martes, 23 de diciembre de 2008

La carretera, de Cormac McCarthy (Una experiencia de lo Real). Comentario de Miguel Ángel Alonso

“La fragilidad de todo por fin revelada” (27)

“… empezaba a sollozar… no por la idea de la muerte... pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podía pensar de ninguna manera(99)

Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor (119)

No hay un solo profeta en la larga crónica de la tierra que no encuentre hoy aquí su razón de ser” ( )

¿Existe dentro de ti un ser semejante del cual tú no sabes nada?(88)

Introducción: Lo real y lo simbólico

¿Qué sentido tiene un libro como La carretera si no es la intención de hacer aflorar una virtualidad factible y creíble fenomenológicamente? ¿No es esa virtualidad una intuición fundamentada aquí en la estructura de la subjetividad? Estamos ante una experiencia de lo real. La novela, a la vez que revela, en la destrucción del mundo, la esencia frágil de éste, pone en juego entidades simbólicas propias para su sostenimiento: la belleza, la bondad, la palabra, el amor, el deseo. En su ausencia se postulan como valores imprescindibles en contraposición con la maldad radical de la relación entre los hombres. [1]

Dos instancias esenciales en la estructura subjetiva, simbólico y real, se muestran en flagrante desequilibrio: una precariedad de lo simbólico y un exceso de lo real. El mundo es posible sólo si existe un equilibrio entre ambos. Si no hay apenas lugar para el primero, ese mundo ha de ser forzosamente extraño para el ser humano, una “helada oscuridad autista(17), gozante, que deja al descubierto la obscenidad destructora del segundo.

¿No están ya presentes ambas instancias en el sueño inicial que abre a la lectura del libro? (9) Sueño cargado de simbolismo, de la mínima vida de dos luces, El hombre y El chico, dos deseos cercados por árboles de piedra, sin vida, en un tiempo ya de silencio. Ellos son, para el otro –antes semejante, ahora desaparecido por su trasformación en animal— presas para saciar el hambre. El otro se muestra entonces como cuerpo orgánico, animal ciego, desprovisto de lenguaje y, en consecuencia, desnudo, traslúcido, siniestro, sin símbolos que oculten su nada instintiva, obscena, voraz, animal, habitante de la oscura caverna del abismo que a lo largo de toda la novela parece siempre apunto para saciarse con las vidas de los protagonistas. Es lo real en su más inhóspita desnudez.

Los símbolos construyeron la historia de la Humanidad vistiendo al mundo que en La carretera, sin ellos, se desmorona sepultando el recuerdo y el porvenir. Ya las cenizas de las palabras, de la belleza, de la bondad, del deseo, cubren la tierra en la mayor expresión de la aridez jamás experimentada. Es un mundo como cosa casi, quedándose sin tiempo, de goce autista y psicótico, sin la vestimenta de la ilusión, sin apenas señales de vida.

Si alguien duda que el mundo de las realidades cotidianas precise de una estética propiciada por la palabra, no ha de hacer más que leer esta aridez arrasada para aprender una lección. Sin la presencia del hombre, sin esas palabras que lo visten, no es otra cosa ese mundo que una “bestia granítica” fría y tenebrosa, devastado desierto pálido de cenizas, sin corazón, sin alma, de noches de oscuridad y “negrura de ataúd”, ciegas, impenetrables y frías, o días de sol afligido, proscrito, de silencio terrible.

Es una forma del Apocalipsis: El fin del lenguaje.

El exceso Real y la subjetividad

Son tantos los motivos susceptibles de análisis en este libro, que es preciso decantarse por alguna vertiente. No voy a tomar el sesgo que pudiera ofrecer una ciencia ficción del Apocalipsis, sino que tomaré aquél al que aludí en la presentación, el que me evoca un saber puesto en escena a través de dos subjetividades afectadas por un trasfondo de exceso Real y una precariedad simbólica que distorsiona sus vidas y les obliga a vivir en el límite.

1. Un tratamiento textual de lo Real

Para ese exceso Real, hay en la novela una estrategia que no ahorra las impresiones dolorosas, pero ellas, paradójicamente, son sentidas como placer de lectura porque se elaboran de forma placentera [1]. Se puede decir de otra forma, como lo dice Eugenio Trías, “es una obra que gravita alrededor de lo siniestro, pero gana para el placer la elaboración de una situación máximamente angustiosa y dolorosa[2]. Y es que el cataclismo humano como tal, en su desarrollo Real, no se escribe, no se hace una descripción realista del mismo, cosa que sería verdaderamente insoportable para un espíritu mínimamente sensible. Sólo de forma alusiva se inscribe haciéndose anotar como presencia y trasfondo constante. Como sostiene Slavoj Zizek para casos similares al que nos ocupa en La carretera: “Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho[3]

