lunes, 13 de noviembre de 2017

Tertulia 83. El extranjero, de Albert Camus. Comentario de Mario Coll

Buenas tardes. Es un verdadero placer estar, una vez más, con todos vosotros compartiendo letras en una tertulia que es, en definitiva, lo que significa el nombre que enmarca estas reuniones:  Literatulia.  Cuando Miguel y Gustavo  me invitaron a abrir hoy el encuentro, me dieron en el rodal del gusto, que dicen en mi tierra. El extranjero es de esas novelas que iniciaban a uno en una literatura, que voy a llamar diferente, allá por los no tan lejanos años de la adolescencia cuando uno leía desaforadamente todo lo que caía en las manos. El extranjero me dejó huella, quizás por las identificaciones que despertaba ante los prematuros e incomprensibles hastíos frente a la existencia que vivía uno. Pero yendo al turrón, qué puedo decir hoy de esta novela que sigue siendo profundamente actual, a pesar de haberse escrito en 1937 y publicado en 1942.

Se puede decir, en principio, que Dios ni está ni se le espera, por lo menos para Camus. También se puede decir que es deslumbrante por dos razones: por la cantidad de sol que contiene –sólo en la página del crimen en la playa aparece seis veces la palabra “soleil”; es este un denominador constante, el sol y el calor que éste produce. Deslumbrante también porque Meursault no deja de tener algo de iluminado, de desapego budista ante los acontecimientos de la existencia (aunque a veces, desmitificando, me parece un psicópata). El propio Camus hablaba de esos momentos repentinos y fulgurantes (yendo en un taxi, por ejemplo, decía que uno cae en la cuenta, de un modo intenso, de que nada tiene sentido, del absurdo de la vida). Así pues, todo gira alrededor de un sol que, como un dios pagano, parece tener voluntad propia y destruye, entristece o ayuda: y así, derrite el alquitrán cuando tiene lugar el cortejo fúnebre, produce paisajes deprimentes y enceguecedores haciendo la vida difícil y, sobre todo, está detrás del supuesto momento azaroso del asesinato cuando deslumbra a nuestro pied-noir.

En la Poética de Aristóteles se habla de un concepto: la “hamartía”. La hamartía es ese error inconsciente –podríamos añadir nosotros— que va a desatar toda la tragedia que vivirá el héroe.

Edipo no sabe la que se le avecina cuando mata a Layo en el camino a Tebas, ni Paris la que se va liar cuando  seduce a Helena, por poner un par de ejemplos. Meursault, como él mismo termina el capítulo: “Entonces disparé cuatro veces más sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que éste se moviera. Y fue como si cuatro breves golpes llamaran a la puerta de la desgracia”. Pero antes tuvo lugar el momento aristotélico: “Di un paso hacia adelante. Yo sabía que era estúpido; que no me desharía del sol dando un paso. Pero yo  di un paso, un solo paso hacia adelante”. Ese “Pero” es crucial: “Mais je fait un pas, un seul pas en avant”. Así pues, cabe esta lectura pagana, un sol que cual dios pagano opera en la vida de los hombres llevándolos hacia destinos aciagos –tal y como ocurre en la Tragedia griega—, en este caso deslumbrando a un protagonista que incurre en un gravísimo error provocando  todo el  desgraciado desenlace posterior.

Preguntado en una entrevista de Televisión sobre El extranjero, Albert Camus contestó que se podría resumir como la demostración de que la sociedad condena a muerte a quien no llora la muerte de su madre y, por otro lado y en conexión, que el protagonista es víctima de la locura de la imposibilidad de mentir. Meursault no puede expresar aquello que no siente.

Eso dice Camus y, hasta cierto punto, es cierto. A la espera del juicio, el abogado queda horrorizado al escucharle decir: “Sin duda, yo amaba a mamá, pero eso no quiere decir nada.  Todos los seres sanos han deseado más o menos la muerte de aquellos que aman”. Por otra parte, ante momentos que podríamos considerar importantes de su vida, como la posibilidad de un traslado a París o la declaración de  amor de María, él se limita a contestar: “Cela m´est égal” (Me da igual). Esta frase, a modo de mantra, aparecerá en distintas ocasiones a lo largo del texto, sintetizando, a lo Bartleby, la postura existencial de Meursault. Dicha postura se mantiene coherente todo el tiempo con lo diseñado en El mito de Sísifo, texto escrito, por cierto, el mismo año que El extranjero. Leemos en El Mito: “Levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, comida, sueño… y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado al mismo ritmo: este camino se hace cómodamente la mayor parte del tiempo”. Podríamos decir que Camus, en El extranjero, pone imágenes a esta secuencia del Mito. Si la vida es vivida así, a mi modo de ver,  es lógico que uno busque la muerte, consciente o inconscientemente, si es que la muerte se puede buscar conscientemente.

César Vallejo lo dice más líricamente en su poema Considerando en frío, imparcialmente, cuando escribe, hablando del Hombre que lo “único que hace es componerse de días”.

Evocamos a Shakespeare y, por supuesto, a Hamlet y aprovecho esta asociación para entrar en un lugar poco o nada atendido hasta no hace mucho por los que se han acercado la novela.

Hay un término, “spin off”, que desarrolla la crítica literaria anglosajona, para referirse a los personajes o aspectos secundarios de una película o una obra literaria que van cobrando vida propia merced a la escritura de otros autores. Por ejemplo, y he aquí la razón de la asociación, Tom Stoppard hará protagonistas a dos personajes secundarios de Hamlet: Rosencratz y Guildersten, en una obra que lleva precisamente ese título.

Aquí, el spin off lo va a provocar el árabe asesinado. El árabe sin nombre, que quedará tendido en la playa, y cuyo asesinato tiene tan poca importancia que ni siquiera merece que el asesino sea juzgado por él. He aquí lo escandaloso para críticos y escritores postcoloniales argelinos.

Como dice Kamel Daoud en su libro Meursault caso revisado –premio Goncourt— que es a la vez homenaje doloroso a la grandeza de la lengua francesa, y digo doloroso porque critica severamente el trato que da Camus a sus compatriotas: “¿Has visto su forma de escribir? ¡Parece que utilizara el arte del poema para hablar de un disparo! Su mundo es pulcro, cincelado, por la claridad matinal, preciso, nítido, trazado a fuerza de aromas y horizontes. La única sombra es la de los “árabes”, objetos borrosos e incongruentes, venidos de otro tiempo, como fantasmas con un sonido de flauta como única lengua. Desde que murió su madre, este hombre, el asesino, deja de tener país y cae en la ociosidad y el absurdo. Es un Robinson que cree cambiar de destino matando a su Viernes, pero descubre que está atrapado en una isla y se pone a perorar ingeniosamente como un loro complaciente consigo mismo¿Sabes?, su crimen es de una indolencia tan majestuosa que hizo imposible cualquier tentativa de presentar a mi hermano como un mártir (chahid). El mártir llegó mucho tiempo después del asesinato. Entre  tanto, mi hermano se descompuso y el libro tuvo el éxito que ya sabemos. Y, a continuación, todos se afanaron en demostrar que no había sido un asesinato, sino sólo una insolación”.

Es extraño que ni Sartre, a pesar de su compromiso político, ni tantos otros, al hablar de El Extranjero, hicieran alusión a esa relación del pied noir con el árabe gratuitamente asesinado.

Un árabe que aparece 25 veces mencionado como tal, es decir, no hay nombre, al igual que la supuesta hermana a la que éste quiere vengar, que es nombrada como “mora” término a todas luces despectivo. “Cuando me ha dicho el nombre de la mujer, me he dado cuenta de que era una mora”-dice Meursault refiriéndose a lo que le cuenta Raymond de ella. Podemos estar de acuerdo con que aquél no sabe mentir, pero no tiene escrúpulos en participar de un engaño al escribirle la carta trampa al supuesto proxeneta. También aparece el término despectivo cuando María Cardona va a visitarle a la cárcel y se da cuenta de que está rodeada de “mauresques”.

