miércoles, 8 de abril de 2009

En la frontera del haiku. Un artículo de Liliana Heer

En la frontera del haiku

Llovía no fuego, llovía no nieve, cenizas, aguacero de verano.
Suelo encontrarme con Susana Szwarc en un bar. Aquella tarde, la memoria de Antonio Di Benedetto estaría una vez más con nosotras.
Miré por la ventana, ella cruzaba bajo la lluvia, de pronto un caballero le ofreció su paraguas. Caminaron unos pasos bajo el mismo cielo y se despidieron.
Al entrar Susana dice: “Un ángel”.

Ese tono epifánico, el cruce de una calle -lo eterno y lo instantáneo, lo inesperado- está presente en todos sus cuentos. Líneas en cortocircuito engendran causas nuevas. Trasvasamiento de la ausencia al paisaje, arte de trazar cartas geográficas haciendo sentir al tiempo regido por una velocidad flexible. Un caracol nocturno en un rectángulo de agua, diría Lezama Lima.

Los cuentos de Susana Szwarc son paradójicamente incontables. Lo que narra reverbera, erosiona, se cuela entre discursos, sucede a contrapelo de lo decible, de lo visible, en abolición de cualquier modelo. Hay percusiones, actos y acontecimientos, no en ese orden, tampoco en desorden, los registros danzan: contagiados se entrelazan. Advertida de rigideces y prejuicios, lúcida en detectar puntos de coágulo, ella despliega un abanico de opciones. La gran ciencia del deseo: out of joint.

“Un crujido en la maleza: el pensamiento, el animal tímido; la cita: una pieza de la escena”, es una de las frases que Susana Szwarc elige de epígrafe ¿clave, figura del doble o su conjunción? A semejanza de Benjamin, no sólo escribe un pentagrama que incluye el malentendido, extrae del error la palabra poética. Muestra lo que no se escucha de lo que se oye, lo que no se sabe, lo que sólo cree conocer quien habla su propia lengua porque está prevenido, es buen minero pero el oficio reserva engaños, shhh: hay explosiones arbitrarias. Parece decirnos: sólo en la ficción de lo idéntico el bien y el mal curten un disfraz discernible ¿qué hacer con lo otro, qué hacer de lo otro? ¿No será el desgarro el puente de exploración? ¿Babel la única contraseña?

Frases, pensamientos, sueños, evitar ser blanco del gesto mísero, de la mala consciencia, de la canallada, del machismo, del detective de Los siete… Si la moral tuviese orejas, le arderían sus pabellones.
Coronada la ne-ce-si-dad, la afirmación subsume, el sí de Molly Bloom atempera la necedad: si tiene hambre, si tiene frío. . . sobreviene el dolor, sobreviene el aura: la literatura.
No se cura la vida pero un poema acude como el beso dormido en la boca del poeta, a la deriva del autor, en diálogo constante con la obra. Borges, Holan, un recuerdo infantil: Jabalí. Lo animal y lo humano circulan. También el interrogante suspendido que responde al “Nunca hay bastantes lágrimas…”:
¿Qué era primero, la cicatriz o la herida?

En Real, la muerte es recuerdo: una bolita de colores. Lo grande en lo pequeño para conseguir su punto de esplendor, el detalle. No apelar al autorretrato de circunstancia, rodar, seguir, seguir hasta que las fuerzas del morder no muerdan, pedir, repartir, partir. El azar del deseo.
Dolor, quiero que olvides.
Un buen dolor asoma su cabeza sin separarse del cuerpo. Lágrimas de seda retan desde la lejanía del último acto. El hambre, esa bestia de bosques talados pasa de boca en boca, desalma, no se detiene.

Dieciocho veces la palabra pan repica en este libro.

Del ritual a la fiesta, el azar cruje sin omitir dosis de humor: “Venir vestido al mundo tiene su encanto. Sabemos de inmediato cuál es gitana, cuál es india, cuál es monja, cuál es musulmana. No nos preocupa cuál es cuál porque nos gusta intercambiarnos, entre nosotras, la ropa”. De lápida en lápida, a oscuras el teatro edípico, la usina del amor desmedido hace causa en una fraternidad de mujeres. Los engranajes de la risa, el llanto, las poleas del odio, del crimen, el apego a la magia mayor: hacer volver. Sólo el padre se ha ido y está. Muerto. “O en los sueños”.

El Pañuelo cubre el rostro de la guerra grande, la gran guerra tiene cuatro vértices, cuatro mujeres circulan el viaje de la muerte, una travesía interminable por el pequeño pueblo.

El profesor del cuento Apelación hace perder el equilibrio, sus razones parecen adherir a las Reglas de Paconio. El dogma latino rige una lógica de aislamiento, envuelve al cuerpo de distancia. Desprecio. Repulsa. En Apelación la protagonista sufre un proceso similar precedido por interés, sensualidad, espíritu de exploración. Ella se mira en las nubes, se siente una nube, una nube más, el mundo entra en su boca, sabe que el hambre del mundo acecha.
Antes contaba “esos cuentos que madre nos contaba en la infancia y nos hacía reír hasta dormirnos”. Antes de tropezar con el profesor trabajaba contando historias, vivía en los andenes, las plazas, los circos, había tenido hijas y padres que bailaban en las estepas. Después, se despliegan escenas del vivir juntos al mejor estilo Barthes: campo y embudo de ansia e idiorritmia.
Sin embargo, después de algunos cuentos ese profesor transformado en otro
-u otro profesor- retorna en ciertos significantes: tropiezo, hambre, prisionera, nube. Los personajes no están solos, un perro o el perro del recuerdo los sigue, los habita, es viejo, sufre, debe ser sacrificado -se sacrifica lo animal. La gillette de Jabalí en Rapsodia es una navaja, la lengua de la mujer juega con piedras como un personaje becketteano. Puro despojamiento.

“Este pequeño espacio junto a la ventana es todo lo que necesito, lo que quiero”. El aire justo. Van y vienen destinos, países, idiomas, pensamientos.

A manera de condensación: El azar cruje, gesto verbal comprimido en su potencia atrapa ojos, atrapa vidas. Susana Swzarc enuncia en la frontera del haiku, un presente que violenta la ronda del tiempo desnudando lo que dice.

