jueves, 15 de abril de 2010

La Editorial El Nadir presenta Relatos Sombríos Historia Mágicas de Remy de Gourmont

Editorial  El Nadir . Newsletter

Novedades

Presentación y lectura de Relatos sombríos. Historias

Mágicas de Remy de Gourmont.




Relatos sombríos. Historias mágicas

El Nadir en la librería de Madrid La Buena Vida

Hoy jueves, día 15 de abril a las 20.30 horas, tendrá

lugar la presentación y lecturas de Relatos sombríos.

Historias Mágicas, del simbolista Remy de Gourmont.

La presentación y análisis de los textos, será la tarea

del escritor Gustavo Dessal y los psicoanalistas

Miguel Ángel Alonso y Alberto Estévez.

La lectura correrá a cargo de Carmen Botello,

editora de El Nadir.

El acto se celebrará en la librería madrileña La Buena Vida,

calle Vergara, 10, 28013, Madrid

martes, 13 de abril de 2010

Un artículo de Laura Botella sobre Bartleby, el escribiente de Herman Melville

El gran interés de esta novela breve, reside, desde mi punto de vista, en la construcción literaria de determinado personaje. Del abogado en relación a B.

Pero antes, quisiera acotar otros elementos importantes del contenido y del continente.

El vacío es en gran medida, un motor incansable. Y así lo demuestra B.
En este caso, Melville muestra cierta dicotomía entre el silencio, el no estar, no ser; y el lenguaje, como la presencia, o la existencia; ambas para concretar una realidad.

De tal manera, la fórmula Preferiría no hacerlo (condicional) supone determinada existencia, por no ser el absoluto silencio, pero también un equilibrio exacto entre la aceptación y la no aceptación, sin ser una expresión activa.
B. es un hombre que podría hacer lo que no quiere, y no se sabe si quiere hacer algo. De esta manera, el uso de Preferir destruye la posibilidad de querer y poder (porque puede, sin querer).

La existencia de B. se ve condicionada por un hecho concreto, pues su vacío, su motor, son cartas muertas, sin respuesta, sin destino.

Por otra parte, comprendemos que la vida / humanidad es en muchos casos recibir respuestas que no esperamos, que no deseamos o que no comprendemos.
Es una búsqueda para encontrar una realidad inesperada o indeseada.
Y ahí es donde está el abogado. En una posición diagonalmente opuesta a B, por el que sin embargo siente gran atracción y curiosidad.


Abogado.

B. genera en éste gran inquietud, y su personaje está construido en función de los demás, de manera especular.

Melville aporta más información de los demás personajes secundarios quedel propio narrador, que forma, sin duda alguna, parte importante de la historia, y cuya realidad se constituye sobretodo en la relación que mantiene con B.

P. 1: (...) algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general.
Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. (...)
Soy uno de esos abogados sin ambición (...)
Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. (...) Virtudes: prudencia; y método.

Hasta aquí, es toda la información que el narrador ofrece de sí mismo, describe a un personaje algo mediocre, plano. Podría decirse que incluso invisible.

Más tarde detalla características de sus compañeros de oficina, de los cuales se sirve para ir dibujando poco a poco al narrador.

p. 2. (...)Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta.

Primer dato concreto que aporta de sí mismo, su edad, de la que podemos generar un contexto más apropiado.

P.2. Nippers, al que siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión.

En este caso, manifiesta su opinión, y por tanto sus valores, acerca de ciertos poderes que no considera buenos, y de tal manera, ahonda en cierto modo en su propia constitución moral.

P. 3. Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí.

Concreta en este aspecto, acerca de la importancia que tiene para el abogado el método, es decir, las cuestiones prácticas, como la utilidad que tienen para él sus empleados, por una escritura rápida, que facilita el trabajo, y la imagen que Nippers da a la oficina. Por otra parte, es significativo que su supuesta mano derecha refleje descrédito frente al narrador.

P.5. (hablando de Bartleby) figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.

Es el comienzo de cierto desequilibrio e inquietud del abogado, producida por la presencia de su nuevo escribiente, B.
Manifiesta características de éste en cierto modo de forma sorprendente.
Pues la pulcritud y la decencia son valores importantes (en su contexto espacio / tiempo y laboral). Y sin embargo lo presenta con ciertas reticencias, que incluso pueden mostrar gran dosis de desasosiego y contradicción.
Por otra parte, para la labor del escribiente, también son valores importantes el silencio y la mecánica por cuestiones prácticas, y el narrador, parece no sentirse cómodo con alguien así cerca, es más, parece preferir el desajuste de horario entre sus empleados Nippers y Turkey, a pesar de tener que sufrirlo, como él mismo comenta.

A continuación extraigo determinados fragmentos que dibujan sutilmente la reacción del abogado y por tanto, su persona.

P.7. ‑Las copias, las copias ‑dije con apuro‑. Vamos a examinarlas. Tome ‑y le alargué la cuarta copia.
‑Preferiría no hacerlo ‑dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.
‑¿Por qué rehúsa?
‑Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.

B. desaparece constantemente, y el narrador le busca incansable.

En el primer momento que escucha “preferiría no hacerlo” busca un razonamiento lógico, y respuestas.
Y al no obtenerlas, es consciente que es B. quien le desarma, pues como él mismo dice, “con cualquier otro me hubiera precipitado en un arranque de ira”. Sin embargo, el silencio, el vacío de B, le conduce a un estado de búsqueda constante al que se engancha irremediablemente. Y no sólo eso, sino que además confirma que “le conmueve de manera maravillosa”, cuando él mismo es consciente que es precisamente tal desconcierto lo que no le permite una ruptura tajante y directa.

Pero, por otra parte, siente cierto desasosiego que necesita calmar y reparar.
Es consciente de ellos, por eso mismo busca el refuerzo de sus empleados:

P.8. No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
‑Turkey ‑dije‑, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?
‑Con todo respeto, señor ‑dijo Turkey en su tono más suave‑, creo que la tiene.
‑Nippers. ¿Qué piensa de esto?
‑Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.
El sagaz lector habrá percibido que siendo de mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O, para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.
‑Ginger Nut ‑dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo‑, ¿qué piensas de esto?
‑Creo, señor, que está un poco chiflado ‑replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
‑Está oyendo lo que opinan ‑le dije, volviéndome al biombo‑. Salga y cumpla su deber.
No condescendió a contestar.

Finalmente, con la seguridad de su mano (lo que demuestra por tanto, que más que un hombre seguro como se define, es lo que busca, y por tanto, de lo que puede carecer) por las respuestas de Nippers, Turkey y Ginger Nut, se siente respaldado para poder exigir lo que considera conveniente a su empleado.

