miércoles, 17 de octubre de 2012

Apertura de la primera reunión del 5º curso: "El Informe de Brodeck", de Philippe Claudel

Tengo ilusión en poder retomar la novela como género literario para la tertulia. En mi opinión la novela requiere un tratamiento diferente al relato corto y es su propio formato el que exige tomar cierta perspectiva a la hora de encarar su comentario porque resulta materialmente imposible una reflexión exhaustiva pegada al texto dada su extensión, cosa que el cuento sí permite porque además es un género en el que el detalle está privilegiado. En la novela éste no está ausente, pero el detalle tiene un formato menos preciso, no menos precioso.

No obstante, la novela nos aproxima más habitualmente al pensamiento del autor, en el cuento no es indispensable. Podría establecerse una diferencia que atribuyese al cuento una mayor especificidad frente a la novela que sería mucho más libre en contenido y forma, pero siempre y cuando no entendamos que el cuento conlleva mayor especialización en su lectura y postrero análisis, simplemente se trata de géneros literarios diferentes y los procedimientos para analizarlos también lo son, aunque puedan llegar a ser igual de meticulosos.

Justamente abordamos hoy una novela en la que el detalle, la minuciosidad, o su estructura esculpida con precisión algebraica invitan al análisis pormenorizado, este es uno de los motivos por los cuales creo muy oportuna su elección para hacer esta transición del cuento a la novela en este comienzo de curso, confío que el debate permita ir desgranándola.

Me gustaría empezar por la dedicatoria, en la que ya constatamos la presencia del pensamiento que inspira esta obra, la nada habita el ser, una nada que faculta justamente la posibilidad de la escritura como herramienta o tratamiento, como dice la novela, para calmar el corazón. Después nos aclara que también la dedica a su mujer y a su hija, sin las que no sería gran cosa, entonces igual que Brodeck, su protagonista. De nuevo retornamos a un precepto fundamental para pensar la escritura de ficción; el pasado viernes en la presentación que hicimos del libro de Gustavo, Demasiado rojo, él mismo citaba, todo lo que se escribe es autobiográfico, y por lo tanto, pensemos que el informe de Brodeck en mayor o menor medida es el informe de Claudel.

De eso se trata, hay que escribir un informe, pero ¿por qué? Es necesario, ¿para qué? Se nos dice que quien lo encarga argumenta que su factura es para que quien lo lea comprenda y perdone. Bueno, quedémonos con ello, pero tratemos de interrogarlo porque lo que les propongo va un poco más allá de la culpa y la comprensión, en mi lectura, en la de muchos de ustedes probablemente también, la elaboración del informe es un proceso que deviene un ejercicio de rectificación subjetiva, que es un término psicoanalítico que da cuenta de un viraje del paciente, un cambio de perspectiva sobre aquello que lo aqueja. Aquí podemos decir que el personaje se sirve del informe sobre lo sucedido en el pueblo para la elaboración y el atravesamiento del castigo que es su vida. El resultado es el saldo que deja dicho proceso en el sujeto Brodeck, repito la palabra proceso, pero no el informe propiamente dicho, ya ven lo que hace el autor con ello, deja que el alcalde lo queme, y qué más da, para Brodeck la experiencia ya está hecha y la prueba de que ha sido así es la aparición del acto, su marcha del pueblo.

Podemos ir haciendo un recorrido con su protagonista para ver qué cuestiones aislar en el transcurso de este proceso. Partimos de un lugar, el lugar que Brodeck ocupa es un lugar de excepción, de ahí parte él desde el comienzo de sus días. Él es el único, lo repite una y otra vez, el único al que excluyen del asesinato, pero antes ya era el único que celebró la llegada del Anderer al pueblo, y antes todavía el único que volvió del infierno del campo de concentración, que en realidad era el segundo infierno, ya que Fédorine lo tuvo que rescatar de un primer infierno siendo apenas un chiquillo. Encontramos pues esta repetición en su vida que da cuenta de la potencia de una posición que enmarca este significante “único” que lo fija al sujeto. El proceso de escritura que supone el informe va a atentar contra eso, va a desafiar esta posición de excepción, que también lleva apareada otra cuestión menos equívoca en cuanto a su significado que la excepción; me refiero a la exclusión. Hay algo de esto que se ha visto modificado para Brodeck, ya no será más aquel perro, ahora tiene un nombre, y se despide de nosotros rogando que no lo olvidemos.

La solución para Brodeck ha venido de la mano de la contingencia, le encargan un informe que le ha permitido otra escritura paralela sobre sí mismo y ahí el sujeto se ve confrontado a una decisión, abordarla o no, echarse atrás o no arredrarse para continuar vaciándose en dicha escritura. Cuando nos comenta que no quiere entregar el informe sin haber acabado su historia (p.228) claramente ambos quedan asociados en un formato que nos confirma que no es lo uno sin lo otro, y además, nos pone en la tesitura de cuál es el verdadero informe, porque desde el punto de vista del sujeto no hay duda que es el que realiza sobre sí mismo, con ello juega Claudel de principio a fin, y es la ironía del título.

Creo que esta diferenciación es clave, porque si el informe fuera exclusivamente la versión que hubiera podido Brodeck construir sobre el asesinato del Anderer como resultado de sus investigaciones y pesquisas estaríamos en condiciones de decir que nos vemos ante un texto que se inscribe en el género de la novela negra. Y no cabe duda de que a Claudel debe gustarle porque Brodeck es también un detective (segundo párrafo pág. 134), solo que ese matiz que el autor introduce, que en el hecho de salir a buscar la explicación de lo ocurrido en los otros en realidad lo que se le revela es algo de sí mismo dota a la novela de otro carácter. Cierto es que el protagonista nos advierte que desde pequeño le gustan las preguntas y los caminos que llevan a las respuestas, imaginarán que eso favorece la introspección del personaje y ahí la novela se vuelca decididamente hacia algo mucho más íntimo, más próximo a lo existencial.

