miércoles, 28 de diciembre de 2016
jueves, 8 de diciembre de 2016
Tertulia 74. ¿A dónde vas? ¿Dónde has estado?, de Joyce Carol Oates. Comentario de Gustavo Dessal
Joyce
Carol Oates dedicó a Bob Dylan este cuento, escrito en 1966. El crítico
literario Rob Davidson, de la Universidad de Purdue en Indiana, experto en la
poesía de Dylan, le preguntó directamente a la autora el motivo, y ella le
respondió que había escrito ese cuento luego de escuchar “It's All Over Now, Baby Blue” (“Todo se
acabó, Chica Triste”), un tema grabado en 1965. Según Davidson, hay par de
versos decisivos que explícitamente se reflejan en el cuento:
The
vagabond who's rapping at your door
Is
standing in the clothes that you oncewore
Su
traducción aproximada sería:
El vagabundo que golpea tu puerta
Está
de pie, con la ropa que alguna vez usaste
Davidson sugiere algunas conexiones más entre el
cuento y otros temas de Dylan, pero no voy a entrar en ello, porque son
conjeturas interesantes (las he revisado) pero exceden el propósito de nuestra
tertulia. No obstante, hay una observación de este crítico que sí vale la pena
mencionar, y es el papel que la música cumple en el relato. La música está todo
el tiempo presente, es el sonido de fondo de la historia, podríamos decir: en
la salida al centro comercial, en el restaurante, la música que Connie escucha
en su casa cuando decide no acompañar al resto de su familia a la barbacoa, y
por supuesto la música que suena en la radio que Ellie, el colega de Arnold
Friend, lleva en la mano. La música como ingrediente hipnótico, la música como
algo que puede ser también el vehículo del mal. Davidson se apresura a aclarar
que no es eso lo que Carol Oates piensa sobre Dylan, sino todo lo contrario. La
dedicatoria sugiere que la música de Dylan “es el antídoto contra el veneno”.
Creo
que podríamos ocupar horas interminables con este cuento, tal vez más que con
muchas novelas, tal es el grado de profundidad y la variedad de los temas que
aquí vamos a encontrar. Solo a partir de este relato podría organizarse un
seminario completo sobre algunos aspectos de la femineidad. Me encanta
particularmente el modo en que se nos introduce de inmediato en la situación, y
qué escasez de medios y de palabras emplea la autora para trazarnos un perfil
prácticamente completo de la protagonista, una adolescente de quince años como
tantas otras, una chica que se busca a sí misma en la mirada de los otros, y a
la que su madre no parece caerle del todo bien, posiblemente porque le recuerda
demasiado su propio pasado de mujer. Una adolescente que está de lleno en lo
que se está cuando se tienen quince años, el mundo es una infinita oferta de
estímulos excitantes, el cuerpo es una fruta abierta y olorosa, las olas baten
contra la rompiente del sexo, y la familia y los adultos en general se
convierten en algo hostil, inadecuado para contener la onda expansiva de la
bomba que acaba de estallar.
Yo
suelo decir, medio en broma pero bastante en serio, que no creo en Dios pero
estoy convencido de la existencia del demonio. Denle a la figura del demonio la
significación que más os plazca. Me da igual. Existe. Si hay suerte, uno no se
topa con él jamás, pero puede ocurrir que sí, que eso acontezca. Cuando sucede,
entonces no hay salvación alguna.
Este
relato es eso: la historia de un encuentro. Se trata de algo fortuito, es una
contingencia, no está tramado en el destino. Un encuentro, un encuentro de
verdad, un encuentro que va a cambiar una vida, es siempre algo que desborda
los límites del entendimiento, es una experiencia que no tiene retroceso. Y a
veces resulta mortal. Un encuentro no es del orden del acontecimiento pasivo.
Un encuentro se produce cuando uno se deja caer en los brazos de lo real. Por más
que lo real lo tome a uno desprevenido, siempre vamos a descubrir que no se
vuelve necesariamente traumático sino a condición de que uno entre allí de cierta
manera, que no es cualquiera. Y lo real entra en Connie por dos vías simultáneas
y complementarias, que conforman el núcleo del cuento: la mirada y la voz. Se
trata de un relato eminentemente visual. Vemos el mundo de Connie a través de
sus ojos, vemos el destello del mundo, vemos su brillo cegador. Todo el
argumento está perfectamente construido para darnos a entender que detrás del
espectáculo de esa realidad fascinante y embriagadora, hay una mirada
escondida. Está claramente dicho: ella sube al coche de Eddie, dejando a su
amiga en el centro comercial, “y en el camino Connie no pudo evitar que sus
ojos se paseasen por los parabrisas y los rostros que la rodeaban, y su cara
relucía de un gozo que nada tenía que ver con Eddie ni siquiera con el sitio;
debía de ser la música. Se encogió de hombros, absorbió en su aliento el puro
placer de estar viva, y justo en ese momento divisó un rostro apenas unos
metros del de ella”. Todavía no lo sabemos los lectores, tampoco lo sabe
Connie, o tal vez sí, lo sabe sin saberlo, es una posibilidad a debatir, lo que
significa esa coincidencia entre “el puro placer de estar viva”, y la aparición
de esa cara. Vamos a necesitar algunas pocas páginas más para entender que el
final se acaba de anunciar. Pero ya estamos de lleno en el asunto. La mirada y
la voz. Hay un término que se repite dos veces, solo dos, pero que merece
destacarse: “slit”. Significa “raja, hendidura”, y como verbo quiere
decir “cortar”. Carol Oates lo emplea de un modo singular, en un sentido figurado:
“to slit the eyes”, algo así como “entrecerrar o entornar los ojos”, o sea,
convertirlos en dos hendiduras. Primero en el instante de la aparición. “Connie lo miró con los ojos entornados y apartó la
vista, pero no pudo evitar darse la vuelta para volver a mirarlo”. Es algo muy
sutil, un recurso de alguien que conoce muy bien su oficio: en ese “no pudo
evitar”, está contenida la esencia del relato. Por eso digo que uno no se deja
tomar por lo real de cualquier manera.
La
palabrita reaparece hacia el final. “Él -refiriéndose a Arnold Friend- esbozó una
sonrisa tan ancha que sus ojos se convirtieron en hendiduras [“slits”]. El
corte, la raja, la hendidura, son distintas maneras de nombrar una misma cosa:
el inconsciente como desgarro, como abertura que deja paso a otra escena, a una
realidad imperceptible para los
sentidos.
El
coche es dorado. Dorado como los sueños de toda chica de quince años, incluso
aunque se presente conducido por alguien que sin ninguna duda es inconveniente.
