las histéricas en la Salpetriêre constata un cuerpo desobediente -y por cierto, extrae un saber de ello-, que no se rige por leyes naturales, y cuando el protagonista del relato ignora cuán insignificante es su materia orgánica en un paraje de temperaturas inferiores a 50º bajo cero, rechazando acatar lo que la autoconservación le ordena, nos damos cuenta de cómo el cuerpo no forma unidad con el sujeto, el cuerpo desobedece las leyes de la medicina, el cuerpo está aquejado de síntomas de los que el saber médico no puede dar cuenta, y la pregunta por la causa de dichos síntomas obtendrá una respuesta u otra dependiendo de la posición ética del sujeto en la persona del médico.

Creo que podemos caer en la tentación de atribuir a nuestro personaje cierta dosis de masoquismo, un gusto por el sufrimiento mal dosificado, se le habría ido la mano y la sobredosis de sufrimiento se lo llevó por delante, atribuyéndole así una intención mortífera que aligeraría un poco el drama: mira, pues él se lo ha buscado, ganas de sufrir. Lo verdaderamente dramático reside en el hecho de pensarlo por fuera de su intencionalidad, como algo que lo sorprende y que hace vanos sus esfuerzos cuando ya es demasiado tarde, una estúpida manera de encontrar la muerte cuando el sujeto no quería morir. En este sentido cabría diferenciar al menos dos estatutos de la angustia en el personaje de London, la angustia como señal, como miedo ante la precipitación cada vez más irreversible de los acontecimientos, presente en la parte central del relato, y la angustia como real, que está presente hacia el final y se desliza en esas imágenes de su propio cuerpo como no perteneciéndole, no le responde, el enamoramiento cegador de la propia imagen cae y el sujeto se ve reducido a su propio cuerpo, porque la naturaleza es inexorable en ese sentido y siempre vence la batalla contra la palabra.

Somos una paradoja, y de esta me serví hoy para tratar de mostrarles que en el ser humano la pérdida irreparable de la brújula que ofrecería el instinto es por culpa de las palabras que nos constituyen, pero a la vez, son ellas las responsables de que defendamos una posibilidad de supervivencia para el ser humano ante las implacables leyes de una naturaleza que nos amenaza con toda su potencia mortífera.

En realidad nos han repetido aquello de la verdad os hará libres, lo que no nos contaron es que estamos presos en ella, presos de una verdad hecha de palabras, hasta el fin de nuestros días.

Alberto Estévez

Refutación del realismo y del naturalismo. Comentario de Miguel Alonso sobre el relato La Hoguera, de Jack London

La hoguera parece un relato apropiado para refutar el encasillamiento de Jack London dentro de las tesis del realismo y el naturalismo. Gran parte de la crítica se empeña en esta simplificación de su narrativa, llevada por la presentación imaginaria de sus relatos, impresionantes cuadros de una naturaleza casi impoluta, poseída por una voluntad impía y determinista con respecto al hombre. Y la simplificación también se produce atendiendo a la inclinación intelectual del autor, muy ligada al darwinismo. Pero la obra de un autor, como bien se encargaron de hacernos ver los grandes de la literatura, ha de superar al escritor, trascender su intelectualidad, sus creencias y sus anhelos morales, si no, como dice Borges, el escritor no ha escrito nada.

Porque tratar los relatos de Jack London, y en particular La hoguera, como ilustración y confirmación de las doctrinas de Darwin, es decir, como selección natural que elimina a los menos adaptados y dotados de la especie, es dejar de lado, o incluso rechazar, lo que no entiende el naturalismo, lo que incomoda al naturalismo: el sujeto, presente en este relato de forma privilegiada. Este rechazo siempre se hace en favor de un positivismo científico, moral y determinista, que no deja ninguna libertad, ninguna responsabilidad a los protagonistas en relación a sus actos y a su constitución dentro del lenguaje.

En verdad, con la escritura de Jack London estamos ante la plasmación de verdaderos dramas humanos en los que el espacio natural no es sino el contexto artificioso que distrae, la trampa que opaca la luz y nos desvía del motivo fundamental: el drama vital de un sujeto literario.

