jueves, 8 de diciembre de 2016

Tertulia 74. ¿A dónde vas? ¿Dónde has estado?, de Joyce Carol Oates. Comentario de Gustavo Dessal

Joyce Carol Oates dedicó a Bob Dylan este cuento, escrito en 1966. El crítico literario Rob Davidson, de la Universidad de Purdue en Indiana, experto en la poesía de Dylan, le preguntó directamente a la autora el motivo, y ella le respondió que había escrito ese cuento luego de escuchar “It's All Over Now, Baby Blue” (“Todo se acabó, Chica Triste”), un tema grabado en 1965. Según Davidson, hay par de versos decisivos que explícitamente se reflejan en el cuento:
                                      The vagabond who's rapping at your door
                                      Is standing in the clothes that you oncewore

         Su traducción aproximada sería:

                                      El vagabundo que golpea tu puerta
                                      Está de pie, con la ropa que alguna vez usaste

         Davidson sugiere algunas conexiones más entre el cuento y otros temas de Dylan, pero no voy a entrar en ello, porque son conjeturas interesantes (las he revisado) pero exceden el propósito de nuestra tertulia. No obstante, hay una observación de este crítico que sí vale la pena mencionar, y es el papel que la música cumple en el relato. La música está todo el tiempo presente, es el sonido de fondo de la historia, podríamos decir: en la salida al centro comercial, en el restaurante, la música que Connie escucha en su casa cuando decide no acompañar al resto de su familia a la barbacoa, y por supuesto la música que suena en la radio que Ellie, el colega de Arnold Friend, lleva en la mano. La música como ingrediente hipnótico, la música como algo que puede ser también el vehículo del mal. Davidson se apresura a aclarar que no es eso lo que Carol Oates piensa sobre Dylan, sino todo lo contrario. La dedicatoria sugiere que la música de Dylan “es el antídoto contra el veneno”.
         Creo que podríamos ocupar horas interminables con este cuento, tal vez más que con muchas novelas, tal es el grado de profundidad y la variedad de los temas que aquí vamos a encontrar. Solo a partir de este relato podría organizarse un seminario completo sobre algunos aspectos de la femineidad. Me encanta particularmente el modo en que se nos introduce de inmediato en la situación, y qué escasez de medios y de palabras emplea la autora para trazarnos un perfil prácticamente completo de la protagonista, una adolescente de quince años como tantas otras, una chica que se busca a sí misma en la mirada de los otros, y a la que su madre no parece caerle del todo bien, posiblemente porque le recuerda demasiado su propio pasado de mujer. Una adolescente que está de lleno en lo que se está cuando se tienen quince años, el mundo es una infinita oferta de estímulos excitantes, el cuerpo es una fruta abierta y olorosa, las olas baten contra la rompiente del sexo, y la familia y los adultos en general se convierten en algo hostil, inadecuado para contener la onda expansiva de la bomba que acaba de estallar.
         Yo suelo decir, medio en broma pero bastante en serio, que no creo en Dios pero estoy convencido de la existencia del demonio. Denle a la figura del demonio la significación que más os plazca. Me da igual. Existe. Si hay suerte, uno no se topa con él jamás, pero puede ocurrir que sí, que eso acontezca. Cuando sucede, entonces no hay salvación alguna.
         Este relato es eso: la historia de un encuentro. Se trata de algo fortuito, es una contingencia, no está tramado en el destino. Un encuentro, un encuentro de verdad, un encuentro que va a cambiar una vida, es siempre algo que desborda los límites del entendimiento, es una experiencia que no tiene retroceso. Y a veces resulta mortal. Un encuentro no es del orden del acontecimiento pasivo. Un encuentro se produce cuando uno se deja caer en los brazos de lo real. Por más que lo real lo tome a uno desprevenido, siempre vamos a descubrir que no se vuelve necesariamente traumático sino a condición de que uno entre allí de cierta manera, que no es cualquiera. Y lo real entra en Connie por dos vías simultáneas y complementarias, que conforman el núcleo del cuento: la mirada y la voz. Se trata de un relato eminentemente visual. Vemos el mundo de Connie a través de sus ojos, vemos el destello del mundo, vemos su brillo cegador. Todo el argumento está perfectamente construido para darnos a entender que detrás del espectáculo de esa realidad fascinante y embriagadora, hay una mirada escondida. Está claramente dicho: ella sube al coche de Eddie, dejando a su amiga en el centro comercial, “y en el camino Connie no pudo evitar que sus ojos se paseasen por los parabrisas y los rostros que la rodeaban, y su cara relucía de un gozo que nada tenía que ver con Eddie ni siquiera con el sitio; debía de ser la música. Se encogió