lunes, 21 de mayo de 2012

Desvelamos la verdadera autoría del relato; por cortesía de su autor, publicamos el texto completo del cuento "Desvelo" de Gustavo Dessal

DESVELO


Sus pasos en la escalera acaban de despertarme. No sé qué hora es, pero no quiero encender la luz para no verla. Para que no me vea.

Sé que es ella, porque reconozco esos pasos, el modo lento de hacer gemir la madera de los escalones, el roce imperceptible de su mano aferrándose a la barandilla. Podría hacerme el dormido, pero no serviría de nada. Ella va a entrar de todos modos, siempre lo hace. Busca una excusa cualquiera, el pretexto de una rendija de luz que se escapa por la puerta de mi dormitorio, por ejemplo, y eso le basta para hacerme una visita. Se sienta a un lado de la cama y me pregunta qué he hecho durante el día. Primero fuerza una sonrisa para simular que su presencia es bienvenida, y que su pregunta tiene algún interés para mí, incluso que tiene algún interés para ella. Dime qué has hecho hoy, vamos, cuéntamelo, como si no supiese de sobra lo que hago todos los días. Pero eso no es lo peor que me sucede. Lo que en verdad me desespera es no poder evitar responderle. Ella me pregunta, y yo le respondo. Me hace siempre la misma pregunta, y yo le doy siempre la misma respuesta, como si fuese la primera vez que tiene lugar este diálogo, oh, le digo, he ido a trabajar, y me pongo la máscara de sonrisa tierna, y enciendo la voz de entusiasmo. No es difícil, porque tengo ya muchos años de práctica. Ella entra en la habitación, me sonríe, le sonrío, mi cerebro activa rápidamente la opción entusiasmo, y ya está. A veces, si estoy un poco inspirado, le doy a la tecla felicidad, y el resultado es increíble, tan increíble que casi llegamos a creérnoslo. Ella también se ha vuelto una experta. Uno de sus mejores papeles es fingir que no finge. Con eso todavía consigue asombrarme, lo cual tiene su mérito, y es tal vez la razón por la que le sigo el juego, aunque esté convencido de que ella va a ganar.

Más allá de las palabras que nos dirigimos, está el silencio. En el silencio se libra otra batalla, una lidia de miradas imperturbables y afiladas. Yo le arranco un trozo de vida, ella me arranca otro a mí. No es fácil acabar con nosotros. Somos terriblemente fuertes. Ella lo es, yo lo soy. Todavía vamos a durar mucho tiempo. Es como si hubiésemos firmado un acuerdo de sangre, en el que nos hemos prometido extender el duelo todo lo posible. Por eso somos discretos, y medimos nuestras fuerzas. Al ser nuestra batalla tan antigua, el odio se ha convertido en un gesto de reverencia, en una señal de reconocimiento y de respeto. Si ella se rindiese se volvería definitivamente despreciable, lo que supondría un descenso definitivo en la estima de mi odio. Si acaso fuese yo el rendido, ella me devoraría con su amor, que mata más lejos que todo mi resentimiento.

Estoy seguro de que ella va a ganar. Siempre lo he sabido. Es una partida que está decidida desde el inicio, pero ignorarlo forma parte del juego. No puedo negar que en algunas ocasiones hacemos un esfuerzo por querernos, quizá por perdonarnos. Sucede de vez en cuando, y aunque por supuesto no conseguimos nada, al menos nos damos el breve respiro de aliviar nuestras conciencias. Es muy saludable aliviar la conciencia, una variante bienintencionada del cinismo. Hasta somos capaces de emocionarnos con nuestra propia representación. Ah, somos bastante buenos. Ella me ha enseñado, claro, y yo he sido su discípulo aplicado. No tengo ningún inconveniente en reconocer que todo se lo debo a ella. Mi crueldad no llega al extremo de restarle méritos a su infinita capacidad para hacer daño, ni a su paciente empeño por transmitirme esa incomparable virtud. Nos hemos convertido en dos artistas de una farsa letal, que se prolonga como una agonía, un movimiento de ballet en el que cada uno conoce el paso que dará el otro, porque la coreografía está dibujada con el lápiz inmutable del destino.

Está subiendo. Le gusta ser silenciosa, apenas una discreta sombra, pero las maderas también están viejas, y no puede evitar que su menguado peso las haga crujir en la quietud definitiva de la noche. Ya está en el pasillo, y ahora va a quedarse allí unos instantes, aguzando el oído para tratar de captar la más tenue señal que revele que estoy despierto. Permanezco inmóvil en la oscuridad, sentado en la cama, con los ojos cerrados, la respiración contenida, pero es inútil. Ella lo sabe, siempre sabe cuando estoy despierto. Es como esos animales que en la oscuridad más absoluta se guían por el olfato, o son capaces de percibir a su víctima por la temperatura corporal.