En realidad, sin cuestionar el estilo narrativo, en el que, en palabras de Sartre, nada sobra ni falta, no podemos dejar de decir –por eso la pertinencia de nuestro spin off— que la puesta en escena es una total falacia. No es para nada creíble que un pied-noir sea juzgado, y mucho menos condenado a muerte por la muerte de un árabe en una Argelia ocupada que pagará con un millón y medio de sus hijos la ocupación francesa. Además, el abogado siempre habría podido presentar el caso como un caso de defensa propia fácilmente, y más aún teniendo en cuenta que no hay más testigo que el sol inductor en la escena del crimen.

Si tenemos en cuenta que la población no superaba los diez millones de habitantes, estaríamos hablando de un genocidio –nunca mejor dicho—que diezma  al diez o quince por ciento de esa población. Mientras tanto, Camus habla de árabes, término contra el que se rebela también Daoud. Éste dice: “Es como si al referirnos a franceses o españoles dijéramos siempre blancos o cristianos sin reconocer singularidad alguna”. Más imperdonable teniendo en cuenta que Camus nace y vive en Argelia, con lo cual conoce mucho mejor los registros que puede utilizar para referirse a sus habitantes. Evidentemente, no se juzga a Meursault por matar a un árabe. El crimen es un pretexto para sentarle en un banquillo, pero he ahí lo obsceno del asunto, caminamos despreocupadamente por encima del cadáver del árabe sin nombre.

Escribe Camus tomando al extranjero como paradigma del absurdo: “El hombre absurdo no se suicidará. Él quiere vivir, sin abdicar de ninguna de sus certezas y sin mañana, sin esperanza, sin ilusión, sin resignación tampoco. El hombre absurdo se reafirma en la rebelión. Se fija en la muerte con una atención apasionada y esta fascinación le libera. Conoce la divina responsabilidad del condenado a muerte”. Me gustaría haber tenido la oportunidad de preguntarle a Camus ni no se le pasó por la cabeza que el árabe, a lo mejor, también quería vivir para poder participar de la condición absurda de la vida, y que para ello quizás había que empezar por ponerle un nombre.

Muchas gracias por la atención

Mario Coll

Tertulia 83. El extranjero, de Albert Camus. Comentario de Gustavo Dessal

El extranjero fue publicado en 1942. Veinte años más tarde, Hanna Arendt escribió Eichmann en Jerusalem. Informe sobre la banalidad del mal. A pesar de pertenecer a géneros diferentes (ficción y ensayo respectivamente), ambas obras se copertenecen, y prosiguen la investigación abierta por Kafka: indagar en la naturaleza del mal, del mal que no resulta de una acción impulsiva y desatada, del mal como manifestación de una pasión irrefrenable. No hay malvados en la obra de Kafka. Solo gente que hace su trabajo al servicio de un poder superior que permanece en la sombra y presuntamente encargado de gestionar el orden y el funcionamiento de las cosas. Eso que se llama una burocracia. Meursault no es Eichmann, sin duda. Es mucho más misterioso, pero en cierto modo lo anticipa. Es una versión torpe y más modesta que el modelo Eichmann, que fue un prototipo más avanzado de deshumanización, de pieza en la maquinaria de la muerte a escala industrial. Eichmann se declaraba obediente a órdenes que emanaban de una instancia superior, y a la que se entregaba sin oponer ninguna objeción. Meursault (apellido en cuyas letras está el verbo “meurt”, “muere”) en cambio no parece obedecer a nada ni a nadie. Pero ambos personajes se reúnen en un factor común, que al día de hoy sigue formando parte de los grandes enigmas. Me refiero al problema de la causa. No hay nada en la personalidad de Meursault a lo que pueda atribuirse una causalidad explícita y clara que explique su crimen. Tampoco el informe de Hanna Arendt logra resolver el misterio de Eichmann. Uno de los aspectos en mi opinión más logrados en la novela de Camus es la manera en la que el fiscal argumenta su acusación y convence al jurado: las declamaciones son magníficos ejemplos de oratoria y, al mismo tiempo, resultan totalmente absurdas. Se demuestra la maldad intrínseca del acusado porque llevó a su madre a un asilo. Porque no recordaba su edad. La noche anterior a su entierro fumó y bebió café con leche. No derramó una lágrima. No quiso ver el cadáver. Al día siguiente, de vuelta en su casa, fue al cine a ver una comedia y tuvo un encuentro con una mujer. Hagamos el esfuerzo de imaginación y agrupemos en un conjunto a todos los hombres que han ingresado a su madre en un asilo, que no recordaban su edad, que el día de su muerte fumaron junto a su cadáver, bebieron café con leche, no lloraron ni quisieron ver el cuerpo y, para colmo, al día siguiente fueron al cine y se acostaron con una mujer. Ahora demos un paso más y nombremos a ese conjunto como el Conjunto de Seres Abominables. El ejercicio mental desemboca en algo incongruente.
         
Desde luego, Meursault ha cometido un crimen, ha quitado una vida, pero no es un monstruo ni un ser perverso. Fue precisamente eso lo que atrajo la atención de Hanna Arendt durante el juicio a Eichmann. Ni Camus ni Arendt utilizan estos términos, pero hay algo que tienen en común a la hora de trazar su personaje el primero, y estudiar el suyo la segunda: ninguno de los dos da muestras de gozar del crimen. Añado una observación de Lacan: no sabemos qué es estar vivo. Solo sabemos que un cuerpo vivo goza. No sabemos de qué gozan los cuerpos de Meursault y Eichmann. No sabemos, por tanto, si están vivos. No afirmo que no lo estén. Solo digo que no sabemos de qué gozan.

No voy a entrar en la cuestión psicopatológica. Podría hacerlo, tanto en la novela de Camus como en el informe de Hanna Arendt. La filósofa, como es lógico, no posee los instrumentos clínicos para analizar la presunta normalidad de Eichmann. Solo puede constatar que es alguien que no piensa. No es una persona mala ni buena. Es simplemente una persona que no es. Eichmann se parece mucho a una persona normal porque carece de rasgos patológicos ostensibles, al igual que Meursault. No hay en ellos ni odio ni pasión de ninguna clase. Ambos son, en apariencia, capaces de razonar. Pero a poco que se indague, descubrimos que se trata de un raciocinio particular. Los dos funcionan como mecanismos que están despojados de juicio. Los dos son modelos que adelantan una forma de subjetividad que puede confundirse con la normalidad. Más aún: una forma de subjetividad que puede muy bien convertirse en lo que actualmente se expresa como “the new normal”, algo así como “la nueva normalidad”. Nadie hoy repararía en el detalle de que alguien fume al lado de su madre muerta, o beba café con leche. Y no es que el fiscal se equivoque. Por el contrario, su perspicacia es extraordinaria. Es un clínico magistral, solo que debe sostener con argumentos de contenido banal el hecho de que Meursault puede pasar por una persona corriente, aunque en el fondo haya en él algo que lo distinga de la mayoría de las personas. Y debe apelar a esos argumentos porque, sin duda, no posee los datos que el lector sí tiene acerca de Meursault. El lector sí sabe que Meursault, aunque viva una existencia corriente, es al mismo tiempo alguien que está separado de la vida. Meursault vive en la pura conciencia de sí, y es desde esa conciencia como observa y procesa los datos del mundo. En el interior de esa conciencia está perfectamente resguardado de todo lo que lo rodea. No elige nada, no desea nada, y no proyecta nada. Su voluntad se reduce a aquello que es indispensable para la supervivencia. Es frugal, medido, no destaca, no tiene opiniones ni convicciones fuertes de ninguna clase. Se adapta a todo, incluso a la celda en la que será recluido. La costumbre es un elemento de orientación. Tiene un deseo sexual por Silvie, es cierto, pero ese deseo es a la vez algo insustancial. Ni siquiera podemos aferrarnos al deseo bajo la modalidad homosexual que en varios momentos se sugiere en la atmósfera de los diálogos entre el personaje y los otros protagonistas masculinos.