de hombros, absorbió en su aliento el puro placer de estar viva, y justo en ese momento divisó un rostro apenas unos metros del de ella”. Todavía no lo sabemos los lectores, tampoco lo sabe Connie, o tal vez sí, lo sabe sin saberlo, es una posibilidad a debatir, lo que significa esa coincidencia entre “el puro placer de estar viva”, y la aparición de esa cara. Vamos a necesitar algunas pocas páginas más para entender que el final se acaba de anunciar. Pero ya estamos de lleno en el asunto. La mirada y la voz. Hay un término que se repite dos veces, solo dos, pero  que merece  destacarse: “slit”. Significa “raja, hendidura”, y como verbo quiere decir “cortar”. Carol Oates lo emplea de un modo singular, en un sentido figurado: “to slit the eyes”, algo así como “entrecerrar o entornar los ojos”, o sea, convertirlos en dos hendiduras. Primero en el instante de la aparición. “Connie  lo miró con los ojos entornados y apartó la vista, pero no pudo evitar darse la vuelta para volver a mirarlo”. Es algo muy sutil, un recurso de alguien que conoce muy bien su oficio: en ese “no pudo evitar”, está contenida la esencia del relato. Por eso digo que uno no se deja tomar por lo real de cualquier manera.
         La palabrita reaparece hacia el final. “Él -refiriéndose a Arnold Friend- esbozó una sonrisa tan ancha que sus ojos se convirtieron en hendiduras [“slits”]. El corte, la raja, la hendidura, son distintas maneras de nombrar una misma cosa: el inconsciente como desgarro, como abertura que deja paso a otra escena, a una realidad imperceptible para  los sentidos.
         El coche es dorado. Dorado como los sueños de toda chica de quince años, incluso aunque se presente conducido por alguien que sin ninguna duda es inconveniente. Connie lo sabe. Por eso duda al principio, porque trata durante un rato de que la razón se imponga. Pero el sujeto nunca es razonable. Ese es el motivo por el cual toda esa basura y charlatanería de la autoayuda y la búsqueda de la felicidad es el credo al que nuestra época adhiere aunque resulte una estafa, y la gente se asombre de que una mujer se deje arrastrar hacia aquello que va a llevarla a la perdición, cuando es precisamente esa perdición lo que a ella le interesa. Porque al sujeto humano lo que más le interesa no es la felicidad. Incluso aunque la busque frenéticamente. Cuando más frenéticamente la busque, más seguro es de que hará lo que menos le convenga. En materia de amor, de sexo, de satisfacción, los seres humanos no suelen inclinarse hacia lo conveniente. Al menos no suelen inclinarse a lo que vulgarmente entendemos por eso. Tal vez sea necesario darle una alcance distinto al término “conveniencia”. Entonces podríamos ponernos de acuerdo. Sí, elegimos lo que conviene, siempre y cuando distingamos cuál es el sujeto al que esa elección le resulta conveniente. No es la persona, no es el sujeto razonante, no es el individuo que piensa. Porque Connie no es idiota, incluso está a punto de coger el teléfono y llamar a la policía. Pero sucumbe. Sucumbe a la voz. No es algo que le suceda solo a ella. Le pasa a mucha gente. Resulta notable el poder que una voz puede tener. Eso no tiene nada que ver con lo que se dice. Porque Arnold no dice nada interesante, salvo que lo sabe todo. No tiene el don de la adivinación. La acción transcurre en un lugar donde todos conocen a todos, y las tribus locales se transmiten la información. Arnold se ha encargado de informarse sobre aquello que le interesa en esa ocasión. Y le habla a Connie. No importa lo que le dice. Importa cómo lo dice. Importa el hecho de que no va a intentar convencerla de que salga, sino que va a hacerle sentir que ha llegado su hora. Que pude intentar lo que quiera, pero que ha llegado su hora. Él ha venido para llevarla. Ni siquiera va a emplear la violencia. Todos hemos visto esa famosa puerta mosquitero que hay en las casas sencillas americanas, esa puerta a la que se derriba de una simple patada. Pero Arnold sabe que no habrá necesidad de hacer eso. Su poder está en la voz, y en la mirada, pero sobre todo en la voz. La autora ha sabido elegir muy bien el momento del día en el que se desarrolla el desenlaces. A plena luz. El sol es deslumbrante, y las gafas espejadas de Arnold Friend la reflejan a ella. Como al principio del cuento. Ella se mira en el espejo de la mirada del Otro. No voy a detenerme en las frases, construidas magistralmente para hacernos sentir todos los matices de la voz de Arnold. Su voz es un rayo que va a doblegar toda voluntad, toda resistencia. Vemos eso todos los días. En las noticias. En la vida cotidiana. Una voz puede poner de rodillas a una mujer, también a un hombre, por supuesto, incluso a una nación entera.
         Ahora sabemos que, justamente en el instante que Connie aspira con todas sus fuerzas “el puro placer de estar viva”, su suerte está echada. Acaba de morir.