Me ha detectado, y ahora va a golpear la puerta, unos golpes suaves y discretos, porque ella es siempre suave y discreta, jamás pretende molestar, no dirá nunca nada para entrometerse en mi vida, sólo preguntar qué tal me ha ido hoy.

Casi siempre me anticipo. Esos segundos que anteceden a sus ligeros golpes en la puerta se amontonan en mi garganta, y me oprimen la respiración. Prefiero adelantarme, acelerar el momento inevitable, el reinicio de nuestro acostumbrado ritual de medianoche.

Todavía estoy despierto, puedes pasar. Ah, será sólo un momento, no quiero interrumpirte. He bajado a la cocina a prepararme un té, porque estaba desvelada.

Enciendo la luz de la mesilla, y ella se sienta al borde de mi cama. Sostiene la taza de té con ambas manos, dándose calor. Qué suerte que todavía estás despierto. Cuéntame qué tal ha ido el día, qué has hecho, he trabajado todo el día, oh, has trabajado, sí, he trabajado, qué otra cosa podría haber hecho, claro, has trabajado, sí, he trabajado, yo no podía dormirme, ya sabes, son los recuerdos, sí, los recuerdos, pero no quiero cargarte con eso, ya tienes suficiente con tanto trabajo, no importa, no estoy cansado todavía, háblame de los recuerdos. Falta por mi parte una frase más que la anime a seguir hablando. Es un cálculo sutil que ambos llevamos con rigor matemático, ella no sigue hasta que no quede establecido que he sido yo quien le pide que me cuente. Entonces, siendo así, ella me dará el gusto de hablar. Algunas noches me divierto demorando un poco esa invitación. Ella vacila, pasea su mirada por el cuarto, y espera sumisa a que yo redondee la oferta. Deja que transcurra un tiempo prudencial, y si aún así me mantengo callado, ella suspira una o dos veces y encuentra el modo de retomar el hilo.

Tú sabes que nunca consigo olvidarlo. En ocasiones, durante el día, sucede algo extraño. Es como si las cadenas de la memoria se soltasen y me dejaran marchar. Entonces avanzo unos pasos, extiendo las manos, y siento que palpo los relieves de la vida. De niña me gustaba caminar con los ojos cerrados, y reconocer los objetos por el tacto, la caja de lápices, cada una de mis muñecas, los cojines de mi cama, mis vestidos colgados del armario. Es algo parecido. Pero por la noche, cuando creo que ya soy libre, que puedo andar ligera, las cadenas vuelven a tirar de mí, y me oprimen el pecho, se enredan en mis tobillos, y me obligan a seguir arrastrando el peso del tiempo. Es curioso que algo invisible sea tan difícil de cargar.

Lo mismo sucede con la culpa, digo como al pasar, y ella se queda unos segundos en silencio. Sólo es necesario sentirla, agrego aprovechando su pausa, pero ella abre grandes los ojos y me observa con expresión de sorpresa, parando el golpe con un diestro movimiento de palabras. Vamos, de qué podrías sentirte tú culpable, como si acaso no siguieses siempre el dictado de tus deberes. Puedes estar muy tranquilo con tu conciencia.

Gracias, pero quizás no pensaba en mí cuando lo decía, pensabas en la gente, sí, pensaba en la gente. Ah, la gente, sí, la gente que se siente culpable. Seguro que nunca has reparado en que la culpa es una manifestación de la decencia.

Pausa. Veo el movimiento de sus labios, que repiten mis últimas palabras en un murmullo casi inaudible, como si las saborease, les diese vueltas en la boca para distinguir mejor su significado. Por fin sonríe, y en sus ojos adivino el furtivo destello de la astucia. Sí, la decencia, me gusta escucharlo de ti, es lo que siempre te hemos inculcado. Él era siempre el primero en dar el ejemplo. Me viene a la memoria una vez, no se si tú podrás recordarlo, eras un niño, y estábamos en el parque. De pronto apareciste con un juguete en la mano, un coche o algo así, y dijiste que lo habías encontrado entre la arena de los columpios. Seguramente era cierto, no obstante él te tomó de la mano, y fueron dando una vuelta, preguntando entre los niños, hasta que dieron con el dueño. Tú soltaste el juguete de mala gana, pero él te explicó que así había que proceder en la vida, y te dejaste enseñar. Él era la viva representación del hombre decente, y eso fue una razón más para sentirme orgullosa a su lado.

Claro. Sí, supongo que todavía conservo algunas luces de ese recuerdo. De todas maneras, tu memoria ha sido siempre superior a la mía, lo reconozco. Por eso mismo me asombra que algunos años después hubieses olvidado esa anécdota cuando intentaron sobornarlo, y tú le reprochaste no tener agallas para prosperar. Me acuerdo que te burlabas de esa misma decencia de la que te sientes orgullosa, como si de verdad hubieses contribuido a forjarla.