Connie lo sabe. Por eso duda al principio, porque trata durante un rato de que
la razón se imponga. Pero el sujeto nunca es razonable. Ese es el motivo por el
cual toda esa basura y charlatanería de la autoayuda y la búsqueda de la
felicidad es el credo al que nuestra época adhiere aunque resulte una estafa, y
la gente se asombre de que una mujer se deje arrastrar hacia aquello que va a
llevarla a la perdición, cuando es precisamente esa perdición lo que a ella le
interesa. Porque al sujeto humano lo que más le interesa no es la felicidad.
Incluso aunque la busque frenéticamente. Cuando más frenéticamente la busque, más
seguro es de que hará lo que menos le convenga. En materia de amor, de sexo, de
satisfacción, los seres humanos no suelen inclinarse hacia lo conveniente. Al
menos no suelen inclinarse a lo que vulgarmente entendemos por eso. Tal vez sea
necesario darle una alcance distinto al término “conveniencia”. Entonces podríamos
ponernos de acuerdo. Sí, elegimos lo que conviene, siempre y cuando distingamos
cuál es el sujeto al que esa elección le resulta conveniente. No es la persona,
no es el sujeto razonante, no es el individuo que piensa. Porque Connie no es
idiota, incluso está a punto de coger el teléfono y llamar a la policía. Pero
sucumbe. Sucumbe a la voz. No es algo que le suceda solo a ella. Le pasa a
mucha gente. Resulta notable el poder que una voz puede tener. Eso no tiene
nada que ver con lo que se dice. Porque Arnold no dice nada interesante, salvo
que lo sabe todo. No tiene el don de la adivinación. La acción transcurre en un
lugar donde todos conocen a todos, y las tribus locales se transmiten la
información. Arnold se ha encargado de informarse sobre aquello que le interesa
en esa ocasión. Y le habla a Connie. No importa lo que le dice. Importa cómo lo
dice. Importa el hecho de que no va a intentar convencerla de que salga, sino
que va a hacerle sentir que ha llegado su hora. Que pude intentar lo que
quiera, pero que ha llegado su hora. Él ha venido para llevarla. Ni siquiera va
a emplear la violencia. Todos hemos visto esa famosa puerta mosquitero que hay
en las casas sencillas americanas, esa puerta a la que se derriba de una simple
patada. Pero Arnold sabe que no habrá necesidad de hacer eso. Su poder está en
la voz, y en la mirada, pero sobre todo en la voz. La autora ha sabido elegir
muy bien el momento del día en el que se desarrolla el desenlaces. A plena luz.
El sol es deslumbrante, y las gafas espejadas de Arnold Friend la reflejan a
ella. Como al principio del cuento. Ella se mira en el espejo de la mirada del
Otro. No voy a detenerme en las frases, construidas magistralmente para
hacernos sentir todos los matices de la voz de Arnold. Su voz es un rayo que va
a doblegar toda voluntad, toda resistencia. Vemos eso todos los días. En las
noticias. En la vida cotidiana. Una voz puede poner de rodillas a una mujer,
también a un hombre, por supuesto, incluso a una nación entera.
Ahora
sabemos que, justamente en el instante que Connie aspira con todas sus fuerzas “el
puro placer de estar viva”, su suerte está echada. Acaba de morir.
Gustavo Dessal
Tertulia 74. ¿A dónde vas? ¿Dónde has estado?, de Joyce Carol Oates. Comentario de Miguel Alonso
Joyce
Carol Oates es una narradora excepcional. Pero su lectura me divide de una
forma absoluta. En sus relatos, pareciera percibir todos los detalles visibles,
todos los objetos, todos los afectos, y escribirlos con el lenguaje y la
palabra justa para situarlos con suavidad sobre el texto. De esa manera, las
estridencias parecieran acoplarse de una forma perfecta, lógica y comprensiva, a
ese fluir de un lenguaje sencillo, natural, y sin grandes giros retóricos. Los
deseos, los afectos terribles, las contradicciones, las perversiones personales
o sociales, lo que no funciona en las relaciones humanas, el mal como
categoría, etc., etc., todas esas disonancias no son fáciles de escuchar, pues
se acoplan a los acordes de la melodía como si formasen acordes perfectos. Parece
pertinente la metáfora musical, y sobre todo la disonancia, cuando Joyce Carol
sitúa a Bob Dylan encabezando el relato. Y es ese acorde con apariencia de perfección
al que hago referencia el que me divide, pues procuro no ser incauto, e intuyo
que ante tanta perfección es necesario aguzar el oído. Veremos entonces que no
todo está tan acoplado, no todo es tan perfecto, por supuesto que hay algo
circulando por detrás de la simpleza, por supuesto que hay algo oculto que es
necesario sacar a la luz. Sentí eso cuando leí bastantes cuentos de una
compilación que me había sugerido Gustavo Dessal, y lo siento ahora, afrontando
¿A dónde vas? ¿Dónde has estado?
Agucemos
pues el oído para escuchar esa disonancia dentro de tanto acorde que, a simple
oído, parecieran perfectos. Por ejemplo, se dice que el relato está basado en
hechos reales. Sin duda, es una posible lectura. Pero, a mi modo de ver,
tomarlo sólo por ese sesgo implicaría disminuir su valor y amputar el mismo
relato. Podría empezarse a leer, entonces, por el momento en que Arnold aparca
el coche frente a la casa de Connie. El resto del relato sobra o no
encontraríamos entre ambos espacios una articulación necesaria. Poco más habría
para analizar, que no es poco, que la cuestión del mal y de la perversión encarnada
por un personaje siniestro que lleva esa categoría, la del mal, a una
sofisticación verbalizada, dramatizada, del más puro y “fino” sadismo. Arnold
sería, en esa lectura, el agente de un goce absoluto y perverso, que no repara
en consideraciones de ningún tipo para acceder a esa satisfacción, aunque sea
rompiendo la piel del semejante. Pero aquí, tengo la impresión, estaríamos
escuchando el acorde perfecto, las notas bien colocadas, cada una en su sitio,
incluso sin ninguna inversión. No se escucharía ninguna disonancia en esta
interpretación. Todo está dicho en la misma lógica de una realidad perversa.
Habría
otra lectura que tiende encasillarlo en el género de terror. No deja de tener
su importancia pues podríamos tomar a Arnold Friend como el duende que acosa y
fatiga a Connie llenando el relato de pura angustia, ahogándola, sin darle
respiro, sin poder salir a tomar aire al exterior y, suponiendo que todo acaba
fatalmente, llegamos a darle importancia suprema a esas mismas palabras del
comienzo: “Se llamaba...”, “tenía...”. Suponemos, entonces, que Connie muere en
manos del perverso Arnold. El círculo quedaría así cerrado de forma perfecta.