Podríamos preguntarnos qué significación tiene el tremendismo de Jack London. Todo en él está sobredimensionado, todo adquiere unas proporciones desmesuradas, todo se separa de un discurrir más o menos confortable, más o menos sosegado, tanto en su vida como en su narrativa. Este dato también lo separa del realismo. De tal manera, sus relatos pueden tomarse como el trasunto de su vida, siempre merodeando por los interiores de situaciones límite, impulsado, casi podríamos decir, por una pulsión de muerte que en él parece inexorable.  

En relación con el naturalismo, lo que primero salta a la vista y queda refutado en La hoguera es la naturaleza y el atavismo que supuestamente habita en todo ser humano, motivos del pensamiento de London y sustento del darwinismo. En este relato sin hombres, uno solo, aislado y mínimo en relación a su entorno –lo cual puede tanto facilitar como dificultar la obviedad de lo que muestra, dependiendo de la agudeza del lector, del espectador— refuta con toda claridad la tesis del atavismo darwinista, pues ese hombre del relato está incapacitado para mostrarnos el más mínimo rasgo de bestialismo, de animalidad ¿Dónde está el naturalismo de alguien que no es capaz de guiarse por ningún instinto, como lo muestra la contraposición con el perro? En efecto, se repite varias veces que el perro sí está provisto de un instinto que lo guía. Pero en el protagonista de La hoguera, como en todo ser humano, el instinto está perdido. Este solo elemento ya invalida, de forma radical, la tesis de la bestia atávica que supuestamente nos habita desde tiempos ancestrales.

Verdaderamente, ¿alguien puede encontrar biología y naturaleza en este relato, a no ser en el perro? ¿No está el protagonista absolutamente alejado de cualquier biología y de cualquier actitud instintiva? El mismo paisaje natural, ¿no está marcado por la escritura humana? ¿Qué es ese camino abierto por el hombre que atraviesa todo el cuadro? ¿No es una escritura hecha por el hombre sobre la tierra? ¿No es una escritura sobre la página blanca de lo real?:   
Esta línea oscura era la ruta principal...”

La “bestia humana” londoniana, por tanto, no es biología, ni herencia atávica, ni carácter ancestral salvaje, y la naturaleza de London está, sin duda, marcada por esa escritura que, sobre la página blanca de lo real, escribe el drama en el que se representa una gestión –desde luego muy particular— de deseos  y pulsiones. Un drama que, como decíamos, es el trasunto de una vitalidad que, dentro de un cierto pesimismo, no hace más que novelarse en una necesidad imperiosa de tormentosas, y hasta románticas, aventuras.  

Siguiendo con la metáfora del cuadro, podemos invocar cierta peculiaridad del relato. ¿Dónde encontramos al sujeto que, como una mancha dentro de la inmensa y casi impoluta blancura de la página blanca de la naturaleza, viene a subvertir las tesis realistas y naturalistas?

El relato introduce la dimensión de la mirada, que no debemos confundir con la visión. Nos situamos en la escena final, la del sueño, que viene a producir una auténtica inversión. Si Jack London, desde su intelectualidad y creencias, pareciera invitarnos a ver, como espectadores, la voluntad implacable de una naturaleza armónica ante la que sucumben los peor adaptados, los peor dotados, ahora la cuestión se invierte para que nosotros mismos seamos cuadro. El infortunado protagonista, desde el sueño, es mirado por su propia mirada –no por sus ojos que, definitivamente, dejaron de registrar el mundo. Si antes estábamos situados en el exterior viendo un cuadro realista, ahora estamos en el interior del mismo como sujetos que somos mirados por nuestra propia mirada. Es decir, somos cuadro.

La representación realista fundada en una perspectiva con paisaje helado y hombre mínimo, finalmente, nos muestra una imagen fija, un cuerpo aparentemente muerto, tumbado en la inmensidad blanca, nevada y helada. Pero esa escena pasa a ocupar un lugar secundario, porque ya está dominada por el sueño, por el lenguaje, por el inconsciente del protagonista y por su propia mirada. El protagonista y el lector ya no ven el cuadro, sino que ellos mismos son mirados desde diversos elementos del sueño, elementos que pertenecen al drama del hombre, a su propia vida, y que lo implican en su propia decisión.