P. 9. Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
La pasividad de Bartleby solía exasperarme.

Aquí se presenta a sí mismo como persona seria, pues como él dice, “nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva (...) La pasividad de B, solía exasperarme”.
Ya conocemos algo de más de sí mismo, y gracias a la resistencia pasiva de B.

¡Pobre hombre!, pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él.

A partir de este momento, comienza a buscar, como persona eminentemente segura y seria, una explicación lógica a la reacción constante de B.

Y encuentra una razón práctica y conveniente, su utilidad, a pesar de creer que “el pobre, no es mala persona”. Encuentra como prueba su aspecto, y de lo involuntario de sus rarezas parece ser el razonamiento a “pobrecito, no sabía lo que hacía, o no quería hacerlo”.
Entonces, intenta buscar cierta comprensión y aceptación para mantener lo que realmente le interesa, la utilidad de su labor.

En este caso, su seguridad vuelve a verse truncada, por lo que el abogado busca de nuevo el respaldo de sus empleados:

Abrí la puerta vidriera y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:
‑Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?
Hay que recordar que era de tarde. Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.
‑¿Qué pienso? ‑rugió Turkey‑. ¡Pienso que voy meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!
Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa, cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar.
‑Siéntese, Turkey ‑le dije‑, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?
‑Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.
‑¡Ah! ‑exclamé‑, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.
‑Es la cerveza ‑gritó Turkey‑, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿Le pongo un ojo negro?
‑Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no, Turkey ‑repliqué‑, por favor, baje esos puños.

En este momento se dan dos acontecimientos que sorprenden en cierto modo al abogado.
En primer lugar, la respuesta excesiva de Turkey, hace que él mismo se arrepiente de alentarle a demostrar su belicosidad. Pero por otra parte, busca una justificación objetiva para lo que en realidad siente y quiere, aunque no parezca atreverse sin la consulta de sus compañeros.

Y precisamente la respuesta de Nippers es lo que le resulta extraño. Que sea su empleado el que no le respalde, sino que le muestre una evidencia de frente, es decir, que eso es algo que tiene que decidir él mismo, ya que es el responsable.

P.13. El amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.

Aquí el abogado, tras asumir su responsabilidad e intentar mostrar su disconformidad con B., sigue, de alguna manera, viéndole como un “pobrecito desvalido”, al que intenta ayudar, aunque comprende que por mucho que lo intente, no es omnipotente y no puede llegar a penetrar dentro de él, y por tanto, existe un muro entre los dos que frena cualquier intento de humanidad en el otro.

Sin embargo, los demás personajes en cierto modo, se dejan impregnar por el contacto con B., y adoptan la expresión preferir.

El abogado se descubre impotente frente al muro que B. ha construido, la imagen del vacío, que le desalienta, le inquieta, y por otra parte, le engancha a pesar de reconocer lo mucho que le exaspera.

P. 17. Lo importante era, no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.

Aquí muestra como la relación que se establece entre ambos personajes, B. y el abogado tiene sentido el uno en función del otro, es decir, de un modo especular.

Por tanto, el narrador por fin establece que B. tiene que irse, y se hace sujeto responsable de lo que le inquieta y desequilibra, pero es B. quien decide en consecuencia con su trayectoria, que prefiere no.

El abogado expone de nuevo su opinión, en busca, (siempre en busca) de cierto territorio neutral y amistoso, o como mínimo, comprensivo:

P.18. Estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación, en una palabra, suposición. Pero parece que estoy engañado.

Es entonces cuando el abogado, tal vez sin siquiera saberlo, da muestras de lucidez, pues aflora la humanidad que sí conserva, y determina lo que él esperaba del otro (lo que es la vida, en cierto modo, aunque finalmente convenga siempre en una decepción y disgusto).

Resuelve en afrontar lo que realmente B. no es.
El abogado lo imaginaba de “caballeresco carácter”, lo cual, no es.
Lo presuponía capaz de reconocer las insinuaciones, pero no es así.

Comprende, al menos, por unos instantes, que el otro no es ni lo que esperaba, ni lo que ha intentado buscar y conocer, simplemente, prefiere no ser. Al contrario que el propio narrador, que es constantemente (aunque pueda ser, de modo erróneo, en ciertos momentos y opiniones).

Entonces retoma su argumento del “pobre hombre”:

P .19. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia.

Finalmente, el abogado retoma el argumento del pobrecito que le sirve tal vez, para sosegar su duda y su búsqueda, y el rechazo indirecto que B. muestra.
De este modo, también le exime a B. de su responsabilidad como ser humano, como persona, y le aleja de las consecuencias que supone “ser persona” con la justificación de lo mal que lo ha pasado.

P. 21. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.

Entonces, el abogado decide marcharse. Se desprende de su entorno, de su criterio a cambio de la imposición férrea de B.
A partir de este momento, un tanto Kafkiano, el narrador actúa en consecuencia a B., y no a sí mismo.
Por tanto, procede como si B. de una bacteria o sanguijuela se tratara. Ha entrado en su interior, hasta tal punto de ser el motor que marque sus reacciones. Se ha instalado dentro (de él y del edificio que el abogado abandona, al igual que otros nuevos inquilinos).

Paradójicamente, no puede desprenderse realmente de él, como se observa:

P.22. Pasaron varios días, y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.

En este momento, el abogado, liberado por fin, no disfruta de su tranquilidad, sino que en cierto modo sigue enganchado a B. por sus deseos de saber de él, de visitarle, aunque tal vez, un punto de lucidez o de humanidad hacia sí mismo, sea lo que le detenga.

Más tarde, avisan al abogado para que se lleve a B. porque inoportuna a los inquilinos, y nadie es capaz de desprenderse de él. Y éste, acude sin dudarlo, es decir, tampoco termina de desentenderse.
Y así vuelve a intentar desesperadamente un feedback con B.

P.23. -¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?
-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
-¡Demasiado encierro –grité-, pero si _ está encerrado todo el día!
-Preferiría no ser vendedor –respondió como para cerrar la discusión.
-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.
‑No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.


En este caso, el narrador sorprendido por la “repentina locuacidad” del B. intenta hacerle ver lo necesario de otro puesto laboral.
Y es entonces, cuando parece encontrar una pequeña grieta en el discurso de abrumadora certeza de B.
Por una vez responde de manera activa. Cambia la fórmula de Preferiría no, a no me gustaría.
Este cambio, seguramente motiva al abogado, que por primera vez parece ser también más expresivo, incluso más cercano para el lector.
Pero posteriormente, B. cierra la conversación sin más cuando él decide.

Finalmente, detienen a B., y el narrador acude visitarle a su nueva cárcel.

Así termina la historia de un personaje sin nombre, que tiene sentido en función del otro. Que parece reaccionar en la medida de un vacío que por otra parte no soporta, y cuyos valores se fundamentan en su relación con los demás.

