jueves, 8 de marzo de 2012

Mª José Martínez reseña "Una rosa para Emily", de William Faulkner

Nos encontramos hoy, desde un relato con tres muertos, en una ciudad del estado de Missisipi, (EEUU), entre los despojos de una calle, tal vez la principal, contemplando los restos de una casa sin buzón que sólo con mirarla nos causa tristeza.            
Se dice que en su día la casa y su dueña, la señorita Grierson, formaron una unidad, de tal forma, que si la construcción era antigua, ella también, y si la casa con el cuadro de su padre, defendiéndola de todos, con el ambiente sureño aprisionado entre las paredes, formaron parte de unas costumbres y una tradición agobiantes, también ella pasó a ser enseguida, y durante 30 años, parte de esa tradición. Nos cuentan que había engordado mucho, que iba toda vestida de negro, y que su porte era altivo y arrogante para los habitantes de ese pueblo en donde ella vivía sola y aislada y donde no pagaba impuestos. Y guardando siempre el tratamiento, sabemos que tal rutina sólo se rompió cuando la señorita Emily mostró interés por lo oriental, dando clases de pintura china, lo cual nos remite a la época vanguardista.
Pero la vida a veces rompe con lo establecido y eso es lo que ocurrió cuando en el hermoso y cálido verano de Jefferson aparecieron unos obreros que habían de arreglar las aceras. Con ellos venía un capataz, Homer, un yanki blanco y fornido que los domingos la saca a pasear, a ella, que ya se había cortado el pelo y parecía más joven de lo que era. Eso pasó un año después de que muriese el padre del látigo, al que ella tardó tres días en enterrar, y que en forma de retrato la acompañaría hasta la muerte.
Así las cosas, todo el pueblo hizo cábalas sobre la señorita Emily y su futuro puesto que ella mantenía encadenada la tradición al tiempo de su reloj, y porque aquí es el pueblo el que habla y opina a través de la voz de un narrador anónimo. Y como el escándalo venido del norte llegó a alcanzar dimensiones sociales, religiosas y de ejemplaridad, la esposa del ministro bautista avisa a sus parientes de Alabama para que vengan y la hagan entrar en razón sobre esa relación con un novio imposible.  
A mi entender, es en este momento cuando el relato presenta un punto de inflexión a partir del cual se distinguen tres cosas. Una es que la familia y el pueblo desean para ella “lo correcto”, precisamente una rosa, la flor de amor perfecta, la de significado completo y rotundo sobre la cual ya no hay nada más qué decir. Otra, es ver como ella no quiere enterrar a su padre y con él a la tradición, mientras seguimos sin saber qué clase de relación había mantenido ella con ese señor tan tirano al que los novios parecen tener miedo. Y la tercera y para mí más definitiva, es la conclusión a la que ella parece haber llegado:
 “Si  las tías de Alabama me van a quitar al novio de la cabeza, si lo que ha llegado en cuerpo y alma del norte no lo voy a poder tener, si la relación con él es difícil porque estoy acostumbrada a luchar como un hombre contra el látigo de mi padre y si por tanto o por lo que sea soy un poco macho, si algo ha de cambiar, si he de cambiar yo o si el novio también se me va a morir, antes que ocurra esto lo mato, disfruto de tenerlo conmigo (un erotismo muy dudoso, digo yo), y tampoco lo entierro”. En este sentido es patético y misterioso el episodio en que se cuenta cómo ella va a comprar ropa de boda para el novio y como al final, bajo una espesa capa de polvo y tiempo, la gente del pueblo encuentra en su almohada una hebra de cabello gris.
Y ahí tenemos el mal olor de la locura, de la que ya no haremos ningún elogio, que Faulkner hace llegar hasta nosotros y que los habitantes del pueblo hacen desaparecer con unos brochazos de cal, en tanto que esto les sirve a todos, a la comunidad y a cada uno, de ingenua purificación tradicional. Ya hemos visto, pues, la locura de una mujer que ve brotar la vida a su alrededor, pero que por si acaso hay que cambiar algo o se presenta alguna dificultad, prefiere el amor cuajado de muerte, porque tal vez dentro de su cabeza no concibe otra cosa. ¿Necrofilia declarada, o simplemente locura? Al fin, con un poco o mucho arsénico para ratas, todo fue fácil, pues nadie sabía que su novio había vuelto a la casa.
Pero ¿había sido necesaria tal determinación? Eso no nos lo aclara nadie.
Todo lo demás nos lo cuenta Faulkner en una narración algo determinista y también realista, para apoyar su tesis de que el apego sin fisuras a la tradición es dañino, y con el naturalismo literario reinante nos quiere aclarar, que tal vez ella atisbó la felicidad con la ayuda del calor de un verano, pero que en cierto modo enloqueció por causa de una herencia familiar.
Las tenebrosas tías se marcharon tras el entierro y así fue como el pueblo se liberó, al fin, del testigo de una sociedad cerrada y casi endogámica, donde el recuerdo de los soldados de la Unión de Confederados de Jefferson, marcaron el triste paso de la decadencia. 
Mª José Martínez