Gustavo Dessal

                                                                           

Tertulia 74. ¿A dónde vas? ¿Dónde has estado?, de Joyce Carol Oates. Comentario de Miguel Alonso

Joyce Carol Oates es una narradora excepcional. Pero su lectura me divide de una forma absoluta. En sus relatos, pareciera percibir todos los detalles visibles, todos los objetos, todos los afectos, y escribirlos con el lenguaje y la palabra justa para situarlos con suavidad sobre el texto. De esa manera, las estridencias parecieran acoplarse de una forma perfecta, lógica y comprensiva, a ese fluir de un lenguaje sencillo, natural, y sin grandes giros retóricos. Los deseos, los afectos terribles, las contradicciones, las perversiones personales o sociales, lo que no funciona en las relaciones humanas, el mal como categoría, etc., etc., todas esas disonancias no son fáciles de escuchar, pues se acoplan a los acordes de la melodía como si formasen acordes perfectos. Parece pertinente la metáfora musical, y sobre todo la disonancia, cuando Joyce Carol sitúa a Bob Dylan encabezando el relato. Y es ese acorde con apariencia de perfección al que hago referencia el que me divide, pues procuro no ser incauto, e intuyo que ante tanta perfección es necesario aguzar el oído. Veremos entonces que no todo está tan acoplado, no todo es tan perfecto, por supuesto que hay algo circulando por detrás de la simpleza, por supuesto que hay algo oculto que es necesario sacar a la luz. Sentí eso cuando leí bastantes cuentos de una compilación que me había sugerido Gustavo Dessal, y lo siento ahora, afrontando ¿A dónde vas? ¿Dónde has estado?

Agucemos pues el oído para escuchar esa disonancia dentro de tanto acorde que, a simple oído, parecieran perfectos. Por ejemplo, se dice que el relato está basado en hechos reales. Sin duda, es una posible lectura. Pero, a mi modo de ver, tomarlo sólo por ese sesgo implicaría disminuir su valor y amputar el mismo relato. Podría empezarse a leer, entonces, por el momento en que Arnold aparca el coche frente a la casa de Connie. El resto del relato sobra o no encontraríamos entre ambos espacios una articulación necesaria. Poco más habría para analizar, que no es poco, que la cuestión del mal y de la perversión encarnada por un personaje siniestro que lleva esa categoría, la del mal, a una sofisticación verbalizada, dramatizada, del más puro y “fino” sadismo. Arnold sería, en esa lectura, el agente de un goce absoluto y perverso, que no repara en consideraciones de ningún tipo para acceder a esa satisfacción, aunque sea rompiendo la piel del semejante. Pero aquí, tengo la impresión, estaríamos escuchando el acorde perfecto, las notas bien colocadas, cada una en su sitio, incluso sin ninguna inversión. No se escucharía ninguna disonancia en esta interpretación. Todo está dicho en la misma lógica de una realidad perversa.

