miércoles, 3 de enero de 2018

Texto de apertura de la Tertulia 84. La Náusea, de Jean Paul Sartre. Comentario de Luis Seguí


Antoine Roquentin está poseído por la Náusea. Él mismo lo dice en las primeras páginas del diario que se ha decidido a llevar: estaba en un café, se dejó caer en el asiento y “veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee”. La Náusea que posee a Antoine Roquentin no se asimila –a pesar de que en su diario alude a las ganas de vomitar que le sobreviene en ocasiones— a la que padecen las mujeres durante el embarazo. La Náusea de Antoine Roquentin es un mal metafísico, una manifestación de lo que Lacan llamó “el dolor de existir”.

¿Quién es este personaje torturado, que después de recorrer mundo desechó la posibilidad de vivir en París para instalarse en la ciudad de Bouville, un próspero puerto comercial del norte de Francia? Él mismo explica que lo hizo porque Bouville tiene una biblioteca municipal en la que está depositada la más importante documentación que registra la vida de un oscuro personaje, el marqués de Rollebon, un aventurero que vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, y que murió en prisión después de perder los favores reales; historiador, Antoine Roquentin acude a esa biblioteca para documentarse acerca de esa especie de alter ego al que finalmente abandona, huérfano ya de interés por él, como por cualquier cosa en este mundo. “El señor de Rollebon era mi socio –escribe- él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para no sentir mi ser”.

Jean-Paul Sartre escribió La Náusea en 1938, cinco años antes de la aparición de El ser y la nada, y cuatro antes de que su contemporáneo y “némesis político e ideológico”, Albert Camus, publicase El extranjero. Es decir que, casi diez años antes de que el existencialismo cobrara carta de ciudadanía como corriente filosófica –con las derivadas políticas conocidas— Sartre sentó en La Náusea sus coordenadas fundamentales: el rechazo al dualismo entre apariencia y realidad, al sostener que la cosa es la totalidad de sus apariencias; la conciencia pre reflexiva consiste en percatarnos de algo, en tener conciencia de algo, y la conciencia reflexiva surge cuando me doy cuenta de que me estoy percatando de algo; si se resta a la cosa lo que es debido a la conciencia, lo que constituye su esencia, lo que queda en la cosa es el ser-en-sí; el para sí, separado del ser, es radicalmente libre, y en este sentido el hombre es quien se hace a sí mismo.

Escribe Sartre: “considerado en sí mismo, al margen de las cosas de las que me ocupo, yo no soy nada; en este sentido, la conciencia me arroja una y otra vez sobre el mundo, condenándome a una diáspora o falta de identidad irremediable. Ahora bien, eso mismo es lo que me hace libre, pues me obliga a elegir en cada situación qué quiero ser y en qué mundo quiero estar. Mi existencia es mi responsabilidad. No obstante, la posibilidad de realizarme, de ser definitivamente lo que decido ser, supondría paradójicamente el fin de lo que soy, la cancelación de mi libertad, la anulación de mi conciencia. Por eso, la existencia humana es en el fondo una pasión absurda, colmada solo en la medida en que, ante los ojos de los otros, sí llego a ser definitivamente esto o aquello: un ente con esencia, una cosa”.

A pesar de representar, junto a Heidegger, la corriente atea del existencialismo, hay en el pensamiento sartreano –aunque sea tangencialmente- una cierta relación con el existencialismo cristiano de Kierkegaard, para quien la existencia se revela como un misterio, una cifra cuyo sentido debe ser comprendido en una búsqueda sin fin, o bien cuyo fin es Dios. Para Kierkegaard  la existencia, el hecho de que una cosa exista o no, no tiene razón de ser. Se trata de algo injustificable, inconcebible, y que, como tal, desafía la correspondencia entre la realidad y la razón, desafía el principio fundamental de todos los sistemas filosóficos, de que todo lo que es tiene una razón de ser. En el caso de los seres humanos, de los individuos concretos y existentes, la conciencia de esta situación, de este ser sin razón, provoca el sentimiento esencial de la existencia: la angustia. La angustia se convierte así en el motor de la vida humana, lo que impulsa a los individuos a decidir sobre el sentido de su vida y les descubre el poder de su decisión.

Antoine Roquentin está poseído por la Náusea, pero también por un sentimiento constante de angustia, que como enseñó Lacan es el único sentimiento que no engaña, y que confronta al personaje a la evidencia –y él mismo lo expresa en palabras- de que está muerto para la pasión y que la existencia misma carece de todo sentido. La existencia, escribe, es una imperfección. Él, simplemente vive, tiene un cuerpo que por momentos duda de que sea el suyo en relación a los objetos que le rodean, y que toca, como si los movimientos fueran autónomos. Es un sujeto completamente incapacitado para establecer un lazo social, que se relaciona puntualmente con la tabernera, que le permite ocasionalmente un desahogo sexual, y con el Autodidacto, su compañero de fatigas bibliotecarias, con cuyas convicciones humanistas Antoine no tiene nada que ver y al que finalmente deja caer en la humillación y la ignominia, pudiendo evitarlo. Cuando se reencuentra fugazmente en París con Anny, su antigua amante –que lo había abandonado cuatro años antes-, adopta un papel absolutamente pasivo y se recrea observándola, no sin cierto deleite sádico, para concluir que está gorda y fea.