miércoles, 7 de marzo de 2012

Entre la locura y el exceso; comentario de Beatriz Schlieper sobre el relato de William Faulkner "Una Rosa para Emily"

¿Cómo pensarla locura en este texto? ¿Se trata de la locura en el sentido que le otorgabaErasmo a la dimensión de exceso en la pasión del amor o el odio? o ¿se trata dela locura en el sentido de la enfermedad mental? Ambas respuestas son posibles.Lo que la mirada del autor desnuda es una historia de locura, pasión y muerte, quea pesar de ser narrada de un mododescriptivo, va dejando entrever un interrogante acerca del enigma del ser.

En estepersonaje, ¿el enigma se limita a la singularidad de su goce o está atravesadopor los sentimientos que suscita en sus congéneres? Sentimientos que oscilanentre la idealización y el sometimiento a las decisiones de éste Otro que leimpone su capricho. El autor muestra una complementariedad entre Emilia, últimadescendiente de una estirpe de origen aristocrático, quien representa elresabio de un mundo de privilegios; y otro mundo que curiosamente se sometía yen cierta forma la veneraba. Las prerrogativas surgidas de su alcurnia, fuertementeseñaladas por el autor, le dan consistencia alpersonaje.

En unprincipio el autor comienza describiendo la situación de un modo impersonal, peroen cierto momento se desliza casi imperceptiblemente, posicionándose en unaidentificación con un nosotros, quelo mimetiza con el resto de los habitantes.Faulkner en esta identificación no es ajeno a los vaivenes de los movimientos afectivosque recorren la ciudad. Hayuna tensión general en la que todos parecen estar atravesados por sentimientos complejos desde la curiosidad, la compasión y hasta un sentimientode deber y cuidado, “con esa especie de respetuosa devoción ante un monumentoque desaparece para la ciudad”.

Sin embargo hay un intento vacilante en la ciudad que viene en nombre de la razón, de lasreglas y los impuestos cuyo pago convenientemente debe efectuarse. Este intentofallido del amo, por lograr que las cosas marchen se ve eclipsado frente a la otraposición de los miembros de la ciudad, que en contra de sus mismos interesesclaudica frente al brillo de las figuras cortesanas idealizadas. Faulkner destaca este brillo que hizo que pasara “de una aotra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa”.

Simultáneamente,hay un coro que exclama ¡pobre Emilia! Pero también está el vasallaje de larenuncia del cobro de los impuestos o la aceptación del expendedor del arsénicoque acata la autoritaria demanda de vendérselo sin la respuesta necesaria sobrela utilización del veneno.