Liliana Heer

Joycenborg. Un artículo de Sergio Larriera

Joyces wake: de la literatura a la “literaturra

Al modo en que Lacan pudo deslizarse desde la “literature” hacia la “lituraterre” puede concebirse el tránsito de Joyce de literato a “literaturro”. Un literaturro es un “turro” de la literatura. Borges no amaba a los literaturros.
Para él, la literatura estaba ligada al sentido y debía deparar la felicidad al lector. En la primera de una serie de clases que impartió en la Universidad de Belgrano (O.C. IV, página 165) dijo Borges el 24-5-1978: "La literatura es también (como la pintura) una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo. Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo".

Como bien dice Borges, el escritor James Joyce ha fracasado como autor. Un autor literario produce literatura, y la literatura lograda siempre depara la felicidad. Leer a Joyce como lector de autor no solamente produce una decepción sino que es una verdadera desgracia. “Joyce el turro” desconoce al lector, y si llega a tenerlo en cuenta es sólo a fines de explotarlo.

El lector de autor no encuentra en Finnegans una sola palabra que esté dirigida a él; Finnegans, en todo caso, produce un nuevo tipo de lector hermeneuta que también alcanza la felicidad,
pero una felicidad postergada, apenas vislumbrada entre indefinidos signos. También el hermeneuta llega al sentido tras arduos esfuerzos, aunque sea a una multiplicidad de sentidos enredados.

Un turro corrompe, explota, pervierte, engaña. Joyce escribe pura letra turra. Disolución de la literatura, corrupción. El turro es una figura universal pero de singular cristalización en la cultura ciudadana del Río de la Plata. Su presencia más célebre en aquellas literaturas es la que plasmó Roberto Arlt en la frase de uno de los personajes de “Los siete locos”: "¡Rajá, turrito, rajá!"

Joyce no es un autor, sí tal vez su anagrama, un “tauro”: un “literatauro”, un “literatoro”. Un “turro literatoro” que embistió contra la literatura dejando tras de sí esa turbia escritura, esa “literaturbia”. La “literaturba”, una turba de letras en que se deshace la literatura.

Nueve o diez calembours...
En un examen somero de la obra de Borges, así como de gran cantidad de entrevistas que no están recogidas en la misma, hemos encontrado múltiples referencias a James Joyce y su obra. Ya sea una mención al pasar, todo un poema o un breve artículo aparecen goteando la escritura y la palabra del argentino. Desde 1925 hasta 1985, a lo largo de sesenta años, el lector encontrará a Joyce en Borges. Joycenborg, el neologismo que elegimos (aún contra el gusto borgeano, como se verá en lo que sigue) no sólo habla de esta relación sino también de la necesaria condensación que pretende ser este texto. Queremos dejar hablar a Borges hasta que él llegue a formular su juicio; abundarán por ello las citas en la esperanza de que nos conduzcan a la formulación sintética de su definitiva opinión sobre Joyce.

En una de las últimas entrevistas de Borges con Osvaldo Ferrari, en 1985, hablaron de la literatura irlandesa. Desde Juan Escoto Erígena a Bernard Shaw, desde Swift y Gulliver hasta el Duque de Wellington, Arthur Wellesley. Así como de Berkeley, el primero que razona el idealismo y maestro del escocés Hume, ambos a su vez maestros de Schopenhauer. También William Butler Yeats, "quizá el máximo poeta de la lengua inglesa de nuestros tiempos". Y siguen George Moore, Oscar Wilde, Arthur Conan Doyle, y luego otros nombres que Borges va rescatando del olvido: Goldsmith, Sheridan, los poetas del celtic twilight, la penumbra celta. Hasta que cae en la cuenta: "Y nos hemos olvidado, no sé como lo hemos conseguido, realmente es un prodigio del olvido: nos hemos olvidado del autor del Ulises y de Finnegans Wake (el velorio de Finnegan) que era irlandés también. Nos hemos olvidado de Joyce".

Quizá la última vez que Borges haya mencionado o "recordado" a Joyce, ha sido mediante "un prodigio del olvido" (¡qué forma tan borgeana de reconocer una formación del inconsciente, un olvido tan significativo!). Y al retornar en la conversación sobre Yeats agrega: "Bueno, lo que Yeats hizo con el idioma inglés es más admirable que lo que hizo Joyce, ya que las composiciones de Joyce son un poco piezas de museo de la literatura” [i].

Este juicio, tal vez el último que Borges emitiera sobre Joyce, tiene la apariencia de una lápida. Pero la relación de Borges con Joyce es tan contradictoria que, de ningún modo, podría tomarse ninguna de sus expresiones, ya fuesen elogiosas o lapidarias, de manera absoluta. Las idas y vueltas de Borges no son patrimonio exclusivo de la exagerada relación con Joyce, sino que sus vaivenes en torno a los más diversos autores forman parte de su estilo. Aunque sabemos que no todos, pues hay algunos acerca de los cuales su juicio es monolítico, inmutable. Pero, es indudable que autores tan ensalzados como Joyce o Quevedo, sufrirían las consecuencias de una "cura del barroco" que atraviesa la obra borgeana y de la que fue artífice Adolfo Bioy Casares, pues "él fue curándome de mi amor por lo barroco. Me curó un poco de Lugones, un poco de Quevedo. Un poco de Joyce también, o mucho. Y él me ha llevado a mí a ser, ahora, un escritor -por lo menos aparentemente- sencillo. Yo tendía siempre a la pedantería, al arcaísmo, al neologismo, y él me curó de todo eso. Sin decirme una palabra. Simplemente dando por sentado que yo compartía esos juicios suyos" [ii].