Claudel tiene mucho que decir si de la existencia se trata, pero destacaría dos vectores fundamentales que utiliza el autor para desplegar su pensamiento sobre la existencia humana, uno es el sentimiento religioso del que hace un mixto, por una parte es una conjura contra la soledad, por otra un salvoconducto para hacer las cosas más horribles en nombre del Señor (pp.123 y 124), y creo que esta consideración alcanza su cénit en la frase Dios no es digno de la mayoría de nosotros (p. 178). El segundo vector de despliegue del pensamiento del autor es más complejo, y vendría a colación del primero, en una especie de ¿si no hay Dios entonces qué hay? Cómo explicar la vida sin su creador. ¿Cómo explicar la muerte de los zorros? ¿No abre este hecho acaso un espacio para aquello de lo real de la naturaleza que no podemos explicar, algo imposible de simbolizar de la propia vida y también de la muerte? El logos no alcanza, la palabra evidencia su límite frente a lo real, hay una brecha que no es posible cerrar entre el saber y lo real, el sujeto mismo es un pensamiento pero también un cuerpo. Es muy significativa la presencia casi excesiva de esta naturaleza que nos condena en una prisión. En este sentido podemos pensar de nuevo en la escritura como herramienta, una forma de tramitar algo del orden de lo imposible de soportar.

Antes les insistí en la palabra proceso, porque es lo que más me gusta de todo lo que me gusta esta novela, la experiencia que realiza este personaje y la forma en que está contada, la manera en que la cobardía de la que se acusa y que lo asquea cae como consecuencia de la sacudida que sufre su posición, en realidad lo que lo asquea es su posición de superviviente, y cuando la agujerea para mí se convierte en un héroe, esto no es automático, no ocurre siempre, hay personas que serán víctimas toda su vida con muchos menos argumentos que Brodeck, por su parte él no va a permitir que ese significante haga pasto en él.

Y luego está el amor, bueno, en realidad debemos decir que lo primero fue el amor, como decía el poeta, si no hay nada que permita evitar la muerte, al menos que el amor nos permita soportar la vida, y aquí no hay duda que el amor a Emélia es lo que le permite salir del infierno y regresar a casa, pero también el amor presente en las pequeñas cosas, volver del bosque y despertar a su hija de la siesta con unas frambuesas que tanto le gustan es un acto de amor, o el amor a Fédorine, que por cierto identifiqué con el autor, ella lo sabe todo del personaje Brodeck, más incluso que él mismo, y lo ha traído de otro mundo, podríamos decir, a estas páginas. El amor también es el denominador de esta relación, amor presente por todos lados, y eso mismo me parece un desafío, ¿cómo es posible en un personaje así que tenga cabida tanto amor? Desafío, por ejemplo, a todo un tipo de creencias encarnadas en esas psicoterapias que desconocen de manera supina al sujeto, y que no se cansan de promover que si alguien tiene, por ejemplo, una infancia dura, o una circunstancia terrible, no puede aspirar a creer en el amor, o no será capaz de ser un padre cariñoso que trae a su hija unas frambuesas.

Me guardo algunas cosas para que las debatamos, sólo quiero decirles para terminar que Brodeck se opuso a que triunfe lo que siempre triunfa, la ignorancia, por eso también sabe que en la experiencia de redactar el informe no se efectúa un proceso de purificación de su ser, habrá cosas con las que tendrá que vivir toda la vida, y yo pienso como él, cuando sale de su entrevista con el Anderer, que contar es un remedio infalible, siempre y cuando tengamos presente la imposibilidad que resulta inherente a nuestra naturaleza, ahí estamos afectados todos, la inmaculada dignidad de los considerados grandes hombres, y aquellos otros de no tanta estatura, denostados y denigrados, que creen no ser apenas nada, y cuya vida ha sido peor que la de un perro.


Alberto Estévez

martes, 16 de octubre de 2012

El informe de Brodeck. Comentario de Luis Seguí

He leído el libro como una metáfora de la historia de Europa. En lo que narra, está sintetizada la historia de las guerras europeas y de las sucesivas carnicerías humanas que se desarrollaron en el continente, metaforizadas en ese pueblo y sus alrededores. Y llevado a un extremo, podríamos pensar en la historia de Europa en su conjunto, porque ahí está la crueldad, el rechazo al Otro –el personaje que asesinan es el Otro, el extraño—, que también tiene su propia historia horrorosa, su propia cruz encima. Pero eso no importa para los habitantes del pueblo porque, parece que a quien están matando es a sí mismo. Estarían mirando un espejo que no quieren ver, el de la crueldad, el del horror, el del salvajismo, que es la historia de las guerras europeas.



Hay una serie de claves en el libro que nos evocan lo que ocurrió en Alemania y Austria en la época anterior a la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo ahora un comentario de Sigmund Freud en el que dice que Hitler tardó cinco años en convencer al pueblo alemán de que tenía que convertirse en una máquina de matar, en una maquinaria antisemita. En cambio, los austríacos lo consiguieron en unas pocas semanas. Eso indica que el reservorio de odio, de crueldad, de antisemitismo, que había en Austria, estaba esperando ser potenciado. La conjura de los habitantes del pueblo contra el Anderer, refleja ese salvajismo que suele ser como una explosión en un cielo sereno, en el sentido de que un pueblo pacífico, creador de cerdos, maderero, que llevaba una vida rutinaria en las tabernas, de pronto se convierte en un pueblo salvaje, en una máquina asesina donde, además, cada uno cumple su papel.



El alcalde, por supuesto, es el líder natural del pueblo por su riqueza, por el puesto que ocupa. Es el que quema el informe después de dejar trabajar al autor, dando a entender que conviene olvidar, que lo que ha escrito es completamente inútil para todos aquellos que han sido partícipes de la historia, que los pueblos prefieren olvidar. Creo que en este hecho también hay una metáfora de la historia de Europa.


Hace unos días, en alguna intervención que tuve, he hecho un comentario en el que decía que el libro refleja la convicción de que la historia es el lugar donde retorna lo reprimido. Motivo por el cual, cuando se dice que la historia nos enseña, que hemos aprendido de la historia, sin embargo, la historia se repite una y otra vez porque está la pulsión de muerte presente y los hombres no aprenden realmente de la historia. Esto es lo que refleja el libro. Me limito a pensar en lo macro sin pasar por los personajes concretos.