Desde el sueño miran al hombre sus compañeros, el mismo Sulphur Creek, su pipa, sus palabras antiguas, sus consejos, el frío ahora sí intenso, y, como digo, su propia mirada y su propia decisión. Y el tiempo ya no es el diacrónico de la realidad, sino que está más próximo a una sincronía que insta a reconocer la responsabilidad de elección en relación a un deseo, el propio, que no otorga ninguna naturalidad instintiva que garantice el camino por la vida. El deseo pone en manos de uno la decisión problemática. En un camino trazado por el Otro, uno tiene que ir escribiendo sus propios pasos y sorteando las hiancias, los agujeros de lo real.

Por lo tanto, el protagonista es el objeto mirado, es el cuadro, con la peculiaridad de que, solamente por esta única vez en el relato, coincide con su mirada en un mismo lugar, en el sueño. Es lo que conforma la mancha que aparece, sorpresivamente, en una representación realista.

Con esta mancha –similar a la que se produce en el procedimiento pictórico de la anamorfosis— el relato se le va de las manos a la intelectualidad del mismo autor, se le va de las manos a una crítica literaria proclive a las tesis del naturalismo, y se le va de las manos también al mismo yo, a la misma voluntad del protagonista, que yace tirada en la nieve. A todos ellos se le disloca la perspectiva realista, naturalista y determinista, en favor de lo que en ella se rechaza: la dimensión de la mirada que sitúa al sujeto como cuadro, no como observador, a la vez que ubica las encrucijadas de su deseo, y lo sitúa ante la responsabilidad de sus propias decisiones. 

La moraleja que se puede derivar de la lectura de La hoguera es que, además de una realidad física externa, verdaderamente real sin duda, existe también una realidad psíquica que, más allá de todo determinismo natural absoluto, escribe sus letras sobre la página blanca de lo real para dar sustento a un deseo sin naturaleza, sin instinto, sin nada consistente que ofrecer como garantía para transitar una vida. Ese es nuestro drama, y ese es el drama de Jack London, un drama de escritura, de lenguaje, de elección, no de determinismo natural.   

Miguel Alonso

Comentario de Luis Teszkiewicz sobre el relato La hoguera, de Jack London

Al enterarme de que la tertulia iba a girar en torno a un cuento de Jack London, sentí una gran emoción. La obra de este autor tiene que ver, en lo que a mí respecta, con el descubrimiento del amor hacia la literatura. Si evoco el amor desmedido de Borges por H. G. Wells, para mí London supuso el descubrimiento de la literatura en la infancia con sus libros de perros, con Colmillo Blanco, con El llamado de la Selva, etc. Posteriormente, en la adolescencia, descubrí otros Jack London, el socialista, con una novela de política ficción no muy difundida, Talón de Hierro, donde el mundo es por entero socialista excepto Estados Unidos, estado totalitario y talón de hierro del capitalismo. Descubrí también esos cuentos maravillosos, de los mejores que he leído, cuentos de Alaska y de los mares del sur. Respecto a los primeros, uno de los que más me conmovió no es La hoguera, del que hoy nos ocupamos, sino otro que se llama Deseo de vivir. Dice la leyenda que Lenin se lo hizo leer en su lecho de muerte. Pero recordé una frase contenida en Los mares del sur, más concretamente en un cuento titulado El inevitable hombre blanco. Dice lo siguiente acerca del dominio que el hombre blanco va a establecer sobre el mundo:
Y, naturalmente, el hombre blanco es inevitable. Es el destino del negro ––le interrumpió Roberts––. Dígale a un blanco cualquiera que hay madreperla en una laguna infestada por decenas de miles de caníbales vociferantes e inmediatamente se pondrá en camino con un reloj despertador que utilizará a modo de cronómetro y media docena de buceadores canacas, todos apretados como sardinas en lata en un espacioso queche de cinco toneladas. Susúrrele al oído que se ha descubierto oro en el Polo Norte y esa misma criatura de tez blanca, ese ser inevitable, partirá sin dilación, armado de pico, pala y el último modelo de artesa. Y lo que es más, llegará a su destino. Hágale saber que hay diamantes en las ardientes murallas del infierno y el hombre blanco asaltará esas murallas y pondrá a trabajar al mismísimo Satán con su pico y con su pala. Ahí tiene el resultado de ser estúpido e inevitable

En relación con La hoguera, también aquí encontramos al estúpido e inevitable hombre blanco que ha ido a buscar la riqueza al Ártico, la madera, ese trozo de naturaleza que será transformado en mercancía. Morirá en esa historia de error, de exceso y enfrentamiento con una naturaleza indiferente por completo a sus expectativas. Pero los otros hombres blancos que lo esperan en el campamento lograrán cortar la madera, extraerán ese producto pese a los rigores naturales.