De estos defectos rápidamente enumerados (pedantería, arcaísmo, neologismo) es particularmente este último, el neologismo, lo que Borges rechaza en Joyce. Cuando Ferrari lo interroga en Diálogos a propósito de Shakespeare y de lo que Borges denomina "el misterioso idioma inglés", éste responde: "Shakespeare usaba palabras de ambas fuentes (sajonas y latinas)...En aquel momento el inglés era quizá aún más flexible que ahora: podían usarse neologismos permanentemente y eran aceptados por los oyentes. En cambio, ahora las palabras compuestas pueden usarse con naturalidad en alemán, y en inglés resultan un poco artificiales. Aunque Joyce se ha dedicado a acuñar palabras. Pero ha hecho una obra literaria no comprensible para el común de la gente ¿no? Se ha dedicado a eso, y creo que en Finnegans Wake (el velorio de Finnegan), fuera de las conjunciones, y de las preposiciones y los artículos, cada palabra es un neologismo; y es una palabra compuesta. Y eso se aplica no solamente a los sustantivos sino a los adjetivos y a los verbos también. Joyce inventa verbos. Claro que el inglés tiene esa capacidad: que una palabra, sin mudar su forma, puede ser un adjetivo, un sustantivo o un verbo, y hay que usarlo simplemente de ese modo" [iii].

Asimismo, Joyce aparece asimilado al expresionismo, "es decir, a la idea del arte como apasionado, pero como verbal también. Digo: en el caso de Joyce lo importante es cada línea de él" [iv].

Los neologismos joyceanos que Borges critica sobre el final de su vida, ya habían merecido en la época de sus colaboraciones en la revista El Hogar un juicio entre perplejo y despectivo. Sostuvo en 1939 respecto del recién aparecido Finnegans Wake [v]: "Lo he examinado con alguna perplejidad, he descifrado sin encanto nueve o diez calembours...". Ya dos años antes había sostenido respecto de algunos capítulos adelantados de Work in progress [vi] que era "un tejido de lánguidos retruécanos en un inglés veteado de alemán, de italiano y de latín", o en "un inglés onírico" como diría en un casi idéntico párrafo al comentar la aparición de Finnegans. Resultaba harto difícil, para Borges, no caracterizar a esa concatenación como estando constituida por retruécanos "frustrados e incompetentes". Y ejemplifica: "No creo exagerar. Ameise, en alemán vale por hormiga; amazing, en inglés, por pasmoso; James Joyce, en Work in Progress, acuña el adjetivo ameising para significar el asombro que provoca una hormiga. He aquí otro ejemplo, acaso un poco menos lúgubre. Banister, en inglés, vale por balaustrada; star, por estrella: Joyce funde esas palabras en una sola -la palabra banistar- que combina las dos imágenes". Y a continuación concluye el artículo: "Jules Laforgue y Lewis Carrol han practicado con mejor fortuna ese juego".

Sin embargo, a pesar de la causticidad de su crítica, Borges reconocía en Joyce a un gran escritor. En el mismo artículo dice que "...es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente es quizá el primero". Y tras equiparar a continuación algunos párrafos y sentencias del Ulises con los más ilustres de Shakespeare y Thomas Browne, sostiene lo siguiente: “En el mismo Finnegans Wake hay alguna frase memorable. Por ejemplo esta que no intentaré traducir: Beside the rivering waters of, hither and thithering waters of, night. En este amplio volumen, sin embargo, la eficacia es una excepción".

Esta misma frase, lo único que Borges "rescata" de Finnegans Wake, la citará de memoria en una conferencia cuarenta años después. "¿Qué es esto traducido?" -se pregunta tras pronunciarla: "Las fluviales aguas de (o las fluctuantes aguas de) las acá y acullantes aguas de, noche. ¡Es horrible realmente! Yo digo eso en inglés y es mágico, suena como un conjuro; eso no depende del sentido, ya que ese sentido en otro idioma no existe" [vii].

Respecto de esa frase perdurable, pues Borges la cita en dos ocasiones separadas por más de cuarenta años, llama poderosamente la atención que la aísle como única en ... ¡más de doscientas páginas! Y que además no sea una frase perdida en la maraña del texto, sino que sea la última línea de la primera parte del libro (página 216 de la edición de Paladin, London, 1992).

¿No será tan exquisito hallazgo en realidad el fruto de una lectura a disgusto que, deslizándose a saltos sobre el texto sólo se deja encantar por una frase? No olvidemos que ya en 1925 en “El Ulises de Joyce” (Proa, nº 6) Borges declaraba no haber leído las setecientas páginas, a pesar de lo cual efectuó la crítica del mismo. En consecuencia tenemos que suponer que fue muy poco lo que leyó de Finnegans, de allí que sólo resalte una frase que, por cerrar la primera parte del libro, se recorta claramente sobre el blanco de la página.

No puede ser que Borges sólo haya oído en lo que leía esa única frase. Su lectura tiene que haber sido necesariamente perezosa. Haber descifrado con dificultad -como él mismo aclara- nueve o diez calembours lo tiene que haber puesto de tan mal humor que ya no se detuvo hasta el final de la primera parte.

Por nuestro lado consideramos que todo el párrafo final constituye una excelente muestra de la poética joyceana. El anteúltimo párrafo termina así: "(...) Lord save us! And ho! Hey? What all men. Hot? His tittering daughters of. Whawk?". Y tras el punto y aparte viene el párrafo que merece especial consideración:

“Can't hear with the waters of. The chittering waters of. Flittering bats, fieldmice bawk talk. Ho! Are you not gone ahome? What Thom Malone? Can't hear with bawk of bats, all thim liffeying waters of. Ho, talk save us! My foos won't moos. Y feel as old as yonder elm. A tale told of Shaun or Shem? All Livia's daughtersons. Dark hawks hear us. Night! Night! My ho head halls. Y feel as heavy as yonder stone. Tell me of John or Shaun? Who where Shem and Shaun the living sons or daughters of? Night now! Tell me, tell me, tell me, elm! Night night! Telmetale of stem or stone. Beside the rivering waters of, hitherandthithering waters of. Night!”

En cuanto a la traída frase, es cierto que la traducción que propone Borges es horrible: "Las fluviales aguas de, las acá y acullantes aguas de, noche". No menos horrible es la versión de Víctor Pozanco (Finnegans Wake, página 92, Editorial Lumen, Barcelona, 1993): "Junto a las ríocirculantes aguas de, las vagamundas aguas de la. Noche!".