En relación al Anderer y al mismo Brodeck. Pienso que el primero es el Otro peligroso, porque viene de fuera, no se sabe de dónde, ni la amenaza que representa. Pero Brodeck está dentro, es el que puede ser traidor porque “es de los nuestros”. Son dos formas diferentes de riesgo, el Otro que representa al que viene de fuera, y el otro, más peligroso, que nos conoce. Es lo siniestro.
Luis Seguí

Sobre El informe de Brodeck. Comentario de Gustavo Dessal.

Creo que la gran literatura universal puede muy bien recibir con los brazos abiertos a Philipe Claudel, y reconocerlo como un autor excepcional. Entiendo por gran literatura universal  aquella que no solo entretiene, sino que enseña, que abre nuestra visión del mundo, y que por lo tanto se sostiene tanto en la imaginación como en el pensamiento. La gran literatura universal es, en el fondo, una reflexión moral contada con la perífrasis de la ficción. En ese sentido, y dado que la amoralidad es la tendencia que prevalecerá cada vez más en nuestro mundo, una obra como El informe de Brodeck merece un lugar de honor en nuestra tertulia. Por supuesto que no le doy al término “amoralidad” la connotación que suele tener en boca de quienes juzgan el comportamiento de los otros llevándose las manos a la cabeza, o señalándolos con el dedo. Le doy a la palabra su significado literal, es decir, esa ausencia, retirada o abandono de la dimensión moral de las cosas, que se dirimen, se negocian, se manipulan, y se reparten siguiendo una metodología burocrática exclusivamente centrada en la eficacia y el logro de un determinado objetivo, sin que la dimensión moral interfiera en los fines que se persiguen, ni en los medios que se disponen para alcanzarlos. Sobran razones para afirmar que es esta la dirección en la que avanza la realidad contemporánea, y extenderse en ello sería en esta ocasión superfluo. Por ese motivo necesitamos libros como el que hoy comentamos, libros que nos hablen de la vergüenza, una reacción humana que languidece y se extingue, mortalmente herida por la indiferencia que avanza como una marea tóxica.
            La vergüenza y la culpa son los temas esenciales de esta novela, construida alrededor de una metáfora que consigue atrapar uno de los interrogantes más cruciales sobre la naturaleza humana. El mal, pese a los incontables estudios aportados por la filosofía, la teología, la sociología, la psicología social y la antropología, sigue conservando un misterio jamás resuelto por completo. Tampoco Claudel logrará resolverlo, pero al menos acierta a tratarlo con las armas de la poesía, sin ahorrarnos la enorme complejidad del problema, ni la espantosa verdad que nos refleja. Tampoco el psicoanálisis podrá saldar de un modo definitivo las cuentas con el mal, pese a que sus instrumentos conceptuales son poderosos, y se apoyan fielmente en una experiencia que se esfuerza por asumir lo sublime y lo execrable en sus auténticas proporciones. En el mal hay, en última instancia, algo inexplicable, indecible, algo que desborda todos los marcos de análisis, lo cual no es razón para renunciar al esfuerzo de atrapar su lógica y los mecanismos de su causalidad.
            Que Brodeck inicie su confesión proclamando su inocencia, es un comienzo demoledor, puesto que nos prepara para lo que inevitablemente vendrá. No es suficiente con habernos divorciado de la idea de Dios para librarnos de una instancia a la que todos estamos sometidos, tanto las víctimas como los verdugos. Porque incluso los verdugos no actúan jamás en su propio nombre, sino que se autorizan en aquello a lo que sirven: una idea, una misión, un líder. Nadie es lo suficientemente autónomo como para obrar en su propio nombre, aunque así lo crea. Y a pesar de ello, nadie, ni siquiera Brodeck, puede afirmar su absoluta inocencia.
            En la historia del mal, esa historia que Borges recorrió bajo el epígrafe de la infamia universal, existe un punto de inflexión. No sabemos si habrá otro, no es algo que pueda descartarse, pero lo seguro es que el siglo XX conoció uno que cambió definitivamente esa historia, y descubrió para siempre la verdad. Desde la antigüedad hemos sabido  que el ser humano es capaz de cometer las mayores atrocidades, pero siempre hemos creído que tales aberraciones estaban producidas por los instintos salvajes que la civilización no puede jamás extirpar del todo. El siglo XX nos demostró que estábamos equivocados. La más lograda realización del mal no fue el producto de las pulsiones desbocadas, sino el resultado de una obra civilizadora ejemplar, una labor racionalmente diseñada y llevada a cabo sin pasión, sin odio, casi sin implicación afectiva, con el mismo estado de ánimo en el que una comunidad decide poner manos a la obra y ejecutar un proyecto colectivo que requiere esfuerzo, sacrificio, sentido del deber, y sobre todo enormes dosis de racionalidad, como podría ser la eliminación de todas las malas hierbas que crecen en un inmenso territorio.  No es cuestión de lanzar a todo el mundo a tontas y a locas a arrancar hierbajos. Las cosas no se hacen así cuando el objetivo es una limpieza total con el mínimo de gasto y el mayor rendimiento. Es necesario planificar, organizar, economizar, distribuir las fuerzas. Es lo que se llama una burocracia. La burocracia consiste en la capacidad de gestionar una tarea sin que las personas implicadas puedan apreciar el conjunto de la labor, por lo que es preciso convertirlos en meros engranajes de una gigantesca maquinaria, piezas aisladas pero perfectamente ensambladas una a otra. Solo unos pocos tienen conocimiento de la maquinaria en su totalidad, y quienes poseen ese conocimiento se sitúan por lo general a una distancia considerable respecto del objeto que la burocracia gestiona. En el siglo pasado sucedió algo especial, algo que no tuvo antecedentes. Lo nuevo no fue en modo alguno el número de las personas implicadas, aunque dicho número alcanzó un récord desconocido. Lo nuevo fue de índole cualitativa, porque nunca antes la muerte había tomado posesión de la vida bajo los auspicios de la más estricta racionalidad científica. Tan nuevo fue aquello, que todavía la Humanidad no ha podido fabricar la palabra adecuada para nombrarlo, puesto que lo que sucedió tuvo una magnitud que desbordó por completo los límites mismos del lenguaje, y desde entonces se han escrito cientos de miles de páginas, se han filmado centenares de películas, y pintado innumerables cuadros, se han recitado versos y cantado canciones, todo ello en el vano intento de nombrar lo innombrable, porque seguimos sin encontrar esa palabra. Por eso, muy sabiamente, Claudel propone denominar Ereigniës al suceso del que Brodeck tendrá que informar. En ese dialecto que el autor inventa, fraguando términos que combinan el alemán y algunas raíces anglosajonas, Ereigniës significa exactamente “acontecimiento” (Ereignis, en alemán). Dado que el acontecimiento no puede nombrarse, se llamará entonces como tal: acontecimiento. El Ereigniës es el nombre que Philipe Claudel propone para nombrar aquello que no tiene nombre, que nunca lo tendrá, que representa un agujero, ese cráter al que Brodeck le da vueltas todas las noches durante su estancia en el campo, un hiato al que solo podemos rodear con palabras, cientos de miles de millones de palabras que no podrán en ningún caso rellenar el sentido que falta.
