martes, 30 de noviembre de 2010

Una fantasía y la realización textual de su deseo. Un artículo de Rosa López

Estamos ante una historia impresionante. Veremos en ella hasta qué punto el deseo de un sujeto puede guiar y determinar tanto los actos de su vida como su destino. La historia es la siguiente:

Se trata de un joven de 17 años que, desde la ciudad en la que realiza sus estudios, escribe una carta a su amigo del pueblo en la cual le comenta las vicisitudes y los resultados de los exámenes de lo que correspondería al final del bachillerato. Entre otras cosas le comenta que en la prueba de griego, el profesor le había puesto la nota más alta entre todos los alumnos, porque el tema que le había tocado traducir pertenecía a una de sus lecturas favoritas. Se trataba de un pasaje del Edipo Rey de Sófocles. En la carta bromea con el amigo y le aconseja que ate sus cartas y las guarde bien porque, quien sabe si algún día no serán importantes. Pues bien, esta carta que os comento, llegó a ser tan importante que encabezó uno de los libros más importantes de este siglo: La interpretación de los sueños.

El joven del que les hablo es Sigmund Freud. Ya desde su adolescencia estaba verdaderamente persuadido de que estaba destinado a hacer algo grande en la vida. En realidad, esta fantasía es bastante común en los adolescentes, pero lo más curioso e interesante es cómo los deseos de Freud van realizándose casi al pie de la letra de una manera verdaderamente prodigiosa.

Después de que Freud acaba el bachillerato pasaron muchas cosas. Como se sabe, el camino que eligió no fue precisamente fácil. El saber que estaba inventando no era bien recibido por sus contemporáneos, eran pocos los que le acompañaban en su camino. Sin embargo, esta cantidad de obstáculos con los que Freud se encontró, no le impidieron seguir adelante pues estaba movido por un Deseo sin ambages, sin vacilaciones.

De esta manera llegamos a su 50 cumpleaños, donde otro acontecimiento vuelve a traernos la figura de Edipo enlazada a una realización del Deseo, mejor diríamos, una realización casi textual del Deseo.

En 1906, Freud cumple 50 años. El pequeño grupo de sus allegados de Viena le hacen un obsequio. Se trata de un medallón que lleva esculpido, en el anverso, el perfil de Freud, y en el reverso la imagen de Edipo en actitud de responder a la esfinge. Lo más impresionante es que, en el contorno del medallón, habían inscrito una frase de la obra de Sófocles que dice:

"Experto en enigmas insignes que hubo de llegar a ser el primero de los humanos".

Ernest Jones, en su biografía de Freud, nos cuenta que este obsequio dio lugar a un curioso incidente. Dice que cuando Freud leyó la inscripción se puso pálido, agitado y, con voz estrangulada, preguntó a quién se le había ocurrido semejante idea. Añade Jones que su actitud era la de quien se encuentra con una especie de aparición angustiosa. Cuando Freud consiguió sobreponerse a esta primera impresión, les comentó que se había quedado muy impactado porque, cuando era joven estudiante, acostumbraba a pasearse por los patios de la universidad de Viena, y mientras se fijaba en los bustos que allí había de los profesores insignes de la institución, pensaba que su busto estaría un día entre ellos. Pero lo que sí es más específico y particular es que la fantasía de Freud se completaba, no sólo con que su busto estuviera allí, sino que debajo del busto estuviera inscrita justamente esa frase del Edipo Rey de Sófocles.

En 1955, ya muerto Freud hacía bastantes años, fue Ernest Jones el encargado de descubrir el busto de Freud en el atrio de la universidad de Viena, en el que se pueden imaginar que va inscrito el lema del Edipo Rey de Sófocles:

"Experto en enigmas insignes que hubo de llegar a ser el primero de los hombres".

Rosa López

Apertura 20ª reunión Liter-a-tulia; Alberto Estévez comenta el cuento ¿Fue él?, de Stefan Zweig

Nos reúne hoy este hermosísimo cuento del maestro Stefan Zweig con un título que propongo tomar en la línea en la que creo que el autor nos traza como una invitación. ¿Fue él?