Es por tales motivos, unas historia relevante y curiosa, de cómo un personaje apenas esbozado, puede construirse y nutrirse de una manera tan particular y tan real.


Laura Botella

Bartleby, lo real. Un artículo de Gustavo Dessal sobre el texto de Herman Melville Bartleby, el escribiente


Con la habitual y rotunda concisión que le es propia, Jorge Luis Borges culmina el prólogo a su traducción de Bartleby, the scrivener con una frase que encierra el secreto del texto: “Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo”.

Inutilidad: he aquí la palabra clave, uno de los nombres propios de la existencia. Borges recalca: esencial, para que no perdamos de vista que la inutilidad no es contingente sino necesaria, en el sentido aristotélico del término: no puede no ser. Además, para que quede bien claro que Bartleby no representa ni la locura ni la caprichosa acción de un individuo perturbado, la inutilidad nos es presentada como una ironía cotidiana; lejos de constituir una excentricidad ajena a nuestra experiencia diaria, es consustancial a la vida misma, aunque por lo general no estemos dispuestos a admitirlo. Preferiríamos no hacerlo, preferiríamos creer que Bartleby es un espécimen particular, una excepción a las leyes razonables del universo, pero Borges insiste: el universo no es razonable, sino irónico.

La magnitud de esta obra puede muy bien medirse por la inversa proporción entre su tamaño y la literatura que produjo su descubrimiento. Por cada hoja de este relato se han escrito mil páginas de comentarios e interpretaciones, dado el carácter caleidoscópico de la historia, capaz de contener incontables asuntos sobre la naturaleza humana. Piénsese en cualquier concepto filosófico, que no tardaremos en localizar su acción, manifiesta o latente, en algún rincón del texto. Puesto que como el propio Melville lo da a entender en la frase con la que concluye su libro, es la propia Humanidad la protagonista de esta historia, y haber logrado hacerle lugar en tan pocas páginas constituye sin duda una hazaña literaria imperecedera.

La ironía se inaugura en las primeras frases. “Soy -nos dice el narrador- un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor”. “Profound conviction”, escribe Melville, para subrayar la asombrosa convivencia que podemos mantener con nuestras contradicciones más absurdas. Porque si de facilidades se tratase, no hay duda de que los empleados del abogado de Wall Street no están hechos precisamente para procurarlas. Turkey y Nippers representan aquí la singularidad que puede habitar en lo general. Excéntricos cada uno a su manera, mudables y algo chiflados, encarnan no obstante la admisible y dialéctica locura que a todos nos está permitida en tanto ciudadanos del sentido común. Al no abandonar ni por un instante los sensatos límites de lo previsible, sus rarezas acaban por despertar nuestra simpatía. Unas pocas dotes de observación le bastan al narrador, y por ende al lector, para familiarizarse con estos personajes. “La verdad es que Nippers no sabía lo que quería”, concluye su patrón, en una apretada síntesis de aquello que es más propio del sujeto corriente: no saber lo que quiere. Herederos del coro griego, representantes de la doxa, de la opinión fundada en el significado corriente de las cosas, Turkey y Nippers, como también Ginger Nuts, son convocados en dos ocasiones para oficiar de testigos y depositarios de la opinión justa, puesto que nada atormenta más al dueño del despacho como la posibilidad de que su acción y su conciencia se enfrenten en un incómodo combate. Por sobre todas las cosas, el narrador quiere entender, avanzar en la comprensión, iluminar con el sentido la oscuridad que se le ha presentado en el centro de su realidad, puesto que para él el entendimiento no es un mero reflejo de la razón, sino una prolongación del bien y la conciencia moral. El bien: ¿hasta dónde podemos ejercerlo si pretender nada a cambio? ¿Es el altruismo un ingrediente de la naturaleza del bien? ¿Y cómo podemos estar seguros de que su ejercicio se realiza en beneficio de nuestro prójimo? “Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia (...) Pensé que Turkey apreciaría el regalo (...) pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado ejercía un pernicioso efecto sobre él (...). Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad”. Resuena en este punto la profunda objeción que Freud levanta contra el mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¿Quién es nuestro prójimo, sino ese núcleo de nosotros mismos al que no nos atrevemos a aproximarnos? Como San Martín, también este abogado quiere compartir su manto con el prójimo, para comprobar de inmediato los paradójicos efectos de su acción.

Bartleby es sin lugar a dudas una reflexión sobre la dimensión ética de la vida. Borges, como otros autores y críticos, han visto en el relato de Melville una prefiguración de las intuiciones de Kafka, el gran profeta del absurdo, el radiólogo de la insensatez primordial de la existencia. Melville anticipa a Kafka en la demoledora demostración de la modernidad como cataclismo del ser.

¿Quién es Bartleby? ¿Qué es Bartleby? Para su análisis, es preciso introducir el artificio de una división, según se considere desde el punto de vista del narrador, o desde la perspectiva de la extraña criatura que un buen día se introduce en el pequeño mundo de la oficina. Bartleby no tiene origen ni destino, no posee historia ni propósito alguno. Carece de referentes, de raíces y de lugar. Se sitúa en la existencia como ser en sí, y su despojada soledad, su absoluta desnudez subjetiva, es el reflejo de ese irremediable desamparo que inaugura la condición humana. Su tragedia, a la que el genio de Melville envuelve en la metáfora de la Oficina de las Cartas Muertas, es la de saberse condenado de antemano al silencio del Otro, a la no-respuesta, a la fatalidad del vacío en el que se precipita el llamado de socorro, la carta que jamás llega a su destino. Y si la cadena de la demanda está desde siempre rota, ¿cómo podría él consentir al llamado del Otro? De allí la célebre fórmula incurable, figura de una repetición que lejos de alzarse como voluntad de rebeldía, es por el contrario confesión de una derrota originaria. Bartleby no desafía a nada ni a nadie. Su obstinación, su negativismo, no es la afirmación resuelta de un reto, puesto que el uso del condicional está deliberadamente puesto para denotar la fragilidad de la enunciación. No hay allí testimonio de una verdadera preferencia, ni elección, ni ejercicio de una voluntad opositora. Es el signo de alguien desprendido de todo lazo humano, y que sin embargo resiste a la caída definitiva aferrado a la nuda vida como el insecto a una rama. Y resiste escribiendo. Una escritura incesante, mecánica, a la que Bartleby, como contrapartida a su fórmula refleja, obedece con la docilidad de un autómata, sin pausa, sin protestas ni reclamos. Se entrega a ella de manera absoluta, negándose en rotundo a formar parte de la tarea colectiva, a sumarse a la comunidad de los hombres, puesto que eso supondría una dialéctica, un contrapunto, una negociación para la que no está hecho. Él sólo puede sostenerse en su escritura maquinal, paradigma de una soledad muerta, como aquellas cartas que nadie habrá de recibir jamás. Bartleby no es escritor, sino copista. No hay en él pensamiento, ni fantasía, ni acción creadora. Interrumpirlo en su inercia mecánica es empujarlo al precipicio, al vacío, a la nada cósmica. Por lo tanto, su única posibilidad es resistir. Resistir es la palabra clave: Bartleby resiste. “Ahora bien, un domingo por la mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé en pasar un momento por mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior”. La cerradura, lo real que resiste, es a todas luces la metonimia del infranqueable Bartleby.