Habría otra lectura que tiende encasillarlo en el género de terror. No deja de tener su importancia pues podríamos tomar a Arnold Friend como el duende que acosa y fatiga a Connie llenando el relato de pura angustia, ahogándola, sin darle respiro, sin poder salir a tomar aire al exterior y, suponiendo que todo acaba fatalmente, llegamos a darle importancia suprema a esas mismas palabras del comienzo: “Se llamaba...”, “tenía...”. Suponemos, entonces, que Connie muere en manos del perverso Arnold. El círculo quedaría así cerrado de forma perfecta. Pero estaríamos en las mismas condiciones anteriores. Estaríamos escuchando una parte de la melodía en la que la armonía está compuesta con los acordes perfectos de una realidad malvada.

Sin embargo, esta consideración dentro del género de terror podría ofrecernos la posibilidad de modular la melodía hacia otra armonía más oculta al oído. Si al género de terror le incorporamos la pesadilla, creo que nos situaríamos ya dentro de esa discordancia que le corresponde al sueño, siempre lleno de acordes disonantes a los que hay que prestar algún tipo de atención. Porque podemos considerar la segunda parte del relato como una auténtica y terrorífica pesadilla de la cual despertamos sobresaltados justo cuando se va a consumar el abismo al que Connie estaba destinada. Ya estaría perfectamente incorporada la disonancia, pues al introducir el sueño como pesadilla, necesariamente introducimos el deseo de Connie. Y su deseo, a mi parecer, estaría compuesto por palabras mayores.  

Pero, ¿donde se rompe la realidad común de Connie para abismarse en el sueño? El relato nos sitúa en un momento de cierta ambigüedad narrativa, de la cual creo que podemos inferir perfectamente el sueño de nuestra protagonista. El momento en que está escuchando música tumbada en la cama de su habitación:

Y Connie misma se puso a escuchar con más atención, bañada en el resplandor de una alegría apagada que parecía surgir misteriosamente de la música misma y flotar lánguidamente en la pequeña habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave elevación y caída de su pecho.
Algo más tarde oyó el ruido de un coche subiendo hasta la casa

¿No invita este párrafo a pensar que Connie se quedó dormida, y más si pensamos que todo lo anterior, impregnado de sexualidad, no es un simple relleno para el relato que viene a continuación?

Si seguimos este sesgo de la pesadilla y del sueño, el relato tiene la ventaja de apuntar a algo muy potente, nada menos que la vida y el deseo sexual de Connie. Dentro de este enfoque ya no es posible amputar el relato. Lo comenzamos donde corresponde, no en el momento en que escuchamos el sonido siniestro de las piedrecillas aplastadas por el coche de Arnold aproximándose a la casa. Comienza con el cuerpo de Connie implicado hasta la médula en su afirmación sexual dentro del seno de su misma familia y de sus amistades. Y lo hace en tres vertientes.

En primer lugar, asentando su feminidad en las miradas que dirige al espejo y también a través del otro femenino, hacia el que dirige su mirada con el fin de asentar esa posición:

“Tenía quince años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para asegurarse de que la suya estaba bien”

En segundo lugar, implica ese cuerpo en el galanteo, en la seducción, en ese deseo que le es propio como mujer, y rechazando o dejándose acariciar por el deseo que le viene del otro masculino. Veamos diferentes avatares del deseo de Connie en palabras del mismo relato:

Alguien se asomó por la ventanilla de un coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que no les gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo...” //”Vio al pasar una cara a pocos metros. Era un muchacho de pelo negro enmarañado, en un viejo convertible dorado. La miró fijo y sus labios se abrieron en una sonrisa. Connie le devolvió la mirada, los ojos entrecerrados de desdén, y se dio la vuelta; pero no pudo evitar mirar hacia atrás y ahí estaba todavía, mirándola. Él le apunto con un dedo, riéndose, y dijo: “Te voy a conseguir, nena”, y Connie se volvió a girar”.