Visto el desarrollo y el desenlace del cuento, nosotros podríamos tenerlo más que claro, no necesitamos pararnos mucho en esa pregunta, claro que fue él, nos han preparado a lo largo de todo el relato para que podamos contestar sin dudarlo, efectivamente, fue él, ¿quién si no? La policía tras su investigación tampoco nos permite apuntar hacia ningún culpable más que el que todos sabemos, por tanto fue él.


Pero entonces debemos preguntarnos:
¿por qué el autor se ha empeñado en mantener ese título? Si sabemos que fue él, ¿a cuento de qué le añade los signos de interrogación que convierten la afirmación en pregunta? ¿Es que hay alguien aquí que pueda dudar de que nuestro sospechoso sea culpable? No nos hace falta ni siquiera un supuesto juicio para sentenciar que la culpabilidad de este crimen recae en él. ¿Para qué porfiar en el tono interrogativo? Piensen que en este estado de la situación, a Zweig no le hubiera costado nada suprimir las interrogaciones, y titular este cuento con un -Fue él- mucho más acorde con los hechos manifiestos. La obstinación de la pregunta nos plantea un enigma.

Les propongo que aceptemos el reto, tomémoslo, sin miedo; si insiste en interrogar es que quizá haya algo que se deslice entre lo manifiesto, y sin ser muy evidente, participe de la clave que encierra esta pregunta insidiosa. La pregunta que insiste, como todas
las preguntas que a lo largo de nuestras vidas tienen este formato de insistencia, aquellas que nos resultan difíciles de encarar, y que se empeñan en planteársenos sin que la respuesta que elijamos para acallarlas las agoten, las suturen, nos adelantamos a contestarlas para cerrar la cuestión, para alejar el dolor que subyace en ellas, pero como en el caso que nos presenta hoy tan oportunamente Stephan Zweig, transcurrido el relato, acabada la novela, una vez cerrado el libro, ahí la tenemos de nuevo. La historia narrada no ha agotado la pregunta que aún nos importuna, y por el contrario, nos retorna con fuerza.

Hay algo en este cuento que se presenta como un contraste. Desde el principio, el relato destaca por un clima de armonía apoyado en todos los elementos por los que va circulando. Una pareja de mayores que viven plácidamente en una hermosa casita, rodeados de un paisaje bucólico, donde la calma y
la tranquilidad imperan convirtiendo al lugar en romántico y encantador, a lo cual contribuye el canal, escenario de exquisitos paseos en los que la naturaleza parece haber encontrado su belleza más plácida, a las afueras de una pequeña ciudad, una pequeña población cercana a Bristol, en el sudoeste de Inglaterra, llamada Bath, que no creo que sea casualidad su elección, no tanto por sus escasos 80.000 habitantes de hoy día, supongo que bastantes menos cuando se escribió la obra, allá por los años treinta del pasado siglo, sino porque dicha ciudad destaca por
ser un centro de aguas termales debido a la proliferación de manantiales que posee, lo cual dotó a la ciudad de un marcado carácter de descanso, vacación y relax, y la gente adinerada de la época iba a disfrutar y curarse seguramente también de las enfermedades producidas por la sociedad de entonces.

Y en este entorno en el que todo parce que viene a combinarse sin la menor fricción, un perro rompe la calma. Por muy advertidos que estuviéramos, las escenas de lucha parecen de otro relato, como si pertenecieran a otra historia, nos pillan de improviso, quizá no tanto por inesperadas como por violentas, el caprichoso animal se convierte en una fiera peligrosa y es protagonista de
un lance absolutamente terrorífico, nada acorde con la senda que hasta ese momento el cuento nos había hecho transitar. Baste pues la intensidad de la escena para cargar contra nuestro bulldog.


Un bulldog es un perro bueno. No es algo que diga yo que soy un absoluto ignorante de las razas caninas, es algo del saber popular, y aunque su aspecto pueda dar cierta impresión de determinación y fuerza, en realidad destaca por su lealtad, su valentía, y aunque feroz en apariencia, es poseedor de una naturaleza afectiva. Baste esto para que comprueben que mi ignorancia perruna se soluciona en un pis pas gracias a internet. Ah, hay una característica más, que imperdonablemente olvidé citarles de la naturaleza de este animal y es un rasgo pronunciado en su carácter; ¿adivinan? La dependencia.