Antoine Roquentin podría muy bien definirse como un nihilista susceptible de asumir el pesimismo radical de Schopenhauer, para quien la vida es un paso en falso, un error, un castigo y una expiación, o firmar él mismo el texto de Goethe en el que Mefistófeles afirma ser “el espíritu que siempre niega (…) pues todo lo que nace no vale más que para perecer. Por eso sería mejor que nada surgiera”.

Curiosamente, en varios pasajes de su diario Antoine se refiere a la Náusea como la cosa, lo que  remite inevitablemente a la Cosa freudiana. Dice en un momento: Hoy ya no espero nada, vuelvo a mi casa al final de un domingo vacío: la cosa está allá” (…) La cosa, que aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. No es nada: la Cosa soy yo. La existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo”.

E inmediatamente, antes de regresar a París, escribe en su diario: “La Náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la padezco, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo”.

¿Hay alguna leve esperanza de que en París Antoine Roquentin sepa hacer con su Náusea, hacer de ella su sinthome, vivir, y no solo existir?

Luis Seguí


Addenda

Notas para la conversación:

Sartre rechazó durante décadas la noción de lo inconsciente argumentando que lo inconsciente era un criterio característico del irracionalismo alemán. Opuso a la teoría de Freud lo que definía como psicoanálisis existencial, una versión pretendidamente racionalista del psicoanálisis basado en la autocrítica del propio sujeto tendente a eliminar lo que Sartre llamaba “mala fe”, que consistía en un autoengaño por el que el sujeto pretendía tranquilizarse a sí mismo.

En su opinión, “un ser humano adulto no puede ni debe estar defendiendo sus defectos en hechos ocurridos durante su infancia, eso es mala fe y falta de madurez”.

La tarea del psicoanálisis existencial es hacer ver que solo un análisis y dialéctica concreta de los proyectos puede descifrar los comportamientos empíricos del hombre, concebido como una totalidad, y por lo tanto como una realidad en la cual cada uno de sus actos (no solo la muerte o ciertas situaciones límite) es cifra de su ser.

En el curso de este psicoanálisis existencial se hace patente la estructura de la elección propia del ser humano y el hecho de que cada realidad humana sea a la vez “proyecto de metamorfosear su propio Para-sí en un En-sí-para-sí, y proyecto de apropiación del mundo como totalidad de ser-en-sí bajo las especies de una cualidad fundamental”.

Sartre concebía la existencia humana como existencia consciente; el ser del hombre se distingue del ser de la cosa precisamente porque es consciente. La existencia humana es un fenómeno subjetivo, en cuanto es conciencia del mundo y conciencia de sí.

Si para Heidegger el Dasein es un ser-ahí, arrojado al mundo como ser para la muerte, para Sartre el hombre, en cuanto ser-para-sí es un proyecto, un ser que debe hacerse.

En El existencialismo es un humanismo (1945-1949) escribe: “El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo”.

Paradójicamente, en la polémica que sostiene Roquentin con el Autodidacto, en el que este se muestra como un humanista, Sartre –por boca de Antoine- está más próximo a lo que sería la posición de Freud: el psicoanálisis no es un humanismo, en la medida en que en el humanismo existe ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida. Freud se sitúa en una tradición realista y trágica, lo que explica que su lucidez nos permite hoy comprender y leer a los trágicos griegos (Lacan, Seminario 3, Las psicosis).

(De ahí que Freud rechace el axioma “amar al prójimo como a uno mismo”).    

Sobre el bien y el mal, rechazaba el maniqueísmo. Sostenía que una moral verdadera es una totalidad concreta que realiza la síntesis del bien y el mal: el bien sin mal es el ser parmenídeo, esto es, la muerte; el mal sin bien es el no ser puro (Parménides rechazaba que el conocimiento provenga de la experiencia sensible, que es cambiante).

Tertulia 84. La Náusea, de Jean Paul Sartre. Comentario de Mario Coll

LA  NÁUSEA Y EL ÁRBOL DE LA ILUMINACIÓN

Hay una escena en La náusea de Sartre en la que el protagonista de la misma, Antoine Roquentin, se sienta en el banco de un jardín a las seis de la tarde y  piensa: “sé lo que quería saber; he comprendido todo lo que me sucedió desde enero. La náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto, pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo”.  A este fulgurante insight sigue: “Bueno, hace un rato estaba yo en el Jardín  público, la raíz del castaño se hundía en la tierra exactamente debajo de mi banco. Yo ya no recordaba qué era una raíz.  Las palabras  se  habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación”.