El "fluviales" borgeano hace perder el rivering original, mientras que "riocirculantes" no sólo suena mal sino que resulta demasiado conceptual.

Del mismo modo, "vagamundas" que en sí misma es una bella palabra, se aparta sin embargo del hitherandthithering de Joyce. Al respecto cabe señalar que Borges separa este vocablo en sus tres componentes en el artículo de El Hogar (¿error del corrector de las pruebas de imprenta o Borges escribió la frase de memoria y automáticamente separó las palabras?), por eso traduce en la conferencia tardía "acá y acullantes".

Borges disponía del término "vagamundas", pues ya en 1925 (Inquisiciones, artículo sobre Torres Villarroel) empleó la palabra "vagamundeó" que casi con seguridad habría recogido de Quevedo (Vida del gran tacaño): "Los dientes le faltaban, no sé cuantos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado". Según trae Corominas-Pascual, del "vagabundo" ya registrado a finales del siglo XIV y hasta Nebrija, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada y varios autores del XVI, se pasó por etimología popular a la alteración "vagamundo"; podemos suponer que Borges la habrá usado con sumo entusiasmo en su populista Inquisiciones. Eligió, sin embargo "acá y acullantes" según la errónea separación que hemos comentado. Alguien que en cierta ocasión se propuso superar estas insuficiencias (inevitables, por otra parte) de traducción, creyó resolver la cuestión en estos términos: "Junto a las fluviantes aguas de, las acayacullantes aguas de. Noche!". Pero...

Insistamos en el hecho de que Borges carga las tintas cuando escucha el mágico conjuro en una sola frase. Valga como ejemplo una proporción matemático-poética en la primera línea de la séptima sección de la primera parte del libro (pág. 169) que alcanza la perfección:

“Shem is as short for Shemus as Jem is joky for Jacob.”

Dijimos que lo que Borges le exige a Finnegans Wake no es sentido, sino música y conjuro. De allí que hable de falta de eficacia, puesto que para él la eficacia de un verso o de una frase no depende del sentido sino de la música, de esa musicalidad que nos impele a repetirlo en voz alta. Borges no escucha en este libro los mágicos sonidos que espera de tan grande escritor. Él sostiene que cuando el silencioso lector es conmovido por un pasaje elocuente, experimenta el impulso de leerlo a viva voz: "Yo creo que un pasaje bien escrito obliga a la lectura en voz alta. En caso de tratarse de versos es evidente, porque la música del verso requiere ser aunque sea murmurada; pero en todo caso tiene que oírse. En cambio si usted está leyendo algo puramente lógico, puramente abstracto, no; en ese caso usted puede prescindir de la lectura en voz alta. Pero no puede prescindir de la lectura en voz alta si se trata de un poema(...) Eso ahora está perdiéndose, ya que la gente está perdiendo el oído. Desgraciadamente todos son ahora capaces de lectura en voz baja, porque no oyen lo que leen; pasan directamente al sentido del texto" [viii].

Esta operación mediante la cual el lector se transforma en oyente, destacando de ese modo lo que se oye en lo que se lee, es decir, la música del texto, es exactamente la inversa de la operación que Lacan ha señalado en el acto de habla, en el cual el oyente realiza una operación de lectura, pues el significado de las frases pronunciadas en una conversación no es otra cosa que "lo que se lee en lo que se oye". Es obvio que no se trata en ambos casos de la misma lectura: no es lo mismo leer en los sonidos del habla que oir los sonidos de la lectura. Pero es indudable que el oyente de un acto de habla tiene que descifrar la significación (lo cual es denominado "lectura" por Lacan) en los sonidos encadenados que emite su interlocutor.

Volvamos sobre esa palabra, "música", aplicada a la poesía. En Diálogos, Ferrari le recuerda a Borges que en alguna ocasión ha dicho que tal aplicación es un error o una metáfora, pues más que de música se trataría de la entonación propia del lenguaje. A lo cual Borges responde: "Sí, por ejemplo, yo creo tener algún oído para lo que Bernard Shaw llamaba word music (música verbal), y no tengo ningún oído, o muy escaso, para la música instrumental o cantada (...) He conversado con músicos que no tienen ningún oído para la música verbal; que no saben si un párrafo en prosa o una estrofa en verso está bien medida" [ix].

Se sabe, sin embargo, que Joyce sabía música, no obstante lo cual la musicalidad de su escritura despertó, como hemos visto, el elogio borgeano. En cierta ocasión, hablando de la ceguera [x] Borges señaló las vertientes que en Joyce configuran "una obra doble": una mitad constituida por las dos "vastas e ilegibles" novelas -Ulises y Finnegans-, unos "bellos" poemas y el "admirable" retrato del artista adolescente; pero "la más rescatable" (-como se dice ahora- se excusa Borges) es la otra mitad: "el hecho de que tomó el casi infinito idioma inglés. Ese idioma que estadísticamente supera a todos los demás y que ofrece tantas posibilidades para el escritor, sobre todo de verbos muy concretos, no fue bastante para él". Así que Joyce estudió noruego, griego, latín... "Supo todos los idiomas y escribió en un idioma inventado por él, un idioma que es difícilmente comprensible pero que se distingue por una música extraña. Joyce trajo una música nueva al inglés".

En una ocasión, opinando sobre su “Poema conjetural” expresa que el hecho de que concluya con el último momento de la conciencia del protagonista, aquel en que experimenta "el íntimo cuchillo en la garganta", es lo que da fuerza al poema. Aunque resulte totalmente inverosímil, pues los últimos momentos de una conciencia tienen que ser "menos racionales, más fragmentarios, más casuales", percepciones visuales y auditivas más desordenadas, incluso preguntas o reflexiones de índole muy práctico, tal como si sus perseguidores lo alcanzarían o no, en fin, todo aquello que justamente no aparece en este poema. Y añade Borges: "Pero no sé si eso hubiera servido para un poema; es mejor suponer que él puede ver todo esto con la relativa serenidad que corresponde a la poesía, y con las frases más o menos bien construidas. Creo que si hubiera sido un poema realista, si hubiera sido lo que Joyce llama un monólogo interior, el poema habría perdido mucho; y mejor que sea falso, es decir, que sea literario" [xi]

Esta es la única vez en que Borges compara algo propio con alguna cuestión destacada en Joyce, en este caso el rechazable realismo del monólogo interior. Por el contrario, en muchas ocasiones Joyce surge en una cadena de escritores o en una dupla como ejemplo o como paradigma de algo especialmente destacable.