Los genes pueden darnos ciertos rasgos que predominan en el animal, incluso a través de ellos se puede chequear la pureza de la raza, pero creo que en el carácter no podemos mostrarnos en absoluto seguros de la sobre determinación genética, y el carácter de este perro es algo que se ha construido muy minuciosamente, y ya no sólo hablo del carácter descriptivo con el que el relato nos lo cuenta, sino del trato del que ha sido objeto, único responsable de las reacciones del animal. Mi hipótesis que quiero compartir con ustedes es que el carácter del animal es el reverso del carácter de su dueño, Limpley.

La primera nota de inquietud en la lectura, tampoco es que rompa la calma, la encontramos en la página 10 en la que nuestra narradora percibe algo en la esposa de Limpley, algo que ésta deja escapar en la conversación acerca de la ausencia de su marido y que no gusta a su interlocutora. Las mujeres suelen percibir estas cosas, van un poco más allá de las palabras desafiando su mensaje de literalidad, mientras que los hombres se quedan por lo general más acá, y lo comprobamos en la reacción del marido de nuestra narradora, que la reprende por sus juicios precipitados, una acusación bastante habitual de los maridos, y a la que nuestra narradora está acostumbrada. Por cierto, pensé que Limpley era el único nombre propio con el que contábamos para los personajes principales, luego releyendo descubrí que no es así, también aparece el de su esposa en los labios de él, vean cómo lo dice, mi Ellen; y en la reseña que ayer publicamos de nuestra compañera Mª José descubrí que la narradora también tenía nombre, pero en cualquier caso, terminada la lectura no disponía de los nombres de los personajes exceptuando el de Limpley.

De este personaje sabemos desde su presentación que hace gala de una bondad infantil, que me dejó pensativo porque no terminé de entender muy bien qué quería decir, pero luego la narradora afina un poco más y lo transforma en una insistente bondad. ¿Qué es una insistente bondad? Parecen palabras que no encajasen bien juntas, al menos llevan a pensar en otra cosa que no sea la bondad. Y así es el tono con el que el autor decide tratar a Limpley en todo momento, no hace evidente casi en ningún lugar, y esos lugares cuesta encontrarlos, la responsabilidad de Limpley en lo que sucede, más bien al contrario, es el bonachón, el incondicional, casi el vecino ejemplar que corre solícito a auxiliarnos ante cualquier contingencia, si no fuera porque harta de la farsa, nuestra narradora decide dar rienda suelta a su ojo clínico aún a pesar de caer en juicios precipitados, y en las últimas páginas, justo antes del fatal desenlace directamente lo llama chiflado.

Uno de los pasajes más elocuentes en este sentido lo constituye la noticia del embarazo de la esposa de nuestro protagonista. Por oscuros motivos, seguro que interesantísimos, ya vieron que ella no quiere darle la noticia de que esperan un bebé. ¿Por qué no querrá? Y les pide a sus vecinos que sean ellos los que se la adelanten, Aquí es fabuloso el formato que el marido de la narradora decide darle a este encuentro, cito: Qué podría desear, por ejemplo, nuestro buen vecino si un ángel o un hada o cualquier otra de esas gentiles criaturas le preguntara: “Limpley, ¿qué es lo que le falta? Te permito expresar un deseo…”? La zozobra de éste lo lleva a insistir, ¿Acaso no tiene ningún deseo? Ya saben la respuesta, que es de aúpa: en realidad no… Tengo todo lo que quiero…., en realidad, lo tengo todo. Constatado esto, quizá el ángel deba visitar a la Sra. Limpley. ¿Mi mujer? ¿Cómo puede desear algo más que un perro?