            A mi juicio, el gran logro de Claudel no consiste solo en narrar una historia extraordinaria con un lenguaje soberbio, de una densidad poética que conmueve por su delicadeza y a la vez por su terrible brutalidad. Creo que el mayor mérito es haber podido crear una escala, una proporción que permite atrapar al lector sin ponerlo previamente sobre aviso. Lamentablemente, los seres humanos poseemos sentidos precarios y de alcance limitado. Carecemos de la capacidad para percibir las cosas cuando se nos presentan en cantidades abrumadoras. Las grandes cifras, las superficies inmensas, la acumulación a gran escala de datos, circunstancias y acontecimientos, escapan por completo a nuestra comprensión sensible. Se hicieron innumerables películas sobre la Segunda Guerra Mundial y el desembarco de Normandía. El mérito de Spielberg, con su Salvad al soldado Ryan, fue lograr traducir toda la barbarie de la guerra y condensarla en un único soldado. Salvar a ese soldado, uno entre cientos de miles de infelices, se convierte no solo en la aspiración de un comando militar, sino en la esperanza que late en el corazón de cada uno de los espectadores. Debemos salvar a Ryan para salvarnos a nosotros mismos, del mismo modo que al matar al Anderer hemos cometido un crimen contra la Humanidad. Nuestra mezquina naturaleza nos permite entender mejor lo pequeño que lo grande. La magnitud del firmamento y la de la barbarie acaban por anestesiar nuestros sentidos, y nos sentimos más próximos a la muerte de un niño que a la tragedia que roba la vida de miles. Es probable que Claudel haya pensado en eso al condensar el acontecimiento en la historia de una pequeña aldea, y al convertir el exterminio de millones de seres en el asesinato de uno solo.
            El ser humano es extraño. Participa constantemente en un agotador combate entre la memoria y el olvido. Necesita perentoriamente ambas cosas: recordar y olvidar, dejar constancia de sus actos, de su presencia en el mundo, y a la vez borrar sus huellas, apartarse de su historia. Sufre una división crónica entre la afirmación y el repudio de sí mismo, y se ve arrastrado por ese empuje que lo condena a la repetición, incluso cuando cree cabalgar en la ola del progreso y la superación de los errores. El ser humano es un animal curioso que, con la inmensa diversidad de sus posibilidades, en el fondo acaba por hacer siempre lo mismo.
            La esencia es el Informe. Es absolutamente fundamental que el Acontecimiento quede circunscripto en un orden. Está claro que ninguna autoridad real presentará una reclamación por lo sucedido, ni exigirá una rendición de cuentas, ni pedirá una investigación. Uno de los aspectos más apasionantes del Holocausto, si se consigue suspender por un momento el impacto emocional que provoca su conocimiento, es el hecho de que en ningún momento se abandonó la racionalidad, ni se perdió de vista la necesidad de que el proyecto se llevase a cabo procurando en todo momento mantener a raya cualquier clase de pasión humana, a excepción de la absoluta alienación al sentimiento del deber y el orgullo de servir a una causa superior. Todo debía ser perfectamente documentado, registrado, contabilizado y asentado en números, cifras, cálculos, presupuestos y balances. El alcalde Orschwir no puede permitir que lo sucedido se pierda en la deriva del rumor, o se evapore como si se tratara de una mala resaca de la que uno se deshace con el paso de las horas. Por supuesto, no lo mueve el afán de la verdad, ni el deseo de establecer las responsabilidades correspondientes y en consecuencia hacer justicia. Orschwir es el alcalde, y tiene plena conciencia de su deber simbólico. Su único propósito es que el Acontecimiento quede atestiguado en la legitimidad de las normas burocráticas, cuyo sentido es por completo ajeno a la dimensión moral de la verdad. En realidad, el informe de Brodeck se descompone en dos partes: una, la que se oculta a la luz de la razón pública, y otra la que el protagonista dará a ver. Sobre esta última el autor no nos proporciona la más mínima información. Brodeck disocia su escritura, compone un informe oficial, una falsa memoria despojada de toda consecuencia (al punto de que puede desaparecer en las llamas sin que nada cambie), y una memoria oficiosa cuyo destinatario no es nadie, sino la verdad misma como lugar donde algo de la dignidad humana pueda preservarse a pesar de todo.
            Este desdoblamiento de la memoria tiene su correlato en un doble retorno: primero es Brodeck el que vuelve del lugar de donde nadie regresa. En un segundo momento, es el Anderer   quien hace su entrada en el pueblo. Ambos comparten algo fundamental: son Fremdër, extraños o extranjeros. Brodeck es un Fremdër que había sido adoptado. La extrañeza de su origen pudo ocultarse durante mucho tiempo en la superficie de la convivencia, y sobre todo en el hecho de que se le adjudicó una humilde función administrativa excéntrica al circuito mercantil del pueblo. Brodeck es el otro al que se conoce, y al que se mantiene debidamente localizado cumpliendo un servicio secundario para la comunidad. El Anderer, en cambio,  es un Gekamdörhin, El que vino de allí. ¿Dónde es allí? No se sabe. Sin duda es otro mundo. Con este otro Fremdër hay un grave problema: es demasiado opaco, no se conoce su nombre ni su oficio, ni el lugar de donde viene, ni cuál es su misión. Esconde mucho más de lo que muestra. Es evidente que Claudel ha fundido aquí dos acontecimientos históricos que marcaron para siempre la historia de la Humanidad: la muerte de Cristo, y el exterminio judío. El Anderër es de