La miro directamente a los ojos, y me detengo a observar su reacción, el modo apenas visible en que todos los músculos de su rostro se preparan para el contraataque o la retirada temporal, según convenga a la táctica del lance.

No puedo negar que en aquella ocasión fui injusta con él. Pero tú no llegaste a saber nunca de las penurias que atravesábamos por aquella época, porque yo las disimulaba, evitaba que te alcanzasen, que te sintieras amenazado por la incertidumbre.

Oh, la incertidumbre. Siempre ha sido tu tema favorito, verdad, el espantajo que has agitado toda la vida para justificar lo que fuese necesario. Más tarde, cuando lo que tú llamas prosperidad vino por fin, te encargabas de recordarle cada día lo importante que era para ti la seguridad, y te mostrabas especialmente afectuosa cuando el cazador volvía a casa trayéndote la presa del día. La seguridad fue uno de tus grandes clásicos. Siempre he admirado tu incomparable virtuosismo para administrar el sentido común. Seguridad, elevación social, autosuperación, sólo los necios serían capaces de ignorar la importancia de estos valores, no es cierto, porque en el fondo tú has querido lo que todo el mundo quiere, un sitio caliente, a salvo del pasado, mejor aún si defiende contra el futuro. Tu mérito es haberlo conseguido a cambio de nada.

Es eso lo que piensas, crees que todo fue a cambio de nada. Déjame decirte una cosa, y después podrás seguir creyendo lo que te plazca. Tú no sabes nada de mi vida, nada de lo que tuve que soportar. La vida es como un río que todo lo arrastra, agua limpia, fresca, pero también desechos, la porquería que los demás echan sin importarles un comino, porque es más fácil deshacerse de la propia inmundicia arrojándosela a los otros, como pretendes tú hacer ahora conmigo. Qué sabrás tú para juzgarme. No dudas en dictar tu sentencia, cuando no has visto ni la mitad de las pruebas, ni te ha sido expuesta una mínima parte de los hechos.

Ahora es ella, ella de verdad. No es que se haya despojado de su máscara, o arrancado la piel de su disfraz, y sacado a la luz la imagen auténtica que se ocultaba detrás. No, la máscara es el único rostro que puede enseñar, su talento para la representación, su astucia de comediante, el transformismo de sus palabras, su maestría para disimular que detrás de todo aquello no hay nada. Casi sin darme cuenta la he dejado avanzar demasiado. Puedo verlo en el fondo de sus ojos, que ahora exhiben el orgullo de la víctima. Sus manos siguen abrazadas a la taza de té, y su figura, apenas iluminada por la tenue luz de la mesilla, parece aún más frágil, más reducida. Permanecemos un rato sin hablar, y tengo la impresión de que cada una de las palabras sigue flotando en el silencio, como partículas de polvo suspendidas en el aire.

Tal vez todo esté bien así, le digo para sorprenderla, qué quieres decir, que yo tampoco hice todo lo que hubiera podido. Ella abre la boca para replicar, pero continúo. A veces me daba cuenta de que él quería hablarme, era como una súplica, pero no se atrevía a expresarla. Yo me escudaba en su pudor, me hacía el distraído, temeroso ante la idea de que me pidiese ayuda, de que me necesitase, de que me contagiase su agonía. Yo entonces sólo pensaba en vivir, tenía planes, no estaba dispuesto a que nada me estropease el presente, y en cierto modo lo abandoné, me desentendí de su dolor, de su soledad, de su mirada perdida en algún lugar de su desesperanza.

Se lleva la taza a la boca, tan despacio que parece que no va a llegar nunca, y bebe de a poco, dando sorbos con extremo cuidado, como si se asomase al borde de un pozo cuyo fondo no pudiera divisarse.

A veces se sentaba junto a la ventana, y permanecía inmóvil, en silencio, ajeno a mí, a todo. Tú no lo veías porque ya te habías marchado, prosigue. Cuando venías de visita se esforzaba un poco, hacía intentos por mantener una conversación. Pero una vez que te ibas, regresaba a su mutismo, a la isla remota de su pensamiento, y me dejaba sola. A veces creo que se había desprendido de la vida mucho tiempo antes, y que sólo quedaba de él una sombra pesarosa, un espectro intangible, consumido por la desdicha.

El malabarismo de tus versiones siempre ha sido de alta escuela. Sólo tú eres capaz de esos trucos de volatinero, grandes giros mortales en el aire de la memoria, para acabar de pie, por supuesto, sin sufrir un sólo rasguño. Lo lamento. Te juro que siento no poder conservar los mismos recuerdos de las mismas cosas. Es probable que todavía mantenga esa manía infantil de contrariarte, pero por más que me esfuerzo sólo veo tu abandono, tu hastío, la repugnancia que te producía tener que ocuparte por primera vez en tu vida de alguien, la urgencia por que todo acabase pronto, para recobrar tu molicie, esa indiferencia con la que observas la trabajosa miseria de los que se ven obligados a esforzarse para vivir. Te repito que lo siento, porque de verdad querría ver el mundo como tú lo percibes, seguramente dormiría mejor, o tal vez no, da igual, de todas maneras ya no importa.

