domingo, 30 de septiembre de 2012

En Suspensión, comentario de Ignacio Castro para la presentación del libro "Demasiado Rojo" del escritor Gustavo Dessal


¿La información produce los mismos efectos que el terrorismo, expropiando a la gente de su primer capital, un presente intransferible? Como sea, si nuestro exorcismo de masas ha traído la “crisis” como un necesario contraefecto homeostático, también la ficción (escrita o audiovisual) se ha vuelto imprescindible para que no muramos de seguridad en una urbe donde jamás debe ocurrir nada que altere la transparencia del consenso. La literatura nos permite infiltrarnos, soportar este malhumorado universo carcelario en que ha devenido finalmente lo que llamábamos modernidad. La escritura invita a una revuelta molecular compatible con nuestra simulación integral, incluso con la cadena de humillaciones que llamamos economía. Al volver de algunas páginas eres en cierto modo invulnerable, aunque nadie sepa nada al respecto.


Que la literatura sea una morrena en la marcha glacial de este mundo de estrépito; que sea, por el contrario, la articulación de un rumor cardinal que no cabe en las luces del día, rumor frente al cual el ruido del mundo es un resto, eso es algo que sólo se podría dilucidar en cursos superiores. Mientras tanto, más cerca del empirismo angloamericano que del apriorismo moral europeo, Gustavo Dessal (Demasiado rojo, El Nadir) nos entrega trece modulaciones de una incursión al desnudo en la masa bruta de lo vivido. De ahí proviene, tras la magnética Clandestinidad, una rara escucha para lo coloquial y popular que se ensaya en estos relatos. Usando la puntuación como quiere, Dessal trasmite el amasijo de vivir en directo. De los trece, acaso los mejores cuentos son aquellos donde la ideología y nuestras convicciones no pintan nada. Efectivamente, la moral suele ser la coartada para la inmoralidad de no atender a la mutación real que ocurre ahí, bajo el código de barras de nuestra imperial visibilidad.

Estamos hartos de “identificarnos”, hartos de esta seguridad obligatoria que se ha convertido en una depresión media sin tratamiento fácil. Mientras simulamos participar en el pacto traslúcido del narcisismo, de su dialéctica entre aislamiento y comunicación, casi por egoísmo querríamos que de vez en cuando ocurriera algo. Un poco de fiebre, por favor, algo que suspenda por un momento la distribución mundial de la pertenencia. Una individuación sin sujeto que rehace la existencia: ¿es esta la materia prima de la literatura?

Veamos: “Ella los quería así, machos y fuertes, porque opinaba que una mujer de verdad sólo relumbra a la luz de un hombre capaz de matarla” (p. 12). No tenemos por qué preguntarnos qué opina “realmente” el autor de esta frase. Escribir es apostar en serio a ser otro, provocar incluso un prójimo desconocido en nosotros. Es suspender la máquina de guerra de la opinión y poner en marcha una crisis en el orden de las identificaciones. Se trata de la duda metódica que sólo puede ensayar la poesía y la narración.

Se puede entender también Demasiado rojo como una crónica de lo furtivo, de la vida y muerte de un suspiro, ese tipo de experiencia que no es traducible a ningún régimen estable de saber. Tal vez se escribe para darle una oportunidad a lo preindividual, a lo impersonal que hay en nosotros. En suma, buscando una personalización de aquello que nos excede. Evidentemente, se trata de un juego peligroso, pero sin ese peligro la literatura no sería nada. Y no es la peor de las lecturas aquella que cierra un libro porque produce angustia.

Apenas hay tema en “Nos hemos quedado solos”, tan solo la respiración de un mar expectante, momentos detenidos en la memoria, diversas formas de imaginarse la muerte y un amor incondicional por lo insignificante, incluidos los cambios lentos de arena y cielos. Es tal vez ese amor por el amor lo que hace que nada importante en el hombre tenga tiempo y que todo siga pueda seguir en un sendero entre casas abandonadas, de ahí la magia de “Haber visto el pasado tal-como-alguna-vez-había-sido” (p. 24). En el futurista “El alma de las bicicletas”, con un clima que oscila entre Esperando a Godot” y Mad Max, cuatro personajes inolvidables, verídicos de puro inverosímil, recorren la enfermiza luz lechosa de un desierto de polvareda y chatarra tecnológica amontonada. Las pasiones y el humor digitales de estos homeless supervivientes a la última hecatombe, su Grado Máximo de Saturación Técnica, ironizan sobre nuestra actual mutación. Al compás de la ideología del reciclaje, también los humanos están hechos prensando trozos, por eso todos nosotros (igual que Gab, Poe y Tecno) siempre recordamos a alguien.