Lo fundamental es que dos deseos, El hombre y El chico, viven en un límite vital sosteniendo un mínimo pero sublime envolvimiento estético del horror y de la obscenidad imposibles de describir. Ellos salvaguardan con la palabra, con la bondad, con el amor, con la belleza, y hasta con el miedo, una distancia que ha de revelarse imprescindible para la vida, la que pone límites al goce desenfrenado y psicótico, al mal, al egoísmo, a la pura pulsión de muerte que anida en el ser humano como una alteridad excéntrica exigiendo su cuota de satisfacción. Y es que ella no siempre es un núcleo reconocible o sabido.

Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables… El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad… A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.” (69)

2. Etica y estética

Ambas se ponen en juego en una estremecedora pero sublime producción. Ética porque estamos ante una literatura que no duda en mostrar la causa irreductible de la fragilidad humana, nuestra relación fundamental con lo Real, pero no lo obtura ni lo elude, sino que lo afronta con la mediación de una Estética textual , una ficción que salvaguarda la vida de los seres humanos:

Escenario apocalíptico, por tanto, inscrito como trasfondo en contraste paradójico con un lenguaje mínimo que remeda lo poético, alusivo casi siempre para el horror, y pleno de afecto y de amor para el otro.

3. Una paradoja propia de la literatura trágica

Es curioso sentir como una literatura tan dramática y angustiosa que en todo momento hace presentir el último día del mundo (184), sin embargo se convierte en una lectura enormemente apasionante, incluso poética, y hasta diría placentera. Es la paradoja propia de toda la literatura trágica, demasiado llamativa como para no prestarle un poco de atención.

Un axioma y un párrafo vienen a colación para este inicio.

El axioma es de Lacan: “La verdad tiene estructura de ficción”.

El párrafo de Slavoj Zizek [3]: “Cuando la verdad es demasiado traumática para afrontarla directamente sólo puede ser aceptada bajo la forma de ficción”.

La carretera es un escenario apropiado para desarrollar estos postulados que sitúan la verdad y el modo posible de abordarla. Verdad que se revela por su vertiente más cruda, Real, no simbolizable, de goce ilimitado y psicótico, ejerciendo su imperio sin que casi nada pueda limitar su dominio salvo una mínima franja simbólica, caminada por los protagonistas.

Estamos ante un mundo hendido que revela esta verdad cruel en una batalla clásica, aunque desigual, Thánatos/Eros, fealdad/belleza, abismo/palabra, maldad/bondad, indiferencia/amor, pulsión de muerte/deseo. Pero la batalla no indica que los contendientes procedan de distintos lugares. Conviven juntos, y no es posible desprenderse de ese extraño mal excéntrico, Real, que turba nuestras existencias, sin embargo, podemos velarlo, por ejemplo, el amor es un recurso para hacerlo:

Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza. Bueno, susurró para el chico que dormía. Yo te tengo a ti(45)

La obra de arte

Desde este punto de vista, La carretera nos ofrece un contexto complejo. Estamos ante algo más sutil que una descripción realista, estamos ante “una descripción sin lugar propia del arte[3], sin un lugar espacial histórico e imaginario, sino un espacio virtual como posibilidad que permite aislar una esencia, un núcleo “Real” del ser [3].

Como decía anteriormente, esta es su vertiente ética. La novela consigue aislar una dimensión universal subjetiva en la que es posible situar los resortes que conducen a la destrucción de un mundo, una especie de matriz que nos revela la contestación a una pregunta que surge inmediata tras la lectura: ¿Cómo se puede llegar a un cataclismo como el que se inscribe en La carretera? ¿Cómo llegar a “La fragilidad de todo por fin revelada(27)? ¿Cómo el ser humano puede provocar su propia destrucción?

La insoportable desnudez y horror del mundo es posible como efecto de la exigencia de satisfacción emanada desde un núcleo irreductible de goce que aboca a El Hombre a padecer los efectos de la pulsión de muerte, la destrucción. Traigo a colación un párrafo de la novela ya citado anteriormente:

Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables. Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último los nombres de cosas que uno creía verdades. Más frágiles de lo que él habría pensado. ¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.” (69)

El exceso Real se sitúa con claridad meridiana detrás del “sagrado idioma”, siempre como trasfondo sobre el que se dibujan las vidas de todos, y siempre en condiciones de distorsionarlas si no se le vela.

Vista la ineludible reunión que es precisa entre ética y estética para configurar un espacio vital, trataré de abundar todavía en los elementos que, considero, dan respuesta a por qué el libro es una obra de arte.

