sábado, 2 de mayo de 2009

Apertura de la 7ª reunión de Liter-a-tulia: El Baile de Irène Némirovsky por Alberto Estévez

El Baile es la obra que hoy nos convoca, de la escritora de origen ruso, Irène Némirovsky, que desaparecería trágicamente en uno de los más tristemente famosos campos de exterminio nazi.
Su lectura me ha resultado muy agradable, pero sobre todo reveladora. El ingenio de Némirovsky, su perspicacia y su afilada vertiente clínica, quedan demostradas ante un tema que para el mismo Freud resultó controvertido, lo llevó a reconocer al final de su obra que había subestimado su importancia; me estoy refiriendo a la importancia de la relación madre - hija, de consecuencias psíquicas múltiples y de amplio alcance.
Es justo en este mismo sentido que El Baile resulta absolutamente esclarecedor, y la prosa de su autora fluye y nos desliza en este terreno que constituye la relación de una madre y una hija, que contiene zonas tranquilas, y rincones oscuros, más presentes estos últimos en la pequeña novela que tratamos.
Casi podríamos ir enumerando las ocasiones en las que esa madre y esa hija se encuentran, ¿o deberíamos decir se tropiezan?
En el transcurso del relato, los tropiezos y desencuentros se suceden, pero podemos detallarlos desde la primera hoja, cuando sólo hemos leído unas pocas líneas de texto. Es esa primera escena que ya nos da las claves de lo que se va a jugar entre ellas. La madre entra en la habitación y profiere la siguiente frase: ¡...podrías hacer un esfuerzo al ver a tu madre!
Es justo este el vocabulario que se pone en juego en un enunciado presidido por la demanda, enunciado característico de esta mujer, la madre, a lo largo de todo el libro. Siempre se dirige a su hija desde ahí, desde la demanda, excluyendo cualquier otra posibilidad que pudiera abrir diferentes elementos en juego que no sean los significantes tales como esfuerzo, sacrificio, ... Y me resulta colosal que, repito, en la primera hoja del libro esto ya quede mostrado por la aguda visión de la autora.
Este otro que que para Antoinette constituye su madre, es un otro inconmovible. Se muestra pétreo, sin fisuras. Nos lo van dibujando, son pinceladas precisas, pistas dejadas como al pasar, pero que resultan definitivas. Si somos capaces de seguirlas cautelosamente percibiremos que no siempre fue así la relación entre esa mujer y su hija. En la página 10 nos relata la más tierna infancia de Antoinette, cuando era pequeña y su madre la sentaba en sus rodillas, la apretaba contra su pecho, la acariciaba y abrazaba.
¿Qué ha pasado? ¿Dónde se extravió lo que madre e hija compartían? ¿Podríamos pensar en un desencadenante que provoque el enfrentamiento?
Expresado así parece que tuvieramos que formular una causa concreta, algo del orden de un acontecimiento puntual, un suceso, pero yo no lo he pensado así. Me ha gustado dejarme seducir por la sutil manera que la autora insinúa el peso del paso del tiempo. ¿Qué quiero decir?
Como bebé, Antoinette parece poder tener un lugar en su madre, pero esa adolescente desgarbada de 14 años, que no sólo no se pone en pie cuando su madre entra en la estancia sino que pretende asistir aunque sólo sea un ratito a un baile con hombres y mujeres, esa, no conviene a lo que la madre demanda de ella. El libro lo refleja muy bien, al menos en un par de ocasiones en las que encadena, con alguna frase haciendo de puente, los dichos de una y otra. tenemos aquella en la que Antoinette sentencia: ¡... ya no soy una niña! A lo que la madre replica casi a continuación: ¡apenas he empezado a vivir yo!
Esta madre ha pasado de considerar a su hija desde el pobrecita mía, al ¡déjame tranquila, me molestas! Una mujer cuyo marido recibe un tratamiento por parte de ella; es "querido amigo", negando cualquier vestigio de sexualidad en la pareja, y aún más, ejerciendo una fuerza contínua de desautorización de su función como padre. Como consecuencia, lo que obtenemos es una función paterna devaluada que fracasa como elemento que pudiera apaciguar la tensión madre - hija. Función paterna que encontramos deteriorada en la persona de la madre cuando nos confiesa que ella no es como su propia madre, que nunca supo negarle nada. Entonces se ve guiada por su propia ley caprichosa que la lleva a detestar al criado sin saber porqué, o incluso a preparar un baile sin desearlo, no hay deseo en ello, porqué lo iba a preparar ella si no fuera por lo que pueden llegar a envidiarla.
¿Qué opción le queda a Antoinette? O consiente ser el objeto de los caprichos de su madre, o se arranca a sí misma de esa posición de niña. Esto es clave, y por ello podemos decir que recibe complacida esas lágrimas nocturnas exentas de hipidos y sollozos, porque son lágrimas de mujer y no de niña.
¿Y esa obsesión con el amor? ¿No tiene un punto de exceso más allá de lo que una adolescente puede conferirle de importancia a este tema? Seguro, pero esta es la salida. Freud nos explicaba que el odio a la madre toma su intensidad del amor que lo precede. Y Lacan nos enseña que el amor es lo único que permite al goce condescender al deseo. En el caso de cada uno de nosotros tiene su traducción, también para Antoinette: se trata de su acceso a ser mujer, a su posición femenina, que se realiza por la vía del amor, y que conlleva la introducción de un elemento que no queda recubierto por el manto de la demanda.
Se trata del deseo. Y este es el paso que como sujeto ha de abordar: desde la posición de objeto que trata de colmar el deseo de su madre, o como gusta decir a su madre, ser una buena hija, hasta poder convertirse en el objeto del deseo del varón.
Desde luego que no es poco, pero ese pobre mamá con el que la autora ha decidido finalizar la obra, nos llena de esperaranzas.