Oh, se me había olvidado, llamaron esta tarde del taller, dijeron que podías pasar cuando quisieses. Ya ves, últimamente tengo que anotarlo todo, porque de lo contrario se me va de la cabeza. No te he preguntado si quieres tú también una taza de té, he comprado ayer una marca nueva.

Niego con la cabeza.

Creo que voy a acostarme. Tú también estarás cansado.

Entonces se pone de pie, despacio, y se desliza fuera de la habitación. Apago la luz, y trato de quedarme dormido. Sólo se escucha el latido mecánico del despertador. Un rato después, me parece oír un grito ahogado, que se rompe en pedazos, pero es probable que se trate de mi imaginación. Sí, debe ser mi imaginación, porque ya no escucho más nada.

Gustavo Dessal

Impresiones del autor tras la celebración de la tertulia dedicada al relato "Desvelo"

Quiero comentar el profundo asombro que me produce la cantidad de cuestiones que la lectura de mi cuento me ha devuelto. Es una experiencia frecuente, lo que uno escribe cobra un valor a partir de la lectura del otro. Es el otro, el lector, quien devuelve el mensaje en forma invertida. Me quedé pensando sobre muchas de las cuestiones que ni se me habían ocurrido cuando escribí Desvelo. En realidad, no hay una decisión definitiva sobre lo que uno quiere escribir. Va saliendo algo y, después de vuestra lectura, he escuchado cosas que, verdaderamente, me han conmovido. Qué curioso resulta el hecho de escribir. Supongo que pasa también en todo acto creativo, el otro también produce, y lo hace proyectando sobre la obra una mirada diversa. Especialmente me gustó el planteamiento que se hizo sobre el grito porque, efectivamente, su ambigüedad es calculada para significar que todo el cuento, en realidad, es como un grito ahogado. Finalmente quiero anunciarles que Desvelo aparecerá en un nuevo libro de cuentos que se llamará Demasiado rojo, que será publicado próximamente.

Gustavo Dessal

José San Leandro comenta "Desvelo" al hilo del comentario de Isabel Cobo


Parece claro que este relato versa sobre el odio. Parece claro también que el odio y el amor tienen una relación que no es la de negación mutua, es de otro tipo. Parece claro también que ambos conceptos tiene una oposición clara con la indiferencia.

En el relato “El desvelo” el narrador es el que odia al otro personaje, su madre; ésta aparece como atacada y se defiende, aunque no sabemos si odia también a su hijo, parece que no. Trato de responder a la pregunta de Isabel acerca de ¿dónde se queda el narrador al final? Da la impresión de que no hay cambio en él, como si no pudiera moverse o cambiar de actitud.

Se me ocurre que existe un símil gráfico que puede tal vez echar alguna luz a la relación entre los personajes de este relato. El símil se basa en la cinta de Moebius, ese objeto tridimensional que tiene una sola cara. Se dice que tiene una sola cara porque eligiendo cualquier punto de su superficie es posible encontrar caminos que nos lleven al punto exactamente opuesto al elegido, sin tener que dejar la superficie de partida, sin tener que dar ningún salto fuera de él. 

El objeto más parecido se puede construir con un cinturón haciendo que, en la zona de “conexión” de ambas puntas, una de ellas se gire sobre si misma.
Esto objeto virtual tiene varias propiedades que pueden ser utilizadas en el análisis del relato en cuestión haciendo una serie de asociaciones: decidamos que nuestros personajes son humanos situados sobre una de estas superficies (ya sabemos que es solo una, pero para nuestra mirada siguen siendo dos). 

Decidamos que estos dos humanos “se aman” si están en la misma “cara” y “se odian” si están en caras opuestas. La inmediata conclusión de estas dos asunciones es que nuestros personajes pueden pasar del amor al odio simplemente moviéndose por la superficie de este mundo donde los hemos colocado. Este concepto haría visible la opinión de que “amor” y “odio” están cerca, no hay que hacer grandes cosas para pasar de uno a otro. No hay que saltar “fuera” de ese "mundo" para moverse entre esos extremos. Simplemente hay que desplazarse en la dirección adecuada para encontrarnos con el otro.

Otra conclusión inmediata es que los humanos situados en esta cinta de Moebius del amor y del odio, estarían literalmente separados de “lo otro”, el resto de cosas, lo que queda fuera de la cinta. Como no hemos hecho ninguna suposición de donde hemos colocado nuestra cinta, ésta queda “en el vacío", en lo que hay fuera, algo que nos es indiferente. Es decir, que si salimos del mundo del amor y del odio "caemos" en la indiferencia.