Así que la falta para este señor no aparece por ningún lado, vamos no existe. Todo lo suyo es lo mejor, su esposa, su tabaco, sus rosas, hasta tal punto es así que hasta el silencio le resulta insoportable, no siendo el de su esposa, ese sí lo tolera, seguramente lo que no podría soportar es que hablase y que dijese algo acerca de la desmesura con la que éste se despacha. Y ésta desmesura es la que lo lleva a apropiarse de un perro que si recuerdan no era para él, sino para su mujer, un sustituto del hijo que no podía concebir, y a partir de ahí, ejercer su tiranía para con el pobre animal, no nos dejemos engañar, no es servilismo, es hacer a Ponto absolutamente dependiente de su amo, y cuando esto se ha consumado, dejarlo caer, porque su adoración por él ha pasado a ser por la hija que va a venir.


La impetuosidad de Limpley marca su
relación con el objeto, el autor habla de monomanía para decirnos que toda la pasión de este hombre se concentra en un objeto, eso sí, a no ser que aparezca otro que lo sustituya. Les aclaro que en psiquiatría clásica, la monomanía es un tipo de paranoia, y ésta se traslada al perro en la forma relatada del enemigo que llega para robarle el amor del amo. La tiranía de Ponto está presente en las relaciones que su amo establece con el Otro.


Entonces plantémonos ahora ante la pregunta con la que iniciamos y hagámosla otra vez, personalmente no me es posible evitar cierta confusión en el pronombre, ¿Fue él? Pero, ¿él, quién? ¿A quién se refiere de ellos? Una cosa es el autor material de los hechos, otra muy distinta, quién dispuso las piezas de esta funesta partida.

No creo en ningún caso que la cuestión finalmente resida en atribuir la culpa a uno u otro contestando esa pregunta, no me parece que este sea el mensaje que el breve relato nos trata de hacer pasar; ¿fue él?, es una pregunta que Zweig nos dirige a todos, para que pensemos en torno a la responsabilidad. ¿Fue él? Es la manera elegante y maravillosa que encuentra el autor para cuestionar la idea de un destino, y con ello tratar de hacernos un poco más dueños de nuestras vidas, de las decisiones que tomamos, y las responsabilidades que de ellas se derivan, porque no hay más garantía que las avale que el propio autor en que debemos convertirnos. Por cierto, por si no lo han pensado, algo muy parecido a la experiencia que supone un psicoanálisis.

Alberto Estévez

lunes, 29 de noviembre de 2010

¿Fue él? de Stephan Zweig. Comentario de Beatriz García

Los recursos literarios hay que tomarlos como tales. No se trata aquí de pararse a pensar como son los perros, dado que estamos en la literatura.
Me parece muy interesante la reflexión de Silvia Lagouarde acerca de la vida real del autor y del auge del nazismo en esa época. Abundando en la cuestión del título, ¿Fue él?, me parece que tiene importancia en relación con lo que ella planteaba. Como se preguntaba Alberto Estévez, ¿por qué insistir en la pregunta si todo parece tan claro? Quizá tiene que ver con que todos fueron responsables de lo sucedido en la medida en que fueron dejando crecer el horror que al final se precipita y que se veía venir.
Se trata de la oblatividad y generosidad sin límites de ese hombre tan espantoso, Limpley, que con su modo absurdo de tratar al perro logra convertirlo en una criatura absolutamente dependiente y cargada de odio. Es un trasunto de lo que sucede en las relaciones humanas. Algo así creo que decía Lacan: amor con odio se paga, que viene a hablar del odio que produce la posición del que puede dar, situándose en una posición de dominio y situando al que recibe como carente. Es la actitud absurda de este hombre lo que genera el odio en el perro, dependiente del capricho de un amo arbitrario.
En cualquier caso, ninguno de los personajes hace nada para cambiar el destino que se va perfilando como inevitable para el lector pero al que todos parecen ciegos. Todos, de alguna forma, lo van soportando, lo van aguantando, nadie hace nada y se deja crecer esa bola que va conformando a un animal completamente enloquecido y lleno de odio. Reitero, todos son buenas personas y nadie hace nada para evitar el desastre. Este tipo de irresponsabilidad es quizá un trasunto del contexto social en el que se gesta el nazismo. El mal que se deja ir creciendo bajo una aparente placidez. Pero claro, al final todo termina de manera trágica.

Beatriz Garíca