En su ritmo desbocado, “Adelina” es de una crueldad desternillante: “Toda la injusticia que puede caber en la existencia se había derramado sobre ella como un torrente sin pausa” (p. 57) y sin embargo, no hay forma de matarla. “Dime que me quieres” y “Día de gracia” transpiran el temor de que nadie conoce a nadie, una torsión de lo cotidiano donde ni siquiera la soledad tiene semblantes fijos. Pero tal vez de lo mejor es “Desvelo”, una historia lenta hasta la filigrana, sórdidamente elegante, escenificando un duelo a corta distancia en rituales de medianoche. Al tratarse de una batalla tan antigua, el odio se ha convertido en un gesto de reverencia. “Hasta somos capaces de emocionarnos con nuestra propia representación” (p. 75). Y después esa inalcanzable radiación de Sandra Miles (“Flores para Solomon Ryan”), frágil y distante adolescente que se peina, iluminando estancias, aquejada de una inconfesable enfermedad letal.

En fin, Dessal despliega maestría incluso cuando apenas hay nada que contar y la historia bascula hacia lo que, diríamos, objetivamente insignificante. Si incluso en esos momentos nos atrapa un trastorno subjetivo se debe a que Demasiado rojo no es solamente el resultado del oficio (tal como están las cosas, no sería poco). Lo que llamamos oficio no logra una buena obra, sólo un trabajo que no nos avergüenza. Con muy distintas intensidades, en estos relatos se trata de otra cosa distinta a la pericia narrativa. El autor organiza la anotación de un cataclismo, aunque sea mínimo, de manera que conforme avanza la lectura se produce un impacto neuronal que impide que seas el mismo. No sabemos cómo, Dessal ha pasado una temporada en el infierno del envés, de ahí que pueda afrontar una posibilidad más alta que el principio de realidad que nos conforma. Como para la religión de la seguridad ya tenemos la vida corriente, la información, la crisis, el orden laboral y ciudadano, es normal que la literatura se tenga que dedicar a abrir abismos.

“Has de ser cruel para ser amable” (Shakespeare). Para arrancar, por ejemplo, estos jirones de vida que se libran de la costra del día: “estábamos solos y casi parecíamos de verdad”, “tristeza legañosa”, “lienzo de sombra”, “sombrilla gastada de tantos soles”. O “el cielo ardió hasta reventar de lluvia”. O esto: “Al verme, hizo un gesto que se aproximó a la sonrisa. Se notaba que la alegría no era su especialidad”. Tomas nota de momentos así porque es necesario subrayar esos pasajes que te subrayan. De hecho, se lee, se escribe, porque el orden lineal del día no basta. Sabes que la verdad está del otro lado y entonces pasas el día al acecho, adorando los pequeños altares donde se precipita una transformación que se parece a la noche.

Y el humor, claro, siempre un poco negro: “El espíritu igualitario fue defendido en todo momento para que nadie quedase excluido de la destrucción absoluta” (p. 151). El erotismo del humor permite que la diferencia entre lo deseado y lo conseguido no nos convierta en amargos fanáticos. Fuerzas entonces lo posible, vuelves a soñar tu vida con los ojos abiertos, resistiendo esta global prohibición de tener alma, una prohibición doblemente eficaz por el hecho de que nunca se expresa. Polipatético humour being. El humor es el sexto sentido para el extrañamiento central al mundo: ¿por eso los judíos siempre han sabido algo que a los demás nos cuesta?

¿Qué significa entonces escribir, tener que escribir? Se da ahí una pasión por la superficie compartida y al mismo tiempo una desconfianza hacia su nitidez. Quien ha de escribir, o simplemente leer, tiene un pie en el agujero negro de la revelación. Te pasas el día tomando nota, a pie de minutero, porque eres un “hombre hueco” (Eliot) que necesita saltar por encima de su propia sombra. De ahí las metamorfosis que propicia la escritura, esa percepción que bordea lo imperceptible, como la notaría de una línea de fuga en medio de la norma.

Imaginar, fabular, siempre ver signos, como si fuese irremediable la certeza de que el decorado inmediato engaña. El rumor de la noche en el día oxida nuestras ilusiones cosmopolitas. Al otro lado de este derrumbamiento mudo, sin embargo, existe otra ciudad. Y esto porque la poesía es el eje de toda narración, una vivencia del instante, un lento corrimiento de tierra que hace saltar por los aires la ficción del tiempo lineal.

Bajo nuestra imperial realidad subtitulada, la percepción es hoy la primera especie en peligro de extinción. Y sin embargo, de ella somos siempre responsables y con ella comienza la libertad. Por eso es preciso resucitar un buen pacto con el diablo, una relación perceptiva con aquello para lo que no hay duplicación numérica.



Vivimos bajo una ficción de masas coagulada en interminables interiores. Cuando te das cuenta, apenas puedes morir. Para ello, tal vez la más alta tarea del hombre, habría que estar vivo y mirar de frente la muerte. Mientras tanto, como un animal, el rasgado octubre se acerca. Cuidad vuestras gargantas. Cuidad también la inteligencia para resistir un régimen furtivo que puede adoptar cien nombres: “sociedad”, “información”, “cobertura”, economía... Lejos de esta trampa consensuada, la pequeña y rojiza caja de herramientas que hoy tenemos en las manos nos ayudará a convertir la zozobra en iglú, un refugio tan ligero como la ventisca que cae. Que los dioses bendigan el frío que viene.

Ignacio Castro Rey