Pero estaríamos en las mismas condiciones anteriores. Estaríamos escuchando una
parte de la melodía en la que la armonía está compuesta con los acordes
perfectos de una realidad malvada.
Sin
embargo, esta consideración dentro del género de terror podría ofrecernos la
posibilidad de modular la melodía hacia otra armonía más oculta al oído. Si al
género de terror le incorporamos la pesadilla, creo que nos situaríamos ya
dentro de esa discordancia que le corresponde al sueño, siempre lleno de
acordes disonantes a los que hay que prestar algún tipo de atención. Porque
podemos considerar la segunda parte del relato como una auténtica y terrorífica
pesadilla de la cual despertamos sobresaltados justo cuando se va a consumar el
abismo al que Connie estaba destinada. Ya estaría perfectamente incorporada la
disonancia, pues al introducir el sueño como pesadilla, necesariamente
introducimos el deseo de Connie. Y su deseo, a mi parecer, estaría compuesto
por palabras mayores.
Pero,
¿donde se rompe la realidad común de Connie para abismarse en el sueño? El
relato nos sitúa en un momento de cierta ambigüedad narrativa, de la cual creo que podemos
inferir perfectamente el sueño de nuestra protagonista. El momento en que está
escuchando música tumbada en la cama de su habitación:
“Y Connie misma se puso a escuchar con más
atención, bañada en el resplandor de una alegría apagada que parecía surgir
misteriosamente de la música misma y flotar lánguidamente en la pequeña
habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave elevación
y caída de su pecho.
Algo más tarde
oyó el ruido de un coche subiendo hasta la casa”
¿No
invita este párrafo a pensar que Connie se quedó dormida, y más si pensamos que
todo lo anterior, impregnado de sexualidad, no es un simple relleno para el
relato que viene a continuación?
Si
seguimos este sesgo de la pesadilla y del sueño, el relato tiene la ventaja de apuntar
a algo muy potente, nada menos que la vida y el deseo sexual de Connie. Dentro
de este enfoque ya no es posible amputar el relato. Lo comenzamos donde
corresponde, no en el momento en que escuchamos el sonido siniestro de las
piedrecillas aplastadas por el coche de Arnold aproximándose a la casa. Comienza
con el cuerpo de Connie implicado hasta la médula en su afirmación sexual
dentro del seno de su misma familia y de sus amistades. Y lo hace en tres
vertientes.
En
primer lugar, asentando su feminidad en las miradas que dirige al espejo y también
a través del otro femenino, hacia el que dirige su mirada con el fin de asentar
esa posición:
“Tenía quince
años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para
mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para
asegurarse de que la suya estaba bien”
En
segundo lugar, implica ese cuerpo en el galanteo, en la seducción, en ese deseo
que le es propio como mujer, y rechazando o dejándose acariciar por el deseo que
le viene del otro masculino. Veamos diferentes avatares del deseo de Connie en
palabras del mismo relato:
“Alguien se asomó por la ventanilla de un
coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que no les
gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo...” //”Vio al pasar una cara a
pocos metros. Era un muchacho de pelo negro enmarañado, en un viejo convertible
dorado. La miró fijo y sus labios se abrieron en una sonrisa. Connie le
devolvió la mirada, los ojos entrecerrados de desdén, y se dio la vuelta; pero
no pudo evitar mirar hacia atrás y ahí estaba todavía, mirándola. Él le apunto
con un dedo, riéndose, y dijo: “Te voy a conseguir, nena”, y Connie se volvió a
girar”.
En
tercer lugar, y este me parece un detalle muy importante, su deseo está
implicado en esa contienda que le viene dirigida desde la madre en forma de
sanciones, reprimiendo, repudiando y devaluando su feminidad:
“Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres?
¿Te crees tan bonita?” // “Su madre
la seguía asediando hasta que Connie
deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una
buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos”
Desear
la muerte de la madre ya nos está indicando el grado de represión con el que el
deseo de Connie se ve asediado, cuestión que queda perfectamente reflejada en
la pesadilla. Porque, en realidad, la auténtica pesadilla comienza a
configurarse en esos improperios de la madre. En la confrontación con la
sexualidad naciente de Connie, las marcas de la culpa aparecen claras, deseo de
muerte del otro, deseo de muerte propio, ganas de vomitar, etc.
Pero
aquí surge el giro importante. La pesadilla viene a ser una buena salida para
el deseo reprimido de Connie. Y es que poniéndose en el papel de víctima, lo
verá realizado. Es el deseo que nació cuando vio pasar el coche de Arnold
Friend al lado del centro comercial. Que hay deseo nos lo confirma el detalle
de esa mirada atrás que lanza en el momento de la marcha, esperando verlo
todavía. Y allí estaba él diciéndole que sería su chica.
Es
decir, si tomamos toda la escena del acoso como una pesadilla que surge en el
mismo momento de quedar dormida, tendríamos que pensar que Connie construye una
fantasía que le otorgaría la posibilidad de burlar la represión que ejerce el
ambiente familiar sobre el deseo de Connie. Ella desea a Arnold Friend, pero ha
de evitar la culpa a la que ese deseo la articula. No valen los amigos de
clase, los que se supone dentro de la legalidad y fuera del deseo.
“...
enseguida alguien se asomó por la ventanilla
de un coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que
no les gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo”
Lo
que Connie no puede ignorar es la tentación del diablo Arnold Friend, no del
todo bien construido, pues parece flaquear de los pies. Ese diablo es lo que no
debería de desear según la ley, pero lo desea y burla la censura con una
fantasía de acoso que, cosa importante, no llega a consumarse en el relato.
Quizá sea ese el momento de despertar sobresaltada, pues Connie desea al hombre
prohibido.
Aquí
hay que hacer una matización importante. Si Connie tiene una fantasía de acoso,
en este caso es evidente que no hay placer. Lo cual no contradice que ella
misma la construya para Gozar con Arnold. En la fantasía lo que aparece es un
afán de transgresión de la norma, de la ley, usando como partener a un
fantasma, Arnold Friend, construido por ella. Pero parece claro que asume la
norma familiar. No será Arnold Friend su partener en la vida real. Que esa
fantasía se torne pesadilla indica que no puede superar, finalmente, la
censura. Quizá el compañero de clase sea más legal, eso sí, pero menos gozoso.
Podemos
decir que la satisfacción para Connie dentro del sueño está también en que es
ella quien dibuja la trama de la escena, quien da forma a Arnold Friend, quien
forja el carácter del deseado, quien fabrica todo. Que todo es una construcción
de Connie, y no de Arnold Friend, nos lo señala un detalle muy importante. Él
ni siquiera sabía que era cuestión de dar un paseo.