Es precisamente en este punto crucial donde el relato gira, y su viraje nos arrastra desde la perplejidad inicial hacia la tragedia del desenlace. Podemos entonces situarnos en el lugar del narrador, quien llave en mano vuelve a experimentar una vez más esa inusitada presencia que ha venido a trastornar su aspiración al principio del placer, esa máxima de que “la vida más fácil es la mejor”. El estilo de Melville no es la forma fantástica de Maupassant, quien en su Horla también ha querido dejar testimonio de que en la experiencia del mundo algo puede presentarse como extrañeza radical, presencia de otra cosa capaz de apoderarse de nuestra realidad. No hay en Bartleby nada mágico ni sobrenatural, es tan solo una presencia perpetua, no se mueve, no se ausenta, no abandona jamás su lugar. Bartleby, lo real, se encuentra eternamente en sí. Como lo expresa el propio narrador en su monólogo interior: “Siempre estaba allí”.

“¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?”. Lo sorprendente no solo es la fórmula de Bartleby, sino también el hecho de que su irrevocable actitud genere una suerte de campo magnético, un espacio infranqueable, una especie de límite sagrado que el abogado no se atreve a traspasar. No le falta al narrador ni la lógica ni la piadosa condescendencia que algunas almas son capaces de sentir ante la visión de la miseria humana. Pero aunque sus argumentos sean el afán de comprender y el deber de la misericordia, no son esas las verdaderas razones por las que una y otra vez se detiene, incapaz de atravesar el límite de esa otra cosa. “Había algo en Bartleby que no solo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba”. Como Hamlet, el abogado pospone su acto. Lo dejará para otro día, ya habrá otra ocasión para tratar el problema, es nuevamente la urgencia de lo cotidiano lo que se impone y retrasa la decisión de dar el paso. No obstante, lo sepa o no, su vida está ya gobernada por la distancia frente a esa cosa que debe regular. De tanto en tanto olvida su firme propósito de no importunarla, de no molestarla, de no acosarla, de permitirle existir al margen del sentido. En la experiencia de subjetivación del mundo, y de aquellos que nos rodean, se produce irremediablemente una división: una parte se vuelve accesible a la luz de la representación y del pensamiento, al tiempo que otra parte permanecerá sustraída a nuestro reconocimiento, constituyéndose a partir de entonces en la alteridad absoluta, fuera del significado, e incomprensible a los criterios del principio del placer. En el corazón de todo aquello que creemos comprender, late un núcleo irreductible a la palabra, a la razón, al significado, a la conciencia, a lo bueno, o a cualquier otro modo del que nos valemos para expresar la ilusión de que la realidad es transparente a sí misma. No obstante, ese íntimo y enigmático corpúsculo también nos pertenece, pero no resulta fácil aproximarnos a él. “Estaba resuelto a despedirlo, y un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito”.

¿Por qué el narrador protege a Bartleby? ¿Por qué lo defiende incluso frente al ataque de sus otros empleados, quienes no vacilarían en ponerle un ojo morado y echarlo a patadas sin más preámbulos? El abogado no es simplemente un hombre cómodo que preferiría ahorrarse las complicaciones prácticas y morales de un despido. Su incomprensible prudencia obedece a la sencilla razón de que, aún sin saberlo, en el fondo intuye que la existencia de Bartleby no le es completamente ajena. Tan solo le faltaba descubrir un domingo que la criatura vive en el interior de su oficina. Es a partir de ese momento que el relato cobra su inesperada potencia. Hasta entonces, nos hallábamos casi al borde de la comedia, y le habría bastado a Melville unos ligeros toques de estilo para convertir esa primera parte en una obra bufa. Nosotros mismos podríamos imaginar una puesta en escena en la que las vicisitudes del abogado y su peculiar empleado se nos presentarían bajo las especies de lo cómico. Pero no sucede así, porque el descubrimiento del domingo por la mañana es lo que no debería haber sucedido para que todo hubiese podido continuar en el mismo tono de perpleja excentricidad. Esa distancia, ese mantenimiento de la barrera prohibida que aseguraba la estabilidad de la pareja del narrador y Bartleby, se descompone. El abogado obedece a la primera y única demanda que Bartleby le formula, la de irse a dar unas vueltas a la manzana y volver más tarde. “La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos”. Pero demasiada luz ha entrado ya en la sagrada intimidad de Bartleby. Es tarde para impedir nada, y menos aún evitar el desencadenamiento de una extraordinaria inversión especular. No sólo el narrador no podrá expulsar a Bartleby de sus dominios, sino que él mismo se convertirá en el expulsado. “¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar!” descubre azorado nuestro relator. Entonces, “por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal!”

El extraño, el extranjero, esa otra cosa insondable e inaudita, ha resultado ser mi prójimo, una parte de mi propio e ignorado ser. Es por ese motivo que el narrador (el único del que verdaderamente no sabemos nada, ni siquiera su nombre), a pesar de su huida no se apartará nunca más de él.

Lo que sigue, la muerte de Bartleby, no es más que la consecuencia lógica de lo que sucede cuando la fatalidad, o el exceso de la comprensión, profanan los límites de lo sagrado. Es por eso que algo del enigma de Bartleby nos acompaña todo el tiempo: porque conviene no resolver nunca completamente su misterio, y conformarnos con aceptar esta ironía del universo.

Gustavo Dessal

Comentario de Silvia Lagouarde en la tertulia sobre Bartleby, el escribiente de Herman Melville

Un texto inquietante, y no sólo desde el punto de vista del psicoanálisis. Si lo trasladamos al mundo actual, me resulta sorprendente la vinculación que tiene con el tema de la mirada. Hoy, para que el individuo se sienta existir, el método consiste en triunfar en los medios televisivos. Es la cuestión de la imagen. En el texto, en la relación de subjetividades entre el narrador y Bartleby, éste es un sujeto que no mira. Sin embargo, en el no hacer nada, en la falta de potencia de su deseo, su existencia es a través de la mirada de ese Otro al que inquieta.