No es posible evitar la tentación de ahondar en la relación de Meursault con su madre. El dato fundamental es el hecho de que la única mención a lo que la unía a ella sea el siguiente: “Después del almuerzo, deambulé por el apartamento. Era cómodo cuando mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y tuve que trasladar la mesa del comedor a mi cuarto. Vivo solo en ese cuarto, entre las sillas de enea un poco encorvadas, el armario en el que amarillea la vajilla, la mesilla y la cama de bronce. El resto está sumido en el abandono”. Presumimos que la vida exterior de Meursault no ha cambiado desde que su madre ingresó en el asilo. Sin embargo, algo fundamental cambió en la casa. Meursault se exilió a su cuarto, y el resto del territorio se convirtió en un desierto deshabitado. Desde la perspectiva del sujeto, podríamos decir que Meursault está cautivo en sí, y es al mismo tiempo ese desierto deshabitado. Meursault deshabita el mundo. Es allí un extranjero, pero uno que no puede darse cuenta de su extranjeridad, puesto que todo le resulta perfectamente comprensible. Solo en escasos momentos, en los que es espectador de su propio juicio, experimenta momentos fugaces de perplejidad. Pero rápidamente se repone y recobra el sentimiento de que todo aquello que lo rodea sigue un curso perfectamente trazado y una lógica a la que no cabe oponerse. Sólo lo veremos despertar a cierta forma de humanidad hacia el final, ese glorioso final que le da Camus al relato, en el encuentro de Meursault con el confesor. Por primera vez vemos al protagonista esgrimir un argumento. Por primera vez percibimos en él un atisbo de afecto, de pasión, de energía, con la que se opone vivamente a toda reconciliación con la idea de Dios. Es el único momento en el que defiende con ardor una idea, una convicción, una toma de partido. No a Dios. No quiere ser rescatado, ni salvado, ni perdonado. No está dispuesto a llamar “Padre” al confesor. Meursault es el hombre que no cree en el padre.
         
En ese sentido, Camus anticipó al sujeto contemporáneo y, como corresponde a  los grandes genios, fue un auténtico visionario.
                                                                  
Gustavo Dessal

Tertulia 83. El extranjero, de Albert Camus. Comentario de Miguel Alonso

La novela de Camus, El extranjero, nos permite traspasar los límites de lo que, a primera vista, se nos presenta como el territorio de especulación moral de una sociedad mojigata. Y es que la llamativa posición del protagonista Meursault –que es como una gota de aceite en el mar de esa moralidad— solicita indagar las profundas implicaciones que ella sugiere para adentrarnos en territorios muy fecundos relativos a la estructura del sujeto.

Dos planos diferenciados y contrapuestos, el del indolente Meursault por un lado, y un abigarrado plano moral que atraviesa la novela desde el anuncio de la muerte de la madre hasta la condena por el tribunal. Y lo que se nos impone no es la división entre ambos, ni siquiera la fractura, pues para ello sería necesario que en alguna ocasión estuviesen unidos. Lo que se nos impone verdaderamente es la falta de articulación, la imposibilidad de articulación que se produce entre esos dos planos. Insisto, no hay entre ellos ninguna posibilidad de articulación en una unidad indisoluble, y ello porque Meursault es, simplemente, una alegoría de aquello que no puede ser reducido por el plano moral, es lo que queda como resto del esfuerzo por reducir todo lo humano al régimen legal, religioso o científico. Algo se sustrae, y eso es lo que simboliza Meursault.  

Más allá de la atmósfera realista que pudiéramos derivar de esos lugares comunes, las amistades, los vecinos, los amores, los paseos por la playa, las instituciones, etc., etc., también puede leerse la novela de Camus, repito, como una alegoría. Porque hay algo etéreo en la novela, algo que no acaba de adquirir la consistencia de los objetos del mundo y que puede tener que ver más con una idea necesariamente abstracta. Me refiero al tedio, al aburrimiento, no de los objetos del mundo, sino un tedio del vacío del ser, del agujero, de la ausencia, de la nada, o como queramos llamarlo. Y esas ideas es lo que, a mi modo de ver, viene a simbolizar Meursault. Desde nuestro lugar simbólico podríamos pensar que Meursault tiene una relación extraña con los objetos del mundo. Lo que ocurre es que no podemos plantear que Meursault no esté en el mundo de los objetos, creo que sería más acertado decir que él es El Objeto del mundo, así con mayúsculas.

Los primeros capítulos de la novela sugieren ciertas similitudes de nuestro personaje con Bartleby el escribiente de Melville, quizá no en su absoluta radicalidad, pero en lugar del “preferiría no hacerlo”, Meursault podría decir: “tanto me da” o “me da igual”. Diría que es la página blanca sobre la que se escriben, únicamente, monosílabos lacónicos, o sintagmas que parecen serlo de ese tedio profundo del que hablaba en el párrafo anterior: “nunca respondía directamente”, “no me gusta”, “me levanté sin decir nada”, “por hacer algo”, “no me acuerdo de nada”, “nada dije”, “me daba igual”, “a mí me daba lo mismo”, “no había esperado nada en absoluto”, “me sentí un poco aburrido”, “no tenía ambición”, “no quería”, “no sabía”, “Respondí que no me parecía nada”, “no respondí”, “me callaba”, “no sé” “nadie puede saber”, “nunca se sabe”, “pensé que debía cenar”, “nada tenía que añadir”, “no se cambia nunca de vida”, etc., etc.

Todas estas frases vienen a señalar que, cuando me refiero al tedio, al aburrimiento, lo que sugiere Meursault no es un cansancio de las cosas, un cansancio del mundo, sino un tedio que tiene que ver con una alusión a ese agujero infinito del ser, indiferente al sentido de lo humano. Meursault parece acoplar todo su mundo, y su mismo cuerpo, a la forma indefinida de ese agujero, hasta el punto de confundirse con él en ese tedio que ni se ocupa de los objetos, que le son indiferentes, que no le afectan. Por eso Meursault es el mismo tedio, no de la conciencia, sino del ser y, por tanto, el objeto, la Cosa.

Para Meursault, las cuestiones morales, las convenciones, el amor, etc., etc., no son siquiera adornos superfluos. Es como si hubiera nacido fuera de las palabras, lo cual implica que no puede entrar en las instituciones humanas. En este sentido, poco puede importarle la sentencia de muerte, porque nunca estuvo vivo, pues estar vivo supone vivir en un mundo de palabras y de instituciones.

Tomado en el sentido alegórico que estoy planteando, cuál sería el auténtico estatuto de Meursault. ¿Está sujeto Meursault al lenguaje? ¿Es un sujeto de la culpa? ¿Existe en él un auténtico desarraigo, como en todo sujeto, que le haga imprescindible la recurrencia al Otro? ¿Opera en él el deseo? ¿Opera la ley?  

Diría que, como sujeto, uno siempre tiene una opinión sobre lo que está bien o mal, hasta dónde se puede llegar o dónde hay que parar cuando se está ante un hecho concreto. Y lo cierto es que, por ejemplo, cuando su amigo le pide ser cómplice en el maltrato a su amante, uno tiene la impresión de que Meursault puede hacer cualquier cosa que se le pida, independientemente de la consideración moral que merezca el hecho. Sería igual que le pidiese la complicidad en el mal como en el bien. Lo mismo ocurre en el asesinato del “árabe”, pues no apreciamos ahí animadversión, ni odio, ni siquiera surge algún afecto, sino que el asesinato, más bien parece un movimiento involuntario surgido del mismo cuerpo. Es un pasaje al acto que no parece determinado por un sujeto del inconsciente. Es decir, todo sugiere que no encontramos en él un límite simbólico o legal ante los acontecimientos. Y eso no es ser sujeto.