Así, "...Joyce y Stefan George han ejecutado modificaciones más profundas en su instrumento (quizá el francés es menos modificable que el inglés y que el alemán)" [xii] expresa Borges en la comparación con Valéry. O cuando coloca a Joyce en la serie de aquellos que son "menos un hombre que una dilatada y compleja literatura" [xiii]: Joyce, Goethe, Shakespeare, Dante, Quevedo.

La pareja con Góngora es invocada en varias ocasiones. En una ocasión, a propósito de la mayor pasión de la vida de Rudyard Kipling, la pasión por la técnica, Borges dice de sus últimos cuentos: "...tan experimentales, tan esotéricos, tan injustificables e incomprensibles para el lector que no es del oficio, como los juegos más secretos de Joyce o de don Luis de Góngora" [xiv](14). Muchísimos años después, dirá: "Sentimos el aire que se mueve, lo llamamos viento; sentimos que ese viento viene de cierto rumbo, del lado del río. Y con esto formamos algo tan complejo como un poema de Góngora o como una sentencia de Joyce" [xv].

"Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce" [xvi].

Alfred Döblin, el escritor alemán autor de Berlin Alexanderplatz (1929) es recordado por Borges en dos notas de Textos Cautivos. Fue un estudioso del Ulises joyceano; la novela mencionada es "laboriosamente realista: su lenguaje es oral; su tema, el proletariado y malevaje de Berlín; su método, el de Joyce en Ulises. Conocemos no solamente los actos y los pensamientos de su héroe, el desocupado Franz Biberkopf, sino los de la ciudad que lo ciñe. Döblin ha escrito que el Ulises es un libro exacto, biológico. Cabe afirmar lo mismo de Berlin Alexanderplatz” [xvii].

La última hoja

Borges ha puesto en claro en los textos que hemos conectado diversas cuestiones respecto de neologismos, musicalidad y sentido: reprueba a los primeros en tanto no posean la eficacia exigible, es decir, cuando carentes de música no inviten a repetirlos en voz alta. Ahora nos preguntamos: ¿Cabe la posibilidad de traducir a Joyce? Borges ya ha dicho que aquellos momentos de la escritura joyceana en que alcanza la cima son intraducibles (ejemplo de la única frase que salva en Finnegans), mostrando que la eficacia no depende del sentido. En una “Nota sobre el Ulises en español”, publicada en “Los Anales”, nº 1, Buenos Aires, enero de 1946 [xviii], establece su diferencia con Salas Subirat, el traductor de Ulises. Si para éste traducir a Joyce "no presenta serias dificultades", para Borges en cambio, la empresa es "muy ardua, casi imposible". Tal imposibilidad proviene de la maestría verbal de Joyce, es la perfección verbal de algunas páginas lo que torna imposible la traducción. Dice Borges: "El Ulises, tal vez, incluye las páginas más caóticas y tediosas que registra la historia, pero también incluye las más perfectas. Lo repito, esa perfección es verbal. El inglés (como el alemán) es un idioma casi monosilábico, apto para la formación de voces compuestas. Joyce fue notoriamente feliz en tales conjunciones. El español (como el italiano, como el francés) consta de inmanejables polisílabos que es difícil unir".

Y a continuación ejemplifica abundantemente dichas dificultades. "En esta primera versión hispánica del Ulises, Salas Subirat suele fracasar cuando se limita a traducir el sentido". Vienen varios ejemplos de traducción por el sentido:

“Horseness is the whatness of allhorse” = el caballismo es la cualidad de todo caballo.
“Phantasmal mirth, folded away: muskperfumed” = júbilos fantasma-góricos momificados.
“A miriadminded man” = hombre de inteligencia múltiple.

En todas estas versiones en español Borges considera que se pasa de lo memorable a lo lánguido, de lo melodioso y patético a lo inexistente. Los esfuerzos de los traductores son proporcionales a la disparidad de criterios. Nos vienen a la memoria las palabras de aquel esforzado traductor, quien por observar estrictamente la preceptiva borgeana, proponía rectificar la criticada versión de Subirat ("hombre de inteligencia múltiple" por “a miriadminded man”) ajustándose al dictamen de Borges que, en el artículo que estamos comentando, viene a continuación: "Muy superiores son aquellos pasajes en que el texto español es no menos neológico que el original". De acuerdo a ello, y para no ser ni "lánguido" ni "inexistente", nuestro traductor ("no menos neológico" que Joyce) daba su versión: "hombre miriádicamente mentado".

Criterios de traducción de Joyce que resumiríamos en los siguientes términos: aunque el neologismo joyceano no siempre es eficaz pues muchas veces carece de música, debe sin embargo ser respetado en tanto tal, no dejándose guiar por el sentido al traducirlo. Tal respeto al neologismo se impone con mucha más razón cuando resulta eficaz, alcanzando la sonoridad musical que Borges exige de un escritor como Joyce; entonces, más que nunca, dado que "Joyce dilata y reforma el idioma inglés, su traductor tiene el deber de ensayar libertades congéneres".
En la revista Proa (número 6, Buenos Aires, 1925) Borges publicó su primer artículo sobre el escritor irlandés: “El Ulises de Joyce”. Comienza declarando: "Soy el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce..."

¿Qué lo lleva a arrogarse los méritos de tal lectura originaria? ¿De dónde extrae esa certeza? ¿De las lecturas de las revistas literarias escritas en castellano? ¿De los juicios formados acerca de sus contemporáneos hispanohablantes? ¿De su conocimiento del ancestral rechazo por la lengua inglesa existente en la Península, y de la eventual extensión de ese rechazo a la América hispánica? Estas u otras razones le posibilitaron emitir la sentencia que lo consagra como aventurero privilegiado, como Ulises hispánico confrontado a la Odisea joyceana. Y si Borges sostiene haber sido el primero, tendremos que aceptar que su traducción de la última hoja del libro fue la primera versión del Ulises en castellano. Bajo ese título se publicó en ese mismo número de Proa la traducción de Borges: “La última hoja del Ulises”.