“— ¿Adónde
vamos?
La miró... Él
sonrió. Era como si la idea de
ir de paseo a algún lugar, cualquier lugar, fuera una idea nueva para él.
—Solo a dar un
paseo, Connie, cariño”
Ella
juega con los personajes. Hasta el compañero de Arnold escucha el mismo
programa musical que ella, lo cual pudiera ser una elaboración del sueño. Crea
el fantasma de Arnold, al que no conoce de nada, según su propia imaginación le
dicta con esos rasgos de dureza. En definitiva, se fabrica un secreto para su
deseo, el sueño, pero ni en él consigue burlar la censura, y se le convierte
rápido en una dura pesadilla. Podemos suponer, bajo esta perspectiva de
lectura, que el fin del relato viene a ser como todas las pesadillas, el
momento del corte en el que Connie, después del sobresalto, pueda volver,
tumbada en su cama a:
“flotar lánguidamente en la pequeña
habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave elevación
y caída de su pecho”
Miguel Alonso
lunes, 21 de noviembre de 2016
jueves, 27 de octubre de 2016
La sesión final de Freud, en la Sala Arapiles de Madrid
martes, 11 de octubre de 2016
Tertulia 73. La extraña, de Sándor Màrai. Comentario de Gustavo Dessal
No todo el mundo se
pregunta por el sentido de su existencia, y es difícil saber si esa es una
actitud recomendable, o si por el contrario demuestra cierta cobardía moral.
¿Estamos obligados a comprometernos en esa pregunta, una pregunta que puede
precipitarnos de inmediato hacia la búsqueda de la verdad? En mi opinión, no
estamos obligados. Es perfectamente respetable que la mayoría de la gente no
elija ese camino, ya que con frecuencia posee la respuesta, aún cuando no la
conozca.
Casi
todos los que estamos aquí tenemos, aunque más no sea a fuerza de repetir
ciertas ideas, una noción de lo que el psicoanálisis entiende cuando hablamos
del concepto de fantasma. Sin entrar en los pormenores teóricos y clínicos que
exceden el marco de nuestras reuniones, podemos decir que el fantasma es lo que
en los seres hablantes responde a la pregunta por el sentido de la existencia.
De la existencia de cada uno, no de la existencia en términos generales, Lo que
pretende responder al sentido de la existencia en términos generales es lo que
solemos denominar una ideología, término que empleo aquí en una acepción
amplia, a fin de incluir en ella un credo religioso, por ejemplo, o una fe
política. El fantasma es en cambio una ideología secreta, privada, personal, al
punto de que si decimos que es inconsciente, es porque sabemos que el sujeto
vive, actúa, piensa, siente, desea, goza y sufre conforme a las respuestas que
su fantasma le proporciona sin que él tenga conciencia de ello.
Hay
personas que funcionan así toda la vida. Cuando una determinada contingencia
introduce una pregunta que no puede ser asimilada por el pequeño repertorio de
respuestas del fantasma, entonces comienzan los problemas, problemas que habrán
de expresarse en el despertar de la angustia, en esa especie de limitación
vital que llamamos inhibición, o en la irrupción de diferentes formas de
sufrimiento que conocemos con el nombre de síntomas.
En
el principio de La extraña nos encontramos con una situación que
podríamos calificar como vulgar, por su carácter casi tópico: el profesor
Viktor Askenasi ha dejado a su mujer por otra más joven. Así suelen ser los
comienzos de varias obras de este autor. A
los protagonistas no les suceden -al menos a primera vista-
acontecimientos extraordinarios, sino bastante comunes. Trabajar con materiales
fantásticos o sobrenaturales, y hacer con ellos una obra de arte, tiene sin
duda un gran mérito. Pero conseguirlo a partir de las pequeñas, sencillas, y a
menudo miserables vulgaridades y reiteraciones de la vida humana, y formar un
producto que se eleve a las alturas de lo sublime, eso es mucho más que un gran
mérito. Es lograr que, en el plano literario, el pensamiento sobre la condición
humana se equipare o incluso supere a la imaginación poética.
¿Por
qué un hombre se separa de su mujer, y con frecuencia se implica con una más
joven? Uno de los pilares de esta obra consiste en que el autor nos demuestre
que no es sencillo responder a este interrogante. No solo porque no existe una
explicación que valga para todos los casos, sino porque en cualquiera de los
casos la razón es mucho más compleja de lo que el sentido común está dispuesto
a admitir. Así es como, partiendo de un hecho banal, Marai nos va internando en
un recorrido inesperado y asombroso. Nos enteramos que Viktor ha vivido toda su
vida asediado por una pregunta. Una pregunta cuya respuesta no pudo hallar
jamás en el saber. La buscó entonces en una mujer, la suya, Anna, quien no fue
capaz de contestarla. Viktor dejó a Anna cuando encontró a Eliz, pensando que
esta vez sí, esta otra le daría la respuesta, pero tampoco sucedió lo que él
esperaba. Esas dos mujeres, más allá de sus diferencias, son estaciones en el
tránsito de Viktor Askenasi en su búsqueda de la verdad. “Askenasi tampoco
buscaba otra cosa que no fuera la verdad”, escribe el autor. Y si ni una ni
otra, ni Anna ni Eliz, pudieron dar satisfacción al interrogante, él se vio
obligado a “seguir su investigación por medios más vulgares, equívocos e
impuros, como eran el cuerpo y los sentidos” (pág. 89). Vemos trazarse de este
modo un recorrido: si la Idea que lo atormenta no se encuentra en los libros,
ni tampoco en las mujeres, será preciso indagar si el cuerpo dice algo. “Tal
vez el cuerpo sepa algo”, piensa (pag. 91).
Mucha
gente cree que el cuerpo es un sujeto supuesto saber. Es una creencia como
muchas otras. Esas personas confían en que el cuerpo posee una sabiduría que le
es inherente, de la cual hay que aprender, y en la que por sobre todo conviene
no interferir. Si para un hombre una mujer puede encarnar la extrañeza y el
misterio, el cuerpo también. De allí que a lo largo de todas sus vicisitudes
Viktor Askenasi se comporta como si en algún lugar de su inconsciente ambas
cosas fuese intercambiables.