¿Qué clase de locura es entonces la de Emilia? Es más bienla locura de la infatuación, de la que, como dice Lacan. “es tan loco el hombreque se cree rey, como el rey que se cree rey”. Se trata de una identificaciónliteral, en la que ella cree ser quienes.
En tanto ocupa el lugar del ideal para los otros, ella se sostiene,pudiéndose inferir que el quiebre se produce cuando, -el cuento lo dejatraslucir-, su amante rechaza su demanda. Probablemente ella lo haenvenenado,- ya que éste decía en el club que, “él noera un hombre de los que se casan. Es este rechazo que inevitablementela desinvestía del semblante al arrancarle las prerrogativas que le daban elser, lo que,- a juzgar por el desenlace-, la llevó al acto criminal. Acto premeditado,que por haber estado sostenido en un fracaso de los ideales sociales en juegosuma a la pulsión homicida inconsciente una justificación conciente que loaprueba. Emilia mientras estuvo sostenida por los ideales sociales que laerigían en un lugar ilustre mantuvo su locura contenida en el encierro de sucasa paterna; pero cuando frente al haber sido abochornado su narcisismo por elrechazo de su amante encontró como única salida, en la lucha de puro prestigio,la eliminación del otro.
En relación a la segunda opción de la locura como enfermedad mental, elpersonaje se aproxima peligrosamente a la dimensión del caso, en cuanto sus manifestaciones van más allá del límiteesperable para solo un proceso de puro prestigio. En el cierre del cuento se veel odioenamoramiento al descubrirse que en realidad ella, si bien lo habíaenvenenado no solo no lo enterró, sino que se acostaba junto al cadáver de suamado. Así como también se negó al entierro de su padre, que hubo queefectuarlo casi por la fuerza. Hechos significativos que dan cuenta de unaperturbación mayor que la infatuación por el abolengo herido.
El personaje del cuento se asemeja al caso de paranoia que desarrollaLacan en su tesis doctoral que también hace un pasaje al acto como resoluciónde la tensión que le imponía su delirio. Aunque acá solo se tiene comoexpresión de un delirio, una creencia compartida con ideales colectivos que notoleran la más mínima fractura.

Beatriz Schlieper
ALGUNOS COMENTARIOS SUGERENTES QUE SE HICIERON EN EL FINAL DE LA TERTULIA SOBRE UNA ROSA PARA EMILY


* Rosa López: El coronel Sartoris, cuando exime a Emily de pagar sus impuestos, hace una ley para que todas las mujeres negras salgan con delantal. O sea, había diferencias, categorías sociales entre las mujeres.

* Intervención: En el relato, no hay madre. Y la figura del cuidado lo ejerce la colectividad. Podemos decir que en Una rosa para Emily, hay una mirada compasiva. Si lo trasladásemos a la época actual, podríamos constatar la ausencia de colectividad que hay ahora. En el mundo actual estamos en una individualidad brutal y en un sálvese quien pueda en.

* Beatriz García: Es complicado saber de qué lado se sitúa Faulkner en relación al pueblo, como si en ello se manifestase algo de su división. Defiende a los vecinos y los muestra en su espanto, en el sostenimiento de una tradición inhumana que, en parte, no permitía la vida. Hay, en ese sentido, cierta ambigüedad, no está muy claro de qué lado se sitúa.

Gustavo Dessal: Es algo muy típico de Faulkner a lo largo de toda su obra. No tengo la menor idea de si Coetzee se ha compenetrado con la obra de Faulkner, pero es muy curioso que, en él, haya una posición muy semejante. Coetzee también es un narrador capaz de contar una historia sin establecer la dualidad entre los blancos malvados y los pobres negros. Va mostrando las facetas, lo polifacético, lo caleidoscópico de los personajes. Los indios de Faulkner son tan desalmados como los blancos, y los negros tampoco son unos santos. Más allá de que, por supuesto, todos sean iguales, Faulkner va mostrando que las cosas no se pueden repartir sencillamente entre buenos y malos.

Graciela Kasanetz: Pero hay una diferencia grande con Coetzee. Éste tiene escritos periodísticos –de hecho, un libro los recoge— donde toma partido absolutamente. Es un luchador contra la segregación.
Liter-a-tulia

lunes, 5 de marzo de 2012

La mujer como enigma en Relatos Sombríos, Historias mágicas, de Remy de Gorumont. Comentario de Miguel Alonso

Quiero comenzar este comentario con las palabras de la página 43, escritas al final del relato Las correspondencias, incluido en los Relatos sombríos:

“- ¡Todo esto es muy sucio!
- Como la vida, querida alma mía, ¡Como la vida
...!”