Lectura y traducción apresuradas, como el mismo Borges confiesa. Algo del libro lo apremió hasta el punto de precipitar la traducción... ¡de la última hoja! Un hecho tal vez inédito en materia de traducciones. Necesitó no solamente ser el primero en aventurarse en el Ulises, sino en recorrerlo a saltos y en traducir el final. Saltos de Borges que pasaron por encima de una hoja del Ulises, hoja que, podemos asegurar, el petulante joven no había leído. Nos referimos a la página 683 de la versión de que disponemos (James Joyce. Ulysses. Oxford, 1992 -según edición de 1922-). Allí puede leerse:

“If he had smile why would he have smiled?”

“To reflect that each one who enters imagines himself to be the first to enter whereas he is always the last term of a preceding series even if the first term of a succeeding one, each imagining himself to be first, last, only and alone whereas, he is neither first nor last nor only nor alone in a series originating in and repeated to infinity.”

Párrafo que J. Salas Subirat (Santiago Rueda Editor. Buenos Aires, 1972. 6 n edición. Página 677) traduce así:

Si hubiera sonreído, ¿por qué habría sonreído?

Al reflexionar que cada uno que entra se imagina que es el primero en entrar mientras que él es siempre el último término de la serie precedente aun si es el primer término de la siguiente, imaginándose cada uno ser el primero, el último, el solo y el único, mientras que no es ni primero ni último ni solo ni único de una serie que se origina en y se repite hasta el infinito.

La versión de José M. Valverde es prácticamente igual (Ediciones Lumen. Barcelona, 1991. 3ª Edición. Página 627).
Este párrafo del Ulises habría aconsejado prudencia al joven Borges. Pero deseaba ser el primero.

Nos asomaremos a esa última hoja. En sus primeros renglones dice el original:

“...shall I wear a white rose or those fairy cakes in Liptons I love the smell of a rich big shop at 7 1/2 d a lb or the other ones with the cherries in them and the pinky sugar 11 d a couple of lbs...”
Traduce Borges: "...usaré una rosa blanca o esas masas divinas de lo de Lipton me gusta el olor de una tienda rica salen a siete y medio la libra o esas otras que traen cerezas adentro y con azúcar rosadita que salen a once el par de libras..."

Si para Borges las fairy cakes son "masas divinas" y el pinky sugar es "azúcar rosadita", denotando los modales refinados propios de su educación, modales y costumbres que exigen una adjetivación en consonancia, llegando los sabores a ser divinos y los colores diminutos, rosaditos, en cambio para Salas Subirat se tratará de "tortas de hadas", evidentemente sugeridas por el fairy, mientras que el azúcar será sencillamente "rosado". También para José M. Valverde el color será "rosado" a secas, pero las masas divinas y las tortas de hadas de sus predecesores serán "magdalenas", ni tan mágicas ni tan divinas. ¿O sí? Pues tal vez tratándose de fairy cakes de Molly Bloom, magdalenas, tortas y masas sean todas equiparables, dulces del deseo, todas fairy.

Una década más tarde de haber procedido a esta traducción, en su historia de la eternidad, Borges, al pasar, menciona el Ulises. Lo hace en el contexto del comentario sobre la eternidad según San Agustín. Dado que la eternidad del Señor registra de una vez "no solamente todos los instantes de este repleto mundo sino los que tendrían su lugar si él más evanescente de ellos cambiara -y los imposibles también", resulta evidente que "su eternidad combinatoria y puntual es mucho más copiosa que el universo". Prosigue Borges estableciendo la diferencia de esta eternidad agustiniana con las eternidades platónicas. Si para estos últimos el riesgo mayor es la insipidez, en cambio la eternidad en la versión del santo "corre peligro de asemejarse a las últimas páginas de Ulises, y aún al capítulo anterior, al del enorme interrogatorio". Vemos que Borges califica de "peligro" a tal semejanza. Pero "un majestuoso escrúpulo de Agustín moderó esa prolijidad". Entendemos que nos ahorró el encadenamiento de todos los instantes posibles e imposibles, evitando agobiarnos con una prolija enumeración. Merced a sus escrúpulos, San Agustín salva al lector del peligro joyceano, la para Borges obsesiva prolijidad del monólogo interior de Molly Bloom. Peligro que, bajo la vertiginosa forma de una metonimia impuntuada pudo haber atrapado al joven Borges, impulsándolo a la temprana traducción de "la última hoja del Ulises".

En esta última página, Ronda y Algeciras, sucintamente descritas como poblaciones de “callecitas rarísimas”, las casas son “rosadas, amarillas y azules”, constituyendo el escenario para la erótica entrega de Molly Bloom. Estos tres colores básicos, colores que mitigados con blanco intervienen en la construcción del arrabal borgeano... ¿No pudieron haber determinado la elección de esa última página del Ulises? Tanta rosa blanca y azúcar rosadita, tantos rosales y casas rosadas, y aquella rosa en el pelo, ¿no habrán atrapado a Borges, para quien ya el color rosa estaba ligado tanto a la ternura como al coraje?

