miércoles, 20 de octubre de 2010

"Un idilio" de Horacio Quiroga. Comentario de Gustavo Dessal

Como lo acaba de decir Carmen Botello, todos los matrimonios son raros. No es que lo sean en apariencia, sino que lo demuestran en su esencia. Unidos o separados, armoniosos o desgraciados, todos ellos encierran un secreto, un pacto, un enigma indescifrable, una alianza estratégica, una guerra sorda y a veces sucia, en ocasiones invisible desde fuera, y en otras también desde adentro. Compenetrados en el amor o en odio, en la ternura o en la crueldad, los esposos conforman un extraño sistema regido por leyes oscuras e intransferibles, aquellas por las que dos seres son capaces de dar ese paso incomprensible y absolutamente contrario a su naturaleza primitiva: abandonar la innata soledad de la existencia en la que cada uno se encuentra, y unirla a la de otro.
“Un idilio” es, sin duda, una maravillosa pintura de la época, en la que el matrimonio -pese a la crisis que ya se abatía sobre él- conservaba aún el prestigio de las buenas maneras y las formalidades que la vida civilizada imponía por entonces. Esta no es una historia de amor apasionado, ni el retrato de cómo en el instante de un encuentro puede brotar el desenfreno de Eros. Por el contrario, es un extraordinario ejemplo de cómo algunas veces el deseo debe abrirse camino trabajosamente, a regañadientes del yo, luchando contra sí mismo. Un ejemplo de cómo la mujer, en tanto causa del deseo, puede aparecer para un hombre bajo la forma de la negación, o incluso del rechazo. Además, “Un idilio” es una excelente ilustración de los complicados laberintos de la elección amorosa, que lejos de poder comprenderse como un fenómeno entre dos sujetos, requiere de la puesta en juego de una estructura mucho más compleja y sutil, hecha de palabras equívocas, gestos ambiguos, personajes que ofician de testigos, rivales e intermediarios. No hay duda de que la divertida dinámica de los personajes de este cuento está condicionada por el tercero, constituido en un extremo por Olmos, el misterioso y legítimo futuro marido cuya lejanía y opacidad redobla el dato patente (y a la vez mudo) de que nada sabemos sobre el padre de Sofía. En el otro extremo de este doble triángulo tenemos la figura decisiva de la señora Saavedra, cuyo veloz instinto actúa como un “switch”, un conmutador que en el momento justo es capaz de decirle a su hija, refiriéndose a Nicholson: “No, por Dios, tu marido, todavía no. Tu novio, sí”, y al día siguiente: “Mira que está tu marido delante. ¿Qué va a creer de ti?”.
Si Nicholson es el hombre dividido, cuya ambivalencia procede del hecho de que Sofía ha entrado en el campo de su deseo en virtud de estar prometida a otro, Sofía es digna hija de una madre pragmática, para quien la importancia de un falo estable es superior a la de su procedencia, razón por la cual tras el deceso de Olmos da por zanjada la perplejidad inicial para bendecir a continuación la nueva alianza con un: “En fin, ya que se ha muerto, no nos acordemos más de él”.
No hay nada mejor que ser rico para saber subordinar las desgracias a la practicidad que asegura el equilibrio y restaura el orden cotidiano. Olmos ha muerto, pero bien vale un Nicholson para reemplazarlo. Darle a cada cosa su justa medida es un arte que la señora Saavedra domina a la perfección. Regocijémonos, pues, los que seguimos vivos.

Gustavo Dessal