Alberto Estévez

Una Desesperanza sin nombre; comentario de Gustavo Dessal

UNA DESESPERANZA SIN NOMBRE.

Prometo ser bueno: Cartas Completas. Arthur Rimbaud.
Barril y Barral Editores. Barcelona, 2009. 395 páginas.


Con esta primera entrega, la flamante editorial Barril y Barral nos acerca a una de las figuras más notables de la poesía del siglo XIX, elevada años después al cielo de la literatura unversal. Fue Rimbaud un genio tan precoz que muy pronto sus profesores supieron reconocer en él el signo de una iluminación especial, que a juicio de algunos lo predestinaba a la celebridad segura, aunque de incierto carácter.
Su correspondencia nos permite asomarnos a la intimidad de una vida atormentada por el sufrimiento, que no conoció jamás sosiego, y que culmina en una muerte atroz, corolario de una existencia destrozada por la locura. Como es habitual en buena parte de los genios creadores, las pruebas iniciales de su soberbio talento se acompañaron de signos a los que la posteridad revistió de una pátina romántica y literaria, pero que sin lugar a dudas revelaban el dolor de un alma quebrada por la sinrazón.
Empujado a huir de una madre aterradora, a la que en sus cartas nombra irónicamente como “The mother”, a los dieciséis años emprende su primera fuga, argumentada en el hastío que le produce la mediocridad provinciana en la que habita. A partir de entonces, su vida se convertirá en una sucesión interminable de escapadas, en la dolorosa búsqueda de un más allá sin fin, donde la poesía y la escritura serán para él los únicos hilos de sutura con los que intentar frenar la hemorragia subjetiva de su miserable existencia.
Una temporada en el infierno, una de sus obras mayores, refleja muy bien el horror claustrofóbico que le producía el ambiente familiar, en el que destacan el abandono paterno y la dureza implacable de una madre cuyo perfil psicológico puede reconstruirse a través de las cartas que le dirige su hija Isabel, hermana del poeta, y que se incluyen en el apéndice del epistolario.
Quiso la tremenda coherencia de la vida de Rimbaud que su estadía en el infierno no se limitase a una temporada. El infierno fue la única patria a la que permaneció unido, el único punto de identidad perpetuo a través de esa interminable errancia por el África colonial, persiguiendo negocios absurdos y empresas imposibles que lo mantuvieron paradójicamente inmóvil, atado a un sufrimiento que acabó con su vida.
Porque si algo deja claro la lectura de esta correspondencia, es que Rimbaud no murió de un carcinoma (aunque haya sido ese el diagnóstico oficial y biológico de su penuria), sino de la imposibilidad para seguir soportando su terrible dolor de vivir. La escritura, que logró unirlo a la existencia y le confirió un nombre póstumo, no fue suficiente para salvarlo de su atroz melancolía, de su locura itinerante, de su delirante y agónico empeño en negocios ruinosos, soportando rigores interminables a los que sólo la muerte pudo poner fin. Rimbaud huye obsesivamente del frío de las Ardenas, su región natal. Su temor al frío adquiere por momentos un sesgo delirante, puesto que al mismo tiempo se confina en regiones donde el calor abrasador es implacable, una reproducción de la vivencia infernal que lo consume. No obstante, la sólo idea de regresar a Francia le despierta pavor, y ese pavor lo asocia al frío, un frío que sin duda no se limita a las inclemencias del tiempo, sino que es a todas luces una evocación de la vivencia de muerte ligada a la proximidad de su madre, y de cuya siniestra sombra ha procurado escapar desde siempre.