Sergio Larriera
[i] Dialogos (Di) Sesenta conversaciones con Osvaldo Ferrari (1984-1985). Página 346. Seix Barral, Barcelona, 1992.
Ya en 1964, en el prólogo a "El otro, el mismo", Borges había caracterizado la escritura joyceana como “espécimen de museo“.
"Los idiomas del hombre son tradiciones que entrañan algo de fatal. Los experimentos individuales son, de hecho, mínimos, salvo cuando el innovador se resigna a labrar un espécimen de museo, un juego destinado a la discusión de los historiadores de la literatura o al nuevo escándalo, como el Finnegans Wake o las Soledades.
[ii] Borges el memorioso (B. e. M.) Conversaciones con Antonio Carizo (1979). Fondo de Cultura Económica, México, 1983. Página 79.
[iii] Di. Página 259.
[iv] Di. Página 72.
[v] ”Textos cautivos (T.C.)” Ensayos y reseñas de El Hogar (1936-1939). Página 328. Tusquets Editores. Barcelona, 1986.
[vi] ”T.C.” Página 83.
[vii] ”El poeta y la escritura”. Conferencia dictada en 1980 en la Escuela Freudiana de Buenos Aires.
[viii] Di. Página 175.
[ix] Di. Página 357.
[x] ”Siete noches” “(S.N.)” En Obras Completas, tomo III, página 284. Emecé.
[xi] ”T.C.” Página 247.
[xii] ”Otras inquisiciones (O.I.)” Obras Completas, tomo II, página 64.
[xiii] ”O.I.”, página 44.
[xiv] ”T.C.” página 111.
[xv] ”S.N.” página 225. Otra equiparación de Joyce y Góngora puede verse en la cita que recogemos en la nota (1), donde se emparejan sus respectivos “Finnegans Wake y Soledades”.
[xvi] ”El informe de Brodie” (1970). Prólogo. Obras Completas, tomo II, página 400.
[xvii] ”T.C.” Página 179. De “Berlin Alexanderplatz” se ha visto hace unos años una excelente versión en catorce capítulos para televisión de Rainer Fassbinder.
[xviii] En Cuadernos Hispanoamericanos (505-507). Homenaje a Jorge Luis Borges. Página 46. Madrid, 1992.

El baile, de Irène Némirovsky. Comentario de María José Martínez Sánchez

Es una novela realista y abierta. Fue entregada a su editor parisino en 1929, cuando la joven autora rusa de 26 años, de origen judío, exiliada con motivo de la revolución bolchevique, que había estado un año en Berlín, irrumpe con esta tercera obra en el mundo de la Literatura.

Escritora-niña prodigio, comparada por muchos con Colette y Françoise Sagán, hace gala en esta obra de una distancia expresiva que no tuvo, por ejemplo, la heroína de Bonjour tristesse. Y aunque la “travesura” es aquí menos complicada que en aquella novela, no puedo dejar de comparar a Antoinette con Cécile, aquella otra niña perversa cercana a su época.

La autora de El baile, mantiene la frialdad narrativa durante toda la novela, y nunca se implica en el relato como narradora afectiva, ni hace ninguna reflexión profunda; ni siquiera se duele demasiado cuando la protagonista recuerda aquella primera bofetada

de su madre. De esa frialdad sale el tono general de la novela, sencillo, plano y prodigioso, que construye la indiferencia propia de los catorce años de la protagonista, que nos cuenta, en tercera persona, con el limpio corte de un bisturí, y sin entretenerse en consideraciones pegajosas, lo que ocurrió en su pasado que enseguida es presente. La autora ya no es tan joven cuando nos regala esta pequeña joya literaria escrita en francés, cuando ya había tenido bastantes experiencias.

De familia acomodada –su padre, banquero moscovita, de los llamados rusos blancos–, tuvo ocasión de conocer perfectamente, en su tierra natal, el mundo deslumbrante y delicado de la refinada burguesía rusa. Y aunque el exilio la sacó de allí a los 15 años, fue capaz de mantener la memoria adolescente de su aguda mirada enriquecida luego con estudios, y con una institutriz francesa, para años más tarde hacer la despiadada y sutil comparación de aquella sociedad con los arribistas de un Paris de entreguerras a los que luego nos mostrará en su más cruda realidad.

Estos nuevos ricos forman la familia de esta historia de banqueros que parece autobiográfica, ya que el Sr. Kampf también era judío, y a lo largo de la historia, la voz narrativa parece el vivo eco de la voz de la autora.

Libro sin sorpresas, la autora nos cuenta muy pronto cómo estos personajes quieren dar un baile para hacerse conocer entre los antiguos burgueses y aristócratas de París. Y cuando la hija de catorce años muestra su deseo de asistir a la fiesta, se encuentra con la rotunda negativa de la madre y la debilidad consentidora del padre que nunca la contraría. Y la madre aduce que es ella, ella, sin lugar a dudas, quien tiene que lucirse y destacar en ese evento. Esto da lugar a la fría y tremenda rivalidad que nos describe la autora entre una madre absurda y ostentosa, y una hija adolescente, tal vez algo precoz, que el día de la fiesta, y para no estorbar, ha de dormir en el cuarto de la plancha.

Y es muy cómica y muy reveladora, en este relato tan escueto, la elaboración de la lista de invitados, donde muchos pueden ser hasta antiguos delincuentes rehabilitados, gigolos, parejas irregulares, y, ¿algún marido, tal vez? –pregunta el padre–, explicado todo esto en presencia de la hija que va poniendo las direcciones a los sobres, mientras se prepara la sala con lámparas a media luz, con mesas íntimas, y con música, como en un dancing, imitación de alguna otra fiesta, donde según nos dice la autora, las damas desean ser tocadas. La historia, ligera en estos planteamientos, avanza sin ninguna cadencia sentimental, pero con la distancia justa para retratar perfectamente a la madre, y para ver más adelante la evolución de la personalidad que a partir de un cierto momento desarrolla la niña.

Y es que la madre, personaje principal de la historia, no aguanta la pasividad de su hija ante el evento que a ella la tiene enajenada. Y no aguanta esa pasividad natural en una cría de esa edad, —“esta niña siempre está en la luna”–, porque sólo desea ver a su alrededor a personas que puedan hacerle coro, a personas que sean capaces de aportarle las imágenes de glamour, de triunfo y reconocimiento que ella necesita. Y esa diferencia entre su ambiciosa forma de ser y la de su hija, es la que la hace ser agresiva sin motivo, pues está claro que la niña de catorce años nunca podría ser su rival. Pero no ocurre así, pues de alguna forma su hija es ese permanente reproche infantil que ella no soporta. Al final ella queda en ridículo en una representación finísima, y casi vacía de personajes, cuando los músicos van saliendo de la casa a medida que se beben los licores. Escena final de lágrimas y acusaciones matrimoniales en la que una mujer y su hija están grotescamente enlazadas.