En definitiva, La hoguera hace presente la naturaleza y la muerte como realidad. Una muerte real que sucede con precisión, y ello porque ese hombre no ha podido medir el límite que la naturaleza impone. Relato que conmueve por la impotencia del hombre ante su enfrentamiento con esa naturaleza indiferente.   

Luis Teszkiewicz

Comentario de Graciela Amorín sobre el relato La Hoguera, de Jack London

El hombre de este relato se aparta de sus compañeros porque, según dice, deseaba dar un rodeo antes de llegar al punto de reunión, un campamento en una antigua localidad minera. La razón de su recorrido solitario era averiguar si había buenos troncos en las islas del Yukon. Tal vez sea con este propósito que el caminante mira, desde lejos, el paisaje con abetos de tales islas. Lo importante es que se había apartado del grupo e iba a solas con un perro, que parece suyo, aunque en la relación con él hay poco afecto. Cuando leemos que le ayuda a quitarse el hielo de las patas, aún no sabemos que eso no indica cariño. De la soledad y la angustia del perro nos enteramos más adelante.

Su lazo humano más importante durante el relato, por las palabras que de recuerda, es el veterano de Sulphur Creek, al que en algún momento, incluso, se siente agradecido. El veterano es el único, en cuanto a su conocimiento de lo que ocurriría a 60º bajo cero, que estaba a la altura de la sabiduría instintiva del perro.

El hombre del cuento tenía poca imaginación y no deseaba pensar, pero el autor va describiendo con minucia los efectos del frío sobre el cuerpo humano a los que este hombre está atento. Aún así, a partir de cierto momento empieza a suceder todo lo que el veterano de Sulphur Creek le había advertido y era conveniente evitar.

Al retomar el camino después de comer, sucede lo peor: se hunde hasta las rodillas en el agua que la nieve ocultaba. El veterano le había advertido que no debía viajar solo cuando el termómetro estuviese a menos de 50º bajo cero. Era una ley que el hombre sabía que estaba transgrediendo, aunque no lo recordara o, en otros momentos, pensara en ello con orgullo, pues “cualquier hombre digno de este nombre podía viajar solo”.

Lo que le sucede al personaje del cuento no es una catástrofe de la que no pudiera haber escapado. Sabía que corría peligro y siguió adelante con su plan de viajar solo, sin sus compañeros y con ese frío. Podría pensarse en un suicidio por inconsciencia, por rechazo de la sabiduría de quien le aconsejaba, el veterano de Sulphur Creek.

Pero no se sabe lo que puede deparar el aislarse y seguir a solas. La consecuencia no tiene por qué ser siempre la muerte. Tampoco se sabe si en compañía la vida es menos peligrosa. 

Hay un pequeño párrafo en el prólogo del libro de Ferdinand von Schirac, Crímenes, al  cual pertenecía el cuento La espina, del que se habló en esta tertulia, que me parece que viene muy al caso:

Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ese es el momento que me interesa. Si tenemos suerte, no ocurre nada y seguimos danzando. Si tenemos suerte.”

Graciela Amorín

Comentario de un tertuliano sobre La Hoguera, de Jack London

Quería poner el relato La hoguera en relación con lo que ocurrió años después en la primera expedición de Scott al polo norte, un absoluto desastre en el que murieron todos. Una mezcla de estupidez y osadía sin límites. Son dos vertientes muy presentes en el tiempo actual de la humanidad. Por una parte el deseo de aventura, por otra la de explorar hasta la última frontera. Es algo de lo que tenemos noticias todos los días, expediciones al Himalaya, muchas culminadas con éxito, pero también lugares de encuentro con la muerte por parte de muchas expediciones. ¿Deseo, pulsión, instinto? No sé cuál sería el nombre correcto para ese afán que reside en nosotros y nos empuja a llegar más allá de cualquier frontera.  