Si
en esa búsqueda extraviada e irrefrenable
de la verdad no escatimará esfuerzos ni físicos ni espirituales, hay un
episodio notable que escapa por completo a su comprensión: el episodio del
alienado. La visión del loco, en la que se funden la fascinación, la turbación
y el horror, presenta ante sus ojos lo que aún está lejos de poder captar. El
loco es su doble, o mejor dicho, algo así como un Ángel de la Anunciación. Un
ángel apocalíptico que se ha cruzado en su viaje para anticiparle su destino
final. Tal vez no sea una buena idea acercarse demasiado a la verdad. Tal vez
no sea una buena cosa creer en la verdad de la verdad. Estar demasiado
convencido de su existencia puede conducir a alguien, no a todo el mundo, por
supuesto, a pensar cosas como las que en cierto momento se le ocurren a Viktor:
“Tal vez tenía que haber interrogado a Eliz con más paciencia, más insistencia,
intimidarla, quizá- reflexiona. Matarla, acaso” (pág. 100). “Quizá tenía que
haberle sonsacado una respuesta a golpes, o hacerla pedazos” (pág. 101). Es la
sospecha de que tal vez sea en el campo del goce donde por fin se halle la
verdad tanto tiempo anhelada.
No
le tocó a Eliz esa suerte. Recayó en una tercera, una desconocida, una mucho
más extraña, mediante la cual Viktor accede a la estación final, la del hombre
enfrentado a su desnuda soledad, despojado de todos los envoltorios y objetos
de los que echamos mano para resguardarnos.
Que
no hay Verdad, ni Idea, ni Respuesta, ni goce capaz de colmar el sentido de la
vida, es tal vez la verdad más difícil de soportar. Solemos pagar precios muy
caros, a veces terribles, por persistir en demostrar su existencia.
Gustavo Dessal
Tertulia 73. La extraña, de Sándor Màrai. Comentario de Miguel Alonso
Escritores
como Sándor Màrai siempre resultan sorprendentes. No esperaba otra cosa de su
novela La extraña. Y si sorprende es
porque este tipo de escritores tienen la capacidad de transitar desde el
conocimiento hacia la sabiduría. Señalo esta dicotomía porque, a lo largo de
toda la lectura, se nos impone que nada relativo al conocimiento construido por
la razón, por el pensamiento, por la convención, por el saber, por la
filosofía, etc., etc., es capaz de escribir la palabra que falta. Siempre hay
algo que no cesa de no escribirse en las relaciones humanas. Pero es necesario
señalar que en este tipo de escritores, esta imposibilidad de escritura no es
una mera intuición intelectual, sino algo sufrido y vivido con angustia en la
misma carne. Así lo muestra Askenasi, que al contrario que sus amigos, que
miran hacia otro lado pertrechados en las convenciones, nuestro protagonista
muestra esa imposibilidad como una falta que se adhiere de forma sintomática
–llega un momento en que no puede entender las palabas corrientes— con angustia
y dolor, al cuerpo de nuestro protagonista. El obstinado Askenasi, a pesar de
ser maestro, no puede soportar la imposibilidad de escribir la palabra que
defina la satisfacción plena de los sexos y acaba arrojándose al abismo de la
locura. Una y otra vez comprueba que el enigma de lo femenino, el enigma que
para él está encerrado en una mujer, no pasa por esa palabra que él domina a la
perfección. Además del remiendo que encuentran los amigos, el mirar para otro
lado, o el abismo de la locura, habría otra solución, aceptar la sensación de
vacío que nos deja Sándor Màrai al finaliza la lectura, es decir, aceptar que
aquellos que hablamos jamás encontraremos esa última palabra. Esa es su
sabiduría.
Dicho
lo cual, tengo que tomar mis cautelas. No quisiera contaminar la novela con una
interpretación demasiado conceptual, pero no tengo la culpa de que sea el mismo
Askenasi quien se sitúa en ese terreno. Porque claro, qué diría Jacques Lacan
si leyese esta novela. Supongo que suscribiría una literatura que pone en
escena su axioma: “La relación sexual no
existe”, así como la precariedad de un lenguaje, el humano, que no alcanza
a decir lo que falta en esa relación. Con razón decía Freud que habían sido los
poetas quienes habían descubierto el inconsciente. Màrai entra dentro de esa
nómina, sin duda.
Me
resulta gracioso el simple y sencillo argumento de un crucero terapéutico por
el mediterráneo para curarse de mal de amores. Sobre él encontré multitud de
críticas negativas referidas a la pesadez que trasmitía a la novela, o a lo
decepcionante que resultaba Màrai en ella. A mí me resulta perfecto y muy
pertinente para lo que está en juego. En la confrontación con la falta, se me
ocurre que esa terapia podría ser la metáfora perfecta de tantas terapias
prescritas por ilustres “maestros”, esos que “saben” lo que falta. Lo cierto es
que, como bien muestra Askenasi –aunque no es necesario llegar a romper ninguna
piel en arrebatos de locura o sadismo— toda
terapia es absolutamente ineficaz cuando se trata de escribir la palabra que
falta, uno de los centros de gravedad de la novela, y que en caso de ser
escrita, haría posible, nada menos, la relación sexual entre hombre y mujer. Ese
es el terreno en el que, de principio a fin, se mueve nuestro perdido
protagonista.
Creo que, además de las
circunstancias subjetivas que vive Askenasi, la sabiduría de Màrai consiste en situar
a lo femenino, a La mujer, como algo intocable –entendido lo femenino y La
mujer aquí como escenario de esa palabra que falta— un más allá de los límites
del lenguaje, encarnando el enigma en el saber sobre la sexualidad. La novela
muestra que Askenasi no hace más que estrellarse en ese enigma. Y es así porque no se trata de palabras, simplemente
no las hay. Pero la confusión de Askenasi es identificar de forma absoluta lo
femenino con las mujeres, de tal manera que para él, la mujer, como imagen, como
cuerpo, sería la poseedora de ese enigma y guardaría el tesoro que, en caso de
ser puesto a la luz, otorgaría la plenitud, diluyendo así la limitación en la
que vive, como hombre, en relación a lo sexual. Porque lo que persigue Askenasi en su deambular, ya desde la
juventud, por las diversas mujeres, es ese más allá donde encontraría la
fórmula precisa de la relación sexual que, supone, otorgaría la satisfacción
plena y la consiguiente comunión entre los sexos. Pero claro, cuando se
confunde la mujer con lo femenino, el peligro es que la historia se repita, es
decir, si la dama como cuerpo, como imagen, es guardiana del tesoro, ella puede,
entonces, temer por su integridad –pensemos en El perfume, de Suskind, en el derecho al goce del Marqués de Sade, o
en tanto atropellos cometidos contra la mujer a lo largo de la historia de la
humanidad. Podemos decir que Askenasi no posee la inteligencia de Remy de Gourmont
en Relatos sombríos. Historias mágicas,
cuando escribe:
“¡Oh, ese femenino oscuro que pasa y se
marcha y que jamás será tocado –que se desvanecería si se tocase, ya que su
encanto reside en ser desconocido e intocable”
En
efecto. Askenasi es arrebatado por la locura. Como tantos otros, rasga el
cuerpo de la mujer, no por machismo, sino en su vano intento de encontrar ese
tesoro declinado muy atinadamente en La
Extraña como la palabra que falta. Lo
femenino, entonces, como no puede ser de otra manera, se desvanece.