¿De qué iluminación habla Roquentin? Mucho se ha escrito sobre la aplicación de las tesis heideggerianas por parte de Sartre en esta y otras escenas de la novela, pero en ese descubrimiento que realiza el personaje de “estar de más”, de  constituir un elemento superfluo en una sinfonía absurda en la que los instrumentos tocan su partitura, cada uno la suya, sin poder salirse del surco y en la que cada uno de ellos se cree único y exclusivo, siendo perfectamente prescindible sin saberlo (y he ahí la causa de la náusea), pareciera que se hallase la entrada en una dimensión mental liberadora: “Comprendí que no había término medio entre la existencia y la abundancia del éxtasis”. 

Es obvio que no hay término medio porque han desaparecido las palabras o, mejor dicho, el vínculo intermediario, el filtro cribador entre la realidad y la conciencia se ha desvanecido. Sigue Roquentin: “Decía como ellos: el mar es verde, aquel punto blanco de allá arriba, es una gaviota, pero no sentía que aquello existiera, que la gaviota era una “gaviota- existente”; de ordinario la existencia se oculta... no es posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada”.

Toca la cosa Roquentin. Toca “Lo Real”, diríamos, y sus consecuencias son: “comprendí que había tocado la clave de mi existencia, la clave de mis náuseas, de mi propia vida. En realidad todo lo que pude comprender después se reduce a este absurdo fundamental.  Absurdo: una palabra más, me debato con palabras; allá tocaba la cosa”.

La salida y elaboración de Roquentin tras una escalada imparable de la náusea es el Absurdo, como un Absoluto al que hay que aceptar; siendo muy respetable la opción, no dejan de ser curiosas las analogías que se pueden establecer entre este hombre colmado de una náusea en pos de una respuesta a su absurdo existencial, sentado bajo un árbol, un castaño en este caso, y bajo el cual emplea sin reparo, al dar con la clave de dicha existencia, la palabra iluminación. Y otro hombre en la historia llamado Siddharta Gautama, Buda, que también bajo un árbol alcanzó a comprender su propia clave  y utilizó el mismo término, en su caso bajo una higuera de rugosas raíces como el castaño de Roquentin. La tradición escrita cuenta que vivió, comprendió el absurdo de la vida y alcanzó  también una iluminación. Los términos empleados que nos han llegado son muy similares: el afán por existir y el apego a una identidad ilusoria. Escribe Roquentin: “Y todos estos seres que se afanaban alrededor del árbol no venían de ninguna parte ni iban a ninguna parte. De golpe existían y después, de golpe, no existían: la existencia no tiene memoria, no conserva nada de los desaparecidos, ni siquiera  un recuerdo”. Un texto que no desentonaría en ningún Sutra budista.

Ahora bien, esta identificación total entre conciencia y objeto que ha sido motivo de debate desde antiguo, tanto en el pensamiento oriental como en el occidental, admite salidas, por lo que parece, muy dispares. Si bien en la aproximación sartreana hay una aceptación, casi sumisión me atrevo a decir, de la rueda de la vida con un correlato neutro emocionalmente; en la aproximación budista esa iluminación se traduce en  una exultante alegría por haber comprendido precisamente ese absurdo existencial en el que no hay  tampoco Dios, ni atajos, ni milagrosas recetas, sabiendo así deshacer la ilusión que origina tanto sufrimiento innecesario.

El propio Lacan se refiere al odio, la ignorancia y el apego –las tres causas de la confusión humana que ya desarrollará la filosofía budista sin ocultar el origen de los conceptos. No tengo intención  con estas líneas de hacer un desglose pormenorizado de la estructura y de la relación conciencia-percepción-objeto, sino apuntar una simple reflexión sobre los paralelismos, curiosos paralelismos, entre ese hombre, Roquentin, que es “tocado” por la iluminación en su mirada disolviendo la disyuntiva irreconciliable entre  el mundo “en sí” y la conciencia “para sí”, una tarde en un jardín bajo un árbol de raíces nudosas y espesas, y otro hombre que hace 2500 años, también en un jardín y bajo un árbol de raíces nudosas y espesas, vivió otra iluminación sabiéndose también para la muerte.