Comentario de Teresa sobre el relato La hoguera, de Jack London

Lo que me sugiere el relato es que, al menos en una de sus vertientes, el autor intenta decir algo en relación a una diferencia, el animal con su instinto, y el hombre desprovisto del mismo. Veo a este hombre, ante las dificultades tan terribles que la naturaleza le impone, en la misma situación de ese sujeto indefenso, el infans, nacido en estado de prematuración, sin un instinto que lo guíe de forma natural, necesitando de sus semejantes para sobrevivir. Porque este hombre está continuamente acordándose de sus compañeros, de lo que le dijo quien le dio consejos que no siguió. Y con el tema de la hoguera insiste en esta cuestión, pues hace referencia continuamente a que si no estuviese solo, si hubiese alguien con él, podría haber encendido la hoguera. Su imposibilidad surgía por el hecho de estar solo y no tener, como el perro, un saber natural que lo guíe.

Teresa 

Comentario de Miriam Chorne sobre el relato La hoguera, de Jack London

Pequeñas observaciones. Una tiene que ver con el título del relato en inglés: To Build a Fire. En algunas traducciones al castellano se establece como Encender una hoguera. De todas maneras, en inglés, “To build” es construir. Y encontramos algo central en el cuento, justamente la cuestión del encender la hoguera. Siete u ocho páginas, de las 13, aproximadamente, que contiene el relato, se demoran en el hecho de encender la hoguera. En ese sentido, la palabra encender tiene todo el peso de lo que no se consigue construir, el fuego que lo hubiera salvado.

En relación a lo que dijo Miguel Ángel Alonso en su intervención, estoy de acuerdo en casi todo. Leí en algún lado que el género de este tipo de cuentos de Jack London es terror naturalista. Es verdad que no se trata de un naturalismo desnudo, pero London utiliza un cierto naturalismo, porque va describiendo, fríamente, miles de detalles del paisaje para construir una historia de terror. Es una buena conjunción.

La hoguera suscita una cierta angustia, pues desde la segunda página se ve a donde va a ser conducido ese hombre por su manera de hacer, inexorablemente transita hacia su muerte. En ese sentido, pienso que no es necesario atribuirle ningún masoquismo, pero sí hay en juego una pulsión de muerte, es el hecho de haberse metido en esa historia imposible. Estaba advertido, le habían dicho que no fuera solo, que no saliera con esa temperatura, pero él no hizo caso.

Leí el cuento en inglés, y algunas cuestiones me parecieron notables, en particular una cosa que tiene que ver con el género y el estilo. En las primeras frases se insiste en el frío y en el color gris de los días. Unos renglones más abajo dice que no había sol, ni una pizca de sol. Esta reiteración, sin más añadidos, hace que el naturalismo se vuelva terrorífico. Es el exceso gris. 

Miriam Chorne

Historias contadas. Comentario de Graciela Sobral sobre el relato La hoguera, de Jack London

Hay algo obvio: hay historias y vidas que son contadas. Y hay una relación entre psicoanálisis y literatura, tiene que ver con las historias, con las vidas que son contadas con palabras. Me emocionó mucho leer este cuento porque me remitió a una historia muy cercana. Es una historia que ocurre en 1901. Mi abuelo, en ese momento, tenía 19 años, y era alférez de la marina Argentina. Un barco noruego que hacía una expedición al Polo Sur, paró en Buenos Aires para abastecerse, y retomó su viaje con los 150 suecos y noruegos que viajaban en él, y mi abuelo. Este barco se llamaba Antartic. Los viajeros eran todos científicos que iban al polo a poner una caseta de investigación. Luego el barco daría una vuelta por la zona y volvería para recoger a los científicos y hacer el viaje de regreso. Pero está la naturaleza, el frío, el hielo, y eso no ocurrió así. El barco se hundió, y sus viajeros no pudieron volver en el momento previsto. De los 151 –los 150 suecos y noruegos más mi abuelo— sólo sobrevivieron 6, entre ellos mi abuelo. Éste murió posteriormente, cuando yo tenía 5 años, pero he participado toda la vida en actos que conmemoran esa epopeya. Porque él fue un héroe nacional. Entonces, a raíz de la lectura del cuento de Jack London, volví a releer el libro de mi abuelo Dos años entre los hielos.