entrada inquietante, porque se instala en el lugar de un enigma. No quiere nada, no busca nada, no pide nada, a excepción de un cobertizo para sus animales y algo de comida para él, que paga con dinero cuya procedencia se desconoce. ¿Es un dios o un demonio? Sabemos cómo Claudel aprovecha la estructura psicológica y social de los pequeños pueblos, que alimentan su miserable existencia con cualquier circunstancia que pueda alterar el curso agónico del tiempo. ¿Habrá venido el Anderër para recordarles a los hombres su crimen? ¿Acaso no sabe él cuál es el destino que le aguarda, y no será precisamente lo que se propone buscar? En cualquier caso, hará todo lo necesario para caminar por el estrecho filo que divide la fascinación por el semejante y el deseo de su destrucción. Es evidente que los dibujos son mucho más que una exposición de sus habilidades como dibujante, y que el deseo de exhibirlos obedece a un propósito que no es inocente. Si algo han percibido bien esos hombres de vidas terribles es que, desde luego, la visita del Anderër  no es para nada inocente.
            Brodeck y el Anderer son, en última instancia, la misma cosa. Declinadas en la trama de distinto modo, ambas figuras están condenadas a la muerte, la expulsión, el rechazo. Brodeck se marcha por donde vino hace decenas de años, y el Anderer también. Que uno muera y el otro sobreviva, no son más que avatares de algo que está en el corazón de la historia. Ambos encarnan aquello que Zygmunt Bauman describe a propósito del judío como aquel elemento que ha franqueado todos las circunscripciones, clasificaciones, definiciones, fronteras y límites que la modernidad ha impuesto con su implacable maquinaria de emplazamiento. El judío era la abstracción más dotada de esa “opacidad multidimensional y esta misma multidimensionalidad era una incongruencia cognitivamente inasible, ajena a todas las otras.” Lejos de presentarse bajo la figura piadosa del Rostro, esa manifestación del Otro al que según Levinas no puede menos que responderse con el amor gratuito, carente de finalidad alguna, Brodeck y el Anderër se convierten en el Rostro al que no se puede mirar, porque todo aquel que se asome a ese espejo verá lo que debería permanecer oculto. “Los retratos del Anderër resultaban sorprendentes revelaciones que sacaban a la luz las verdades más profundas de la gente. Componían una galería de desollados vivos”,  “...contaban cosas que no convenía contar”. Hacer pedazos los dibujos, incluso reducirlos a cenizas (con toda la connotación que en este contexto posee esta palabra) responde a una acción espontánea, emocional, un signo de la barbarie que puede dominarnos en un acceso de furia, incluso de desesperación. La cremación del informe en el horno del Alcalde es algo muy distinto. Es el resultado de una lógica meditada, planificada y llevada a cabo con los instrumentos de la razón, y no con la intensidad bruta del comportamiento pasional. Nadie odia verdaderamente ni a Brodeck ni al Anderër, y sin embargo ambos serán sacrificados por revelar “verdades que se habían enterrado”.
            Brodeck no debería haber vuelto y el Anderër no tendría que haber llegado, eso es todo. Ninguno de ellos ha venido solo. Cada uno (y en el fondo uno y otro son lo mismo), trae algo consigo. Algo terriblemente peligroso, una materia codiciada e inflamable: eso que se llama la causa del deseo. Aquí debo explicarme un poco, debo recordar que la causa del deseo es algo que enloquece a los hombres, algo que de tanto en tanto, y apremiados por determinadas circunstancias, tienen que entregar en sacrificio para intentar calmar en vano el deseo de los dioses. Como escribe Claudel: “Si las criaturas han podido engendrar el horror es únicamente porque el Creador les ha soplado la receta”. Los hombres no pueden vivir sin amo, ya que para ello se requiere una subversión que muy pocas veces se alcanza. Lo más frecuente, es que el derrocamiento de uno no sea más que el prolegómeno de la instauración de otro. ¿Por qué nuestros protagonistas encarnan la causa del deseo? Porque son inasimilables, porque no son más que la “sustancia episódica” de lo imposible, de lo innombrado, de lo impronunciable. De ellos solo puede decirse “que no son como nosotros”. Pero para que alguien pueda encarnar la causa del deseo, es necesario que esta afirmación se complemente con otra: “hay algo en ellos que es de nosotros”. La tensión entre ambas proposiciones puede mantenerse constante, aliviarse en ciertas circunstancias, o por el contrario desequilibrarse en otras. El horror y la fascinación, el rechazo y la identificación, son polaridades que pueden anudarse o descomponerse. El guardián del perro Brodeck, ese simple funcionario y padre de familia, ignora que la cadena con la que humilla a su prisionero lo mantiene unido a él.
            Claudel es un maestro de la prestidigitación, puesto que construye su relato haciendo surgir a cada paso un giro que derriba el sentido que por todos los medios el lector busca imperiosamente equilibrar. Como los habitantes del pueblo, necesitamos concluir quiénes son los buenos y los malos, los verdugos y las víctimas, los culpables y los inocentes. Y no es que esas distinciones estés ausentes del relato, solo que el autor las retuerce hasta el límite. Brodeck inicia su historia declarando su inocencia, y la concluye confesando su culpa, la culpa de haber decidido vivir. Robar unas gotas de agua supuso “el gran triunfo de nuestros verdugos”, dado que no existe nada más deshumanizante que empujar a un ser humano a no ser otra cosa que el cálculo de su propia conservación.
            La moraleja, como era de esperar, es aquella que ninguno de los innumerables y extraordinarios estudios sobre el mal puede extraer nunca, porque todo análisis basado en el contrapunto indiscutible entre racionalidad y ética se estrella indefectiblemente contra un real, ese real que, como lo expresó en una ocasión Lacan refiriéndose al Holocausto, ninguna teoría basada en las premisas hegeliano marxistas puede en modo alguno siquiera adivinar: que la destrucción del otro no está basada en el “empeño por existir” del individuo, ni siquiera del grupo. El goce, eso que no sirve para nada, y menos aún para la supervivencia, no está directamente emparentado con ninguna locura especial. Vive en el interior de cada uno de nosotros, y lo más sorprendente de todo este cuento, es que sea la razón la que de tanto en tanto lo irrite hasta hacerlo salir de su madriguera.