Insisto, desde el lugar de la alegoría, encuentro a Meursault más próximo al objeto, en el sentido  de que se sitúa en una identificación con la zona irrespirable de lo humano. En este sentido, podemos evocar una cita de Jacques Lacan cuando, en el Seminario 7, refiriéndose al aburrimiento, lo plantea como: “respuesta del ser ante el acercamiento de un centro incandescente o de cero absoluto que es psíquicamente irrespirable(J. Lacan. Seminario 7) Y, verdaderamente, Meursault parece acercarse sobremanera a ese cero absoluto.

Irrespirable para quién. Para las instituciones. Meursault representa para la institución religiosa, para la judicial, para la social, ese cero absoluto, ese objeto malo, irrespirable, ese objeto que hay que destruir a toda costa. Y ello puede ser así porque, considerando los dos planos de los que hablaba al comienzo, Meursault representa, para la moral, para la religión, para la educación, no un personaje que haya llegado racionalmente a asumir un vacío existencialista. Es que no tuvo que hacer siquiera ese tránsito, porque Meursault es, para la moral, un objeto malo, el mismo sinsentido. Él sería la misma forclusión del sentido al identificarse con el vacío del ser, con “el objeto”. 

Es evidente que para lo institucional, para todo el entramado simbólico de una sociedad, sea mojigata o no lo sea, Meursault es un agujero central que cuestiona el saber instituido. Así se presenta ante el juez religioso y ante el juez legal. Y lo potente es que el mismo párroco llega a vacilar ante ese cuestionamiento, lo cual sugiere que ningún saber instituido es capaz de coser todos los rotos que un tedio tan absoluto, central y radical, como el de Meursault, provoca en el entramado simbólico.

En este sentido, la moral que circula por la novela de Camus viene a mostrarse como esa autoridad que viene a taponar la ausencia que simboliza Meursault, esa autoridad que trata de detener la hemorragia que amenaza con dejar vacío el sentido de lo humano.

En otras palabras, la novela de Camus hay que inscribirla más allá de cualquier tratamiento moral. Traspasa la crítica sobre ese Otro moral que juzga y que carga de culpa a lo humano. Bien dice Meursault cuando dice: “no es culpa mía”. Porque Camus no nos sitúa ante el hombre de la culpa ni de la religión. Es claro que ninguna moral, ninguna religión, puede rectificar esa posición que simboliza nuestro singular Bartleby. Si acaso, lo que hace Camus en El extranjero es contraponer dos de las instancias que conforman lo humano, lo simbólico –de lo cual son guardianes las instituciones— y lo real, es decir, ese cero absoluto en el que parece moverse Meursault como pez en el agua.

Y si en el comienzo hacía referencia a la imposibilidad de articulación entre ambas, no es porque esas dos instancias no puedan vivir en el mismo personaje o en la misma institución. Todo lo contrario. Más bien, la moraleja que podemos extraer es que en el mismo centro de la institución simbólica, así como en el centro del sujeto, hay algo indecible, extraño, ajeno, extranjero, pero demasiado íntimo. Y la buena Literatura ha de proceder en contra de la ley para enseñarnos, de forma radical, nuestra zona de incandescencia como la verdad de lo humano. Y esa verdad es lo que nos hace padecer, aquello por lo que sufrimos: nuestro cero absoluto, el cero absoluto que simboliza Meursault.

Miguel Alonso 












viernes, 13 de octubre de 2017

Tertulia 82. Un secreto, de Philippe Grimbert. Comentario de Rosa López

Esta historia comienza con una paradoja y un malentendido: “Aun siendo hijo único, durante largo tiempo he tenido un hermano

Se trata de una suerte de oxímoron que se esclarece inmediatamente mediante el sentido común al cobrar el término “hermano” un carácter puramente imaginario. Esto es algo bastante corriente que los niños inventen un amigo o un hermano que les acompaña continuamente, con el que hablan y se pelean, sin que esto tenga un carácter de locura alucinatoria. Por el contrario, cumple la función de establecer una pareja imaginaria que representa a la vez al rival y al ideal. En el protagonista de esta historia se ve claramente ambas cosas, el hermano imaginado es un yo ideal que compensa del sentimiento de empequeñecimiento del propio yo y a la vez es el rival con el que se pelea cada noche.

Ahora bien, lo extraordinario de esta narración biográfica es que no se trata de un hermano imaginario sino de un hermano real. Y digo real en el sentido común del término y también en el sentido lacaniano. El hermano imaginado existió en la realidad de los hechos y al mismo tiempo tiene un estatuto real en tanto es lo no dicho, un agujero en la significación familiar y algo que retorna siempre al mismo lugar.

Ese agujero está completamente tapado, obturado. En el plano de las palabras por el secreto (lo que no se dice) y en el de las imágenes por esos cuerpos tallados atléticamente a los que parece no faltarles nada. ¿Dónde está, entonces, el agujero? En el propio cuerpo del niño que actúa como narrador. En asa depresión en el centro de su ser, el hueco en el pecho. Algo que tiene que ver con la manera en que este sujeto fue concebido por el deseo culpable de sus progenitores y la carga que eso supone.  

En cuanto a ese deseo de los padres que hizo tanto daño no podemos juzgarlo sin recordar lo que Freud descubrió y es el hecho de el deseo inconsciente es indestructible, excéntrico, inconveniente, inoportuno en ocasiones (el flechazo se produjo en el momento mismo de la boda), pero con una potencia inexorable. Veamos cómo lo vive Tania. Dice en la página 101: Por primera vez experimenta una atracción en la que no entran en juego ni la estima ni el cariño”.

¿Qué es, entonces, lo que se pone en juego?: visiones concretas, el contraste entre el bronceado del cuello y la blancura de la camisa, la línea de sus hombros o las venas salientes de sus antebrazos. Es a esto lo que los psicoanalistas llamamos el objeto causa del deseo, esos pequeños detalles que provocan una pasión desconocida  “una tensión extenuante" que cambia al sujeto. Eso lo vemos en Tania, quien a partir de ese encuentro deja de dibujar figurines vaporosos e ideales, para tomar posesión a través del dibujo de ese cuerpo rotundo de Maxime, y entonces: descubre que posee un estilo, un vigor en el trazo que hasta entonces ignoraba”.

Tenemos una historia sobre la fuerza del deseo en medio de la pulsión de muerte generalizada (la segunda guerra mundial). Es algo extraordinario ver como esto es muy común, la intrincación entre Eros y Tánatos hace que en medio de la muerte subsista el deseo, el amor, la procreación, pero la potencia de Tánatos puede ser más fuerte y  producir consecuencias trágicas.

¿Cómo juzgar el silencio que cayó sobre Hannan y Simone? La novela nos dice que se puede callar por temor, pero que también se puede callar por amor.

Hubo cosas que fueron calladas por amor (el acto suicida de Hannan) hubo otras que se mantuvieron en secreto por temor, Máxime y Tania taparon el desgarro mediante un tratamiento de su propio cuerpo que les llevó al nivel de la perfección, de la completud, a dibujar la figura ideal como reverso de sus orígenes no arios. La castración que quiere evitarse les retorna en ese hijo que es enclenque y malformado. Solo cuando empieza aparecer la falta en los padres, “las grietas que habían aparecido en su perfección" el hijo empieza a fortalecerse y sus huecos se rellenaban. Es de una lógica implacable.
La verdad os hará libres, podríamos decir. Es esto lo que le ocurre al protagonista cuando Louise, con gran acierto, desvela el secreto.

El acto suicida y, en cierto modo, filicida de Hannan nos recuerda a Medea que en su venganza por la infidelidad de Japón llega a destruir a sus propios hijos, aunque ella no se suicida. Parece que Medea es más fuerte que Hanna, pero en la tragedia de Eurípides también se la ve desarbolada cuando pierde al marido en manos de otra y se nos muestra en un estado lamentable: “ella yace sin comer, abandonando su cuerpo a los dolores, consumiéndose día tras día entre lágrimas, desde que se ha dado cuenta del ultraje que ha recibido de su esposo (...) y cual piedra u ola marina oye los consuelos de sus amigos”.