Dentro de este escenario, Askenasi señala con precisión la tragicomedia
clásica de los sexos con ribetes modernistas en ese fondo de viaje terapéutico
por el mediterráneo. Como primer acto nos sugiere que la precariedad de los
sexos revolviendo sus cuerpos en prácticas ridículas, chillonas y hasta
violentas, en un ardor que dura lo que dura, es decir, un suspiro, es una pura
comedia. En realidad, plantea que todas esas prácticas sexuales cotidianas no
son más que remedos y remiendos caseros de una relación sexual que, en verdad,
no existe, como repite machaconamente Askenasi hablando de la imposibilidad de
conseguir la satisfacción plena. Remedos y remiendos que, si bien nos permiten,
de forma precaria, distraer nuestra atención de lo verdemente importante: lo
que falta en el sexo, pero, advierte que, precisamente por eso, las prácticas
sexuales son un obstáculo, un muro que impide el acceso a esa palabra faltante
que está en juego.
Como segunda sugerencia presenta la vertiente trágica y sangrienta allí
donde la vida sexual, sometida a las leyes estrictas de la represión que impone
el lenguaje como orden simbólico, se cita con su frustración, con su fracaso y
con la falta que ese mismo lenguaje no puede escribir. Es muy preciso cuando
habla de esa represión. Digo vertiente trágica y sangrienta porque, como ya
planteé anteriormente, la flecha, vamos a decir mortal, del deseo de Askenasi,
apunta a su verdadero objeto. No apunta a aquellas prácticas sexuales banales,
ridículas incluso, que practican esos que se nombran como hombre y como mujer.
La flecha mortal de su deseo, insisto, tiene un blanco claro: un objeto que
daría la plena satisfacción, y al que sitúa en el interior del cuerpo de la
mujer.
Por eso decía tragicomedia clásica. Insisto, cuántas veces habremos
transitado en la literatura y en la vida misma por este tipo de tragedias con
connotaciones sexuales que toman al cuerpo de las mujeres como si fuese la
pantalla que resguarda o impide el acceso al verdadero objeto de deseo, a la
verdadera satisfacción, a ese objeto que Askenasi denomina la palabra que
falta. Lo más erótico para Askenasi no estaría, propiamente, en la carne que se
ofrece para la práctica sexual, sino en su interior. Y lo que le falta a
Askenasi, en efecto, es una palabra: La mujer. Si él existe como hombre, y como
tal en una pura limitación, necesita que exista a su vez el auténtico
complemento: La mujer. Pero eso, precisamente, es lo que no se le revela. La
mujer, justamente, es la palabra que falta. De ahí lo atinado del título, La extraña. Esa es la frustración que
desencadena su locura. A falta de la auténtica mujer, va coleccionando mujeres
hasta el punto final, sangriento, donde acaba rasgando el cuerpo de una de
ellas para comprobar que nada había allí dentro más que un puro
desvanecimiento.
Por
supuesto, Askenasi establece una diferenciación clara entre prácticas sexuales
y relación sexual. Se da cuenta perfectamente de que existen los accesorios de
carne, como sostiene en la página ciento cuarenta y ocho, de que existen los
objetos como instrumentos de tortura, página ciento cuarenta y seis; también, y
como no puede ser de otra manera, sabe de sobra que existen miles de prácticas
sexuales, que muchas veces se parecen a peleas violentas; sabe también que hay
proliferaciones de semblantes, como nos manifiesta en el encuentro con el
travesti; pero, en definitiva, una y otra vez comprueba la inexistencia de la
relación sexual. Ahí falta una palabra que concrete, que delimite, que
establezca, que defina, la satisfacción plena, la fórmula de la auténtica
relación sexual.
También
Màrai es muy explícito en una cuestión: la repetición. Nos muestra la falta implicando,
necesariamente, la eterna repetición, no de la relación sexual, sino de las
prácticas sexuales. ¿Por qué esa repetición? No hace falta que yo diga nada, no
hace falta recurrir a Lacan, lo expresa perfectamente Màrai en boca de Askenasi
en la página 101:
“El cuerpo se reservaba muy bien su secreto…
nunca daba la respuesta completa… contando con que el otro se iría sediento y
volvería por más”
Más
categórico imposible. La repetición de las prácticas sexuales, pero nada en
absoluto de la relación sexual, de la satisfacción plena. Es la repetición de
lo que no puede modificarse. Todo un principio.
Pero
además, la imposibilidad de la relación sexual es definida en la novela como el
asunto privado de Askenasi. Resulta obvio hacer constar que es el asunto
privado de todos. Como dice el protagonista, verdaderamente difícil de explicar.
Por qué difícil de explicar. Esta fantástica novela lo dice con claridad
rotunda: porque la conciencia, eso que tenemos más a mano, dice poco; la
palabra que falta no está en nuestra conciencia ni en nuestra razón ni en
nuestro lenguaje; la palabra que falta es un agujero paradójico, pues es el
obsequio envenenado de ese mismo lenguaje que tan familiar resulta a Askenasi;
y sabe que las convenciones son simples remiendos para ese agujero. Askenasi,
como sujeto, no cabe en su conciencia; como sujeto no cabe en la convención ni
en esa geometría lógica, euclidiana –insisto, no lo digo yo, lo dice él— no
cabe en ese cuadro lleno de perspectiva que nos ofrecen las bellas ciudades del
Adriático, cuadros que nos invitan a entrar en ellas para nuestro acomodo, para
nuestro solaz. Poca cosa, porque Askenasi no encuentra acomodo. Para él, todas
esas construcciones del saber sólo conforman un principio de realidad que nos
obliga a girar alrededor del agujero. Dicho de otra forma, Askenasi sufre
porque todo el conocimiento construido por la razón humana a lo largo de miles
de años es impotente para dar respuestas, y no solo eso, es capaz de doler; porque
la filosofía, por ejemplo, al construir La Idea, así con mayúsculas, que platónicamente
contendría el lugar definitivo de llegada, se muestra, en boca de Askenasi,
como un imperativo implacable imposible de alcanzar para lo humano. El dolor de
un fantasma. Todo conocimiento, en definitiva, es poca cosa para lo que el
protagonista de La extraña pone en
juego: la falta.
Y
al final con qué nos quedamos. Pues con que la novela nos deja llenos de la
sensación de falta. Una precaria plenitud, sin duda.