Gustavo Dessal


El informe de Brodeck. Comentario de Rosa López

Hay muchas cosas que comentar sobre esta extraordinaria y desoladora novela. Estamos ante el horror más absoluto, pero también ante el amor.


Del lado del horror, el libro lo leí en dos etapas, una que llegó a la página 63, ahí lo cerré y no quise saber más. No podía creer lo que contaba. A la vez, sabía que los hechos que contaba podían ser verdad, y no solamente eso, sé que puede haber muchísimo más. Espeluznante la presencia de esa mujer, La Zeilenesseniss, comedora de almas, en la página 63, eligiendo una persona de la fila para ahorcarlo, llevando a cabo todo un ritual en el que esa mujer extremadamente bella, bien oliente, limpia y arreglada, con su bebé en los brazos, daba la orden de que ahorcaran cada día a uno. Ella miraba escrupulosamente todo el proceso de ahorcamiento mientras amamantaba al bebé cantándole qué bello es el mundo, qué bella es la luz del mundo. Como digo, ante tal monstruosidad cerré el libro. Pensaba, cómo se puede llegar a ese refinamiento de lo monstruoso.



Páginas más adelante, concretamente en la 109, vemos cómo muere esa mujer de una manera atroz. Volvió para buscar una medallita que se le había caído al niño, y fue avasallada por las masas de los casi cadáveres que habían sobrevivido y que pasaron por encima de ella. El autor nos dice una cosa que deseo interrogar:


Seguramente no sabía que cuando se abandona el infierno no hay que  volver la vista atrás. Pero en el fondo morir por ignorancia, o morir bajo miles de pisadas de hombre que han recuperado la libertad, viene a ser lo mismo


¿Murió por ignorancia o fue como esos asesinos que tienen que volver a la escena del crimen para de alguna manera hacerse castigar? No lo sé. Es un punto que me interroga.

Estas cuestiones las sitúo del lado de un horror declinado de muchas maneras, aunque considero que ésta figura, la de esta mujer, me superó en mi contexto, en el que puedo soportar las cosas.

Del lado del amor hay escenas de un amor verdadero y cercano. Por ejemplo, el encuentro con la chica, Emélia, que se produce en el teatro. Es el encuentro de dos desamparados que se reconocen inmediatamente en las huellas de su exilio, sin necesidad de contarse nada. Ambos provienen de la misma historia negra y atroz. Es el amor, esa contingencia que hace que dos desamparados se reconozcan, contingencia que, por un instante, hace cesar el dolor de existir. Hay una frase que dice:

Cuando el amor llama a tu puerta, solo queda esa puerta, lo demás desaparece

Otra escena conmovedora es la que nos cuenta en la página 143, cuando Fèdorine le dice a Brodeck que se cuide. En ese momento, él, que es un hombre mucho más alto, la envuelve como si fuera un pajarillo. Esa escena de amor, y la capacidad de amar de esa mujer, resulta conmovedora.


Respecto a Emélia, me parece que lo que muestra esta mujer es que se puede matar de muchas maneras: se puede matar el cuerpo y se puede matar el alma. En ella se produce un asesinato del alma. Nosotros hablamos en términos menos platónicos, hay muerte del sujeto. Y en Emélia, es verdad que queda el cuerpo bellísimo, pero vaciado de sujeto, pues se queda enganchada a cuatro significantes que se repiten como un estribillo. Pero ya no es el sujeto de la palabra. Y me pregunto por el destino de esa chica, para la cual ya no había amor que pudiera restañar la herida. Fédorine la recoge medio muerta, la tiene en los brazos semana tras semana, en un trabajo espectacular. Hay en la novela un detalle, cuando Brodeck guarda las hojas en el cuerpo de Emélia, y nota que ella hace un ligero movimiento. ¿Será capaz de salir de esa muerte subjetiva, o es definitiva?

Quiero ahora detenerme en lo que considero que son dos modalidades de extranjero. Hay una diferencia entre Brodeck y el Anderer, y es que el primero dice que se llama Brodeck una y mil veces. Un nombre que, por otra parte, fue inscrito en una lápida conmemorativa, como si ya estuviera muerto, para, finalmente, borrar la inscripción cuando regresa. Y del lado del Anderer, hay una sabiduría increíble en su periplo. Lo más inquietante de él, además de la imagen estrambótica que tiene, y su ambigüedad, es que no da el nombre. Y cuando se lo piden durante el discurso el alcalde, el Otro no dice nada. Representa muy bien lo innombrable. Dos tipos de Otro, Brodeck, al que se puede nombrar, y el Anderer, innombrable, lo real, al que se le van dando distintos nombres. Quizá podamos confeccionar una lista de los nombres que se le van dando hasta llegar al de “diablo”. Éste último nombre es el más potente. Ninguno hemos concebido bien a Dios, pero al diablo si que le vemos cerca de vez en cuando. Es una diferencia, por eso decimos lo innombrable, lo real.

En el nazismo, por una parte, encontramos la destrucción de los cuerpos en masa. Si no nos fijamos en el uno por uno, es como si nos encontrásemos ante pura chatarra. Pero luego está el discurso que sostiene todo. Una cosa es la Noche de los cristales rotos, y otra cosa es el discurso metódico que utilizó el nazismo y que consistió en el oscurantismo. Dice el autor, en la página 70, que ya no eran individuos, sino una especie.

Hago un pequeño excursus.  Recuerdo a Lázaro Covadlo, un gran escritor y amigo, que estuvo presente en una de las primeras tertulias de Liter-a-tulia. Recomiendo un libro suyo, Conversaciones con el monstruo, donde va coleccionando personas monstruosas. Una de ellas es un tipo que había estado en el campo de concentración,  inmensamente gordo, porque lo único que le había quedado era el hambre infinita. Iba a un sitio y comía cuatro o cinco horas seguidas cada día. Y cada día más gordo. Era pura hambre, a eso se había quedado reducido.

