martes, 15 de mayo de 2012

Desvelo, de Ovidiu Stoicescu. Comentario de Rosa López

Este es el tercer cuento sobre la cuestión del odio. En el primero, que tuve la oportunidad de comentar, nos encontramos con el odio psicótico de un hombre hacia la figura amenazante de un niño. Un odio imposible de dialectizar porque no incluye forma alguna de amor. El segundo relato, de Onetti, nos trajo una particular pareja unida para siempre por el odio, esos dos hombres que se encontraban en el bar. Este último nos acerca a otra modalidad de pareja, la de un hijo y su madre poniendo sobre el tapete la figura más universal del odio: el odio edípico.

Como la pareja de los dos hombres del bar, también esta pareja formada por un hijo y su madre parece unida de por vida por ese lazo indestructible del odio.  En el relato vemos desplegarse una especie de lucha a muerte entre dos contendientes ninguno de los cuales depone su actitud, porque en cierto modo ambos están hechos de la misma pasta “somos terriblemente fuertes”. Esta lucha solo encontrará su fin con la muerte de alguno de ellos, aunque el hijo, agente del relato, da por sentado que en este duelo será el vencido. 
Uno de los ejes del relato me parece que tiene que ver con el extremo conocimiento del otro. Hay muchas frases al principio que comienzan con una afirmación del saber sobre el otro: “se que es ella” porque “reconozco sus pasos... etc.” “Tu sabes que nunca consigo olvidarlo” le dice la madre al hijo más adelante.
El hijo sabe como es la madre, lo que le gusta, de lo que goza, sus ardides, sus engaños, sus trampas. No se deja engañar, porque la conoce mejor que a si mismo.
A propósito de este conocimiento extremo del otro, recordé una frase de Lacan con la que finaliza uno de sus Seminarios más difíciles (Aún) que me resultaba muy enigmática, hasta que por fin pude comprenderla. La frase es la siguiente: “saber lo que la pareja va a hacer no es prueba de amor”.
Y Lacan lo transmite como una experiencia propia. En el momento de la despedida de ese curso lanza al auditorio una pregunta “¿seguiré el año próximo? !Hagan sus apuestas! ¿Querrá decir que los que adivinen es porque me quieren? “Saber lo que la pareja va a hacer no es prueba de amor”. 
Más bien puede ser la prueba del odio. Efectivamente, Lacan sabía que algunos le odiaban profundamente y eran esos, precisamente, los que mejor le leían, los que más le conocían.
Mientras que el amor es ciego, el odio es lúcido.  Lo que despierta el amor por el otro es aquello de lo que cojea, su falta, porque en el amor lo que se produce es el reconocimiento del modo en que el partenaire se encuentra afectado por los efectos del saber inconsciente. Entonces dos saberes inconscientes entran en sintonía. El problema, nos dice Lacan, es cuando se pasa del saber inconsciente del otro, al ser del otro. “La relación del ser con el ser no es una relación de armonía” es una relación que conduce al odio. A diferencia del amor que se dirige a la falta en el otro, el odio se dirige al ser del otro, a su ser de goce.
¿Cuál es ese ser de la madre que provoca en el hijo un odio irreductible? Hay un significante que me golpeó al final del cuento porque es como el resumen de lo odioso del ser materno: “molicie”. Lo busqué en el diccionario y encontré la siguiente definición “afición a vivir regaladamente”.
La madre estaba deseando que el padre muriera, no por motivos pasionales, ni por intereses económicos, sino para poder recobrar su estado de molicie “esa indiferencia con la que observas la trabajosa miseria de los que se ven obligados a esforzarse para vivir”.
Y es en este rasgo donde podemos captar algo insoportable de la posición de esta mujer ante la vida. Alguien que nunca se hace cargo del otro porque se siente en el derecho de vivir a costa de los demás. Son esos seres de excepción que no se consideran responsables de nada, que en todo caso toman la posición de victima, que no quieren pagar el precio de la castración como condición universal de la vida, representada excelentemente en el texto bajo la figura del trabajo (y no me refiero únicamente a la vida laboral). No es casualidad que la madre le pregunte siempre qué has hecho hoy, como si olvidara completamente que él, como tantos otros, tiene que ir  a trabajar. Y en una frase se repite una y otra vez esa palabra “trabajo” que ella no parece concebir.
El relato nos muestra lo inevitable de la repetición al infinito de esta relación de odio entre hijo y madre. Es un ritual conocido y estragante, al que, sin embargo, el hijo no puede dejar de responder. Para que el juego de semblantes se produzca es necesaria la intervención de los dos. Ellos comienzan haciendo un verdadero paripé que envuelve el odio puro bajo las vestimentas de la educación, el entusiasmo, el interés por el otro y hasta la felicidad. Un juego que es perverso porque se nota que ambos gozan. Pero a medida que el relato avanza los velos caen y se empieza a jugar con la verdad de la culpa. Entonces es el hijo quien ataca sin ambages, ella no parece tambalearse y se despide como si tal cosa.
No obstante, al final puede haberse escuchado un grito desgarrado. Entonces, ella no sería tan indestructible como parece..., aunque también puede ser que ese grito no sea más que la expresión del deseo de nuestro protagonista.
Rosa López