Según Borges, está en juego el tema del doble. Efectivamente, hay algo de la existencia del ser humano, un intercambio, un vínculo social que se establece a través de la mirada, del ser visto y del mirar. Y en el momento actual está presente la obscenidad del ser mirado, esa necesidad proliferante que lleva a que una vida absolutamente desconocida se exhiba en los medios. El ser famoso consiste en que cada vez más gente lo mire a uno, de manera que cuánto más es mirado más sentido tiene su vida.

Creo que este texto se puede vincular a este tema de la existencia. Además, nos permite extraer de él una moraleja como mensaje: Un ser humano se constituye como tal cuando en esa persona existe la posibilidad de desear y de amar.

Por otra parte, yo había leído el texto de Vila-Matas Bartleby y compañía. Vila-Matas, partiendo de Bartleby el escribiente, teoriza y hace un estudio sobre los Barlebys de la literatura. Grandes escritores que han escrito sólo un texto universal y que nunca más volvieron a escribir. Vila-Matas se pregunta sobre el arte. ¿Se justifica o no se justifica que grandes genios hayan dejado de escribir? El arte, y en concreto la escritura, implican un sacrificio tal, que hace que determinados artistas prefieran vivir a pagar determinado precio por implicarse en lo artístico. Vila-Matas se pregunta es si es necesario que exista la literatura, la música, etc. Su respuesta, partiendo de este texto, es que sí, que es necesario.

Yo creo que este texto es pura filosofía y da para todo tipo de respuestas. Si en lugar de psicoanalistas hubiese pintores, o alumnos, o profesores de instituto que quisieran plantearse qué es el arte, comenzarían con este texto. O un psicoanalista, podría comenzar con este texto para saber qué es la psicosis.

Es decir, estamos ante un texto que permite todo tipo de debate, porque contiene una pregunta en relación a qué es el ser. Es una alegoría, un texto genial que tiene la particularidad de que cada sujeto individual que lo lee puede percibirlo desde una subjetividad que lo hace propio. Por eso nos ha tocado tanto. Nadie puede volver a escribirlo, y es absolutamente necesario para el arte, para el hombre, y para la filosofía. De hecho, para Borges es esencial en la historia del relato.

Melville tuvo una gran relación con Nathaniel Hawthorne, que tiene ese maravilloso texto Wakefield y otros relatos. Pero es un relato tan importante, que me parece de obligada lectura en la escuela. Da posibilidades para explicar algo de lo inexplicable de nuestra existencia.
Melville, más allá de la frustración que pudo haber sentido por el texto de Moby Dick, que no fuese comprendido, escribe esta alegoría de la humanidad como el gran escritor que es, un texto que es, además de literatura, filosofía pura.


Silvia Lagouarde

Comentario realizado por Marisa en la tertulia sobre Bartleby el escribiente de Herman Melville

Yo creo que al personaje Bartleby lo podríamos definir como autista, fuera de la palabra, de la comunicación, fuera del lenguaje y de querer interrogar al Otro. Por ello resulta tan estremecedor para el abogado, porque el autismo es estremecedor. Lo que me confunde es que le pone un deseo al sujeto: “preferiría...”. Porque en realidad el personaje es un autista. De hecho la muerte final, en la cárcel, casi se podría decir que es el lugar donde más cómodo debería estar porque no sentiría el conflicto con ningún Otro. Es la duda que me plantea el texto, el poner un deseo que no está en el personaje que describe. No coincide el personaje con la palabra, con la frase que le marca. Porque, ¿Cómo puede uno desprenderse de lo que no tiene? Esa me parece la contradicción.

Marisa

Comentario de Rosa López en la tertulia sobre Bartleby, el escribiente de Herman Melville

La posición de frontera de la frase está anunciando la declinación absoluta del sujeto Bartleby. Pero, por otra parte, sigue siendo el enganche último al Otro, la última respuesta al Otro. El texto sólo enfoca el final de la vida de este hombre, sin historia alguna, pero en el propio libro se va produciendo una pequeña evolución en la que podemos observar cómo se va desprendiendo de todo. Se va desprendiendo de la escritura, que es verdad que tiene que ver con la palabra mortificadora, pero no dejaba de ser lo que podía hacer. Y en el momento en que el abogado vuelve al bufete y encuentra que Bartleby está viviendo allí, éste le dice que vuelva más tarde. A partir de ese día ya no escribe más, ya no come más, y se va reduciendo a un cuerpo que mira por una ventana que da a un muro. Me interesó lo que se plantea Marisa, al sujeto como autista que podía estar muy a gusto en la cárcel, y sin embargo se muere en ella. Eso ocurre porque, justamente, ya se ha desprendido de todo.

Por otro lado, es verdad que este libro tiene muchas entradas de lectura diferentes. Se podría leer, si prescindimos de la idea de que es la relación entre dos sujetos, supongamos, uno neurótico y otro psicótico. Supongamos que sólo hay un sujeto, el abogado, que además se nos define en la segunda página. Dice:

“La vida más fácil para mí es la mejor... Jamás he tolerado que las inquietudes perturben mi vida”

Es un sujeto que en la segunda página nos da su posición subjetiva en la vida. No quiero nada que me moleste ni nada que me incordie. Entonces, lo podemos leer con un texto muy bonito de Sigmund Freud y muy literario que se llama Lo siniestro. Define lo siniestro como aquello que en el entorno de lo familiar de repente se convierte en extraño. Y la primera cosa que dice de Bartleby es que es de una gran extrañeza para el abogado. Es lo extraño, lo siniestro, lo que no tenía que manifestarse se muestra.

La ballena de Moby Dick y Bartleby como voluntad ciega también podríamos pensarlo como un cuento siniestro, como la presencia de un objeto irrepresentable, sin sentido, lo que Freud llamaba la Cosa, das Ding, que te lo quieres sacar encima y vuelve, y cuántos más esfuerzos haces por sacarlo más vuelve. Cuando el abogado le dice que se vaya de la oficina, no solo lo encuentra cuando vuelve sino que él mismo se siente desalojado frente al objeto extraño que ocupa el entorno familiar y lo enrarece, y los del edificio le dicen que se ha dejado un objeto que no saben lo que es. Se ha quedado ahí. Es impresionante este aspecto de lo siniestro.


Rosa López

Comentario de Beatriz García en la tertulia sobre Bartleby, el escribiente de Herman Melville

Sobre la cuestión de que Bartleby no copia a nadie y que es un sujeto sin historia, se podría decir que es un sujeto que no quiere alienarse a lo que supone hablar, es decir, hacer pasar por el Otro lo que se quiere o lo que se piensa. En ese sentido, me parece un sujeto moderno. Es como si Melville tuviese la intuición de lo que sería el sujeto que se pretende hijo de sí mismo, no vinculado a nada de su pasado, de lo que le precede. Bartleby sería así un trasunto de la radicalidad del sujeto moderno y a dónde lleva eso: la pulsión de muerte.