Como decía, nos encontramos con el oscurantismo de siempre: reducirnos a la especie, a lo puramente biológico. En ese sentido, el nazi que aparece en la novela, el único que habla, suelta el apólogo de las mariposas. Esas mariposas tan monas que dejan que otras mariposas se acerquen a ellas, pero luego la supervivencia de la especie domina y deja a las que se acercan como señuelos para que las devoren los pájaros. De eso se trata, de reducir al hombre a la especie.

Hay que denunciar que, parte del discurso científico actual, sigue ese camino. Escuchamos con frecuencia que seguimos siendo como los ñus, que cuando se dice fuego salimos corriendo, o como los monos, o que nuestro ADN es igual que el de las ratas o cerdos, todo ello tratando de reducir lo humano a lo animal. No digo que seamos mejores o perores, simplemente quiero decir que, al igual que en el nazismo, por ese lado se va hacia lo  peor. Con discursos como el de la mariposa, la ciencia nos lleva a eso.  

Rosa López

El informe de Brodeck. Comentario de Silvia Lagouarde

Es verdad que la novela tiene diversas lecturas, la del horror, la del amor, el triunfo de la vida, etc. Estoy de acuerdo en que puede ser tomada como una metáfora del siglo XX en Europa, marcado por las guerras mundiales, sobre todo la segunda. Y pienso que otra de las características sobresalientes de la novela es el triunfo del querer saber sobre la ignorancia.


Pero quería hacer una observación en relación al virtuosismo del escritor al describir a los personajes, por ejemplo, el Anderer, el Otro. Personaje central para comprender el horror, porque tiene que ver con la pregunta que constituye el conflicto humano: ¿de qué goza el Otro?



Los personajes del pueblo están prácticamente alejados del mundo. No quieren saber del Otro. Personajes muy delineados, embarcados en los oficios, el herrero, el maestro, el tabernero, el alcalde, etc. Gente de las que sabemos perfectamente de qué gozan. Pero aparece en este pueblo un personaje que, efectivamente, por las descripciones que hace el autor, de él no solamente no se sabe el nombre, ni nadie lo sabrá jamás, además es un personaje casi mitológico, es un hombre que, por lo que se describe, es un gran gozador, excesivo por su peso, por su manera exagerada de saludar, etc. El pueblo no puede saber respecto de él. No saben de qué goza, no saben qué hace escribiendo todo el día. En otras palabras, no pueden soportar la incógnita de ese goce del Otro.


Cuando empiezan a saber algo del goce de este personaje, se realiza la exposición de pintura. Lo curioso es que él sí logra ver de qué goza cada uno de los habitantes del pueblo, logra ver lo que ellos mismos no quieren saber. Y es ahí cuando se decide el asesinato.


Entonces, lo que plantea este autor es lo terrible. ¿Qué es lo que lleva al sujeto, al ser humano, a no tener ningún tipo de dignidad? Tiene que ver con el horror que nos produce el hecho de no saber de qué goza el Otro. Eso es lo que no puede soportar la subjetividad humana. La novela, y el personaje del Anderer, nos hacen esa pregunta.

Y otra observación, ahora del lado del amor. Noté que en la novela hay pocas mujeres. Cada una la tomo como una metáfora. Fèdorine representa a todas las mujeres que en la historia están a la sombra y, sin embargo, logra, con su sacrificio, abnegación, amor y dedicación, ser la parte buena de la historia. Paradigma de la mujer que siempre ha permanecido exiliada de la historia. Por su parte, Emélia, después de ser violada, pierde toda decisión de querer saber. Me sugiere el intento, por parte del hombre, de que las mujeres solo puedan gozar de la estupidez, del no querer saber nada. Es algo que ocurre también en el Siglo XXI, ese intento de dejar a la  mujer en un lugar cada vez menos significativo, más de muñeca, de estupidez, pero siendo bellísimas. Cuestión de cirugía.

Una cuestión que me resultó encantadora del libro es que Brodeck elige la vida total porque existe el amor. Y ello contradiciendo la idea de que la vida es un castigo, que vivir es un castigo. Así, esta novela muestra, de manera excepcional, el triunfo del amor. Qué más triunfo del amor que reconocer como su hija a esa nena que emerge del horror de la violación histórica que se proyectó siempre sobre todos los marginados.

Y finalmente, creo que la novela contiene un mensaje, y es que no apostemos nunca por la ignorancia, porque lo que salva al ser humano es querer saber. Estamos en este mundo, no nos dobleguemos a la imposición, cada vez más empecinada, que pretende sumirnos en la senda de la ignorancia absoluta.

Silvia Lagouarde

La culpa en El informe de Brodeck. Por Graciela Amorín

Quería decir algo sobre un punto del que no se habló, tres vertientes de la culpa. Respecto a la primera, hay un párrafo en la novela donde se dice que lo peor de ser inocente en medio de culpables, es que se es un culpable entre inocentes. Se es culpable de ser inocente. Es frecuente que lo peor de que a uno le hagan daño, es que eso le va a hacer sentirse culpable, como si tuviese la sensación de que se lo mereciera. El libro comienza diciendo que él no hizo nada. Como que la culpa no es suya, pero sugiriendo que se siente culpable. Es decir, siendo inocente, uno también puede sentirse culpable.  



La otra vertiente de la culpa es una culpa consciente. Brodeck habla de algo que le hace sentir culpable, el hecho de haber precipitado la muerte de una compañera de viaje, en el tren, cuando le quitan el agua. Su compañero no lo soportó y prefirió morir, él, en cambio, siguió adelante.   


Por otro lado, en cuanto al Anderer, pensé que no se sentía culpable. Cuando le mataron al burro y al caballo, gritaba asesinos. En ningún momento parecía sentirse culpable de nada. Era un ser extraño, encarnaba el goce del Otro, goce que no se soporta. Por eso lo matan.
Graciela Amorín

El informe. Comentario de Isabel Cobo

Todo el objeto del libro gira en torno a un informe, y ese informe tiene, además, un objeto explícito. Dice que el objeto del informe es que quienes lo lean puedan comprender y perdonar. Pero como ese informe es destruido, realmente le pasa el testigo al lector, no le permite la indiferencia, le está haciendo cómplice, le está comprometiendo, porque ahora, el único que sabe, después de esa destrucción, es el lector. Es una jugada que me parece interesante. Por un lado es desolador, y por otro deja al lector un protagonismo. Ahora tú sabes. A ver qué haces con eso.