lunes, 14 de mayo de 2012

Beatrz Schlieper comenta "Desvelo", el relato de Ovidiu Stoicescu

El cuento se cierra sobre un drama inacabable condensado en una escena única. Una lucha sorda donde uno de los partenaires muestra su odio en una contienda en la que intenta ponerse a salvo de la voracidad del otro. Voracidad en la que ella se expresa sutilmente de un modo casi imperceptible en un cálculo por acercarse a él con disimulo. La astucia con que lo realiza es todo un arte para simular que su gesto ha surgido del afecto. Hay algo letal en este deseo de captura, que es el rearmado de la escena que le da el ser. 


En medio de una trama de fingimiento él recubre con cinismo las insignias de su odio. Reconoce en las artimañas de ella de toda la vida, la sutileza de la tela que como una araña teje alrededor de él para nutrirse del engaño de su propio discurso virtuoso. La desesperación del personaje es no poder evitar responderle. Si él se rindiera, “ella lo devoraría con su amor que mata más lejos que todo mi resentimiento”. 


Dice con agudeza que uno de los mejores papeles de ella es fingir que no finge. La observación tiene una semejanza, aunque inversa, con una de Jacques Lacan, quien dice: “un animal no finge fingir. No produce huellas cuyo engaño consistiría en hacerse pasar por falsas siendo las verdaderas, es decir las que darían la buena pista. Como tampoco borra sus huellas, lo cual sería ya para él hacerse sujeto del significante.” Se trata acá efectivamente de la estratagema del sujeto del significante en su pantomima no solo de ocultar un goce, sino mucho más sutilmente aun, no de fingir que su discurso es verdadero, sino de fingir que no finge. Lo siniestro de su gesto le da un tono todavía más insidioso. 

A pesar del desagrado que esto provoca en él hay un reconocimiento, que no deja de ser irónico, de los recursos simbólicos de ella, como de alguien que tiene un savoir faire, una destreza que continúa asombrándolo a pesar de su repetición día tras día, o quizás mejor noche tras noche. Siendo a su vez, la confrontación de esta misma capacidad para hacer daño lo que lo mantiene soldado a lo que odia: “es tal vez la razón por la que le sigo el juego, aunque esté convencido de que ella va a ganar.” 

Si bien es una lucha a muerte, la condición de goce de ambos reside en la tensión agresiva con la que sostienen su fusión, y que extiende el duelo lo máximo posible para libar hasta la agonía la amarga miel del lazo que los une en ese destino inexorable. Su razón de ser es el arrancarse la vida uno al otro, atrapados como están en ese pacto de recrear una y otra vez la lid por el dominio de la escena. Es el sabor de mantener el puro goce sin límites de la pulsión de muerte. 

Pero no están solos, este duelo incluye a un tercero, siempre presente para ella “sabes que nunca consigo olvidarlo”. Escena retroactiva en torno a la decencia enarbolada como baluarte. La coartada de la decencia de la que se servía “para justificar lo que fuese necesario”, dejaba traslucir la ferocidad del agravio cuando en si misma se constituía en un obstáculo para el beneficio ansiado. Frente al impedimento quedaba al descubierto al fin una posición desvergonzada en su avidez y ambición. 

Esta mujer sostenida en el fingimiento de la ética utiliza todos sus recursos para conservar su poder. Esto tiene dos efectos, la aniquilación del tercero atrapado en sus principios que impedían el rendimiento necesario y el cinismo del partenaire que le devuelve como en un ping-pong una sonrisa de bienvenida y entusiasmo, último recurso para luchar con sus mismas armas. 

Pero finalmente él logra en los vericuetos del interior de la memoria confrontarla a su mentira en una estocada profunda. Viéndose acorralada por las palabras que la desenmascaran vira su actitud hacia una posición de víctima del otro. 