En esta situación ¿cuál es el cambio posible para el personaje del narrador, instalado en el odio? De acuerdo con nuestro modelo topológico este personaje solo tiene tres soluciones: bien quedarse en “su cara”, mantenerse en el odio, no moverse, bien moverse hacia el otro personaje, intentar pasar a la “otra cara”, que es la misma donde está, para llegar a verlo de otra forma, de amarlo. La tercera vía sería saltar fuera de la cinta de Moebius, salirse del amor (/odio). El autor nos dejó en la indefinición.

José San Leandro

Comentario del relato "Desvelo" por Alberto Estévez


Terminamos en la reunión de hoy nuestro recorrido por el tema del odio con este relato del escritor rumano Ovidiu Stoicescu titulado “Desvelo” que me ha causado profunda impresión, y que para la reunión de hoy, para esta presentación, me veo resignado a experimentar cierta sensación de frustración.

Nos encontramos ante uno de esos relatos que va emergiendo poco a poco. Mi primera lectura se saldó con la sensación de un texto sustancioso, excelente para poder tomar el bisturí y pasar a diseccionarlo de arriba abajo, abrirlo en canal. La segunda, tercera, y sucesivas lecturas hicieron que reconsiderase la sensación de la primera, aquella sustancia que había percibido dio paso a un fondo, y la sensación fue que el fondo se iba haciendo tan presente que se colocó incluso por delante del relato. Es una sensación muy extraña que me cuesta trabajo transmitirles, si tuviera que resumirlo en pocas palabras diría que me obsesioné con aquello a lo que el texto alude, lo que no está dicho saltó por encima de lo que está contado, me produjo desazón y me tembló la mano de cirujano.

Siento predilección por este tipo de relatos, esos en los que la cuestión de fondo se insinúa y jamás se explicita, y aquí es en grado superlativo. Recordando los dos relatos anteriores que comentamos sobre el odio, la Confesión… de Dickens, y Bienvenido Bob, de Onetti, y tomándolos desde esta vertiente de lo que el escritor no nos dice, “Desvelo” tendría que ver mucho más con Bob, comparten su diseño milimétrico, pero en el relato de hoy el escritor nos escatima la historia de sus protagonistas al máximo, y consigue nuestra zozobra cuando nos precipitábamos a aplicarle al relato un sentido que consiga dejarnos tranquilos.

Es un relato tipo iceberg, lo que se esconde es mucho más de lo que se muestra, y eso nos lleva directamente al título, fíjense, de nuevo están jugando con nosotros, porque desvelo tiene doble significación y en este relato parecen pertinentes las dos, ahora bien, si elegimos la correcta el relato se abre ante nosotros. Interpretando desvelo como la dificultad para dormir no traicionamos lo que la escena manifiesta nos muestra, pero tomando desvelo como retirar un velo, descubrir, hemos revelado una nueva dimensión, hay algo que el relato esconde. Ahora ya puede formularse en términos concretos: ¿Qué esconde un odio incestuoso?

Hemos estado viendo a lo largo del año en el arduo trabajo que nos ha dado el odio, exceptuando la locura en la que el odio no necesariamente pasa por el semejante, que es imposible que hablemos de odio separadándolo del amor, ya lo hemos dicho, pero es que este cuento es un paradigma en ese sentido, en esta lectura resulta imposible separarlos, pero conviene aquí hacer una matización: ¿es un odio correspondido? No hay duda que tenemos un buen número de frases del hijo dirigidas a su madre que llevan al odio como tripulante, pero en el sentido contrario, ¿podemos mantener lo mismo?

No ha quedado claro en mi lectura que estemos ante un combate, bien es cierto que el narrador lo afirma claramente, pero recuerden que el narrador es el hombre sentado en su cama, al ser narrado en primera persona se nos cuela en la narración toda la subjetividad de quien nos lo está contando, no hay imparcialidad en la narración, hay lo que pasa por la cabeza de ese hijo, hay sus palabras, las de su madre, y hay los silencios. Lo que es innegable es que el hecho de que este supuesto combate sea por asaltos sí habla de una coalescencia entre ambos protagonistas, que encuentra su esencia en lo que esconde este odio incestuoso.

En una esquina del ring tenemos al aspirante, el hijo, un sujeto que ha tropezado con dificultades en el camino de hacerse hombre, por eso nos da la sensación de encontrarnos más propiamente ante un muchacho, un muchacho resentido, esto es muy importante, el resentimiento, está muy enojado, tanto que no alcanza a ver la única herramienta que podría hacerle salir victorioso del enfrentamiento, y por tanto queda condenado a la repetición de un ritual que tiene la condición de celebrarse cada noche en su dormitorio, más concretamente, en su cama, su cama es el cuadrilátero.