Mario Coll

Tertulia 84. La Náusea, de Jean Paul Sartre. Comentario de Miguel Alonso

La novela de Sartre, La náusea, me parece que posee una gran potencia conceptual, pero, a la vez, una absoluta indefinición en cuanto a su género. Creo que se sitúa en la misma frontera entre la novela filosófica y el ensayo filosófico. Considero que hasta el domingo en que nos describe la villa de Bouville y la rutina burguesa de sus habitantes, uno tiene la sensación de estar, efectivamente, ante una novela muy viva, una novela que incluso toca la carne. A partir de ese domingo, la viveza de la novela se diluye bastante y todo se vuelve más intelectual, sin perder, por supuesto, la potencia de todo ese “caosmos” conceptual que gira alrededor de la vida de Roquentin. Hay, a lo largo del recorrido, frases, párrafos y capítulos enteros, que parecen sacados de un contexto ideológico más que de un contexto vital. Y, aunque a ese contexto se les añade un motivo de la realidad, un café, un jardín, la habitación de Roquentin, etc., creo que Sartre no consigue que la novela toque allí la carne, en otras palabras, no consigue que allí esté fluyendo la vida. Al menos a mí me parecía estar leyendo, en muchos momentos, un contexto ideológico no muy diferente del que se puede encontrar en un tratado filosófico. No siento en La náusea la vitalidad de la novela filosófica tradicional, salvo, como digo, en la primera mitad de la misma. Incluso el personaje no parece el mismo en la primera y en la segunda parte de la novela. Su angustia, rayando la locura, es vital y nos toca la carne en la primera parte, pero es absolutamente intelectual, y sin locura, en la segunda.

Por ejemplo, hay una diferencia abismal entre el tratamiento que hace del objeto en las primeras páginas de la novela, y el tratamiento que hace de esos mismos objetos en la segunda parte, cuando comienza a dilucidar la cuestión del absurdo y la naturaleza de los objetos posando su mirada en la raíz negra de un árbol. Al comienzo, los objetos que toca Roquentin nos queman en las manos, en el segundo tiempo, la “esencia”, el “estar ahí”, la existencia, en los objetos, se deducen de razonamientos que, a mi modo de ver, son puramente intelectuales. 

Voy a detenerme en la primera parte de La náusea tomando como base para el comentario las dos primeras páginas. Allí están recogidos algunos elementos que, a mi modo de ver, van a atravesar el diario de Antoine Roquentin. Por ejemplo, ya en el encabezamiento se nos está insinuando que la cuestión, para el protagonista, consiste en moverse dentro de la singularidad en detrimento de la universalidad: “Es un muchacho sin importancia colectiva, sólo un individuo” (Sartre 2017: 11).

Esta dicotomía entre singularidad y universalidad se nos plantean en dos planos. Por un lado,  Roquentin establece el “ver claro en mí” (Sartre 2017: 20), “conocerse a sí mismo” como condición para existir, lo cual implica dilucidar la naturaleza de su acontecimiento corporal, la náusea, en una pura soledad. En contraposición a esto, narra las escenas en el Café Mably en un ámbito comunicacional, donde ve a un grupo de jugadores de cartas en una partida ruidosa. Dice allí: “Ellos necesitan ser muchos para existir” (Sartre 2017: 21). Esta dicotomía se extiende a lo largo de toda la novela. Es decir, Roquentin sólo concibe una auténtica existencia desde lo singular, desde la fractura, desde la soledad, como única posibilidad para la dilucidación de la náusea, y nunca desde la supuesta comunicación entre individuos propuesta por lo universal.

Los escenarios son bien diferentes si nos situamos en la singularidad o en la universalidad, en la soledad o en la comunicación, y el carácter de la vida cambia, igualmente. En el caso de lo universal lo que impera, como digo, es una supuesta comunicación entre los sujetos dentro de un lenguaje en el que no parece que haya lugar para ningún vacío: “Estos jóvenes me maravillan; mientras beben el café cuentan historias claras y verosímiles. Si se les pregunta qué han hecho ayer, no se turban. En su lugar yo farfullaría” (Sartre 2017: 22). Y sigue diciendo con cierto desprecio: “Todos estos tipos se pasan el tiempo explicándose, reconociendo con fidelidad que comparten las mismas opiniones… Qué importancia conceden, Dios mío, al hecho de pensar todos juntos las mismas cosas (Sartre 2017: 24). Está, claramente, señalando los movimientos en los que se sustenta lo universal como un lugar común, de comunicación, construido por los seres humanos para su confort, y alejados de cualquier perturbación existencial.

Para Roquentin, por el contrario, la comunicación no constituye un terreno fértil, sino una simple ilusión. El auténtico sujeto está irremediablemente solo. Lo vemos en la reflexión que lleva a cabo cuando observa a uno de los clientes del bar al que intuye en una posición similar a la suya: “No es simpatía lo que hay entre nosotros; somos parecidos. Eso es todo. Está solo como yo… Ha de esperar su Náusea o algo por el estilo… Debe de saber bien que nada podemos el uno por el otro. Las familias están en sus casas, en medio de sus recuerdos. Y aquí nosotros, dos ruinas sin memoria” (Sartre 2017: 111).

Es lo suficiente elocuente para señalar que la singularidad implica necesariamente habitar en un lenguaje que no te garantiza el confort, sino la soledad, estar solo ante un acontecimiento que produce angustia y que, inevitablemente, va a surgir: “Tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mi” (Breton 2017: 20). Y especifica el carácter de la soledad, donde la palabra común, aceptada por lo universal como verdad, viene a adquirir un carácter superfluo para dejar un espacio vacío en el ser: “El que vive solo ni siquiera sabe qué es contar; lo verosímil desaparece al mismo tiempo que los amigos… pero en compensación no pasa por alto todo lo inverosímil, todo lo que nadie creería en los cafés” (Sartre 2017: 22).