El acto de una “verdadera mujer” es prescindir, desprenderse de los más precioso, su hijo, su propia vida, con tal de producir el en otro un agujero que nunca podrá completarse.

Lacan dice que Jasón se olvidó que tras la madre está la mujer. Y advierte que la mano femenina que ayuda al hombre en algún momento de la vida, es la misma mano que lo puede castrar cuando el cambia de objeto de deseo. Hay algo de lo femenino que escapa a la razón fálica, por eso ante una contingencia de la vida, la exigencia femenina de la castración puede emparentarse con la locura.


Rosa López

Tertulia 82. Un secreto, de Philippe Grimbert. Por Gustavo Dessal

El arte verdadero no necesita mil páginas para decir algo. Con muy pocas, y empleando frases lanzadas como flechas, se ha construido esta pequeña pieza maestra. Una obra perfecta, un trabajo de orfebrería donde todas las partes encajan con absoluto dominio del relato. Lo primero que me gustaría destacar es el contraste radical entre dos formas de concebir lo humano. Una es aquella que la mayoría de los medios informativos, académicos e intelectuales, movida por oscuros intereses, disemina constantemente: esa falsa ciencia según la cual el movimiento de una vida responde a una serie de automatismos que combinan las órdenes genéticas con las reacciones conductuales aprendidas. La otra, representada por la aproximación poética, y que coincide con el espíritu del psicoanálisis, que piensa la vida como una historia que ha comenzado a escribirse mucho antes de que su protagonista advenga a la existencia. Una historia en la que confluyen los deseos de quienes nos han precedido, las palabras pronunciadas y también las que no se dijeron, toda esa trama con la que se ha tejido el manto simbólico que habrá de envolvernos, en la que no habrán de faltar asimismo las mentiras. Los padres heredan el pecado de los padres, se enseña en el Eclesiastés.
         
Esta es una historia autobiográfica que se compone de dos partes. La primera es el restablecimiento de una verdad silenciada, aunque no por ello menos presente en la vida de sus protagonistas. La segunda es el intento ficciones de reintegrar esa verdad en el contexto de una reconstrucción que solo puede apoyarse en la legitimidad de la conjetura. En otras palabras: la segunda parte de la novela procurar rellenar las lagunas de la verdad cuyo sello se ha logrado romper en la primera parte. La historia de un hombre o de una mujer es la confluencia de varios hilos narrativos que también mueven a los otros significativos que participan. Los miembros de esta historia han sellado un pacto de silencio que los ha condenado. Aquellos que han sobrevivido no están mucho más vivos que los que fueron aniquilados. Los supervivientes han pagado por su pecado, y por la complicidad convenida para ocultarlo. Los asesinos han ejecutado la primera muerte. Los supervivientes de esta historia han cometido la segunda, y el protagonista y autor de la novela hubo de llevar a cabo una dolorosa y valiente travesía para rescatarse a sí mismo de aquella terrible herencia: los hijos heredan el pecado de los padres. Al mismo tiempo, es notable su esfuerzo por salvar la memoria de los pecadores.
         
Múltiples son los temas y las líneas que se trazan en el relato. Así, por tomar un ejemplo, vemos cómo el cuerpo constituye una hilo conductor de la narración. La sombra de la muerte ha caído sobre el cuerpo infantil de Philippe, quien a su vez da vida imaginaria al hermano muerto. Cuando la verdad comienza a saberse, se le plantea al protagonista un terrible dilema. Su cuerpo hundido y cadavérico comienza a liberarse de del peso del hermano innombrado, pero a la vez esta metamorfosis traerá una consecuencia inevitable: para vivir, es preciso devolver este hermano al reino de los muertos. En el otro extremo, tenemos el cuerpo de los padres, que se afanan en perseguir el ideal de belleza que -paradójicamente- coincide con el de los asesinos. Al punto de que el padre de Philippe se entrega de forma compulsiva a convertirse en una figura escultural tras la que pueda esconder sus orígenes. Pero ya sabemos lo que sucede cuando alguien elige el camino de abandonar por completo los lazos que lo unen a su raíz inaugural.
         
El otro aspecto que recibe un magistral tratamiento es el tema de la mirada. Me atrevería a formular que la historia que Philippe reconstruye se basa enteramente en una compleja red de miradas. Las miradas en las que que quedan fijados sus padres en el encuentro inicial, la mirada de Hanna, testigo mudo de ese instante, las miradas en la escalofriante escena donde las mujeres se reúnen en el bar antes de cruzar la frontera, y en la que se produce el desenlace fatal. Miradas sin palabras, y a las que el autor les añade las suyas para devolver la continuidad del discurso silenciado y crear las condiciones de un duelo que ha quedado interrumpido, y en el que todos están prisioneros.
         
La historia de amor de sus padres se construye sobre el fondo de un deseo de muerte, puesto que la mirada en la que se funden decreta de manera inconsciente la muerte de Robert y Hanna, convertidos en obstáculos que se interponen en aquel instante. La muerte real de ambos, así como la de Simón, es cometida por los asesinos. Pero para Philippe es otra muerte la que cuenta, y que habrá de definir toda su existencia. Es de esa muerte de la que necesita absolver a sus padres, en especial a su padre. La paradoja es que al perdonarlo, le da asimismo la libertad de elegir la muerte. Maxime, al conocer que la verdad se sabe, elige arrojarse por la ventana abrazado al despojo de Tania.
         
La historia de la infamia, esa que Borges declaró universal, encuentra en esta novela un ejemplo más que se suma a la serie infinita.
                                                                              

Gustavo Dessal

Tertulia 82. Un secreto, de Philippe Grimbert. Comentario de Miguel Alonso


“¿Cómo olvidarse de los niños, sombras sin sepultura, humo flotando sobre tierras hostiles? En aquel cementerio, mantenido con amor por la hija de quien había regalado a Simón una ida sin regreso al fin del mundo, se me ocurrió la idea de escribir este libro. En sus páginas reposaría la herida que yo nunca había podido restañar” (Grimbert 2005: 154)

Una novela que, con carácter general, y antes de entrar en su esencia, puede servir muy bien para señalar algo que no deberíamos de olvidar jamás: la historia. Hay una pregunta en la página 87 en la que merece detenerse al menos mínimamente: “¿Cabe imaginar que ese universo –el de la familia feliz— se tambalee y se torne hostil? ¿Cabe imaginar que esos bondadosos adultos se conviertan un día en sus perseguidores, lo empujen de malos modos, lo arrojen a un vagón lleno de paja, lo separen de Hannah?” (Grimbert 2005: 87). Pues sí, cabe imaginarlo. Y es que si una enseñanza podemos extraer de esta novela es la vulnerabilidad de los seres humanos, tanto en el plano histórico como en el subjetivo. Vulnerabilidad ante algo que está siempre al acecho, la repetición en la que se satisface el terror y la muerte. Es el sadismo que se complace, por ejemplo, y como bien muestra Philippe Grimbert, en el redoblamiento de la muerte, es decir, la eliminación física y la eliminación simbólica de las víctimas a las cuales se les niega una sepultura. “La labor de destrucción emprendida por los verdugos proseguía soterrada” (Grimbert 2005: 18). Entre otras cuestiones, la reparación de esa segunda muerte, la simbólica, conduce el recorrido en el que se involucra nuestro protagonista mientras camina hacia su secreto, o lo que es lo mismo, hacia su verdad.   

Philippe Grimbert escribe algo parecido a un fluir de conciencia dramático en el que, claramente, establece el tiempo de la verdad, es decir, ese tiempo de espera que la verdad necesita para realizarse. Desde el comienzo, con esa presentación imaginaria y fantástica de su hermano, ya se sugiere, con la escritura de la palabra enigma, que detrás de ese mundo fantástico y pleno que construyó inicialmente para darse una consistencia vital y salvar las incertidumbres que le venían del mundo, hay toda una historia por reconstruir, una historia por restituir. El protagonista, poco a poco, paso a paso, palabra tras palabra, hito a hito, va desmenuzando ese enigma y tomando posiciones decididas frente a las verdades parciales que va descubriendo. 