El engaño, la parodia de este personaje que ni siquiera tiene una doble cara que como él dice: “Ahora es ella, ella de verdad. No es que se haya despojado de su máscara, o arrancado la piel de su disfraz, y sacado a la luz la imagen auténtica que se ocultaba detrás. No, la máscara es el único rostro que puede enseñar, su talento para la representación, su astucia de comediante, el transformismo de sus palabras, su maestría para disimular que detrás de todo aquello no hay nada.” Aunque rápidamente se recompone y como un ilusionista hace un pase mágico y sale airosa con un cambio de escena como si nada hubiera sido dicho. 

Estas mismas maniobras destruyeron al tercero dejándolo hundido en la desesperanza y el aniquilamiento, dice ella: “A veces creo que se había desprendido de la vida mucho tiempo antes, y que sólo quedaba de él una sombra pesarosa, un espectro intangible, consumido por la desdicha.” Aunque expresa su posición victimizada en su queja diciendo de él: “regresaba a su mutismo, a la isla remota de su pensamiento, y me dejaba sola”. 

Pero él también tuvo su parte en la destrucción del tercero: “A veces me daba cuenta de que él quería hablarme, era como una súplica, pero no se atrevía a expresarla. Yo me escudaba en su pudor, me hacía el distraído, temeroso ante la idea de que me pidiese ayuda, de que me necesitase, de que me contagiase su agonía.” 

El reconoce su egoísmo, su estar atento solo a sus propios intereses: “y en cierto modo lo abandoné, me desentendí de su dolor, de su soledad, de su mirada perdida en algún lugar de su desesperanza”. Su imposibilidad de compasión y su propia miseria permitieron que ella le extrajera hasta la última gota de sangre. 

En el momento de la separación está el grito sordo, “tal vez del animal herido” pero él prefiere ignorarlo, tal como ya había hecho con el tercero. 

Este cuento muestra el espanto de este vínculo donde se trata de vaciar al otro desde el lugar del ideal, melancolizándolo con la sutileza de su arte de fingir que no finge que le da al ser un estatuto indestructible. 

Si hay algo donde se pueda encontrar la diferencia con el animal que no puede fingir fingir, es en este personaje que no trata de fingir sobre lo verdadero, sino que como sujeto del significante puede dar un paso más. Es decir no solo fingir que finge, sino fingir que no finge en una torsión inverificable por la que puede borrar sus huellas en, “giros mortales en el aire de la memoria, para acabar de pie, por supuesto, sin sufrir un sólo rasguño”. En el otro extremo, el personaje que ocultando sus propias miserias sobrevive al ataque del amor con el cinismo y la cobardía.


Beatriz Schlieper

El velo atroz de la memoria; Sara Veiras comenta Desvelo, de Ovidiu Stoicescu

Los primeros párrafos oprimieron mis entradas de aire, creo que no volví a respirar hasta la palabra Todavía.
Después el asombro se extendió, y creció.
¿Hablar de una relación de esa manera?, me dije, y no volví a leer. Me quedé con lo que conservó mi memoria.
Reflexioné sin poder evitarlo. Más tarde desapareció la extrañeza.
Acepté que no. No es tan extraño que entre una madre y un hijo que ya trabaja y que continúa viviendo en la casa familiar, se de una relación semejante.
No es tan extraña la perversión en este tipo de vínculos, y algunas situaciones encaminan a los hijos hacia el cinismo.
Con los días la historia empezó a parecerme cotidiana. Incluso pensé que en muchos hogares de hoy se vive como cuenta Stoicescu en Desvelo.

Ahora opino que este es un relato moderno. Tanto por la escritura -me gusta mucho la inclusión de los diálogos en el texto-, como por el tema.
Además me llevó a reflexionar sobre nuestras costumbres: ¿Nos permite una educación judío-cristiana hablar de la madre como hace Ovidiu Stoicescu en este relato?
Parece que sí, aunque con el mismo miedo que trasmite el narrador desde que escucha esos pasos en la escalera, que acaban de despertarlo a medianoche para cumplir un ritual que es Destino a Muerte.
El narrador habla en primera persona, sin dar más detalles, y dice que sabe que ella va a ganar, pues se trata de una partida decidida desde el inicio. Y yo agregaría: Escrita como una ley. Ley que obliga a amar a la madre, y que implica que quien se niegue estará perdido y no habrá oscuridad que lo proteja, como dice él, porque ella siempre lo encontrará.
Ella, que posee el mérito de haberlo conseguido todo a cambio de nada. Porque a la madre se la ama naturalmente, sin pedirle que sea legal, razonable, ni guapa; ni siquiera que nos trate bien.
Lo interesante es que aunque se puede hablar del odio hacia una madre y este relato lo demuestra, poniendo de manifiesto un odio que se despliega hasta la saciedad, un odio recíproco según el narrador aunque no podemos asegurarlo pues para conocer la posición de la madre necesitaríamos una voz omnisciente que no es el caso en este relato. Lo interesante, repito, es que se habla sobre el fondo implacable de la culpa, manifestación de la decencia.
Decencia que llega de la mano de un tercero.
Culpa asociada a un tercero, el padre, único lugar del amor para estos dos personajes enfrentados, que se arrancan, el uno al otro, la vida a trozos.