Beatriz García

Comentario de Graciela Amorín en la tertulia sobre Bartleby el escribiente de Herman Melville

Bartleby siempre me hizo pensar en un sujeto anoréxico. Siento que Bartleby pone la nada entre él y el Otro. Y cuanto más el Otro insistía más nada ponía él. Se puso a hacer las copias hasta que el otro le pidió que cotejase. Era mucho Otro y entonces preferirió no hacerlo. Además, muere de inanición, tiene ese punto que me hace pensar en la anorexia.

¿Cuál hubiese sido la solución? Pienso en estos psicoanalistas que están mucho tiempo con personas que actúan de ese modo, que preferirían no hacerlo, y aunque estén callados y no dicen nada, siguen ahí. Lo que ocurre con este abogado es que le importó la opinión de los demás. Si hubiese seguido con su simpatía hacia esta persona, quizá a la larga Bartleby hubiese hablado o hubiese hecho otra cosa. Es una comparación con un tratamiento psicoanalítico.

Graciela Amorín

Comentario realizado por Graciela Kasanetz en la tertulia sobre Bartleby el escribiente de Herman Melville

Voy a tomar dos perspectivas diferentes. ¿Por qué es tan central este libro para muchos de nosotros. ¿A qué nos convoca? Y pensaba en el autor y en el abogado, que me parece una forma de la posición del autor.

Yo no voy a hablar de Bartleby sino de los otros, que han quedado en la opacidad absoluta. Ginger Nut que es el único que tiene historia en el libro, es el único del que se dice algo biográfico, que su padre, que era un carbonero, quería que su hijo ocupase un lugar más relevante y lo pone como aprendiz, pero dentro de esa oficina, el único nombre que tiene es el de estar identificado al nombre de los pasteles. Los otros dos que nos presenta como presos también de su propia trampa. Uno que por la mañana funcionaba bien, el otro por la tarde. Pero el abogado era el que alojaba a todos estos, encontrando en eso mismo un alojamiento para él.

Lo que hace el personaje de Bartleby es desalojar a todos. Él se instala no reconociendo a nadie. Finalmente el abogado, incluso, se va, se muda a otro sitio en la desesperación de lograr tener algún alojamiento en la subjetividad de Bartleby que lo rechaza permanentemente. En ese punto pensaba como Graciela Amorín, en el deseo como rechazo, ese punto anoréxico de Bartleby donde hay las dos cosas, mientras todavía dice preferiría no... hay un consentimiento y un llamamiento al Otro, pero en la misma posición de rechazo. Es decir, no hay forma de alojarse con este otro que es Bartleby.

Pensaba que él convierte a todos los demás en las cartas muertas, no tienen alojamiento, no llegan al Otro. Porque en determinado punto del libro uno podía pensar que, contagiados de alguna manera al lenguaje de preferiría no..., van diciéndolo sin darse cuenta, pero sin embargo, yo pensaba que a lo mejor se rebelan los otros, y los otros dirían pues yo prefiero no copiar, o no traer los pasteles, etc. Pero no es posible identificarse con Bartleby. Es tal el rechazo, es tal el desalojamiento de los demás, que nos confronta a cada uno de los lectores y a cada uno de los personajes con la nada, nos la pone en frente. Y con algo que nos sonará bastante, y es una posición de absoluta impotencia frente eso. Nos reduce a los demás a la impotencia.

Yo decía que iba a tomar dos perspectivas. Antes de tomar la segunda pensaba en que insiste igual que con Moby Dick, porque en el lugar de la ballena ahora está Bartleby. Precisamente, es la fascinación y el atrapamiento de los demás frente a esta voluntad ciega, rayando con lo inhumano. La humanización que hacía del vínculo el capitán con Moby Dick. Eso por el lado de adónde nos convoca y qué punto de la subjetividad. Porque hay una pregunta con la que nos constituimos y es ¿qué quiere el Otro de mí? Y no es posible ninguna respuesta frente a qué quiere Bartleby. No es que no quiera nada, quiere igual que las anoréxicas, quiere nada. Y frente a eso, o el Otro se trasforma en nada o hay que salir de eso.

Y la otra perspectiva es algo que yo leo ahí, una cierta metáfora social. No lo pone en cualquier sitio, lo sitúa en un edificio con oficinas, y en esa caja donde Bartleby les obliga a todos a mirar que lo que miramos es una pared vacía. Él comienza el libro describiendo la oficina, que es una caja. Yo lo leí varias veces porque creía que no lo había interpretado bien, que las ventanas de un lado daban a algún sito. No. Es una caja donde las ventanas dan a una pared.

El escenario es más cárcel que la cárcel misma. Está el jefe y los asalariados. El abogado, en determinado momento, cuando se da cuenta de que Bartleby vive en la oficina y que lo hace de una manera terrible, dice con todo lo que hay afuera, y menciona el parque, él viene de dar una vuelta, y la gente que vive feliz. Pero estas oficinas y estos horarios con horas extras, también es una cárcel. Y hay una cosa que me parece absolutamente moderna. Supongo que los despedidores de la película Up in the air deben haber aprendido alguna cosa de esto. Porque cuando el abogado cree haber encontrado la fórmula para sacarlo limpiamente de ella a Bartleby, dice:

“Cuando haya sacado las cosas de su oficina usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, por favor deje las llaves bajo el felpudo para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más, adiós. Si más adelante en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien”.

Ahora despiden con un SMS y no dejen nada en la oficina, y si necesitan una recomendación ya se la mandaremos.

Es bien moderno en esto. Aquí porque el abogado está desesperado por no encontrar alojamiento en el Otro. En la actualidad, y estos despidos masivos son el refinamiento y la reducción de los asalariados a puro objeto desecho. Me parece que este texto tiene tantas vertientes, como las que escucho hoy, que me parece absolutamente magistral.


Graciela Kasanetz

Comerntario realizado por Héctor en la tertulia sobre Bartleby el escribiente de Melville

Es una lectura que no me resultó ni simpática ni amable. Me pareció un poco sosa. No es una historia que me enganche y me conmueva. Lo que más me inquietaba era la relación entre el escribiente y el abogado, porque me hacía pensar en las diferentes posiciones que se encarnaban o se ponían en juego en la historia.

Por un lado está el escribiente que actuaba con certeza. Quería no hacer nada y eso era lo que hacía. Escribía y no se preocupaba por establecer vínculos sociales, aparentaba no tener ningún tipo de presión en relación a la evaluación del jefe, o el desagrado de sus compañeros para con él. Él sabía, aparentemente al menos, el sitio que debía ocupar. Eso me hace pensar en la certeza, la seguridad del acto.