Miguel Alonso
Lo Real y la mirada en La Extraña de Sándro Màrai. Comentario de Luis Teskiewicz
Lo
que nos permite distinguir dentro de toda la producción escrita algunas obras
sobre otras y otorgarles un mayor valor literario es, según Cesare Pavese, su polisemia,
su pluralidad de sentidos. Eso hace de toda lectura una interpretación
sesgada fruto tanto de lo escrito como de la subjetividad de quien lee. Al
exponer mi lectura de La extraña no pretendo que mi sesgo sea el único
válido ni que tenga más valor que el de otros. Umberto Eco dejó escrito en Confesiones
de un joven novelista:
“...
cuando leemos una pieza de ficción,
aceptamos un acuerdo tácito con su autor o autora, que finge que lo que ha
escrito es cierto y nos pide fingir que nos lo tomamos en serio. Al hacer esto,
todo novelista diseña un mundo posible, y todos nuestros juicios sobre lo
verdadero y lo falso se refieren a ese mundo posible.” (Umberto Eco 2011:
74)
Viktor
Askenasi es un personaje de ficción, aunque la fuerza de la escritura de Màrai
nos lleve a renegar de eso que sabemos y confundirlo con una persona real. Por
lo tanto, no podemos analizarlo como un caso clínico (aunque cuando construimos
un caso clínico también creamos un personaje de ficción) ni exigirle coherencia
psicológica. Quizás esa coherencia sólo pueda demandarse cuando la propuesta
del autor sea una novela psicológica, y aún así no estoy seguro. Porque cuando
un personaje literario parece tener profundidad es porque el autor ha sabido
desplegarlo desde más de un punto de vista, pero esas diferentes perspectivas
continuarán siendo finitas.
Como
dice Eco:
“Nadie puede afirmar todas las propiedades de
un individuo dado o de una especie dada, que son potencialmente infinitos,
mientras que las propiedades de los personajes de ficción están severamente
limitadas por el texto narrativo, y solo los atributos que menciona el texto
cuentan para la identificación del personaje. De hecho, conozco mejor a Leopold
Bloom que a mi propio padre.” (Umberto Eco 2011: 123)
Por
suerte, para nosotros lectores, Màrai no es un autor psicológico, lo que creo
que le permite alcanzar mayor profundidad y verdad (la psicología es siempre un
recorte de la subjetividad).
Lo
que expondré a continuación no es una interpretación de un sujeto llamado
Viktor Askenasi sino de lo que he leído en las últimas 50 páginas de una
novela, por muchas razones extraordinaria.
Una epifanía
En
el momento nuclear de la novela, Viktor Askenasi asesina a la desconocida de la
habitación 42 sin motivo aparente. Apenas ha cruzado una mirada con esa
extraña, mirada que lo remite a otras miradas cruzadas con otras mujeres, también
extrañas para él. En particular a la mirada de Eliz, mujer en la que Askenasi
ha buscado, con más insistencia que en otras, la respuesta a una pregunta nunca
formulada sobre el sentido de la vida y una satisfacción final que apaciguaría
todos sus deseos, sin hallarla.
Màrai,
tan minucioso en toda la novela, elude el momento del asesinato, lo deja
tácito, así como su protagonista no puede recordarlo con claridad.
Después
del acto, Askenasi sale del hotel con total indiferencia, indiferencia que me
recuerda a El extranjero de Camus, publicada sólo unos años más tarde.
Deambula
por las calles de Dubrovnyk en un estado semejante a la embriaguez. De pronto
lo asalta por sorpresa una experiencia en la que podría encontrarse la
respuesta a la pregunta que lo atormenta. Permítanme citar ese momento en
extenso, porque es crucial para mi exposición:
“Miró alrededor,
cauteloso
y con los párpados entornados. Sí, el mundo se presentaba en colores más
brillantes y claros que anteriormente. “Será una ilusión óptica”, pensó. Pero
todo, hasta los muros de los edificios más antiguos y cochambrosos, el cielo y
la calle, los cristales de las ventanas y el picaporte de las puertas le
parecieron menos gastados, empapados del encanto de lo nuevo, como si
entretanto lo hubieran limpiado con esmero; todo lo que veía parecía
resplandecer con un brillo festivo. Se asombró y se puso a observar las cosas
con avidez y curiosidad, como si percibiera por primera vez el perfil real de
la vida, como si hasta entonces una extraña miopía –que no corregían las gafas-
le hubiera impedido observar los objetos, el conjunto de los objetos en su
plenitud real, como si acabara de curarse de una enigmática enfermedad de la
vista que hasta entonces ni siquiera había notado y que durante cuarenta y ocho
años había sumido todo su entorno en la penumbra.” (Sándor Màrai 2008: 111)
Podríamos
pensar este momento como una profusión
de lo imaginario, una experiencia irreal que sólo existe en la imaginación,
según la definición de la RAE. Un intenso flujo de imágenes vinculadas a
afectos, en la definición de Castoradis.
Màrai
nos saca pronto de dudas. La experiencia de Askenasi traspasa las imágenes para
ir, más allá de la percepción de la realidad, hacia lo real de la materia
misma. Escribe en la página siguiente:
“...
al igual que cuando en la incolora y vacía placa del microscopio aparece con
nitidez un mundo desconocido poblado de seres vivo, cuando cobra vida un mundo
orgánico hasta entonces invisible, oculto en una sola gota de agua, y revela
flora y fauna allí donde hasta entonces no se veía nada, y se vislumbra la
vida, una vida indestructible y rica en formas, una vida que cambia y se
multiplica allí donde hasta entonces sólo había una tosca materia árida e
inerte, de la misma forma veía Askenasi los minúsculos puntos de territorio que
iba enfocando con su mirada.” (Sándor Màrai 2008: 111)
Se
trata, entonces, de la manifestación de
una cosa. Esa lectura me hizo pensar inmediatamente en una epifanía, en el sentido que les da
Joyce a estas experiencias.
Quizás
no esté de más recordar que epifanía deriva del griego: epiphneia,
literalmente “aparecer en la superficie”, y el sentido que le dio el
cristianismo como manifestación de la divinidad en lo terrenal. Celebrada todo
los 6 de enero como primera manifestación de Dios a los no judíos, Joyce le da otro sentido en Stephen, el héroe y
Retrato del artista adolescente, sentido en el que Lacan encontró un
anudamiento entre lo simbólico y lo real.
Richard
Ellmann, biógrafo de Joyce, definía las epifanías joyceanas como: “la súbita revelación del quid de una cosa” / “el espíritu del objeto
más vulgar… nos parece radiante” (Ellmann 2002: 103)[1]
Definiciones
que, me parece, se ajustan como un guante a esta manifestación de lo real en la
experiencia de Viktor Askenasi en La extraña, contemporánea a la
escritura del Finnegans Wake.