Reúne todos los elementos que intervienen en su conformación, a saber:

  1. El vacío, excéntrico por presentarse como alteridad no sabida, oculta, pero presente de forma alusiva como esencia propia de la subjetividad.
  2. Una ética de ese vacío, ética porque no lo elude ni lo sepulta, sino que lo pone al descubierto afectando la vida de las subjetividades.
  3. Una estética como producción sublime indisolublemente ligada a ese vacío ineludible, estética capaz de mitigar sus efectos situándose como velo de aquel vacío.

¿Existe dentro de ti un ser semejante del cual tú no sabes nada?(88).

Resulta posible indicar ya la solución de la paradoja a la que hacía referencia, una literatura tan dramática y angustiosa que en todo momento hace presentir el último día del mundo (184), sin embargo se convierte en una lectura enormemente placentera. Lo hago con palabras de Zizek:

El placer de la ficción estética no es una simple huída, sino un mecanismo de supervivencia, una forma de copiado con memoria traumática”. [3]

El Otro. Trascendencia e Intrascendencia

Donde los hombres no pueden vivir a los dioses no les va mucho mejor (119)

El Otro no existe como “Aparato trascendente[4] que pueda dar sentido a la existencia. Los dioses de repente se convierten en Hombres de destino trágico: “Dioses zarrapastrosos encorvados en sus harapos al otro lado de la tierra baldía (45), se convierten en mendigos que dialogan con el todavía Hombre, mostrándole su indiferencia por el sentido de la existencia (126). En su lugar un vacío que se sabe verdad. Inmensa soledad.

En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo. Duda: ¿En que difiere el nunca será de lo que nunca fue? (30)

Hombres sin credo, la fragilidad de todo por fin revelada(27). Esta es la gran soledad del ser humano puesta aquí al descubierto, no existe el gran Otro, “Aparato trascendente” que garantice el sentido de nuestra acción en el mundo. El hombre y el chico están ante la verdad desnuda que necesita su “Artefacto intrascendente[4] palabras que la vistan inventando un mundo simbólico: “Nosotros tenemos el fuego”, “Nosotros somos los buenos”. Y cuando El Chico se queda solo, cuando ni la palabra del que encarnaba al gran Otro, El Hombre, lo deja sin interlocutor, ha de caminar solo para encontrar una esperanza, su “Artefacto intrascendente”, el otro de “la bondad”, que, como él, tenga el fuego, aunque sin la plena garantía del encuentro:

Tendrás que seguir tú solo… No se sabe lo que puede deparar la carretera… Necesitas encontrar a los buenos… Tienes que llevar el fuego… Está en tu interior. Siempre ha estado ahí(205)

La bondad encontrará al niño, así ha sido siempre y así volverá a ser (206)

La trascendencia de Dios deja paso a la intrascendencia y fragilidad del hombre. Éste acoge la necesidad de dar sentido, respuestas para la existencia. Mutuamente, El hombre y El chico se ofrecen encarnando esa función “siendo cada cual el mundo entero para el otro(11). La palabra del Otro bajó a la tierra, y Dios se hizo hombre:

Sólo sabía que el niño era su garantía. Si él no es la palabra de Dios, Dios no ha hablado nunca(10)

Conclusión

La carretera muestra al ser humano confrontado a su división, habitado, fundamentalmente por dos registros, uno simbólico y otro real, indisolubles. Pueden estar jugando en diferentes condiciones, bien de forma equilibrada dando lugar a la vida, o bien desequilibradamente, destruyéndola, como es el caso que nos ocupa. Es en ese desequilibrio donde el registro real puede revelarse en su auténtica condición de pulsión de muerte trabajando en contra del bienestar y conservación del sujeto humano. Solo lo simbólico puede hacer de atemperador de su irrefrenable exigencia de satisfacción.

Los símbolos son imprescindibles para la vida. Aunque ellos sean una forma de velar la aridez esencial, sin ellos estamos desamparados y prestos para la destrucción. Por ello se los evoca (15). Se siente que nada de lo creado por el hombre, ni siquiera los bosques, los ríos, lo que parecería proveniente de la naturaleza, se pueden sostener en el tiempo sin las palabras que los vistieron de belleza.

Miguel Ángel Alonso

Bibliografía.