Por otro lado está la posición del juez y la de sus compañeros, y cómo ese acto de certeza les resultaba incomprensible, les resultaba enigmático y todos al rededor se esforzaban en darle un sentido a eso que no podían codificar.

Por parte del abogado se plantea la estructura piramidal. Uno como jefe y el otro como empleado. Y trata esa cuestión en diferentes oportunidades, cómo hacer para que su empleado cumpla la función que se le está pidiendo. Y parece que frente a la certeza del escribiente hay algo que en el abogado no pega muy bien.

Luego se plantea que está enfermo, y en un momento piensa que está loco. Es esa separación que realiza Melville sobre lo que podría ser la enfermedad mental. Es algo que se desprende del cuerpo. Tiene un cuerpo sano y algo que está al nivel de la estructura psíquica, y en eso el abogado está impedido de tocar o de proceder. Entonces se coloca del lado del altruismo, cómo hacer para ayudar a Bartleby, nuevamente a partir del punto de enigma y desconcierto que le genera la figura del escribiente.

Y una tercera posición que tampoco da respuesta a su inquietud, catapulta, genera la marcha del edificio porque la actitud del escribiente le carcome, le angustia y no puede con eso. Es tratar de explicarse el lado mítico-religioso. Es una señal de Dios con la que tengo que aprender algo. Sin embargo tampoco encuentra respuestas.

Con estos tres ejemplos, el del altruismo, la estructura del trabajo jefe-empleado, y el punto místico-religioso, lo que veo en Bartleby es la certeza, y en el juez la duda. Si me acerco un poco más al marco de este encuentro vinculado con el psicoanálisis de Lacan, hablaría de la certeza en la psicosis y de la duda en la neurosis. Y tanto por experiencia personal como por referencia a otros textos de la literatura, en la vida uno puede percibir que hay algo en el acto del psicótico que tiene que ver con la certeza. Eso puede deslumbrar al neurótico. Y muchas veces engancha diferentes tipos de relación, porque justamente, frente a los millones de posibilidades que tiene el neurótico, la certeza le resulta anhelada. Tiene un punto de seguridad, la respuesta que satisficiese todas sus angustias y preguntas.

También nos muestra el texto que ninguna de las dos son realmente soluciones porque donde cae el escribiente es en la muerte, y el juez cae angustiado, moviéndose y tratando de dar soluciones a esa pregunta que se le ha abierto.

Y ya para finalizar, cuando oía hacer referencia a la pulsión de muerte, no me resultó tan claro, si bien el escribiente, como figura moderna, dice algo de la juventud de hoy, creo que esa juventud tiene mucho de eso, hay en ella un punto de “preferiría no...” un punto de no anclaje. Y parece que está muy claro la dirección a la que se encamina, tiene que ver con la renuncia a todo contacto y un desinterés por el afuera. Efectivamente, es una de las grandes enseñanzas que se puede reconocer en este relato.

Además, esta pequeña novela tiene una categoría kafkiana, hay un punto que parece que se concreta en el absurdo, una serie de sucesos desconcertantes, raros, que no terminaríamos de explicar cómo funcionan. Si me acerco al psicoanálisis podría hablar de estructura psicótica frente a un personaje neurótico carente de respuestas.


Héctor

domingo, 11 de abril de 2010

Bartleby en anamorfosis; comentario de Ana Crespo sobre el relato de Melville

Como la Odisea de Homero, como la Divina comedia de Dante, como los evangelios, o tantos otros textos sagrados, la escritura de Melville, más en concreto la de “Bartleby el escribiente” que nos ocupa o preocupa en esta ocasión, nos llega mediada, asediada por infinitas interpretaciones, exégesis miles tan apasionantes como inabarcables, todas necesarias e imprescindibles, ay… Desde las del “romanticismo oscuro” (de Poe, Hawthorne o Melville), opuestas al trascendentalismo norteamericano inmediatamente anterior, con su fe en la divina providencia y perfectibilidad humanas; hasta las versiones existencialistas de la literatura del absurdo; metafísicas de toda laya; materialimos de todo cuño; hermenéuticas contemporáneas de todo signo; además de contextualidades históricas varias a tener en cuenta, como la del utilitarismo… En fin, Camus, Borges, Deleuze, Agamben, y hasta Vila-Matas, nuestros contemporáneos como lectores, pero también no olvidar a Bentham, Stuart Mill o Spencer, Emerson o Thoreau (su “deobediencia civil”, su idea de “resistencia pasiva” que Bartleby encarna tan fantasmagóricamente)... Por no hablar de la genealogía literaria en la que Bartleby figura como pavoroso precursor, la de Kafka, Emily Dickinson, Walser, Musil o Beckett… y tantos antihéroes sin origen, filiación o biografía, cuya siniestra, excasa y demasiado humana anti-odisea anuncian el juicio final de la literatura, pues paradójicamente apenas dejan nada que decir, esto es: nos dejan (como al abogado narrador) literalmente “sin habla”, fulminados por el rayo; tan solo el asombro de una nada tan anonadante como especular y proliferante de sentido, en una metonimia abierta al infinito, pasmosamente resonante… pero al borde mismo del silencio, o de lo “incurable”. Ya que de lo incurable, inexplicable e indecible se trata desde entonces, ay Bartleby, ay Humanidad…



Esta introducción no está hecha sino para señalar una impotencia, esto es, aquello incalculable de lo que lo no osaré hablar, pues exigiría una biblioteca entera, que por otra parte ya existe en algún lugar ideal. Entonces, si hubiera algo que añadir osada y personalmente a todo esto, pasaría por alguna observación pronunciada desde la ingenuidad de una lectura tan pretendidamente directa como espontánea del texto en cuestión. Con vistas a una significación original, tan imposible o mítica, por otra parte, como fabulosa es la selva de sentidos sobre sentidos que envuelve y aleja el escrito de Melville hasta lo inalcanzable.



Parto entonces de una simple y humilde intuición. Sabiendo que Bartleby encarna la cifra abismal de una alegoría descomunal, la del sujeto contemporáneo barrido por el primer vendaval capitalista, burocrático, funcionalista o utilitarista, reducido a cumplir con su obligación de letra muerta del sistema. Ningún mensaje, ninguna supuesta lengua original y vivificante, sobrevive a esa nadificación de lenguajes institucionales y altamente codificados, copia sobre copia, o letra muerta, cartas, o vidas, que nunca llegarán a su destino. El lenguaje desprovisto de vida es el aquel que carece de referente, y también aquel que ya no constituye más un acto de habla. Esto es: el lenguaje institucional o burocrático, aquel en el que ningún “yo” puede hablar efectivamente a ningún “tú”. El hombre puramente funcional, tan carente de origen como de identidad o destino, esto es, desprovisto incurablemente de sentido, mero cumplir de una siniestra obligación, de un oscuro mandato repetitivo, el del ciego funcionamiento de la maquinaría burocrática y capitalista, que, sabido es, funciona sola, en ausencia de toda subjetividad o singularidad, ya que estaría improductivamente como “de más”… etcétera.