En tercer lugar, y este me parece un detalle muy importante, su deseo está implicado en esa contienda que le viene dirigida desde la madre en forma de sanciones, reprimiendo, repudiando y devaluando su feminidad:

Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres? ¿Te crees tan bonita?” // “Su madre la seguía asediando hasta que Connie deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos

Desear la muerte de la madre ya nos está indicando el grado de represión con el que el deseo de Connie se ve asediado, cuestión que queda perfectamente reflejada en la pesadilla. Porque, en realidad, la auténtica pesadilla comienza a configurarse en esos improperios de la madre. En la confrontación con la sexualidad naciente de Connie, las marcas de la culpa aparecen claras, deseo de muerte del otro, deseo de muerte propio, ganas de vomitar, etc.

Pero aquí surge el giro importante. La pesadilla viene a ser una buena salida para el deseo reprimido de Connie. Y es que poniéndose en el papel de víctima, lo verá realizado. Es el deseo que nació cuando vio pasar el coche de Arnold Friend al lado del centro comercial. Que hay deseo nos lo confirma el detalle de esa mirada atrás que lanza en el momento de la marcha, esperando verlo todavía. Y allí estaba él diciéndole que sería su chica.

Es decir, si tomamos toda la escena del acoso como una pesadilla que surge en el mismo momento de quedar dormida, tendríamos que pensar que Connie construye una fantasía que le otorgaría la posibilidad de burlar la represión que ejerce el ambiente familiar sobre el deseo de Connie. Ella desea a Arnold Friend, pero ha de evitar la culpa a la que ese deseo la articula. No valen los amigos de clase, los que se supone dentro de la legalidad y fuera del deseo.

“... enseguida alguien se asomó por la ventanilla de un coche y las invitó a subir, pero era solo un muchacho de la escuela que no les gustaba. Les hizo sentir bien poder ignorarlo

Lo que Connie no puede ignorar es la tentación del diablo Arnold Friend, no del todo bien construido, pues parece flaquear de los pies. Ese diablo es lo que no debería de desear según la ley, pero lo desea y burla la censura con una fantasía de acoso que, cosa importante, no llega a consumarse en el relato. Quizá sea ese el momento de despertar sobresaltada, pues Connie desea al hombre prohibido.

Aquí hay que hacer una matización importante. Si Connie tiene una fantasía de acoso, en este caso es evidente que no hay placer. Lo cual no contradice que ella misma la construya para Gozar con Arnold. En la fantasía lo que aparece es un afán de transgresión de la norma, de la ley, usando como partener a un fantasma, Arnold Friend, construido por ella. Pero parece claro que asume la norma familiar. No será Arnold Friend su partener en la vida real. Que esa fantasía se torne pesadilla indica que no puede superar, finalmente, la censura. Quizá el compañero de clase sea más legal, eso sí, pero menos gozoso.

Podemos decir que la satisfacción para Connie dentro del sueño está también en que es ella quien dibuja la trama de la escena, quien da forma a Arnold Friend, quien forja el carácter del deseado, quien fabrica todo. Que todo es una construcción de Connie, y no de Arnold Friend, nos lo señala un detalle muy importante. Él ni siquiera sabía que era cuestión de dar un paseo.

“— ¿Adónde vamos?
La miró... Él sonrió. Era como si la idea de ir de paseo a algún lugar, cualquier lugar, fuera una idea nueva para él.
—Solo a dar un paseo, Connie, cariño

Ella juega con los personajes. Hasta el compañero de Arnold escucha el mismo programa musical que ella, lo cual pudiera ser una elaboración del sueño. Crea el fantasma de Arnold, al que no conoce de nada, según su propia imaginación le dicta con esos rasgos de dureza. En definitiva, se fabrica un secreto para su deseo, el sueño, pero ni en él consigue burlar la censura, y se le convierte rápido en una dura pesadilla. Podemos suponer, bajo esta perspectiva de lectura, que el fin del relato viene a ser como todas las pesadillas, el momento del corte en el que Connie, después del sobresalto, pueda volver, tumbada en su cama a:

flotar lánguidamente en la pequeña habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave elevación y caída de su pecho


Miguel Alonso