[1]. Más allá del principio del placer. Sigmund Freud.
[2]. Lo bello y lo siniestro. Eugenio Trías
[3]. Arte, Ideología y capitalismo. Slavoj Zizek, Jorge Alemán, César Rendueles.
[4]. La última enseñanza de Lacan (Dep. de psicoanálisis Lacaniano). Jorge Alemán. Sergio Larriera.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Dichosa lectura con sabor cubano, por Ana Quiroga

La narrativa de Laidi Fernández de Juan* tiene la voz de Cuba. Y su cadencia. Su lenguaje es exacto, preciso, conmovedor. Imprescindible. Quizá porque, de niña, tuvo el privilegio de mostrar un texto suyo a Alejo Carpentier, su vocación, como una flor anticipada, se abrió a sus ojos para sorprenderla. Se huele en las palabras el café acabado de colar, el calor pestilente, la humedad atrapada en las paredes de la casa. Un son caribeño nos invita a pasear por calles de La Habana Vieja bajo el empecinado ritmo cubano del afán por sobrevivir. Y así como es una felicidad saborear Cuba, es una felicidad recorrer la original inteligencia de la autora de estos cuentos.

El tono coloquial nos acerca a la íntima conversación de la amistad; los personajes nos abren la puerta del cuarto de al lado en el que transcurre su vida como una persistente intención por superar toda dificultad y volver placentero el universo: “Todo lo que voy a servirte en la mesa, lo conseguí en la bolsa negra.”

Leer sus textos es sumergirse en antiguos corredores y escaleras del tiempo de España que esconden el secreto de un pueblo que resiste, con implacable humor, ante cualquier incertidumbre: “a esta altura me da igual una caricia que un piñazo si tiene buen sabor y llena el cubo”; un humor que aparece sutil en la confesión de una asesina: tengo compromisos en plural no sólo con hombres” o acabadamente directo en “dígale al gordo de allá afuera que no sólo los negros toman café, que haga el favor de traernos” y, mejor todavía, en “vamos a ver si nos apuramos y bajan los santos o suben los espíritus”.

El conflicto aparece en el devenir cotidiano (“olvídate de la vida normal”) y es en los detalles de discreta descripción donde surge la angustia por subsistir “si llegaban los huevos, había gas suficiente en el horno y no se iba la luz, el calor no era insoportable, ah… y si tampoco llovía mucho, porque la muchacha que los entrega vive lejos y viaja en bicicleta” y “transcurrieron doce días de gestiones, compras, ventas, cambios de planes”.

Su obra atraviesa la historia cubana desde antes del tiempo de la revolución "para que disfrutes conmigo de un pasado anterior incluso al nuestro" hasta el presente a través de un vocabulario deliberado, ecléctico y notorio, de términos y frases que definen su origen, sus influencias, sus anhelos: Elegguá, los cakes privados, Carlos Marx, guayabera de poliéster, Yemayá, Tolstoi, Ochún, cocotaxi, Tuareg, autoplusvalía, Jalisco Park y Chejov.

Laidi Fernández de Juan no se priva de imágenes concretas “cocinar con manteca de tiburón que huele a orín de viejo decrépito” ni de alusiones feroces para mostrar la época de mayor crisis “el Período Especial que usted recordará que era una soberana mierda” así como da lugar a una delicada poética: “delgada como una caña tierna”, “un burdel circense de posguerra”. Tampoco teme a la osadía de los neologismos propios y ajenos: “concrétame a dónde”, “ripostó”, reina-dueña-de-todo-esto”, una perdedera de tiempo imperdonable” y “que te ronca la berenjena”.

Una y otra vez la ilusión parece alejarse de los personajes creados por Laidi Fernández de Juan (creyó que las fuerzas se le iban) y, sin embargo, aunque percibamos remota y decreciente la posibilidad de albergar una salida, la esperanza regresa en brazos del amor (esa cura infalible para todos los pesares) y los protagonistas -como acaso el lector- se descubren extrañamente dichosos. Basten, por ahora, estos cuatro cuentos, para dar fe de esa dicha.

Laidi Fernández de Juan (La Habana, 1961), es médica y narradora. Su primer libro de cuentos Dolly y otros cuentos africanos (Pinos Nuevos, 1994) fue publicado posteriormente con prólogo de Eliseo Diego (Ediciones Vigía) y en Canadá con introducción de Keith Ellis. Ha sido distinguida en los concursos Internacional de Cuento Fernando González (Colombia) y “Jiribilla”, entre otros. Su segundo libro, Oh vida (1988) obtuvo el Premio Luis Felipe Rodríguez de cuentos. Su cuento “Clemencia bajo el sol”, Premio Cecilia Valdés, fue llevado al teatro en Cuba y en Italia. En el 2001 fue invitada al Evento de Mujeres escritoras del Caribe en Nueva York. En 2004 obtuvo Mención en el Concurso Iberoamericano Julio Cortázar y le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional. En 2005, ganó el Concurso de cuentos Alejo Carpentier con su libro La hija de Darío. Su primera novela, Nadie es profeta fue presentada en la Feria Internacional del libro de La Habana, 2007.

Ana Quiroga