Regresar entonces a una presunta pregunta original consiste quizá no en otra cosa que leer y releer el texto hasta el punto en que empiece ingenuamente a hablar por sí solo. Un ejercicio se impone así humildemente: ¿quién habla ahí? y ¿por qué habla?



No es Bartleby quien habla, puesto que nada tiene que decir, cifra lo suficientemente abstracta y vacía de referencia para funcionar como mero lugar especular. Espejismo, es la palabra que surge en primer lugar, extraña, milagrosa fulminación, rayo de una extraña y fulminante visión, o extraño goce…, anamorfosis, vanitas vital o mortal… ¿Para quién este signo de interrogación, esta vana palabra mortal y contingente, esta calavera como indicio pavoroso, que señal para qué o para quién?



Cortina de humo astutamente alzada, este Bartleby diminutivo, esta pequeña nada, para ocultar la nada del narrador, verdadero protagonista del relato, una vez que el lector se distancia de la voz narradora y deja de ver con sus propios ojos la centralidad en el relato de Bartleby, o de identificarse con él. El caso es que el narrador habla, ¿por qué? Porque hay alguien que no habla, Bartleby: ausencia de palabra o de sentido insoportable que lo devolverá a sí mismo, esto es: a su insoportable nada o “verdad”. Una vez que él se habrá tragado esta “nada”, como en anamorfosis, a posteriori, pues uno es el tiempo de ver o del suceso en cuestión, y otro el tiempo del narrador, el de saber y concluir a duras penas, aquel lugar último desde el que se habla por fin, siempre por alguna oscura razón… o rendición de cuentas, y siempre “demasiado tarde”. Precaria “redención” siempre la de la escritura, siempre a destiempo, respecto de la “traición” inevitable de vivir en el instante del suceso inexplicable, siempre demasiado “pronto” a la hora de presenciarlo y ya demasiado “tarde” para enmendarlo a la hora de relatarlo…



La pregunta se torna entonces: ¿quién es hablado por esta palabra y en qué momento? Vale decir: ¿hay alguien que es atravesado, narrado por el acto de contar y por un cuento del que no puede sino asombrase, desconfiar, renegar, para finalmente arrepentirse?



¿Qué habrá sucedido entretanto?



Sabemos que al comienzo mismo del relato habla un hombre cuya primera frase es: “Soy un hombre de cierta edad”. Pues bien, todo lo que viene a continuación, pienso, no será sino el despliegue de todo lo que este miedo y esta aprensión encierra. Esto es: ¿qué vejez me espera? ¿No será su destino, él que se había tomado por un amo, el equivalente de Bartleby? En un sistema que deshecha todo lo no utilizable, el amo envejecido vale lo mismo que el joven, perfectamente sustituible, contingente e itinerante empleado; esto es: lo mismo que un “despojo en medio del océano Atlántico”. Exactamente lo mismo. Su empleado Turkey se lo dice, apelando justamente a su talón de Aquiles, en petición de clemencia: “Los dos estamos envejeciendo”…



El narrador lo dice en las dos primeras páginas. Hay algo de su situación personal que él debe explicar al lector antes de la exposición de lo que vieron sus asombrados ojos respecto al inefable caso de su empleado. Entendemos entonces que él disfrutaba de una vida fácil, que nada en su vida había venido jamás a alterarlo, ninguna ofensa personal, ninguna indignación, injusticia o abuso:



“Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.”

Esto basta para llamar nuestra atención, aquello dejado al margen en el relato, aquello no dicho, de lo que no se quiere hablar, pero en lugar de lo cual inevitablemente se hablará, a través de Bartleby, y en su propio “nombre” o lugar, que es, lo sabemos, “Nadie”. En definitiva: ¿por qué el narrador nos cuenta esta historia y no otra cualquiera, incluida la de su propia nadificación? Sin duda, porque hay algo en todo ello que, como el sol, no puede ser mirado de frente. Esto es: su propia castración, para decirlo técnicamente, o bien su propia nada. Ay Bartelby, ay anamorfosis…

Descreer de su convicción fundamental, la del sentido común que encuentra toda razón de existir en la moral y la obligación del trabajo, no es algo de lo que finalmente Bartleby despoje al narrador en el presente del suceso. Eso no sucederá sino a posteriori de los hechos, en el tiempo “después” del relato.

En la duda del hombre religioso, piadoso y caritativo (en la tradición universalista del protestantismo y del calvinismo) él hubiera querido proveer a Bartleby de un auxilio, amparo o salvación. Hay un momento en que incluso se rinde y considera el caso como el envío mismo de la Providencia, su misión en el mundo ya no sería otra que la de proveer a Bartleby de una oficina en la que podría paradójicamente vivir sin desempeñar ningún empleo, pues ese era su misterioso designio, quién sabe a esa altura del relato si legítimo... Pero la vanidad, la presunción de su reputación como seguro y confiable profesional, único deseo especular y alienante para el que él había vivido, alertado por las observaciones de sus clientes y amistades, lo inclinaran finalmente por la dejación y la traición… postergando el estudio del problema que se le escapa infinitamente “a futuros ocios”.

Pues bien, el relato habrá sido escrito finalmente desde este futuro ocio, una vez cesado de su cargo, una vez despedido él mismo, y habiendo preferido “la fría tranquilidad de un cómodo aislamiento”, como Bartleby, disponer porque sí de un lugar fijo o vitalicio, de honestidad y de confianza, desconociendo la orfandad, la miseria, la soledad y la pobreza que el mismo supuesto estado de bienestar capitalista promueven. Aquí lo sublime del relato, la abrumadora melancolía, la elevación del despojo a la dignidad de la Cosa: “desolado Mario meditando entre las ruinas de Cartago”, eso es Bartleby en medio del desierto domingo de Wal Street, o muerto a los pies del muro de la prisión, tal como un esclavo egipcio en el interior de una pirámide. El esclavo del amo antiguo tal vez sabía lo que quería, hasta la muerte. El amo del esclavo moderno sabe tan poco como él, o más bien nada. Bartleby y el narrador: los dos igualados por la ruina como solamente “hijos de Adán”.

A lo lejos, demasiado a lo lejos, brillan en el relato por un breve lapso la insensata actividad de las luces felices de Broadway.

Ana Crespo