¿Qué encontramos en estas cartas, cuyos destinatarios son algunos amigos y maestros de la juventud, y a posteriori su madre y un buen número de personajes involucrados en su peregrinar por tierras africanas? Si prescindimos del contexto, de las anécdotas circunstanciales y de los sucesivos destinatarios, podremos acceder a una lógica que se destaca al contraluz de la lectura, un nervio que transporta de un extremo al otro de la serie un mismo e irreprimible dolor: Rimbaud es un pedigüeño crónico. Desde la primera a la última, todas sus cartas son la expresión de un pedido. No se trata de una súplica, o de una demanda tímida, puesto que sus pedidos no se formulan jamás desde una posición de humildad, sino de una exigencia que parece soberbia, pero en la que palpita una desesperación secreta. Rimbaud demanda todo el tiempo: libros, dinero, objetos raros que supuestamente le resultan imprescindibles para sus extraños asuntos comerciales, largas listas de cosas que enumera con meticulosidad, proporcionando datos y detalles, precios y direcciones, en un afán de asegurarse el cumplimiento de sus solicitudes. A excepción de unas pocas cartas primeras en las que da rienda suelta a su concepción sobre el arte poético, y algunas crónicas finales sobre su conocimiento de las regiones africanas, la mayoría son la excusa para formular un pedido, un pedido cuyo tono denota la imperiosa urgencia de una necesidad interior que lo tortura, más allá del objeto que en apariencia reclama. Al mismo tiempo, su demanda deja traslucir el modo en que el poeta concibe a su destinatario, el Otro de su correspondencia, por encima del personaje real a quien se dirige. Para Rimbaud, el Otro es alguien que por definición no puede negarse. Por todos los medios, es un Otro literalmente obligado a satisfacer la demanda. Rimbaud se muestra incansablemente como un ser a quien se le debe (véanse en especial las abundantes referencias contables en sus cartas) y frente al cual el Otro se erige como un deudor forzado sin cesar a responder.
Su hermana Isabel, que lo acompaña en el lecho de muerte (quizás por esa profesión de hermana que desde Sófocles hasta Sandor Marai, pasando por Hegel, detenta la sabiduría del intérprete), es quien mejor nos descifra el significado profundo de esa demanda infinita, cuando en su carta del 4 de octubre de 1891, un mes antes de la muerte de Arthur, le escribe a la madre: “Cuando se despierta, se dedica a mirar por la ventana el sol que siempre brilla en un cielo sin nubes y empieza a llorar, a la vez que dice que ya nunca verá el sol desde fuera [...]. Y es así siempre, una desesperanza sin nombre, una queja eterna”.
Esta herida abierta de su pierna amputada es la viva imagen de esa llaga interior de la que siempre ha querido escapar, la que lo hace escribir, la que lo impulsa a reclamar en vano algo que jamás llega (préstese especial atención a su insistencia por enumerar los envíos frustrados), que no llegó, que no llegará nunca a mitigar el dolor de la locura.

GUSTAVO DESSAL

viernes, 1 de mayo de 2009

Resumen 7ª tertulia; El Baile de Irène N'emirovsky

Nuestra compañera Sagrario Sánchez de Castro fue la encargada de abrir la séptima tertulia. Ya con anterioridad, había realizado su primer trabajo de psicoanálisis sobre esta obra de Irène Némirovsky, poniéndola como ejemplo de lo que es el estrago materno.

En dos escenarios se haría evidente el estrago. Uno en la infancia de Antoinette, cuando después de una época de abrazos, la madre la rechaza por molesta, llegando incluso al insulto llamándola “pequeña imbécil”. Es para Antoinette una frustración de amor fundamental. Y un segundo momento sería cuando le pega una bofetada delante de los chicos, momento en que Antoinette hubiese deseado morir.

Una frase de Antoinette resulta sugerente: “esa mujer que osa amenazarme”. Dos vertientes de esta frase adquieren relevancia, por un lado, la visión que la niña proyecta sobre su madre, no en la función materna, sino como rival. Por otra parte, la frase reflejaría la hostilidad de la madre hacia la hija, madre que está en una fase declinante de su vida, y que centra sus prioridades en los deseos de grandeza y de relaciones sociales, y no en su papel de madre.