Este relato, propuesto para ejemplificar el odio, obviamente lo consigue; sin embargo encontramos un amor latente que va cobrando fuerza en pocas líneas y convierte esta batalla de silencios y miradas en una máscara detrás de la cual se oculta un amor idealizado.
Amor de un hijo hacia su padre, al cual defiende y reivindica ante una madre en la que sólo ve una máscara vacía -su mejor papel es fingir que no finge-.
Amor hacia un padre que desemboca en culpa por la falta de atención prestada mientras pedía auxilio, con pudor.

Vamos comprobando a lo largo de las tertulias de este año que encontrar ejemplos para el odio resulta difícil.
Incluso es inevitable preguntarse si existen el odio o el amor como experiencias desligadas la una de la otra. Yo en este relato veo rencor, mezquindad, reproches, incapacidad de hacerse cargo de la propia insatisfacción, violencia, falta de reconocimiento, culpa, y, por sobre todo, veo algo que me parece muy interesante: El tratamiento que se hace de los recuerdos, de la memoria.
En este relato la memoria viene a ejercer como cómplice del desamor entre hijo y madre.
¿Dónde se atacan y se hieren estos personajes, tirándose verdaderas flechas envenenadas el uno al otro?
En los recuerdos.
No comparten los mismos recuerdos, él dice que ella es capaz de “grandes giros mortales en el aire de la memoria, para acabar de pie”.
Y este relato deja claro que los recuerdos son el meollo. Son todo el odio o el amor que estos personajes pueden reconocer, sostener, y compartir.
Desde los recuerdos, ellos se odian; y ella, sufre y se queja de no poder dormir acosada por los recuerdos.
Es curioso que algo invisible sea tan difícil de cargar, dice la madre. Y el hijo responde: Como con la culpa.
Estos dos personajes, él y ella, los que están vivos y se juntan a medianoche para matarse, son dos enemigos enfrentados desde los recuerdos.
Qué absurdo.
Se odian desde el recuerdo, y cuanto más se odian más aman a un tercero: Que fue decente, que fue pudoroso, que hizo el esfuerzo de conversar en presencia del hijo, mientras a ella la dejaba sola.
El odio del hijo consiste en negar el recuerdo benévolo que conserva la madre. El odio de la madre se manifiesta al decir que si de alguien pudo sentirse orgullosa, ese ha sido el ausente al que no consigue olvidar por la noche. La persona real a quien despierta para hablarle de nada, su propio hijo, parece tener tan poca importancia para ella que ni siquiera merece una taza de té caliente ofrecida a tiempo. Claro, si toda demanda es demanda de amor, la demanda de amor existe. Pero, la demanda, ¿es el amor?

Para concluir destacaré dos cuestiones en este relato:
Una, la culpa por la incapacidad de amar a tiempo. Algo muy extendido en el mundo humano. Culpa que requiere un castigo, o sea un verdugo, que en el caso particular de Desvelo, parece venir encarnado por la madre.
La segunda cuestión se refiere al coraje de abordar un tema prácticamente censurado: El odio hacia la madre y la denuncia de la mujer que se vale del hombre para obtener su sustento -abusó del padre obligándolo a conseguir la seguridad de un lugar caliente donde el cazador volvía trayendo su presa-, llevándolo, según se lee, a la desesperanza, el mutismo, y, la muerte en vida.

El primer aspecto cuenta con la fuerza de referir un asunto que atañe a una extensa mayoría; y, el segundo, es un tema moderno en contrapunto con la santificación de la madre y el feminismo, por lo cual abre una vía temática de lo más interesante.

El velo atroz de la memoria

Yo, lo que tengo que hacer es escribir un poema sobre un muro

hace días que pienso en ello

En realidad ya escribí ese poema en mi mente, pero se me ha olvidado

Sé que el muro es tan alto que quien lo construye ya no baja a buscar las piedras en el suelo

Veo a Ese

encaramado, subiendo y subiendo

mueve los brazos, las manos, y hasta mueve los dedos

y dice, a gritos

que nosotros somos la cárcel

también Yo.


¿Quién pone la primera piedra del desencuentro?


Ahí va el amor

como una turba quiere huir


Sara Veiras