Una matización. Lo que va a venir, más que miedo parece angustia, en el sentido de que eso que se va a apoderar de él no puede inscribirse en el contar pues parece carecer de un objeto definido. Es una forma de vida, la de Roquentin, en la que el tiempo simbólico, el tiempo lineal, el tiempo de la narración, se disuelve y sólo se concibe el instante. Es decir, uno ni siquiera está protegido por una historia, por la memoria, por el recuerdo: “Las familias están en sus casas, en medio de sus recuerdos. Y aquí nosotros, dos ruinas sin memoria” (Sartre 2017: 111).

En oposición a todo el afán de universalización que tiene el recuerdo, la memoria, la historia, los distintos saberes, la moral, y en contra de todo el afán de clasificación, de objetivación, de realismo y de establecimiento de la verdad, Roquentin está devaluando la comprensión, la verdad, y el orden que deriva de esos saberes, unos saberes que no serían más que fantasmas, habladurías en las que se homogeneiza el mundo, instrumentos para acomodar al hombre en un mundo donde lo que manda, en realidad, es una esencia que se sustrae. Para Roquentin, la auténtica existencia se nos hurta, y a eso se confronta aborreciendo la comodidad del orden, que no es más que un velo y una moral. Precisamente, ese miedo, esa angustia, se le muestran como señal de que algo existe, de que algo “está ahí”, pero no se deja simbolizar. En lo singular hay una verdad siempre vacía, en lo universal se fuerza y se inventa una verdad. Eso sería, a mi modo de ver, la confrontación que plantea entre singular y universal.   

Podríamos aplicarle a Roquentin, en esta confrontación, el párrafo de Juan Carlos Onetti en El Pozo cuando plantea lo siguiente: “Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene” (Onetti 2007: 52). Esa verdad es la que vienen a encarnar los personajes en la sala de exposiciones.  

Una gran resonancia tiene esta reflexión de Onetti con lo que plantea Roquentin al comienzo sobre los objetos. Allí llega a la conclusión de que: “no hay nada que decir… no hay que introducir nada extraño donde no lo hay… se exagera todo, forzando continuamente la verdad” (Sartre 2017: 13).

Otra cuestión que parece muy potente en esta primera parte de la novela es el abordaje que hace de la locura. Roquentin parece ahí muy próximo a ella. Al menos nos muestra ciertos escenarios donde lo humano vacila, y en todos ellos hay una separación del lenguaje. Lo vemos, sobre todo en la relación que tiene con los objetos, en la relación con el propio cuerpo, y en su confrontación con la sexualidad.

Respecto a los objetos, en efecto, él mismo nos conduce hacia el terreno de la locura, y nos hace dudar de su afirmación de no estar loco, al situar los cambios en el objeto: “No estoy nada dispuesto a creerme loco; hasta veo con evidencia que no lo estoy. Todos los cambios conciernen a los objetos. Por lo menos quisiera estar seguro de esto” (Sartre 2017: 15). Es ésta una afirmación extraña a la que hay que seguir la pista.

Porque para él, aunque trata de convencerse de lo contrario, el objeto es algo vivo. “Los objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos; son útiles, nada más. Y a mí me tocan; es insoportable. Tengo miedo de entrar en contacto con ellos como si fueran animales vivosuna especie de náusea en las manos” (Sartre 2017: 27)

Es una relación con el objeto que tiene el mismo valor que la alucinación, en el sentido de que los objetos no tienen un valor simbólico, de tal manera que no adquiere distancia de ellos. Se presentan en lo real, en lugar de presentarse en lo simbólico y en lo imaginario. Por eso los siente vivos.

Estoy inquieto, hace una media hora que evito mirar este vaso de cerveza ¿Qué tiene este vaso? Es biselado, tiene un asa, lleva un escudito… Sé todo eso, pero hay otra cosa. Pero ya no puedo explicar lo que veo. A nadie. Ahora me deslizo hacia el miedo” (Sartre 2017: 24)

Igual que le ocurre con los objetos, también Roquentin nos muestra como un cuerpo, sin el entramado simbólico e imaginario que lo vista, es un cuerpo monstruoso que conduce a la angustia y a la locura. En efecto, cuando el protagonista se sitúa ante su imagen, no puede asimilar su rostro a una identidad, a un yo identitario que le ofrezca algo en lo que pueda reconocer una imagen propia. En su lugar aparece una otredad, una alucinación, algo indefinido, algo que lo deshumaniza:

 “Es el reflejo de mi rostro. A menudo, en estos días perdidos, me quedo contemplándolo. No comprendo nada en este rostro. Los de los otros tienen un sentido. El mío, no… ni siquiera expresión humana” (Sartre 2017: 36)