Isabel Cobo

"Un libro íntimo", comentario de Sara Veiras a "El Informe de Brodeck", de Philippe Claudel

“Puede que vivir, seguir viviendo, sea saber que lo real no lo es totalmente,
puede que sea elegir otra realidad cuando la que hemos conocido
adquiere un peso insoportable”. P- 268 


Entre cerdos y perros Brodeck relata, con su propia voz, una historia de hombres y mujeres. La parte que le toca, articulada al amor. 


Cerdos que comen lo que les echen. Hombres que hacen el perro para distraer a los cerdos. Mujeres, entre el amor y la voracidad. 

Brodeck nos informa con palabras que se convierten en cuadros, cuando la verdad pinta el Alma en su hedionda desnudez. 

Recorro a través del libro un paisaje que titulo: “La hermandad del vientre y el corazón unidos”, cruzando dos ejes del relato. 

Intimidado por el reino de los cerdos y al ritmo que late el corazón de un perro asustado, Brodeck nos informa sobre “lo que ha ocurrido” en un día de despertar, mientras confiesa: “Tengo la sensación de que no estoy hecho para mi vida”. 

En el informe de los horrores hay lugar para la “violeta de los barrancos”, que en mi opinión representa a Fedorine. 

La metáfora es el único vehículo capaz de penetrar en los pliegues del Alma humana, inexistente en sí, por inhumana y comedora de otras Almas; y de metáforas se arma Philippe Claudel para atravesar la historia de alguien que “podría no ser nadie o ser todo el mundo”. 

Metáforas que incluyen el viaje con su carreta para huir de la barbarie “que destruye y destapa”; transportar a la familia, esos con quienes se vive o se muere por amor; y reflexionar sobre la grandeza, en su penuria, de los avatares de una existencia individual. 

¿Dónde lleva semejante despliegue? 

“Todo depende de las creencias”, dice el otro al que llaman Anderer. 

Nuestras vidas lucen su lápida a medio borrar. Hay hombres que lo saben y trazan en ella ciertos garabatos con la esperanza de despistar a la muerte y estirar las lindes de su pequeña existencia. Brodeck es uno de ellos hasta que comprende que no hay lector, sólo algún cerdo que traga lo que le echen o algún perro que mueve la cola a cambio de lo que le echen, además de pastores de rebaños que añoran olvidar. 

Cuando Brodeck comprende: no tuve nada que ver / que es su reverso de haberlo visto todo, el paisaje de la hermandad del “vientre y corazón unidos” se borra de sus ojos: “Esta mañana por más que he mirado no he visto nada”. 

Una vez atravesado ese puente queda atrás el tiempo para hablar y llega otro tiempo que es para escuchar. Escuchar la naturaleza. 

En ese momento aparece el zorro. Un zorro que se hace el muerto ante el rebaño que necesita olvidar y que corre delante del carro de quienes, para vivir, son capaces de aceptar que “solo hay partidas, eternas partidas”. 



No sé decir si este libro me ha gustado. En un avance rápido mi tendencia es hacia el no. Se trata de una prosa que no me va. Sin embargo la atraviesa una voz que es como ese río del cual habla Brodeck y junto al que se detiene a oír, fascinado por lo que cuenta. 




Yo también me detengo a oír. 

Intento acompasar mi carreta al murmullo de estas líneas. ¿Qué me dice el autor, de qué me habla realmente? 

La vida de los cerdos y de los perros es bastante obvia, igual que la de los rebaños y sus pastores, y a un escritor con la experiencia de Philippe Claudel no le harían falta doscientas ochenta páginas para hablar de ello. Algo me aburre mientras otra cosa tira de mí… 

Un aire de cuento infantil me rescata con su bosque, sus horrores, su duende y sus animales: “El sastrecillo es muy pobre y vive con su madre, su mujer y su hijita… “. Recibe las tres visitas de la muerte: el campo, la enajenación de su mujer, y la noticia de que tiene una hija que no es suya. 

El sastrecillo sabe hacer cosas hermosas. Cuanto más hermosas, mayor la desgracia. 

El sastrecillo aprende a través de las pérdidas y cuando el Rey le ofrece su recompensa final, dice: “No quiero nada. Soy muy feliz con lo que tengo”. 

“Lo que tienes no es más que una ilusión. ¿De verdad piensas que los sueños son más valiosos que la vida?” 

La ilusión es el relato infantil por excelencia. La historia del sastrecillo es el cuento que Brodeck escuchaba en la voz de Fédorine, que lo alimentó con amor, manzanas y palabras. Una historia que a Brodeck le hacía sentir que el suelo desaparecía bajo sus pies, “que cuanto tenía ante los ojos podía no existir realmente”. 

¿Fue ésta la palanca que lo lanzó a hacer el perro y le permitió sobrevivir? 

Me hago esta pregunta porque considero que Brodeck va un paso por delante. Si entiende que la cosa puede no existir realmente, tiene en sus manos la modulación de su propia existencia. Una interesante ventaja cuando la realidad adquiere un peso insoportable. 

Sí, ese es el murmullo que me envuelve al leer este libro. Hay una voz principal y a través de ella se escucha el pensamiento en el que clava su ancla esa voz: “No hay libro más íntimo. Ese no podrá leerlo nadie. No tendré que esconderlo. Es imposible de encontrar”. 

Ese libro íntimo es el que me retiene. Es el libro dentro del libro, como el Anderer es el hombre dentro del hombre. 

El Anderer encarna esa voz interior. Una voz que sólo puede oír Brodeck, sostenido por el amor de sus tres vidas, y por unos relatos capaces de significar la existencia, dando respuestas humanas a la locura. 

A diferencia de los otros habitantes del pueblo, Brodeck cuenta con un saber: como el zorro hace el muerto mientras no se permite la vida, él hace el perro mientras espera el momento de partir. 

Todo es ilusión pero hay un puente que separa dos territorios: en uno de ellos se come lo que te echan; en el otro, manzanas. 

Para atravesar ese puente sólo hay que subir a una vieja carreta y seguir al zorro, nos sugiere Claudel. Eso ya es un punto de partida: Nada bajo los pies y algo en la cabeza.

Sara Veiras