Respecto a esta rivalidad madre-hija, la niña estaría contando como sale del idilio infantil con la madre. Lo que fueron abrazos deviene rivalidad. Parecen dos mujeres, una emergente, que empieza a despuntar, y la otra que necesita jugar la última partida como mujer. No es verdad que la madre organice el baile por pura apariencia, sino que hay un deseo detrás, volver a encontrar un hombre que la abrace, un amante. Hay un deseo de mujer detrás de toda la apariencia.

Un detalle extraordinariamente clínico lo podemos ver cuando Antoinette ve que la madre está preparando la fiesta, se inquieta porque los empleados no van suficientemente deprisa, y hace un gesto de desesperación con las manos. La niña descubre ese gesto y se mira en el espejo, es el mismo gesto que ella hizo al tirar las cartas. Hay muchos momentos en que las dos están en una relación especular, la madre dice “tengo que vivir yo”, “ahora me toca a mí”, todo el tiempo tú o yo en una especie de tirantez en el eje especular.

Respecto a toda esta rivalidad madre-hija, se sostuvo que habría una cierta perversión de la niña porque su venganza se va realizando poco a poco, en ese tiempo en que cada invitado no llega. Además, la niña se muestra malévola cuando en un momento dice que si la descubren le va a echar la culpa a la institutriz. Es decir, hay un cálculo de su acción.

El lugar central de la obra es el momento en que la chica lanza los sobres al Sena. Fue considerado
como un pasaje al acto, término psicoanalítico en el que encontramos los siguientes requisitos. Un instante de angustia patente en Antoinette cuando ve a su institutriz con la vitalidad de una mujer en relación con un hombre que la besa. Quiere desaparecer de la escena. La chica se retorció las manos como una mujer celosa y con el movimiento que hizo un sobre escapó y cayó al suelo, lo recoge, y a continuación decide lanzarlos todos al río. Acto imprevisto, no premeditado. Aquí hay un franqueamiento, un pasaje, y un punto de no retorno. En el acto se produce un cambio de sujeto, Antoinette ya no es la misma después de realizar esta acción. Ahí tiene una capacidad de acción, que en otros momentos no tiene.

Y aunque el despertar de la sexualidad de Antoinette está presente en toda la obra, de alguna forma está vinculado con esta escena.

Se relacionó El baile con la obra de Françoise Sagan, Bonjour Tristesse, teniendo en cuenta que su protagonista es una niña perversa para los escritores de esa época. La autora de El baile guardaría siempre una frialdad muy grande, frialdad narrativa también, porque nunca se implicaría como narradora afectiva, ni tomaría partido por nada ni por nadie, ni siquiera pone en boca de la niña ninguna manifestación excesivamente afectuosa, de cierta culpa o remordimiento. Antoinette tiene catorce años, mientras que la protagonista de Bonjour Tristesse tiene diecisiete y la venganza contra su padre es mucho más elaborada y llena de sentido, por eso más llena de culpa, cosa que aquí no ocurre.

Sin embargo, otra posición sostenía que la narradora sí está implicada. De hecho es un libro autobiográfico escrito por Irène Némirovsky como venganza hacia su madre, en unas vacaciones en que la dejaron sola. Era una niña muy apartada de la vida de sus padres. En el plano afectivo habría diversos momentos en los que hay una toma de posición, por ejemplo, cuando piensa que en la fiesta a la madre la van a confundir con una cocinera, que ella a su lado sería maravillosa y estaría rodeada de hombres. Otro momento es cuando estaban organizando el baile y ella piensa que sus padres son unos pobres incultos, y groseros. Y en el mismo final la sonrisa parece manifestar la indiferencia por la madre en el momento de su hundimiento.

Por lo tanto, la clave del libro en relación a la distancia narrativa estaría en el hecho de que es un libro profundamente autobiográfico. La autobiografía de Irène Némirovsky nos mostraría coincidencias abrumadoras. Sus padres eran judíos emigrados de Rusia, de fortuna, insertados en París, que en esa época era una sociedad profundamente semita, que buscan el brillo social a través de la riqueza y en algunos casos con la compra de títulos de nobleza, casarse bien o mal. Libro de juventud escrito a los veinte años, en el que habla de sus vivencias infantiles y de su pubertad, de la relación que ella ha tenido con sus propios padres. No es un libro donde la autora pueda tomar distancia porque, en realidad, está hablando de sí misma. Cuenta lo mal que lo ha pasado en la infancia, en la pubertad, en la adolescencia, y muestra una sociedad de arribistas y de trepadores, la sociedad del segundo imperio francés de 1870 hasta la primera guerra mundial, antes de la crisis del 29 cuando la especulación de la bolsa. Lo que se estaría demostrando en el libro es que todo es puro semblante, ellos ponen permanentemente el lazo social en el reconocimiento por parte de esa sociedad de lo que todavía no son. Son judíos recién llegados, ricos, pero que, al no tener el reconocimiento social, lo necesitan y lo quieren comprar. Y Antoinette describiría esa situación desde su punto de vista, que es el mismo que el de la autora de la obra. Por lo tanto, no se puede entender la obra si no se relaciona con la biografía de la propia autora. Eso le da una profunda amargura a la obra porque estaría hablando de su historia. Antoinette se podría llamar Irene.