Era como si en La hoguera, yo estuviera ahí, haciendo el camino con ese hombre necio. Lo que vive es tremendo. Uno de los méritos del cuento es que te sitúa en la piel del protagonista. Y desde la perspectiva de éste es tan verídico, lo que cuenta es tan real, que tiene las características de la omnipotencia y la necedad en relación con la naturaleza. En la relación con el animal, no se trata de que quererlos, sino de usarlos, lo cual no quiere decir maltratarlos. Eventualmente se los comían, si no tenían otra cosa para comer.

Por tanto, le debo a Jack London haberme vuelto a acercar al libro de mi abuelo. Y si pudiera decir algo desde la perspectiva de este cuento, diría que hay que estar despierto. Si te duermes te mueres. Te mueres congelado. Es muy impresionante. Como digo, estos relatos los he oído muchas veces. Me gusta como introduce lo subjetivo en la naturaleza. Mi abuelo contaba que estos hombres se quedan congelados a medida que se dormían, y que esa era la muerte más dulce, muerte en la que uno, poco a poco, va desapareciendo.

Quería hacer un homenaje emocionado a estos hombres a través del relato de Jack London y del libro de mi abuelo, los dos muy creíbles en cuanto a la forma de afrontar esas expediciones con su puro coraje. Eran vidas que se vivían en esa época, historias donde todavía había un mundo hostil por conquistar y descubrir. 

Graciela Sobral

Los hombres atemporales. Comentario de Silvia Lagouarde sobre el relato La hoguera de Jack London

Yo creo que cada relato nos descubre nuestra subjetividad. Para mí, el texto es un homenaje a ese tipo de hombres como el abuelo de Graciela, hombres necesarios, atemporales, que fundamentan su virilidad en la rudeza y en la obstinación. Y esa obstinación que vemos en el relato, como la de los ciento cincuenta suecos y noruegos y la de tantos pescadores que atraviesan el mar, es la firmeza de una virilidad. Estos hombres, como digo, son atemporales, existieron en la época de los gladiadores, hoy en el siglo XX, y seguirán existiendo en el XXI. Son hombres necesarios, hombres heroicos que tienen una relación con la vida en la que no existe el miedo, lo cual nos lleva a pensar que quizá no tengan inconsciente, en el sentido de que no se dividen, nada de lo paradójico les suscita una pregunta. Si tuvieran inconsciente, quizá no podrían llevar a cabo estas aventuras, ni podrían ser tan heroicos. De estos hombres hay en Galicia miles transitando el mar. Si en estos momentos hubiese una catástrofe, dudo que aquí apareciese alguno de esos hombres, los intelectuales, en general, son miedosos. Estos hombres obstinados y heroicos organizarían la catástrofe para que no cundiese el pánico.

Por tanto, son hombres atemporales que no se modifican en el trascurso del tiempo, que se ríen de la verdad. Lo vemos en el cine, en la literatura, personajes rudos, obstinados y valientes. Por eso me emocionó la lectura de La Hoguera, pues me evocó esos sujetos anónimos, pero heroicos. Viví el texto, y creo que este hombre, este sujeto, este personaje, se convierte en un homenaje a esos seres heroicos que nadie conoce, y que, realmente, combaten las leyes de la vida y de la naturaleza con una ética admirable. Esta vida sigue existiendo en las aldeas de la mayor parte del mundo, en los marineros de Galicia, en las historias atemporales que cuentan, idénticas a las de hace trescientos años. Lo que hay que hacer es saberlas escuchar y tener el interés del relato. En Galicia escuchas ese tipo de historias.

Lo que pretendo con este comentario es universalizar a este tipo de personajes obstinados. Para mí no son necios, sino que, en su obstinación, no es que no tengan imaginación, lo que no tienen es relación con el inconsciente, y esto hace que tengan una relación con la muerte absolutamente natural, cosa que no le ocurre a ningún neurótico. Esta me parece la intencionalidad del escritor, hacer una pintura en la que se cruza una fatalidad y un sujeto obstinado, rudo, valiente.