Hija adolescente, deseosa de ser ya una mujer, envidia a la miss y su novio, que se besan y abrazan, imaginando ella cómo será todo aquello. Es una jovencita soñadora que cansada de vestidos feos desea ir a ese baile y flotar en ese ambiente en el que ya se ve bailando en brazos de un hombre. Y eso es un deseo tan legítimo, que hasta su padre podría comprenderlo, pero se encuentra con la negativa de la madre, a la que casi siempre estorba, y que en estos momentos quiere ser la única mujer en los salones.

Y a partir de ahí, aderezada la historia con algún que otro amago de volver a levantar la mano a su hija, con ciertas alusiones injustas hacia su cara de adolescente –“¿en qué sueñas con ese labio colgado?”–, se elabora la venganza de la niña en esa novela cuajada de ironía sobre esa sociedad de nuevos ricos entre los que se siente más lista y más instruida que esa gente a la que juzga y que también llora por tonterías. Ella necesita apartar a todos de su camino para alcanzar esa vida en la que no quiere perder tiempo ni vivir tan modestamente como le ha ocurrido a su profesora de piano.

Por lo visto, la niña también es ambiciosa.

Al final, la venganza de la niña va llegando lentamente con el retraso de los invitados, al igual que ella se hace perversa a medida que pasa el tiempo. Todo ha ocurrido por la indiferencia triste y la falta de perspectiva de esa adolescente que un día se enfadó. Y aunque ella no está segura de si lo que hizo está bien o mal, lo hizo con el deseo de castigar a su madre, o tal vez a los dos, tirando al Sena o dejando caer las invitaciones para la fiesta.

Y aquí es donde la historia se decide. Si Antoinette hubiera echado las invitaciones al correo, habría sido la niña que seguía el camino conocido y señalado de antemano, el camino lógico y normal. Pero es en ese momento, cuando las deja caer, cuando elige un camino nuevo, el extraño camino de lo desconocido, un desafío al futuro donde ya nada estaba escrito, un futuro que para ella, y en su más íntimo interior, es un futuro sin retorno.

Y ya tenemos formado un vacío en esa niña-adolescente, entre inocente y perversa, que no tiene en donde sujetarse, y que en el paso hacia la madurez rompió las reglas del juego adentrándose en la aventura de, “a ver qué pasa”, con una dejadez y con una irresponsabilidad absoluta, pero con una sutil decisión interior que antes ha depurado con las lágrimas serenas de mujer vertidas en su cuarto. Luego esperará escondida disfrutando quedamente con todo lo que ocurre, para llegar al final y contemplar, en medio de un pequeño susto y una gran indiferencia –ya no queda más remedio que ser indiferente–, el desastre de esa fiesta a la que sólo llega la profesora de piano. Por cierto, a ésta no le ofrecen caviar para no estropear el efecto decorativo de las fuentes.
Es patética y extraordinaria la escena en la que se espera a los invitados. Son unas páginas maestras, para mí las mejores de esta historia, donde la tensión de la espera –tan fría y tan dosificada como la vieja venganza aplazada–, nos tiene en vilo cada vez que suena el timbre, aún sabiendo nosotros, como sabemos, que nadie va a llegar.

Así acaba, sin empezar siquiera, el dichoso baile tan deseado por su madre. Ella, que ahora se da cuenta de la dimensión de la tragedia, y que piensa que podría ser un sueño, se muerde las manos y dice algo así: –“Me importa un bledo, me importa un bledo; mamá puede hacerme lo que quiera, ya no tengo miedo”. Efectivamente, ya no puede tener miedo, ya rompió esa barrera. Estamos asistiendo al nacimiento de una valentía innecesaria en una niña que ya está sola. Cuidado. Ahora está más indefensa que antes.

Finalmente, y como colofón, la madre culpará al padre de todo su fracaso, y Antoinette ha de oír las frases duras y de desprecio con las que su padre humilla a la madre. Así es como se entera de por qué se casaron sus padres. El desprecio de la niña es absoluto. Tenía razón en lo que hizo. No valía la pena conservarlos.

Y ante tal desastre de fiesta y de vida que ahora parece dirigirse hacia esa ruptura matrimonial, ella, que oye todas esas imprecaciones, está indiferente.

–Y, ¿no se siente culpable? –nos preguntamos.

Según aparece en la historia, no, porque el tono general de la novela no es un tono pesaroso. Si lo fuera, la novela se cerraría con ese personaje triste que no existe aquí, como en la obra de Sagán, tal vez porque está desbordada por los acontecimientos, o tal vez por sentirse instalada sobre esa venganza esperando a que los padres empiecen a destrozarse mutuamente para confirmar que ella es superior.

Pero hay un momento en que la niña oye su voz interior y quiere desaparecer, porque a pesar de su prisa por crecer, aún es muy pequeña.

–“Me mataré –dice en una reacción muy infantil–, y antes de morir diré que todo ha sido culpa suya”.

Y aquí más que culpa se atisba mucho miedo, tal vez miedo al castigo.

Cuando todo ha acabado la niña-niña va hacia la madre y le toca el pelo. De alguna forma la quiere consolar, cambiar la historia, volver todo a lo que era antes, volver a ser inocente. Y la madre quiere ponerla de su lado diciéndole, con esa expresión tan francesa, que su padre se ha ido y que, “sólo te tengo a ti, ¡mi pobre niña!”

Pero, al igual que al principio se nos cuenta, en esta novela discretamente circular, la madre acaba separando a la hija de su lado, porque materialmente le molesta. Y lo hace de tal modo que el posible acercamiento desaparece. Entonces la indiferencia vuelve a instalarse en la cabeza de la niña que viendo cercana su victoria da un paso más, y apretándose contra la madre, y viendo lo que se avecina, le devuelve la frase con una enigmática sonrisa: “¡Pobre mamá!”.

La perversidad ha crecido.

Y así acaba esta historia contada sobre un absurdo cruce de caminos entre una madre burda e ignorante, y su hija de 14 años, niña bien educada, que se atrevió a poner una zancadilla en el camino de sus padres, sin pararse a pensar en las consecuencias ni en su propio descalabro.
Pero, ¿qué habrá sido de Antoinette?

Mª José Martínez Sánchez.