Y abunda en este tipo de descripción angustiosa que le viene dada, no por el otro, por el semejante, sino que se le muestra, como en el caso del objeto, como una especie de alucinación en la que su cuerpo se deshumaniza, pierde la imagen:

Sin embargo, Anny y Vélines opinaban que tenía una expresión vivaz… mi tía Bigeois me decía: Si te miras largo rato en el espejo, verás un mono… lo que veo está muy por debajo del mono, en los lindes del mundo vegetal, al nivel de los pólipos” / “Me acerco al espejo, ya no queda nada humano” (Sartre 2017: 37)

Roquentin está señalando su cuerpo vacío de imagen y de palabras, desnudez ante la cual descubre algo inquietante, angustioso, algo real. Me parece que veo mi rostro como veo mi cuerpo, mediante una sensación sorda y orgánica” / “Tal vez sea imposible comprender el propio rostro ¿O acaso es que soy un hombre solo? Los que viven en sociedad han aprendido a verse en los espejos tal como los ven sus amigos. Yo no tengo amigos: ¿es por eso mi carne tan desnuda? Se diría… sí, se diría como la naturaleza sin los hombres” (Sartre 2017: 38)

Frases que evocan, de forma muy atinada, como en el terreno de lo humano, uno no es un cuerpo, uno no es organismo, uno no es naturaleza, sino que se tiene un cuerpo, y ese cuerpo sólo se puede adquirir en el interior de los registros imaginario y simbólico. Y lo que señala Roquentin es que él no puede distanciarse del cuerpo orgánico, de manera que padece efectos similares a los que le ocurrían con los objetos. Es la angustia de la desnudez, de la falta de ese revestimiento simbólico e imaginario. Y si no tiene una distancia suficiente en relación al cuerpo orgánico, vive y padece un cuerpo demasiado vivo.

Vemos que la conclusión es la de siempre: la contraposición con lo universal: “¿A los otros hombres les cuesta tanto juzgar sus rostros?” (Sartre 2017: 38), donde no encuentra solución, porque, en realidad, la única forma de afrontar esa desnudez es en la soledad. Todo lo conduce a su soledad, a estar solo ante lo real.

La forma de vivir la sexualidad es otro de los elementos que abunda en el terreno de la locura. Algo se insinúa allí como falto de constitución: el deseo. Todo parece un ejercicio maquinal. “TUVE QUE echarle un polvo… por cortesía… hurgaba en su sexo distraídamente bajo la colcha; luego se me entumeció el brazo. Pensaba en el señor de Robellon” (Sartre 2017: 100). En segundo lugar, ante la frustración sexual vive un auténtico torbellino en el que la realidad se le distorsiona de forma absoluta, y los objetos, nuevamente, aparecen vivos y alucinados. Nos hace pensar en la frustración de ese cuerpo natural, sin la vestimenta simbólica e imaginaria de la que hablábamos hace un momento, pues al estar demasiado cerca de lo natural es un cuerpo que sólo contempla la inmediatez, es un cuerpo sin espera, solo sujeto al principio del placer en detrimento del principio de realidad. “Me dirigía a echar un polvo, pero apenas empujé la puerta, Madeleine, la sirvienta, me gritó: La patrona no está; fue al centro… Sentí una viva decepción en el sexo” (Sartre 2017: 39). Inmediatamente le pregunta el camarero: “¿Qué toma usted señor Antoine? Entonces me dio la náusea” (Sartre 2017: 40). Y surge la alucinación del vaso aplastando una gota que Roquentin toma como un charco, la banqueta se hunde, etc., etc.

Tampoco el pensamiento y la palabra le aseguran un terreno sólido a Roquentin. Sugiere una fuga del sentido que le imposibilita crear un entramado simbólico consistente con el que construir una realidad para sostenerse mínimamente. Y todo ello nos sitúa en una dificultad para fijarse al universo del lenguaje: “… ni siquiera me cuido de buscar palabras. La cosa se desliza en mi más o menos rápida, no fijo nada, la dejo correr. La mayor parte del tiempo, al no unirse a palabras, mis pensamientos quedan en nieblas. Dibujan formas vagas y agradables, se disipan, enseguida las olvido” (Sartre 2017: 22)

Vive el pensamiento como un sufrimiento debido a su volubilidad, y al hecho de que las palabras que lo componen no sean signos unívocos, sino incompletas: “Si por lo menos pudiera dejar de pensar, todo iría mejor… Los pensamientos se estiran interminablemente… Y además, dentro de los pensamientos están las palabras, las palabras inconclusas, las frases esbozadas que retornan sin interrupción… Sigue, sigue, y no termina nunca… El cuerpo, una vez que ha empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve el pensamiento. Existo. Pienso que existo” (Sartre 2017: 162)

Un buen párrafo para explicar cómo vivimos en el lenguaje, y la locura en la que estamos instalados debido a la metonimia que lo rige. De una frase pasamos a otra y así de forma indefinida. En este sentido, podríamos pensar que ser sujetos del lenguaje implica ser locos. Sólo la posibilidad de puntuar un final, sería no estar loco en ese fluir continuo en un sentido al que siempre se le puede añadir una frase más y otra más.  