En la otra esquina, el campeón, una madre; madre es todo un título, por tanto debemos recrearla en nuestra imaginación portando el cinturón de campeón, y no debemos dejarnos engañar por las apariencias, que sea una viejita no significa que no esté presta para agarrar a su presa con los dientes hasta tal punto que resulte imposible arrebatársela. No cuenta con un gran número de victorias por K.O., su estrategia es más de desgaste, permitir que el contrincante se canse lanzando sus puños y esperar su agotamiento para fundirse en un letal abrazo. Tras la presentación, ¡suena la campana!

Lo cierto es que aunque estamos ante algo que tiene el estatuto de una repetición, algo que cada noche se celebra en un encuadre muy definido, tuve la sensación de que el escritor nos reservó entradas en las primeras filas para contemplar un espectáculo un poco más encarnizado que el de otras noches, creo que la cita de esta noche tiene algo especial porque la contienda en esta ocasión no ha podido obviar un aspecto crucial que está tras el velo que impone esta aparente lucha. La muerte del padre ha tomado la escena, no hay duda que la desaparición de este personaje ha tenido consecuencias, que su sola presencia garantizaba una semblanza de tranquilidad en esa casa, y que los problemas empiezan a aparecer cuando resulta inevitable que su enfermedad dejará a los dos personajes del relato a solas.

Encontramos en la persona de la madre perfectamente reflejado un rasgo nostálgico, son los recuerdos los que aparecen e inician la conversación con su hijo, sin embargo no está claro que ella cargue exclusivamente con lo que le supone el fallecimiento del marido,  no consigue olvidarlo, pero además está el peso del tiempo, hoy es una mujer mayor que arrastra sus pasos por la casa por el peso con que la propia vida carga sus debilitadas fuerzas. En suma, vejez y viudedad son los argumentos que ponen en marcha su discurso.

El hijo no va a permitir que nosotros seamos embaucados por la bruja, y denuncia que esconde malvadas artes tras su aspecto de pobre viejita, primero, él utiliza el argumento de la culpa, y recibe su propio mensaje de vuelta, rebotado; más tarde prueba con la decencia, y nuevo rebote, ella no se da por aludida. ¿Qué esconden estas dos acusaciones? Le está diciendo a su madre que debiera sentirse culpable y que es una indecente, ¿pero realmente debemos pensar que se refiere a lo explicitado en el texto, cuando ella anima al marido a aceptar el soborno?

No se trata de ese soborno, el soborno indecente es otro, es el soborno que le ha hecho aceptar a él, valiéndose de lo sola y mayor que está, para que se quede con ella, como muy bien dice el texto, siguiendo “…la coreografía que ha dibujado el lápiz del destino” Este es el resentimiento, es culpa de ella que él esté aquí, y es una indecencia que madre e hijo compartan cama, aunque supuestamente sea para pelear.

Ella soporta estas acusaciones con una sola condición, que su hijo no quiera evadir su responsabilidad. Es esa escena en la que él la acusa de cómo consigue las cosas a cambio de nada, y es ese el único momento en que vemos que el puño del aspirante golpea el mentón del campeón y le hace doblar la rodilla, pero qué rápidamente se repone, eso sí que no se lo va a consentir; podrá él contarse el cuento que quiera para justificar su presencia en esa casa, pero lo cierto es que nadie lo obliga a punta de pistola; si está ahí es porque él lo ha elegido, porqué al igual que elije batirse cada noche en este duelo inútil que no cambia ni resuelve nada y que lo único que consigue es asegurar el siguiente episodio, también es responsable de su presencia en esa casa, de los fracasos amorosos si los ha habido, del hecho de no haber conseguido montarse una vida que permita prescindir de este partenaire  que es su madre.

Cuando empecé mi comentario de hoy les cité la sombra de mi resignación asociada con la reunión de hoy, ya ven que la lectura me causó y se mostró un magnífico ejemplo de odio y amor inseparables, tanto o más que los personajes del cuento, no era eso el motivo de mi aflicción. El disgusto era porque hubiera celebrado enormemente conocer al autor, a Ovidiu Stoicescu, me hubiera encantado que estuviera sentado aquí hoy, entre nosotros, y así poder preguntarle directamente algunas cuestiones que todavía siguen resonando, sobre todo una vez que pude darme cuenta de que no se trataba tanto de lo que esconde el odio incestuoso, sino más bien de la sustancia, de la esencia que compone el amor entre una madre y su hijo.

Alberto Estévez

Obscenidad, perversión y grito en Desvelo. Comentario de Graciela Kasanetz

Desvelo es un relato que me pareció obsceno por la apuesta tan decidida de goce que hacen los dos personajes, y el hecho de que nosotros tengamos que presenciarlo. En este sentido, el relato me molestó en su perversidad, porque causa angustia en nosotros, que tenemos que leerlo. A cada uno nos ha hecho resonar palabras de otro, a mí me trae las de Borges: 



No nos unió el amor sino el espanto, será por eso que la quise tanto


El párrafo final me parece lo mejor del cuento. Ahí aparece ese grito ahogado que se rompe en pedazos, porque ya no escucho más nada. Mi pregunta es: ¿el grito de quién? Si es producto de la imaginación del hijo, o es el grito de la madre. Quizá no importe, porque el escenario es tan claustrofóbico, que podemos tomarlo como un grito ahogado. Los dos se ahogan, cada uno en su odio. 