Las fantasías que abren el relato sugieren un primer enigma fundamental: saber el lugar que, como niño, ocupó en el deseo de los padres. Desde ahí, ese mundo fantasmático con el hermano, así como las creencias respecto a la relación con sus padres –ser hijo único y objeto de su amor— se nos revelan como pantallas defensivas que construyó para velar, aunque de forma muy tenue, su historia inconsciente. Digo de forma tenue porque, curiosamente y no por casualidad, adivina los rasgos de su hermano muerto con los que alimenta sus fantasías. Y no sólo los rasgos, también el nombre, pues Sim no es más que la abreviatura del auténtico nombre, Simón. Pero además, todo el rato, ya desde el descubrimiento del peluche, y por los rasgos personales que nos señala en relación a los padres, nos está insinuando un mundo soterrado que le precedió y del cual, sin saberlo, se hace cargo. Esto sería lo mismo que decir que posee un saber que no sabe que sabe. Es como si conociera la verdad desde siempre, pero necesita el resorte preciso para ponerse en marcha hacia ella, y necesita también su tiempo para hacerse con ella, para que ese mundo fantástico que construyó y le ayudaron a construir para defenderlo del terror, no se venga abajo de repente y lo aplaste.

Digo: un saber que no sabe que sabe. Y esto es lo curioso. Al respecto, podemos preguntarnos, qué misterio insondable conecta la vida trágica de una saga, la de sus padres, con la vida de un hijo sobreprotegido en relación a la tragedia que vivieron. Qué misterio insondable le conmina a hacerse cargo de una historia, la de sus padres, que permanecía en silencio, en el ocultamiento, precisamente para protegerlo. ¿Qué es lo que hace que un hijo herede la culpa de los padres? “Con frecuencia, culpable sin motivo, retrasaba el momento de sumirme en el sueño” (Grimbert 2005: 14).

Porque parece claro que algo en el niño intuye la historia, heredando el sufrimiento y las culpas de los padres: “Ropas, olores, un perro de peluche… y pensamientos culpables cuyo peso soportaría yo” (Grimbert 2005: 127). En este sentido, creo que Un secreto ilustra a la perfección como venimos a ocupar un lugar enigmático en el deseo del Otro, cómo somos hablados antes de venir al mundo, incluso como el mundo de los padres, aunque se escuden en el silencio, nos envía inexorablemente murmullos de una verdad que, no sólo no podemos soslayar, sino que nos atrapa para que nos hagamos cargo de ella e, incluso, responsables de ella.

Lo interesante es ver cómo, de repente, la verdad deja de ser un runrún enigmático para iniciar su recorrido en el protagonista. Digo de repente, porque la verdad sólo se pone en marcha a partir de una ruptura, justo en el momento en que se quiebra su fantasía infantil, esa ideología fantasmática que había sido una protección vital hasta el momento en que el protagonista observa, en la película, los cuerpos de los judíos masacrados en el campo de concentración.

¿Qué es lo que nos enseña Philippe Grimbert en su obra autobiográfica? Que si no consigue hacer la distinción entre vivos y muertos le resultaría complicado justificar su pasado, así como dirigirse hacia la construcción de un futuro propio. Es decir, mientras el hermano no reciba una sepultura digna, no dejará de morar entre los vivos. Y esto es importante en una vertiente. Hay algo de Antígona en el autor. No encontramos el aspecto sacrificial, pero sí el hecho de que no descansa hasta darle una sepultura simbólica a su hermano muerto. Mientras eso no  ocurre, insisto, su hermano estará demasiado vivo ejerciendo su influencia en la vida de todos los protagonistas. Grimbert lucha por contradecir la ley de ese destino, la de la locura nazi, que amenaza ser eterna para su familia, la ley que condena a la muerte real y a la muerte simbólica. El autor, como dije, no se dirige a la muerte como Antígona, pero sostiene su deseo decidido de dar una sepultura simbólica a su hermano. Y es hermoso que, definitivamente, su hermano descanse en el mundo que es paradigma de lo simbólico, las páginas de un libro.

¿Cómo situar las fantasías de la primera página? Digo las fantasías porque son dos. Una, por supuesto, la creación de un hermano, un verdadero sustento vital porque “mi hermano me ayudó a superar mis miedos” (Grimbert 2005: 20). Pero hay otra fundamental por la ideología que contiene, y es creerse el único en el deseo de padres, es decir, “el único objeto de amor, el tierno  motivo de desvelos de mis padres” (Grimbert 2005: 13), “Quería creer que era el orgullo de mi padre” (Grimbert 2005: 13). Queda bien claro para nosotros, como lectores, que no era el único en el deseo de los padres, y el protagonista nos hace dudar sobre el orgullo que su padre sentía por él.

Algo se nos revela de entrada, y es que las dos son pantallas que encubren una historia que está perturbando la vida de todos, pero seguro, la de nuestro protagonista. Nos lo señala cuando nos informa de que: “sin embargo dormía mal, agitado por pesadillas” (Grimbert 2005: 13). Es lo que decíamos anteriormente, posee un saber que no sabe que sabe, un saber escondido detrás de todo ese mundo fantasmático que construyo para sí.

Por un lado, esas fantasías son construcciones simbólicas que se proporciona el mismo protagonista ante la falta de respuestas, podemos decir, ante lo que intuye como una inconsistencia del Otro familiar constituido por el padre y la madre. “Ignoraba a quién se dirigían las lágrimas que atravesaban mi almohada y se perdían en la noche” (Grimbert 2005: 14). Sobre todo la construcción de hijo único en el deseo de los padres tiene la característica de los sueños infantiles, es decir, la plena realización de los deseos.

Con estas fantasías, Grimbert señala la imperiosa necesidad que los seres humanos tenemos de construir historias. Y es su decisión por la verdad lo que le va a permitir ver qué sentido tenía ese pasado fantasmático así como la posibilidad de construir un futuro, o lo que es lo mismo, una historia más propia. Lo cual nos hace pensar en una diferenciación de las historias, esas primeras fantasías como puras defensas, pero también está la historia que va elaborando, restituyendo el pasado, un pasado que, como el mismo señala, no tiene por qué ser totalmente verídico, pues hay lagunas que sólo puede llenar de forma imaginaria, pero historia finalmente consistente.  

Y en último lugar, el protagonista sugiere también la absoluta necesidad que tiene el ser humano de construir un vínculo simbólico, diría transferencial, incluso amoroso. “Necesitaba a alguien con quien compartir mis lágrimas” (Grimbert 2005: 14). En este sentido, es necesario resaltar el papel fundamental que cumple la amiga Louise una vez que se rompen las fantasías para situarlo en la senda de la verdad. A ella podría aplicarle nuestro protagonista dos sentencias millerianas: “El amor se dirige a aquel que, pensamos, conoce nuestra verdad y nos ayuda a encontrarla soportable” / “Amamos a aquel que responde a nuestra pregunta: ¿Quién soy yo?” (Hanna War. Entrevista a Jacques-Alain Miller). Y si bien la amiga no responde a esa pregunta de forma directa, es indudable que le ofrece al protagonista las huellas sobre las que ha de caminar en pos de su verdad.

Y para finalizar, algo importante encontramos en esa pregunta acerca del lugar que vino a ocupar en el deseo de sus padres. Y es que vemos como, en algún sentido, ese hijo se conforma como síntoma de los padres en tanto su existencia se constituye como el silencio que oculta el deseo de aquellos; también porque viene a encarnar en su cuerpo la decepción del padre, algo que se muestra en su debilidad corporal (es curioso cómo va rellenando sus agujeros corporales a medida que va restituyendo su historia); en otras palabras, en principio, él mismo sugiere que vendría a ocupar el lugar del hermano muerto, vendría a establecer una reparación allí donde el padre experimenta una carencia, pero su cuerpo no alcanza para estar a la altura que, supuestamente, se le requiere; y es síntoma en tanto viene a constituirse como un enigma que encierra el significado del Otro paterno.