Efectivamente, los relatos de Gourmont evocan la raíz ineludible de la vida, a saber, el deseo y su fundamento real perverso, que hace que se estremezca la potencia de nuestros ideales morales e intelectuales. Es algo clásico, lo sobrenatural ha de aceptar la convivencia con lo demoníaco, el bien con el mal, lo bello con lo informe, lo legal con lo perverso. Los antónimos en el marco del deseo, se convocan para realizarse en una ambigua sublimación elevándose así a la dignidad de la literatura y hasta de la poesía. Esta es parte de la fuerza que tienen los relatos de Gourmont, escudriñando la miseria moral de lo humano saben articularla a lo simbólico, esa legalidad necesaria para distanciarse de la sordidez, la crudeza y el hastío que produce lo exclusivamente perverso.

Es la ambivalencia moral y psíquica de lo humano. El deseo transita aquí un amplio inventario de perversiones sexuales, perfidias morales, incestos, adulterios, ignominias, violaciones, asesinatos, pero con una particularidad muy importante, salvo en algún que otro relato que conforma la excepción, es el caso de Vestido, ese deseo se matiza deteniéndose antes del acto en una escritura no exenta de profundo pensamiento.

Pretendo situar en el exceso perverso del deseo algunos elementos que unifican los relatos. Los encontramos, con formas diversas, en casi todos ellos.

Por un lado, todas las maquinaciones hipócritas, cínicas, desvergonzadas e inmorales, se movilizan en pos de un fin supremo muy singular, recoger los frutos del goce perverso, esas auténticas joyas que sólo serán preciosas si fluyen del interior del cuerpo femenino, joyas tales como las lágrimas que brotan del dolor y la sangre que fluye por las heridas de la piel. No deja de imponérsenos un estremecimiento cada vez que la fantasía perversa rompe, en los relatos, el cuerpo femenino. Esto es un dato fundamental, es lo que reclamaba para su derecho el Marqués de Sade, o es lo que sucedía en la espeluznante ficción de El perfume de Suskind, cuando el protagonista rompe la piel de cada una de las mujeres para encontrar en el interior de su cuerpo el perfume como su esencia más preciosa.

En este caso, el exceso perverso se detiene, diluyéndose en la inteligencia de Gourmont. Si la agitada vida de ese mundo interior es de difícil control, es decir, si el deseo en su perversión no sabe callarse, la inteligencia al menos elimina la vulgaridad del acto, le impone la estética de una renuncia que linda siempre con la insania, pero que pocas veces accede a su territorio.

Es como si las fantasías que sustentan los relatos entendiesen que no son otra cosa que la elaboración de un sueño, una estrategia para iluminar el deseo problemático que habita en los suburbios del ser. Es lo que Sigmund Freud nos ilustró de manera magistral en su obra Tres ensayos para una teoría sexual, y también en la más literaria La interpretación de los sueños. Un deseo que no se deja intimidar por el pudor, de manera que pacta con la censura, casi siempre al alza, un simbolismo particular para cada sujeto, un simbolismo que en el caso de Gorumont le permite acceder a lo literario. Miller evoca a Sigmund Freud diciendo que “uno sueña siempre en contra del derecho”. Los relatos que escribe Gourmont dejan ver lo que está más allá de la ley en un inventario de fantasías contra derecho fundadas en la altivez del espíritu sádico y en su afán de dominio sobre el Otro femenino.