Silvia Lagouarde

¿Necedad o heroicidad? Comentario de Jesús sobre el relato La hoguera, de Jack London

En primer lugar quiero dar las gracias a los organizadores de esta tertulia por las últimas cuatro sesiones a las que pude asistir. Dar las gracias por el interés que ponen, y porque no, por el cariño, para que esto salga como sale. Muchas gracias de verdad.

También quiero decir que he leído el comentario de María José Martínez, me ha parecido estupendo. A propósito de lo que decía, quiero hacer mi intervención. Me he preguntado acerca de dos cosas contrapuestas. El protagonista, ¿necio?, ¿héroe? Según los comentarios que se acaban de hacer, parece que solamente es necio el que no triunfa, y héroe es el que, aún siendo tan necio, tiene la suerte de triunfar. Desde mi punto de vista no es así. Además, el cuento de London lo plantea, sobre todo cuando dice que este señor, el protagonista, no tenía imaginación ninguna. Como consecuencia de ello era un soberbio –lamento utilizar una palabra tan dura— un hombre que se quedaba en sí  mismo, que no encontraba la implicación de las cosas. Tanto es así que no se da cuenta de que si se queda solo, le pueden ocurrir cosas tremendas. Deja a sus compañeros, y tiene que dar un rodeo a cincuenta grados bajo cero. Eso es de necios.

Otra cosa diferente resulta plantearse, por ejemplo, por qué Colón es un héroe. Navega a América en la situación que todos sabemos, convencido, dice la historia, de que era redonda la tierra. No llega al sitio que quiere llegar, pero tiene una base e imaginación. Piensa que hay un conjunto de leyes físicas y conocimientos que le apoyan. Puede fracasar su expedición, pero tiene muchas probabilidades de llegar a tierra si no sobrevienen contingencias catastróficas. Es decir, tiene muchas probabilidades de triunfo. Y descubre América.

Eso es un héroe. Algo completamente diferente a lo otro. Por eso me gustó la exposición de María José Martínez. Sobre todo porque ha hablado muy bien de lo que era este personaje en su enfrentamiento con la naturaleza. Este antropocentrismo que trasciende al personaje está en nosotros. Y es que nos creemos los más grandes, ni tan siquiera nos damos cuenta de que está la naturaleza, a la que le debemos un respeto.

¿Por qué el perro, en una situación extrema, puede ser más capaz de sobrevivir que el hombre? Sencillamente, porque el hombre piensa mal, o no piensa, o  piensa sin articulación, dice María José. Porque el hombre, cuando piensa desde unos terrenos que no son los que le puedan llevar a un juicio más o menos correcto, si piensa desde la soberbia, no puede llegar a ningún lugar. Me ha gustado también como ha derivado hacia el tema de los recursos ambientales, que a mí tanto me interesan. Creo sinceramente que tiene razón cuando plantea que es, efectivamente, esta mentalidad antropocéntrica, la que hace que despreciemos en gran parte a la naturaleza, que no la respetemos, y no solamente, sino que, además, podamos llevar a cabo la gran barbaridad de destrozarla. 

Jesús

Graciela Kasanetz comenta el relato La hoguera, de Jack London

Como siempre, agradecer a todos sus comentarios. A mí, el relato me pareció demasiado frío. He ido pensando al hilo de lo que iban diciendo, y cuando digo que me pareció un poco frío, ahí incluyo al hombre. Es lo que señaló Miriam Chorne respecto al paisaje, “demasiado” frío, “demasiado” gris, pues yo diría que este era un hombre “demasiado” solo. Para sobrevivir, quiso hacerlo como si fuera un perro, cuando era un hombre. Y eso es imposible.

Alberto Estévez dijo que muere cuando no quería morir. Creo que sí hay mucho de la pulsión de muerte muy fuerte en este hombre, y creo que, en parte, ya estaba muerto. Y cuando comentaron que la naturaleza puede ser muy despiadada, yo diría que la naturaleza humana puede ser muy despiadada. Y cuando Graciela comentaba que hay que estar despierto, si te duermes te mueres congelado, esto es aplicable al organismo del viviente humano.