Ignoraba que por encima de mi torso estrecho, de mis piernas delgaduchas, mi padre lo contemplaba a él. Veía en mi a aquel hijo, su proyecto de estatua su sueño interrumpido. Al nacer yo, fue a Simón a quien depositaron de nuevo en sus brazos, al sueño de un niño a quien iba a formar a su semejanza. No a mí, balbuceo de vida, bosquejo del que no emergía ningún rasgo reconocible. ¿Pudo disimular su decepción ante mi madre? ¿Fue capaz de esbozar una sonrisa enternecida al contemplarme?(Grimbert 2005: 72-3).


Miguel Alonso

Nuevo ciclo de tertulias- Año 10. Curso 2017-18. Tertulia 82

                             LITER-a-TULIA
                                 
                                                                Tertulia 82

Queridos tertulianos: Es un enorme placer convocaros para este nuevo año de tertulias. Os anunciamos lo siguiente: 

- Cambio de sede: Este año nuestras tertulias tendrán lugar en Restaurante Anthony's Place, Calle de Sandoval 16, muy próximo a los metros de San Bernardo, Bilbao, Quevedo. También tienen parada próxima los autobuses 3, 21, 147, 149.
 

 - Este año dedicaremos el curso de tertulias a “Las grandes letras francesas”. Leeremos obras de Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Michel Houellebecq, etc. Comenzaremos el día 6 de Octubre, primer viernes del mes, a las 6 de la tarde. En esta ocasión disertaremos sobre la novela Un secreto, de Philippe Grimbert.

Tertulia 82

Relato: Un secreto, de Philippe Grimbert
Lugar: Restaurante Anthony`s Place. C/Sandoval 16

Día: 6 de Octubre 2017

Entrada libre y gratuita

martes, 21 de marzo de 2017

Presentación en Madrid del libro MUJERES DE PALABRA: Género y narración oral en voz femenina.

Presentación del libro: MUJERES DE PALABRA: Género y narración oral en voz femenina.

Imagen muñeca

Marina Sanfilippo
Helena Guzmán
Ana Zamorano
(Coordinadoras)

Intervienen:

Ricardo Mairal. Vicerrector e Profesorado de la UNED

Julio Neira. Decano de la Facultad de Filología de la UNED

Teresa San Segundo. Directora del Centro de Estudios de Género de la UNED

Marina Sanfilippo. Coordinadora del Seminario Permanente sobre Literatura y Mujer de la UNED, y una de las coordinadoras del libro

Narradoras de l Asociación Madrileña de Naración Oral (MANO) cerrarán la exposición con una sesión de cuentos.

30 DE MARZO DE 2017, A LAS 19 HORAS

Salón de Actos del C.A. de Madrid "Escuelas Pías"

C/Tribulete, 14 Madrid

lunes, 6 de marzo de 2017

Tertulia 77. La marca en la pared, de Virginia Wolf. Comentario de Gustavo Dessal

Existe un fenómeno psíquico patológico que se conoce como “mentismo”. Para entenderlo, imaginemos que el pensamiento supuestamente normal consiste en una sucesión de ideas, palabras, imágenes, que se suceden unas tras otras siguiendo un cierto hilo conductor, una suerte de orientación argumental, aunque en muchas ocasiones eso que denominamos “sentido” se difumina, se extravía, se difracta, se interna por bifurcaciones inesperadas, se oscurece y vuelve a recobrar su claridad, todo ello siguiendo una temporalidad que creemos obediente a los mandos de nuestra consciencia. Sin duda, es una descripción no demasiado fiel a la realidad, puesto que la inestabilidad del pensamiento, su antojadizo capricho, no suele parecerse demasiado a lo que acabo de explicar.
         
Ahora imaginemos que el pensamiento se liberase de los frágiles asideros que mantienen un mínimo de coherencia, y llevado por su propia inercia cobrase una aceleración tal que las ideas, las palabras y las imágenes, los conceptos, los recuerdos y las cosas se abalanzasen en tropel, enredándose unos con otros, entrechocándose, desbocados, hasta descomponerse en fragmentos inconexos, dispersos, insumisos al orden del discurso. Eso es lo que se conoce como mentismo, y lo hallamos en ciertos momentos iniciales de la esquizofrenia, del automatismo mental, o de los estados de grave intoxicación por consumo de sustancias. Desde la escritura automática de los surrealistas, o el flujo de conciencia con que el que experimentaron Virginia Woolf y algunos miembros del llamado “grupo de Bloomsbury”, la creación artística de comienzos del siglo XX no tardó en sufrir el impacto que supuso el descubrimiento de Freud, el inconsciente como ese discurso en segundo plano que actúa en el escenario de los sueños y dirige otros fenómenos psíquicos. Más aún, el psicoanálisis ha sido posiblemente el factor más decisivo en el surgimiento de las vanguardias artísticas. El inconsciente, y en particular  la neurosis como inherente a la condición humana, dio carta de ciudadanía a todos los movimientos que se sintieron autorizados a romper con la norma, con el canon establecido, puesto que fue Freud quien por primera vez en la historia le confirió toda la dignidad al síntoma, como expresión de aquello que desacomoda el orden de lo establecido. Lacan avanzó incluso un poco más, inspirado en la obra de James Joyce, y elevó hasta su extremo el fenómeno del mentismo y otras alteraciones del lenguaje propias de la locura, sirviéndose de ellos para imaginar la hipótesis de que en el origen, y antes de que el lenguaje constituya un orden de sentido y significación, existe un estado mucho más primario, una suerte de magma fónico donde el significado es aún crepuscular, pero ya interviene apoderándose del cuerpo del cuerpo viviente del ser humano, lo invade, lo parasita, y deja en él esas primeras larvas que se infiltrarán en el curso de la vida.
         
Por ese motivo, y con independencia de toda remisión biográfica a la demostrada patología mental de Virginia Woolf, elijo señalar en ese cuento el curso de una lógica que puede rastrearse en la estela del aparente sinsentido. Esa lógica, cuyo desarrollo exigiría un recorrido muy largo, en mi lectura no parte de la perspectiva del narrador que observa la marca, sino de la marca misma, que asume la función de une especie de mancha en la escena de la habitación. Me parece importante destacar el hecho de que la marca irrumpe, se introduce de modo súbito en el campo de la visión como un objeto nuevo, una presencia inédita e irreconocible. Es alrededor de esa alteración de la familiaridad del espacio que el pensamiento acude, como los anticuerpos que rodean a un ser cuya existencia ha sido detectada y reconocida como ajena al sistema. Podría ser la marca de un clavo, un clavo que ya no está, es decir, la marca en la pared sería en ese caso una presencia que evoca una ausencia: la de los antiguos moradores. Cuando habitamos una casa no solemos pensar que en ella otras vidas han pasado, y que de algún modo persisten como antiguos fantasmas invisibles. Pero para ser la marca de un clavo, la huella que ha dejado es demasiado grande, lo suficiente como para despertar el sentimiento de cuánto se pierde en una vida, cuánto se pierde incluso misteriosamente. “Cuán accidental es nuestro vivir”, piensa la mujer que piensa. Nacemos despojados de todo, y el transcurso de la existencia nos arrebata lo que hemos atesorado, hasta arrojarnos finalmente a la desnudez inicial.
         
Pero existe una segunda posibilidad, que se impone sobre la primera: que la marca no sea el resultado de una falta, sino por el contrario una simple mancha, lisa como la propia pared. Una mancha que activa otra clase de pensamientos. Una mancha lisa permite reflexionar sobre el hecho de que tal vez el orden y la armonía del mundo, tal como queda debida y normativamente establecidos en el Almanaque Whitaker, bien podrían ser una apariencia vacía que se descompone tan pronto como dejamos de creer en ella.
         