En cuanto al tema del amor, una de las hipótesis era que estábamos ante un libro carente de amor. Los personajes viven juntos por circunstancias pero en ningún momento se habla con cariño sino con reproches. La niña es una adolescente con los típicos problemas de la adolescencia, afirmar su personalidad, querer hacer cosas que hacen los adultos, y no atenerse a la realidad estricta que tiene. El rechazo de la madre le hace ver que nunca hace nada bien, no le ofrece ningún cariño, al igual que el padre. No habría entre los personajes ninguna manifestación de amor.

Otra hipótesis discrepaba, no estaba de acuerdo con que no hubiese amor en el libro. Sostenía que amor y odio serían dos caras de la misma moneda. Lo opuesto al amor es la indiferencia, no el odio.

Se analizaron las invariantes de la adolescencia. Se trajo a colación la definición de adolescencia definida por Víctor Hugo como “la más delicada de las transiciones”. ¿Qué hay de invariantes?, ¿qué permanece de la problemática adolescente siempre?, ¿qué hay que atravesar siempre? En esta etapa, para los adolescentes, hay un componente mortificante, aparece una tendencia a la muerte que muchas veces se realiza, y otras veces es fantaseada. Una invariante sería el encuentro con la sexualidad. Aparecería como desencadenante del pasaje al acto, como ya se dijo. Pero es algo que se juega en la relación entre la madre, la hija, y el padre, el triángulo edípico, con una resolución muy buena. Contrariamente al estrago –cuando Antoinette se queda con toda la mortificación encima, llena de síntomas—aquí la agresividad que le despierta la madre tiene una solución en la venganza. El acto está completamente dirigido a la madre y es como un punto de reconciliación. Ella recibió la agresividad de la madre y lo que hace es el diseño de una venganza, castra a la madre, la pone en falta. Pero no se trata de la conciliación de las dos, sino de conciliación del sujeto. Esto se dejó claro para evitar el malentendido que puede surgir de la palabra conciliación, pues es verdad que Antoinette arruinó el baile de la madre.

Se desdramatiza así la acción porque todas las adolescencias son complicadas y difíciles, y complicado es también para los adultos que acompañan la adolescencia. No se trataría solamente de la joven, sino también de los padres, los profesores, todos están implicados en esto. Que ella haya podido descargar esa agresividad parece una buena señal. El eje de su acción sería, o bien llevar esa vida elegida por los padres, o quebrar por completo este orden y establecer otra vida para ella.

Se especuló sobre el futuro para Antoinette, éste no aparecería como nada claro. Quizá no podría sostener una relación fácil con los hombres, y ello sería debido, precisamente, al estrago materno. Esta idea se sostiene en la hipótesis de que la primera vinculación con la madre siempre produce efectos en la relación que se tiene con los hombres.

El final del libro resultó controvertido. Por un lado parece desesperanzador, porque mostraría la venganza de la niña. Cuando todas las ilusiones de la madre se derrumban, la niña la abraza con una sonrisa que la madre no puede ver. En ese cruce entre ambas, la madre se hunde y la niña llega a la vida.

Pero también se dijo que lo extraordinario es cómo Antoinette provoca finalmente su alojamiento en el deseo materno, cuando en la última página la madre dice que todos son unos pajarracos, “sólo te tengo a ti mi pobre niña”. La niña por su parte dice “pobre mamá”. En esa pobreza –significante que está en oposición a la riqueza— se aloja la falta que permite que las dos se fundan en un abrazo.

Todos los comentarios reflejaron la complejidad que tiene el libro y las múltiples entradas que se pueden hacer. Quedaría puesta de relieve la realidad de una época donde la educación de los hijos era muy estricta, a la vez que, en ese principio de siglo, los hijos de familias con cierto nivel no estaban apegados a los padres como ahora, sino que tenían su institutriz y los padres veían a los hijos de vez en cuando. La autora, entonces, retrataría la sociedad de su época, basada en la apariencia, y los aspectos sociales, históricos, autobiográficos, todos ellos necesarios cuando de analizar una obra se trata.

Liter-a-tulia