Pero este hombre, a mi entender, ya era un hombre congelado. Murió congelado su ser de viviente, pero ya era un hombre congelado. Quizá el momento en que deja de luchar por seguir vivo como un perro, sugiere la reflexión acerca de una muerte con decencia y dignidad. No quiere morir como una gallina decapitada, moviéndose para conservar lo poco de calor que pueda conservar. En este sentido, me parece una intención deliberada del relato de London situar esta muerte que él imagina con los otros mirando su cadáver. Es decir, no hay una mirada sobre la historia de este hombre, sobre lo que se plantea en muchas ocasiones, a saber, si somos nuestros recuerdos, ¿quién era este hombre? En ese punto, me pareció que estábamos ante un hombre congelado y un relato muy frío. 

Graciela Kasanetz

Otros comentarios surgidos en la tertulia sobre el relato La Hoguera, de Jack London

María José Martínez: Leí en algún lado que Jack London, en este cuento, se dedica a estudiar al hombre moderno, ese hombre que ya no piensa como se debe pensar. Es el hombre que se dirige únicamente a lo mercantil. Es la desarticulación de todo su pensamiento, lo que le hace fallar en el hecho fundamental de mantener la hoguera encendida. Creo que este hombre es el paradigma de la estupidez encarnada en el hombre moderno y mercantilista, menos atento a lo que pueda decir la experiencia de los otros. Y ello porque se cree poderoso, de manera que no contempla contingencias que puedan surgir en su contra.

Alberto Estévez: Es un hombre desconectado del saber, incluso despreciativo con el saber. London hace una reflexión acerca del hombre, en el sentido de que ninguno que se precie de serlo, puede sobrevivir solo.

Creo que lo heroico pasa por la asunción de cierta debilidad. Este personaje inicia el viaje subiendo una cuesta, y para negar su debilidad hace el gesto de mirar el reloj ante sí mismo, pues no hay nadie más que el perro. Es una relación muy particular con su propia debilidad.

Graciela Sobral: Es un hombre que no sabe nada, que inicia una aventura sin respetar ningún saber. Pregunta cómo atravesar esa naturaleza, y le responden, le aconsejan, le advierten. Y si le dan consejos es porque él no sabe, no detenta el saber suficiente, pero tampoco escucha a los que saben, de ahí su omnipotencia y necedad. Va a la muerte queriendo desafiar no se sabe qué cosa.

Miriam Chorne: El momento que señalaba María José me parece que tiene la forma de un acto fallido, colocar la hoguera en el lugar donde está destinada a apagarse.

María José Martínez: Un acto fallido dirigido a una mentalidad necia.

Esperanza: He llegado a la conclusión de que, seamos quien seamos, estemos donde estemos, necesitamos de la sabiduría, de la compañía de los demás, no podemos hacer la vida solos. No podemos tener la soberbia de este personaje. Necesitamos a los demás.

Miguel Alonso: Se planteó que toda muerte era un suicidio. No lo sé, pero creo que en algún lugar oí que uno elige su forma de morir. En este relato encontramos, posiblemente, las dos vertientes. Todos los personajes que no son capaces de acotar la pulsión de muerte –cuestión que aparece tanto en el relato como en la vida del mismo autor, no está claro si se suicidó o no— están irremisiblemente empujados a padecer el tremendismo de situaciones similares, en esencia, a la que bien describe el texto de London. El personaje parece buscar lo que le ocurre, animado por esa pulsión de muerte. Estaríamos ante una especie de suicidio, aunque inconsciente. Pero cuando habla de querer morir con dignidad, está expresando una elección, es decir, morir de una forma determinada. Encontramos entonces las dos vertientes, pulsión de muerte como empuje a una especie de suicidio, y elección en la forma de morir.  

Pero quisiera decir también que estos personajes no me parecen sin inconsciente. El sueño final es una formación del inconsciente, situada de forma maestra por el autor. 

Antonio: Si la esencia es contar como se produce la muerte de un hombre que se encuentra atrapado por unas condiciones cada vez más negativas impuestas por la naturaleza, creo que, en definitiva, es lo que nos ocurre a todos a lo largo de la vida. La vejez es eso, una lucha continua por sobrevivir a una naturaleza que se muestra cada vez más despiadada y terrible. Es el paralelismo que hace atractivo al relato y que pueda identificarme con él.  

Liter-a-tulia