Hubo algo que me llamó la atención. En todo lo que el hijo espeta de su odio, tanto en lo que dice como en lo que piensa, expresa la repugnancia que le produce tener que ocuparse, por primera vez en su vida, de alguien. Habla de la enfermedad del padre. Pero él es el hijo. Quién, sino la madre, tiene que ocuparse de alguien. Es decir, el reproche no iría sólo con esta formulación: “no te ocupaste del padre”, sino que “no te ocupaste de mi, el hijo”. En definitiva: “No te ocupaste de nadie que no fueras tú”.

Madre e hijo están en una completa soledad, pero el odio no circula exclusivamente entre ellos dos, sino que se dirige también hacia el padre, al que se le reprocha que los haya dejado completamente a solas. Es un padre al que él no quiso asistir, sentía perfectamente que le solicitaba hablar, pero el hijo no quería escuchar su palabra, y se parapetaba en el pudor del padre. Pero ninguno de los dos, ni hijo ni madre, escucharon la palabra del padre en tanto tal. 

En relación al hijo, hay que decir que no ha podido ser más que hijo, es decir, no ha podido ser hombre. El relato no nos dice mucho sobre los personajes, pero es evidente que estamos ante la presencia de un hombre adulto viviendo con su madre y esperando que ella vaya todas las noches a su cama, esperando los pasos como un niño escucha los ruidos que se producen en la alcoba de sus padres. Recuerdo unos niños de tres años en una escuela infantil comentando por qué hacen tanto ruido los papás por la noche. 

Desvelo me recordó una pintura. El grito, de Munch, que lamentablemente se convirtió el objeto de consumo más caro de la historia del Arte. Me parece que todo el tiempo escuchamos un grito ahogado, lo que las palabras no pueden llegar a decir.

Verdaderamente, podemos darnos cuenta de que el odio es lo que más toca al ser. El amor no llega a tocar como el odio. Incluso creo que los dos protagonistas van a seguir en ese mismo juego, porque hay algo que no deja de no escribirse. Ese es el problema.

Desvelo tiene dos sentidos. Por un lado, es lo que impide dormir, o mejor, soñar, porque los dos duermen. Duermen una pesadilla, pero duermen. Y por otro lado, el desvelo siempre será respecto de un velo. Y nunca es posible que caiga el último velo. Esto me evoca el cuento que cita Lacan, ese cuento donde el visir se aburría, y llama a una bailarina que le gustaba mucho. Tras la caída de cada velo que se desprendía del cuerpo de la bailarina, el visir decía más, hasta que cae el último velo y sigue diciendo más. Sus súbditos le entienden y empiezan a arrancar la piel de la bailarina.

Precisamente, los dos están en ese juego, queriendo arrancar el último velo del otro, sabiendo los dos de qué gozan. Finalmente, lo que no pueden hacer es conocer al otro. Ambos están en el total desconocimiento. Me pareció que, psicopatológicamente, no estamos ante una locura a dos, sino en la pura perversión en tanto tratan de inscribir algo que no se inscribe, porque para ninguno de los dos la palabra del padre ha tenido valor.
Graciela Kasanetz

El exceso de amor y la culpa en Desvelo. Comentario de Silvia Lagouarde

Se podrían hacer diversos planteamientos en relación a este relato. El primero es paradójico. Me suscita uno de los grandes temas, de espanto y horror, de la condición masculina; ser amado excesivamente por la madre. Esto aviva el tema de la culpa, lo cual puede conducir a una vida totalmente insatisfecha, o bien adviene la cuestión relativa al objeto de amor. Es la figura del cocodrilo, ese pánico que tienen los hombres a las mujeres por el exceso de amor que nace en la estructura edípica.  



Lo paradójico del relato es que, si nos dejamos llevar por alguna de sus frases, podríamos pensar que la madre no amó a ese hijo. Es decir, no padecería ese peso tremendo de haber sido excesivamente amado. Pero tiene otra frase en la que dice:


Si ella se rindiese se volvería definitivamente despreciable, lo que supondría un descenso definitivo en la estima de mi odio. Si acaso fuese yo el rendido, ella me devoraría con su amor, que mata más lejos que todo mi resentimiento”. 

Para ilustrar el pensamiento de que este hijo no fue amado, evoco un comentario de María José en el texto que está publicado en el Blog. Dice allí:  

Desde la mitología griega, la Madre-Tierra es un símil muy usado en Literatura. Gea es la madre primordial y también pavorosa, principio y fin. Principio porque da vida, y fin porque la entierra. Y es muy curioso observar, según decían los griegos, que se trata de la Madre-Tierra, la que nació del Caos sin haber tenido padres 

Esta aportación nos permite salir del relato en sí e ir un poco más allá. Pienso en ese odio que también genera, en determinadas subjetividades, la gran madre tierra cuando no cumple las expectativas de sus ciudadanos. En la claustrofobia que genera este relato veo el odio dirigido a la propia tierra cuando no hay ningún tipo de esperanza porque ella no te da nada. 