Y para concluir este repaso por la locura, me fascinó esa especie de plasmación de la locura en una descripción extraordinaria que hace en la escucha de una música de Jazz, evocando un fluir infinito, donde difícilmente puede confeccionar un tejido sólido, una estructura, un orden reconocible, sino solamente notas que fluyen para fugarse indefinidamente, sin retener un sentido concreto. Solo el estribillo, lo que se repite en la música, parece salvarse de ese fluir indeterminado: 

Enseguida vendrá el estribillo. Es lo que más me gustaPor el momento toca el jazz; no hay melodía, sólo notas, una miríada de breves sacudidas. No conocen reposo, un orden inflexible las genera y destruye, sin dejarles nunca tiempo para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me dan al pasar un golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara a detener una, sólo quedaría entre mis dedos un sonido canallesco y languideciente. Tengo que aceptar su muerte; hasta debo querer esta muerte, conozco pocas impresiones más áspera o más fuertes” (Sartre 2017: 43)

Sólo la “voz de la negra” detiene este movimiento, esta miríada de sucesivas sacudidas que producen las notas: “Unos segundos más y cantará la negra… tan fuerte es la necesidad de esta música; nada puede interrumpirla; cesará sola, por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre todo, no por su amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento que tantas notas han preparado desde lejos, muriendo para que ella nazca” (Breton 2017: 44)

Todo lo dicho concierne a lo que especificaba como la primera parte de la novela. Y decía que en la segunda parte de la misma no encuentro ya la vitalidad de la novela filosófica tradicional, y que incluso el personaje no parecía el mismo, si su angustia, como acabamos de ver, es vital en la primera parte, me parece más intelectual en la segunda. Lo que no cesa, de ninguna manera, es la potencia conceptual de la narración. 

Por ejemplo, Roquentin, después de retorcerse de padecimiento a lo largo de doscientas páginas en su singular relación con los objetos, comienza a hablarnos del absurdo mientras contempla la raíz negra de un árbol, llena de nudosidades y hundida en la tierra del jardín botánico. Es allí donde dice encontrar la clave de su existencia, de su náusea y de su vida. Pero no hay ahí nada novelesco, nada vital, sino toda una reflexión intelectual que podría tener cabida en el más intrincado ensayo filosófico. Trata allí acerca del absurdo y como fijarlo con palabras, pues ante él, ningún saber, ninguna explicación, ninguna razón, tenían importancia. Y dice que ese mundo del saber y el mundo de las explicaciones no es el de la Existencia, ese solo es un mundo que construimos para nuestro confort, no es un mundo verdadero. El mundo coloreado que inventamos no sería existencia. ¿Cuál sería, entonces, el mundo de la existencia?

Deduzco de la lectura que la existencia sólo existiría en la medida en que no se puede explicar, en la medida en que no tiene nombre. Lo cual se presenta como una auténtica paradoja.

Por ejemplo, podemos siempre explicar la función de un objeto, lo que no se puede explicar es el objeto en sí. Algo se sustrae a esa explicación. Eso sería un absurdo absoluto para Roquentin en el sentido de que toda palabra sobre el objeto se vuelve, entonces, superflua. Por ejemplo, siente que la mano del autodidacto no era una mano cuando la estrechó. Los objetos le producían una sensación de náusea que no podía explicar. Roquentin plantea esta sensación de náusea derivada de algo en el objeto que se niega a ser o, como decíamos, se sustrae a la palabra.

Desde este punto de vista, nunca habría una auténtica relación con el objeto. Por ejemplo, cuando miramos para un objeto tenemos una visión de él, pero esa visión ya es una idea, es una de esas invenciones cómodas, destinadas a producir confort, pues lo que estaríamos haciendo es desquitarle, tacharle lo que no podemos explicar. Y eso que no podemos explicar es lo que provocaría confusión y náusea en Roquentin. Podemos decir que es La Náusea. Y él mismo es la náusea en tanto algo no puede explicar en él mismo. Ese es el momento de comprensión de Roquentin. Lo dice en la página 210, y el razonamiento se puede seguir en las anteriores y posteriores.

Es ahí donde, contingentemente, surge para Roquentin la existencia. Ahí, contingentemente, se le presenta eso que se hurta a la explicación pero que “está ahí”. Existe. Y eso que “está ahí”, que existe, y que es absoluto, puede aparecer o puede no aparecer, se puede dejar encontrar, pero no aparece nunca a través del razonamiento. Contingentemente aparece, como le ocurre a él en ese momento, como si fuese una epifanía. Y comprender la náusea sería tener conciencia de esa existencia. Pero lo que inventamos como existencia, ser hombre, ser mujer, amar, ser abogado, etc., es simplemente la invención de un ser necesario. Necesario en tanto no cesa de escribirse para velar o para intentar atrapar eso que existe por fuera de lo simbólico y que, solo contingentemente, puede aparecer.