Aunque -por qué no- podríamos considerar que la marca, no siendo un agujero, tampoco sea una simple mancha lisa, sino algo que sobresale, que tiene volumen, que excede la superficie de la imagen, que se proyecta levemente hacia afuera, un pequeño promontorio, una tumba o castro en miniatura, testimonio de algo que, habiendo estado enterrado durante siglos, milenios o la eternidad, ahora se asoma, como todo aquello que creíamos desaparecido para siempre, como ese fenómeno que en pintura se denomina “pentimento”, el aflorar en la pintura de un cuadro de una antigua pincelada o dibujo que había quedado oculto bajo sucesivas capas ulteriores.
         
Clavo, pétalo de rosa o agujero, la marca en la pared es en cualquier caso una tabla a la que asirse en el mar, en el flujo indetenible de las aguas del pensamiento. Abrazar con fuerza ese misterioso e indefinido objeto es como pisar la solidez de la tierra, es como alcanzar la inmortalidad del árbol, cuya madera se prolonga en los objetos que habrán de poblar el mundo. Clavo, mancha, agujero, túmulo, cada posibilidad ordena, clasifica, distribuye y enmarca lo real del pensamiento fugitivo que ha perdido el freno.
         
Por cierto, era un caracol. En inglés se dice snail. Tan solo una letra más que la palabra nail, que significa clavo…
                                                                       

Gustavo Dessal

Tertulia 77. La marca en la pared, de Virginia Wolf. Comentario de Rosa López

El gran descubrimiento de Freud es que la realidad objetiva no interesa tanto como la realidad subjetiva, la única que existe para el sujeto de la palabra. Otra manera de decirlo es que la verdad tiene estructura de ficción.   Por eso a la narradora  no le vale la pena levantarse a comprobar qué esa marca en la pared sino que es mucho más tranquilizante  entregarse a la asociación libre: “carbones ardiendo=una fantasía repetitiva que se le impone de manera mecánica desde su infancia y de la que logra zafar con la visión de la marca.
A partir de aquí el relato es el despliegue de las asociaciones que se van tejiendo a propósito de la presencia de la marca en la pared

La asociación libre en torno a los objetos. La narradora se apoya en ese pequeño incidente de la mancha en la pared para internarse en una cadena asociativa pre consciente que se inicia alrededor de ese objeto nuevo y va derivando hacia derroteros que en algunos momentos alcanzan un tono poético, como una suerte de prosa poética o de poesía en prosa. Están los objetos que se dejan para cambiarlos por otros (como hicieron los antiguos propietarios de la casa) están los objetos perdidos misteriosamente que pueden enumerarse y que demuestran “Cuan poco dominio tenemos sobre nuestras posesiones cuan accidental es nuestro vivir”. Esta última asociación la conduce directamente al interrogante sobre el sentido de la vida

Una comparación sobre lo que es la vida

 “En realidad, si se quiere comparar la vida a algo, debe compararse a que la lancen a una por el túnel del metro a cincuenta millas por hora, para acabar en el otro extremo, sin siquiera una horquilla en el pelo.

Me gusta mucho esta metáfora sobre el sin sentido de la vida. Sin sentido del que necesitamos defendernos a través de nuestras creencias (a las que ella llama certezas) y de los objetos de los que nos rodeamos. Pero, a fin de cuentas, la vida es, como dice nuestra narradora: ser lanzada por un túnel a toda velocidad y acabar sin siquiera una horquilla en el pelo, tan desnuda y despojada de objetos como se llega al mundo. Criticamos la relación que tenemos con los objetos, el consumismo o el coleccionismo, pero hay que reconocer que el ser hablante necesita mantener una relación con los objetos más allá de que estrictamente no sean necesarios para su supervivencia. No son los objetos de la necesidad los que cuentas, sino los objetos del deseo. Los objetos nos acompañan durante la vida, son símbolos de momentos o de relaciones o de lugares, de recuerdos, de pruebas de amor. Ser lanzada desnuda a los pies de Dios es el colmo del nuestra condición original de desamparo somos arrojados a un mundo que se mueve a toda velocidad sin orden ni concierto en un devenir de perpetuo destrozo y reparación, todo tan al azar y tan sin sentido

Frente a la rapidez que caracterizan la vida la lentitud de después de la vida, un volver a nacer como el primero día: indefensa, sin habla, sin centrar la vista

Para tranquilizarse, para huir de los hechos la narradora se entrega al goce del fluir de los pensamientos, el deslizamiento de una idea a otra que puede llevar a un tipo como Shakespeare a escribir una noche de verano simplemente estando sentado en un sillón frente a la chimenea y dejándose traspasar por la lluvia de ideas. Pero Shakespeare escribe, a veces, dramas históricos, algo aburrido que no le interesa nada. La historia, ya lo decía Lacan es un intento de dar sentido a lo que no lo tiene.

De Shakespeare pasa a los llamados “pensamientos de prestigio”, los más agradables, y nos pone un ejemplo en el que se alude a la historia (Carlos I) desde lo más alejado de los acontecimientos, de los hechos, desde una flor

“Cuando el espejo se rompe, la imagen desaparece, y la romántica figura, rodeada de un bosque de verdes profundidades, deja de existir, y sólo queda la cáscara de aquella persona que es lo que los demás ven, ¡y cuan sofocante, superficial, pelado y abrupto se vuelve el mundo! Un mundo en el que no se puede vivir”.

Aquí está el meollo dramático de este relato, la narradora parece que ha pasado por la experiencia de una descomposición de la propia imagen, una ruptura del sentimiento de que somos un yo y que el mundo tiene un contorno conocido que lo hace habitable. Cuando el espeso se rompe y la imagen sobre la que sostenemos la realidad desaparece el mundo ya no es habitable y el sujeto tiene un terrible sentimiento de vacío quedando reducido a una cascara hueca. A esto lo llamamos regresión típica al estadio del espejo si se trata de la psicosis y angustia de manera más general. La angustia que se produce cuando la escena del mundo se descompone, ¿Cuál es la función de un buen novelista? revelar, mostrar, sacar a la luz los entresijos de la subjetividad humana y no tanto contar historias basadas en hechos reales (en el doble sentido del término: real y de reyes) que ya tendríamos que dar por sabidos.

De las generalizaciones solo se puede extraer un saber establecido, común, aburrido, acorde a la norma, costumbrista, que nos hacen pasar por equivalente a la verdad, pero que precisamente solo sirve para enmascararla y alejarse de la verdad que importa. La verdad del sujeto, algo que no admite que generalizaciones, que solo puede declinarse en su particularidad, pero que sin embargo nos puede alcanzar e interpelar en lo más íntimo

El escritor deber tirar a la basura las normas patriarcales, los almanaques de las buenas costumbres, los lugares establecidos y hacer surgir ese margen de libertad ilegitima al que alude la autora.
La marca en la pared sirve para poner un punto final a los pensamientos desagradables, para evitar que surja el enfurecimiento o la destrucción de la paz. Es como una tabla de salvación
La presencia del otro, representante de la realidad (la guerra, nada menos) produce una basta conmoción de la materia, todo se desvanece, se cae.

Notas:

-    Por una parte está la rapidez vertiginosa con la que fluye la vida humana y el pensamiento, por otra las imágenes estáticas,  la rigidez, le lentitud de la naturaleza cuya expresión máxima es el caracol
-    La autora hace varias alusiones irónicas al almanaque de Whitaker que es una publicación nacida en el año y que tiene una frecuencia anual, en ella se establece el orden social de la Inglaterra de las tradiciones. El almanaque es una metáfora del orden patriarcal que establece un marco preciso que regula la existencia humana, pero deja fuera del marco algunas cosas: las mujeres, por ejemplo, es una metáfora del patrón masculino. La narradora plantea un cuestionamiento total de este orden y hasta del sentido de la existencia mismo.

Rosa López