Pronto nos es permitido congraciarnos con estos relatos. En una de las personificaciones del deseo, un espíritu como el de Primary acepta una legalidad como la metáfora para poner freno a esas pasiones que residen en su subjetividad. Eso, en realidad, sitúa al sujeto en un lugar ambiguo, entre la clásica neurosis y la perversión. Dice en la página 15:

No soy tan malo como dicen, ¡oh no!, puesto que me contento con hacerlas sangrar metafóricamente

Él sabe que hay algo falso en el objeto de esas pasiones, o lo que es lo mismo, sabe que la felicidad que auguran es una ilusión que se desvanecerá en la experiencia. La acción, ahora, se revela secundaria a la inteligencia. Ésta se impone enseñando una imposibilidad para la ambición del deseo: “La” Mujer. Es el acierto del autor, su lúcido pensamiento impregnado de gramática, situar como lugar central y enigmático el artículo “La”, imposible de ser colonizado para asimilarlo a ninguna mujer señalando así una frontera para el deseo, que su obstinada búsqueda no puede hacer otra cosa que divagar en “paseos amargos entre mujeres sucesivas”.

“¡Oh, ese femenino oscuro que pasa y se marcha y que jamás será tocado –que se desvanecería si se tocase, ya que su encanto reside en ser desconocido e intocable”.

Este sería el elemento definitivo que unifica los Relatos sombríos y las Historias mágicas, el carácter fugitivo del enigma, “La” Mujer. Es la excepción, lo imposible de alcanzar. En virtud de esto, el conjunto de relatos adquiere singularidades muy específicas.

Por un lado nos ilustra sobre una imposibilidad, la de la relación sexual. Si “La” mujer es imposible de objetivar, si no se puede decir, no puede haber encuentro con el otro sexo, la auténtica relación sexual no puede advenir, o lo que es lo mismo decir, no existe.

En segundo lugar, nos confronta con un escenario ético. En el lugar de la verdad encontramos un vacío, una falla alrededor de la cual gira eternamente el deseo humano.

En tercer lugar, en su esencia intocable e inalcanzable nos hace rememorar una de las grandes creaciones de la mitología masculina, la Dama excelente, la Dama del Amor Cortés. Por momentos –por ejemplo el relato Visión— Gourmont parece un trovador que canta la sacralidad del cuerpo de “La” Mujer. Algunos párrafos la escriben en palabras tales como...

el santo sacramento de sus labios”,

... convirtiendo “La” mujer en excelencia inasible e indefinida. Dice en Visión, página 50:

Carne de Custodia... Soy la Intocable, es decir, la Mujer”.

Y para finalizar, quiero hacer una referencia al lenguaje. Habría que decir que sigue muy coherentemente al pensamiento de los relatos. El lenguaje merodea infatigable por los cuerpos de cada mujer para, finalmente, darse de bruces con una falta. Nada mejor para ilustrar en lo humano la metonimia del deseo y su imposibilidad: el sentido último. Y en esa congruencia qué mejor que deslizarse por los límites de lo legible, sobre todo en sus Relatos sombríos, como si las palabras quisiesen liberarse de la fatiga de tener que nombrar cosas que luego no se revelan en una verdadera objetividad. Es un afán muy propio del siglo XIX, tanto del Simbolismo en el que se enmarcan estos relatos, como de tantos otros escritores de este siglo conocidos alguno de ellos como “los locos de la literatura”, para quienes su ideal no era otro que la deconstrucción de sus propias lenguas madre.

Si en tantas lecturas el sonido de las palabras orienta nuestro entendimiento, en este caso, en el que ellas se muestran con frecuencia herméticas, más aún debemos oírlas que entenderlas. Nos pesan como “el calvario”, nos agujerean la piel como “alfileres en los labios” (18), nos desvanecen con “la idea de la sangre” nos estremecen por su falta de simbolismo en referencia a la filiación “el feto macerado por alcoholes amnióticos”, son palabras que nos hacen doler el cuerpo, que “descuartizan” los textos o se introducen en la carne “Los puñales reventaban bolsas y vientres”, o algo más literario, ilustran la tachadura que iguala las “voluptuosidades” al eufemismo de las “ensoñaciones”, etc.

En definitiva, la escalofriante declaración de intenciones de la primera página: “Con el fin de ejercer la malignidad más amarga” se detuvo en la fantasía y en la gramática conformando un texto que trasforma lo insoportable de la condición humana en una imposibilidad para nombrar a “La Mujer”. A fin de cuentas, eso no es otra cosa que esencia de la vida, el duelo inteligente del deseo.

Miguel Ángel Alonso