Dice, en lo que parece una existencia presentándose como contingencia y diluyendo la falsa existencia: “La existencia no es algo que se deje pensar de lejos: es preciso que nos invada bruscamente, que se detenga sobre nosotros, que pese sobre nuestro corazón tanto como una gran bestia inmóvil. Si no, no hay absolutamente nada” (Sartre 2017: 211)

Es decir, el peso angustioso que lo venía invadiendo, la náusea, sería una señal de algo auténtico que “está ahí”, que “existe”. Fuera de ese peso angustioso, el razonamiento que sigue respecto a su liberación parece flotar más en el aire. Si los “existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos” (Sartre 2017: 211), en el Roquentin de la primera parte sólo aparecen por el peso de la angustia. Pero, paradójicamente, en esta segunda parte habla de liberación (Sartre 2017: 211), una liberación que, en realidad, sólo parece provenir de todo este razonamiento puramente intelectual, de una intuición de que lo que existe “está ahí”, pero fuera de la angustia no consigo ver cómo sabe que “está ahí”. Parece una contingencia que surge fuera del cuerpo, a través de un razonamiento. Y dice que esa conciencia le otorga una liberación. ¿Se libera porque deduce que “está ahí”? ¿Porque tiene conciencia de ello? ¿De dónde surge esa conciencia? Si dice que no puede venir de la razón, no veo más que deducción a través de ella. Aquí, Roquentin me sugiere un juego intelectual que no toca el cuerpo. 

Por eso digo que no veo en todo ese razonamiento la vivacidad de la novela, pero sí tiene el peso de un ensayo filosófico intrincado, problemático, pero, sin duda, muy potente.    

De una gran riqueza me parece el paseo que lleva a cabo Roquentin por el museo de Bouville, observando los retratos de sus próceres. Es la puntilla a ese afán universalizador, la puntilla al discurso del amo, a los “profesionales de la experiencia” (Sartre 2017: 114) que, en realidad, no hacen sino edificar un edificio moral represor. Es decir, descubre allí la mentira del saber, de la historia, del derecho, del orden, cuya función es normativa y disuasoria respecto a lo que no se acomode a la norma: “En esos retratos pintados sobre todo con fines de edificación moral” (Breton 2017: 141), Roquentin ve implícito el enorme poder de una educación moral dirigida, sobre todo, a la juventud. Como cuando el “sabio” doctor Parrottin, uno de los próceres de Bouville, consigue encauzar la vida de un joven rebelde y escribe Roquentin al respecto en su diario: “Y para terminar, como por arte de magia, la oveja descarriada que había seguido a Parrottin paso a paso, se encontraba en el redil, ilustrada, arrepentida. “Ha curado más almas que yo cuerpos” (Sartre 2017: 145)

Lo significativo es que Roquentin ve la verdad detrás de la vanidad de esos rostros ejemplares, y la ve precisamente allí donde pierden su brillo para mostrar el residuo que hay detrás de toda construcción humana: “Cuando se mira a la cara un rostro resplandeciente de Derecho, al cabo de un momento ese brillo se apaga y queda un residuo ceniciento; ese residuo era el que me interesaba” (Sartre 2017: 146)

Por eso se despide con un: “Adiós Cabrones” (Breton 2017: 155)

Y como conclusión decir que lo importante de La náusea, a mi modo de ver, es poner en valor lo que hace farfullar, la ausencia, la falta que circula por debajo de todas las construcciones humanas. Toda escritura, toda historia, toda memoria, todo recuerdo, toda contabilidad, todo registro, no hace más que velar esa ausencia. Una ausencia que produce miedo y angustia, pero, paradójicamente, sólo ese miedo y esa angustia son la señal de algo auténtico, de algo que existe, que “está ahí” y en su aparición contingente puede producir una liberación. Parece muy elocuente y concluyente esa escena en la Biblioteca donde observa al Autodidacto. Él nos muestra, con su afán de recorrer la biblioteca universal, el anhelo del conocimiento, que nada quede fuera de él en el afán de atrapar la verdad. Pero en ese anhelo, el conocimiento, desde la A a la Z, queda retratado como eso que no cesa de escribirse alrededor de un vacío inevitable que nunca va a poder ser agarrado por ese conocimiento. Y cuando Roquentin descubre la secuencia alfabética con la que el Autodidacto lee en la biblioteca, se plantea:  

Y se acerca el día en que se dirá, cerrando el último volumen del último estante del extremo izquierdo: “¿Y ahora qué?”” (Sartre 2017: 57)


Miguel Alonso