Silvia Lagouarde

El rechazo de la debilidad. Comentario de Pilar Sánchez Durán sobre Desvelo

Quería destacar lo que me ha trasmitido de la conducta del hijo con la madre. En ella deja muy patente su dificultad para aceptar la falta en la madre. Se refleja bastante bien en algunas frases y en la incapacidad que tiene para llevar a cabo la separación. Es incapaz de aceptar que esta mujer tiene su falta, en el sentido de que ha tenido sus dificultades en la vida. La madre no es tan terriblemente fuerte como él pretende verla. Lo deja patente en frases concretas:



Somos terriblemente fuertes, ella lo es, yo también lo soy”. 


O también otra frase que he subrayado:

Si ella se rindiese se volvería despreciable, lo que supondría un descenso definitivo en la estima de mi odio”.

Su desprecio tiene que ver con los indicios de debilidad y rendimiento. No podría soportar su rendición, necesita su fortaleza. De hecho, expresa claramente que ella va a ganar, y lo hace porque necesita creer ello.

En la misma línea podemos pensar que tampoco podía aceptar los signos de debilidad del padre. Porque cuando el padre se muestra débil y demanda ser escuchado, demanda ser tendio en cuenta, el hijo no se presta al juego, y no lo hace porque no puede aceptar la debilidad.

Yo me escudaba en su pudor, temeroso ante la idea de que me pidiese ayuda”.

Vemos lo que le resulta imposible de soportar, la debilidad en la misma línea que lo hace con la madre.

Y tengo la impresión de que esta noche que nos describe tiene algo distinto de otras noches. Y es que el hijo introduce el tema de la culpa. A partir de ahí se produce un cambio, ella se tambalea en relación a esa fortaleza que muestra todas las noches. El hijo señala algo que va más allá de lo que silenció en el trascurso de las otras noches, algo que se pone se pone en palabras por la vertiente de la culpa. Y creo que ese grito ambiguo que se escucha, no sé si en la madre o en el hijo, o quizá en los dos, tiene que ver con esa culpa que, al menos a ella, la ha podido tocar y la ha podido derrumbar.
Pilar Sánchez Durán

Gerardo Mastrángelo comenta Desvelo, de Ovidiu Stoicescu

Se deslizó en la tertulia la pregunta acerca de por qué el hijo no abandona, no se aleja de la madre. Y es que el goce es superior a cualquier otra circunstancia. No se puede alejar en tanto que es primordial, inexorable. A pesar del conflicto que se produce, ese goce tiene mucho que ver con esa frase de Borges que recordaba Graciela:  

No nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”.  

Es lo que el hijo prioriza, por eso no se marcha.  

Quiero agregar la mirada del que contempla, desde un punto de vista existencial, lo que le ocurre a estos personajes, no tanto en su indagación psicológica. Me refiero a que si algo se puede decir de esos encuentros nocturnos entre madre e hijo, si algo se puede decir exteriormente respecto a esa atmósfera asfixiante, es que en este juego de ficción hay un sentido de oquedad, de inanidad en relación a la existencia, sentido que daría espesor a sus vidas.  

Gerardo Mastrángelo

Comentario de Marga sobre Desvelo, el relato de Ovidiu Stoicescu

Esta relación entre madre hijo puede ser inscrita, sin esfuerzo, en las relaciones humanas en general. Hay todo un juego de dominación en esta relación de amor y odio. Lo que quiero recalcar es que ellos han iniciado el camino del desamor hasta llegar al odio, a base de no dejar que el otro crezca. La madre ha polarizado su dominación sobre el hijo, y él también se ha dejado dominar. Pienso que estas circunstancias sobrevienen en muchas relaciones, esas en las que hay alguien que tiene más fuerza, más poder, e intenta controlar lo que el otro hace. Y cuando eso sucede, cuando no se deja crecer a la otra persona, sea hijo, pareja, etc., todo termina volviéndose contra quien provoca la situación.  
Creo que él es un cobarde, incapaz de hacer frente a su liberación. Está bajo la tutela del padre y de la madre, dominado por ellos. No ha sido capaz de tomar las riendas, la responsabilidad de su vida. Quizá no tuviese por qué asumir la responsabilidad por la enfermedad del padre, pero tampoco asume la responsabilidad de su vida. El odio que no puede superar lo vuelca en la madre, que es la figura que sigue el juego. Por eso el grito final, que no se sabe si es de él o de ella. Realmente, esa noche se han dado cuenta los dos de lo lejos que han llegado en su falta de cariño.

Marga