Màrai
y Askenasi asocian esta experiencia con un
recuerdo imposible por ser anterior al lenguaje y a toda posibilidad de
la memoria:
“Se sentía
exultante, por fin volvía a ver el
mundo en el que hasta entonces había vivido distraídamente, al que sólo
había utilizado y que consideraba sucio, manido y desgastado, sin haberle
prestado la menor atención; y entonces recordó que en una ocasión ya lo había
visto así, con esa frescura paradisíaca, mucho tiempo atrás, tal vez en la
primera infancia, al sentarse en la
cuna y mirar la lámpara o la mano que se agitaba ante sus ojos...” (Sándor Màrai
2008: 112)
Una
mirada previa a toda constitución subjetiva, previa a la unificación del cuerpo
en el reconocimiento de la imagen reflejada en el espejo como Yo. Mano
que se ofrece como puro objeto a la mirada.
“Vuelvo a ver y
oír como antes”, pensó. Se detuvo y cerró los ojos, aquella felicidad era
inmensa, casi insoportable, la felicidad de poder ver el mundo, oírlo y
comprenderlo de nuevo, como si acabara de nacer entre aquel sinfín de
maravillas.”
(Sándor Màrai 2008: 112)
La
epifanía de Viktor Askenasi culmina en otra mirada, una mirada de lo real de la
que él es el objeto:
“Vagó entre
frutas, pescados y carcasas de animales. De vez en cuando lo detenía un olor
desconocido y caminaba entre los tenderetes, husmeando hasta dar con su origen,
alguna hortaliza o pescado que hasta ahora no había visto. Sirven el almuerzo y quitan la mesa
-pensó. Hasta ahora me había conformado con eso. Pero a partir de ahora no será
tan sencillo. Se inclinó sobre ciertos animales marinos y, sin prestar atención
a los vendedores, se quedó mirando los ojos abiertos y acuosos del calamar, que
incluso así, muerto, reflejaban el resplandor del cielo y el rostro de Askenasi. Qué amable
-pensó emocionado-, por un instante
conserva mi rostro en este diminuto espejo muerto... Todo un detalle por su
parte.” (Sándor
Màrai 2008: 113)
¿Puede
haber mejor imagen de lo real, de aquello que no puede recubrirse con palabras,
que los ojos de un calamar muerto? Ojos
que nos remiten a otros ojos (pero esto no está en el texto de Màrai, por lo
que es una asociación de la que debo asumir mi autoría): los ojos de la mujer
muerta, asesinada en el pasaje al acto de Viktor Askenasi, que seguramente
también tuvieron la amabilidad de devolverle una imagen unificada de sí mismo,
La palabra que falta
“Al ser humano no lo salva la bondad, pensó
atormentado, haciendo un gran esfuerzo para arrancar cada palabra del conglomerado al que toda palabra está pegada,
adherida, saturada de sentidos
parásitos que la despojan de su
sentido original y su fuerza
vital, dando cuerpo a la sustancia ancestral, la lengua. Ahora había que
limpiar cada palabra, separarla de las demás, desinfectarla.” (Sándor Màrai
2008: 117)
Desinfectar
cada palabra para recuperar su sentido
original, un sentido que, como la experiencia originaria de
satisfacción, no existe. Un sentido que recubriría lo real y lo saturaría; esa
es la tarea imposible que se propone Viktor Askenazi.
Hay
en Askenasi una lucidez extrema respecto de la insuficiencia de las palabras.
Pero no se resigna a ella, y se extravía en la búsqueda de la palabra que
falta.
“Ese es precisamente el problema: la palabra que falta... En todas la
lenguas falta justamente esa palabra, se utilizan perífrasis y los más sabios
recurren a los símiles” / “... era simplemente la respuesta a la pregunta de si
existía satisfacción, o sea, si tena
sentido sufrir. Yo lo he probado todo -trató de justificarse-. A Anna le
conté mis sueños, incluso los más horribles, como el de los dientes caídos y
aquel otro en que me embistió un caballo, me apoyó las patas en la espalda y me
mordió la cara... Más que eso ya no se
puede contar. Y con Eliz también lo hablamos todo, todo lo que puede hablar el cuerpo”
(Sándor Màrai 2008: 118,119)
Pero
todo, incluso todo lo que puede hablar el cuerpo, es insuficiente. Y Viktor
Askenasi se ve atrapado en una intrincada jungla de palabras que en conjunto, según señala, no era más que
cháchara.
La
búsqueda de Víktor Askenasi (no es una interpretación, es explícito) es la
búsqueda: “de una última palabra, una sola palabra que respondiera a las
preguntas que se hacían los cuerpos recíprocamente” (Sándor Màrai
2008: 119).
Búsqueda
condenada al fracaso por la inexistencia de aquello que se busca. Porque busca
en las palabras aquello que, él mismo lo dice, no puede ser encriptado por
ellas.
Recuerdo
ahora a un paciente que también buscaba esa palabra, pero él creía que sólo a
él le faltaba esa palabra que daría sentido a su vida, palabra que seguramente
era conocida por el resto de los sujetos y sólo a él estaba vedada. Porque de
lo contrario, ¿cómo hacían para vivir?
Sin
duda, La extraña es una novela
autobiográfica de Màrai, en un sentido más íntimo que el de las Memorias de un burgués publicadas ese
mismo año. Autobiográfica en el sentido de que él escribió todas y cada una de
las palabras que componen el libro, de que seguramente suyos son el desasosiego
por la falta de sentido y él es quien ha vivido, o al menos imaginado, la
epifanía de Askenasi. La diferencia es que Sándor Màrai, lejos de realizar un
pasaje al acto, dedicó su vida a contarnos, libro tras libro, distintas
variantes de la ausencia de sentido y de su búsqueda, nunca tan explícita como
en esta novela.
Luis
Teskiewicz
Bibliografía
Eco, Umberto. 2011. Confesiones de un joven novelista.
Editorial Lumen, Madrid. Ellmann, Richard. 2002. James Joyce. Editorial Anagrama, Barcelona.
Ellmann, Richard. 2002. James Joyce. Editorial Anagrama,
Barcelona.
Màrai,
Sándor. 2008. La extraña. Editorial Salamandra, Barcelona
[1]
A quien le interese un mayor
conocimiento de las epifanías joyceanas le sugiero, además del ensayo El tejido Joyce, de Zacarías Marco, la
lectura de dos artículos publicados en la web del Círculo Lacaniano James
Joyce:
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