miércoles, 20 de junio de 2012

Breve apunte a la inminente publicación del libro de relatos "Demasiado Rojo", del escritor Gustavo Dessal

El último libro de cuentos de Gustavo Dessal, Demasiado rojo, nos presenta una intensa variedad de situaciones, profundamente humanas, paradójicamente humanas, en tanto cada una de ellas deja la marca  del estremecimiento en un pensamiento demasiado fascinado por el orden, la belleza, la bondad de la vida, sus tics salvadores, incluso demasiado fascinado por la felicidad. En contraposición, otras demasías, rojas, resplandecientes, sombrías, excluyentes, dibujan territorios que lindan o se extienden paralelos a inminencias que, por demasiado reales, nos trasmiten las más altas cotas de inquietud. 

Gustavo recrea trece situaciones –nada menos que trece, y toco madera— en pocas líneas, pero diseminando por ellas una tensión en estado creciente, tensión que sólo encuentra un paradójico exutorio en un silencio final que nos deja perplejos, en una página blanca que nos toma tras la lectura de cada relato para insinuar que, por realmente humana, ella contiene el color de cualquier demasía. 



Miguel Ángel Alonso

martes, 19 de junio de 2012

La sonrisa del buda; comentario de Alberto Estévez al relato "La Espina" de Ferdinand von Schirach

Nuestra última reunión del curso va a concluirlo con el tema de la locura. Comprenderán que este tema a los que nos dedicamos a la clínica nos convoca muy especialmente, más cuando la redacción del cuento se presta de esta manera ofreciendo un caso clínico para analizar. Bueno, creo que este año en más de una ocasión ya nos hemos prodigado en este tipo de comentarios y como psicoanalista voy a tratar de abstenerme en lo posible, aunque la tentación es grande; en fin, comprenderán que no les prometa nada. 




Feldmayer es el tercer loco al que convocamos a nuestras reuniones de este curso, es muy probable que otros personajes se hayan librado de este diagnóstico simplemente porque sus relatos quedaron dentro de otros epígrafes que no el de la locura. Feldmayer, además, establece un hilo coincidente con sus dos predecesores, la Emily de Faulkner y Ned Merryl, nuestro nadador insaciable; los tres tienen un nombre. No es tan frecuente, recuerden el Desvelo de Stoicescu, que por cierto hoy ha decidido acompañarnos de nuevo, su protagonista no tenía nombre. Menciono esto porque la cuestión del nombre es importante en este cuento, es su ficha con su nombre la que la contingencia elige para que dicho nombre no aparezca en el fichero de rotaciones y caiga por tanto en el olvido. 

“Su nombre no fue incluido…” nos dice el texto, por tanto podríamos acordar que queda excluido por no estar incluido donde lo están el resto de compañeros, donde están todos. Paradójicamente, su exclusión refuerza el vínculo que conecta a Feldmayer con Emily y Ned, porque esta exclusión remite a un lugar de excepción, recordarán la importancia que dimos en Emily al lugar que tenía la excepción, aquella mujer era una excepción, su casa, su exención de impuestos, etc., y nuestro nadador favorito, Ned Merryl también representaba la excepción, en este caso haciendo redoblar el tambor de la exclusión, sus circunstancias actuales lo dejaban fuera de aquel que fue un día su grupo social de pertenencia. 

La excepción lo que viene a decir es que existe uno para el que no, lo saca del para todos. Para todos las rotaciones, para Feldmayer no. Una parte de la belleza del relato reside en hacernos creer que esa excepción es consecuencia del azar, de un golpe de viento, pero esa excepción Feldmayer la hace suya anulando así el componente azaroso. La hace suya porque él ya estaba excluido del para todos antes de que la srta. Truckau, del departamento de personal, olvidase cerrar la ventana. 

Veremos que el escritor refuerza este efecto de exclusión cuando relega a Feldmayer a la última de las 12 salas del museo, la más alejada de todas. La figura del castaño solitario es una personificación como lo vimos con la casa de Emily, y a eso sumamos la distancia física con los otros vigilantes y la presencia del silencio como elemento reforzador de su soledad. 

Digamos que son unas condiciones de aislamiento tal que superan el umbral de exclusión de Feldmayer, y ahí situamos el primer asomo de su inquietud, y su primera tentativa de solución, medir la sala. No es una medición normal, es una medición obsesiva en grado superlativo, que contempla huecos y vacíos, esto es fundamental, su tentativa busca frenar la absorción que ese vacío podría estar haciendo de él, y resuelve llenando de números y medidas dicho vacío, es su intento de cernirlo, de configurar sus límites para alejar el sentimiento de amenaza que lo posee intentando convertir el vacío en agujero, que no es lo mismo. Lo que no sabe el pobre Feldmayer, y lo que no sabemos todavía nosotros es que dicho vacío ya lo ha apresado. 

Eso empezamos a sospecharlo cuando hay que inventar nuevas tentativas para aplacar su inquietud que no cede, la siguiente la constituyen los visitantes, con los que hace nuevos recuentos, contabilidades, e incluso estadísticas. Grupos estadísticos harto curiosos; hay uno que podríamos llamar de caracteres genéticos (color de pelo, ojos y piel), otro que sería el grupo estadístico de complementos (bufandas, bolsos y cinturones), y un tercer grupo que no sé cómo bautizar: ¿el grupo curioso?, compuesto por calvas, barbas y ¡anillos de boda! Bueno, no los animaré a que imiten este comportamiento, pero sí pueden imaginar de qué estamos hablando si alguno de ustedes se ve tentado a realizar la estadística de cualquiera de estos grupos con los asistentes de esta reunión, se darán cuenta más aproximada de qué nos están hablando. 

Y entonces, el narrador omnisciente nos da la primera afirmación de peso, ha dejado de relatar como mero observador y toma partido de manera clara: “El museo cambió a Feldmayer”. ¿Por qué nos dice esto? Si recuerdan el texto es ese momento en el que empieza a describirnos todo lo que ha cambiado su vida, regala la TV, tira los cuadros, arranca el empapelado y blanquea las paredes, dejan de interesarle las chicas, perfectamente podríamos llegar a esa conclusión por nosotros mismos, aparentemente de manera generosa el narrador nos la entrega pero los hechos de su vida son evidentes. Mi idea es que no quiere que el lector piense en Feldmayer como un loco antes de su entrada en el museo, lo que pretende es que nos demos cuenta cuán frágil puede ser nuestra supuesta cordura, nuestro imperturbable equilibrio mental quizás no lo soporte todo; un tipo que llevaba una vida ordenada, sin estridencias, sufre un desequilibrio inesperado pero de proporciones mayúsculas y su vida se derrumba. Nos confirma que el vacío lo apresó, no pudo contenerlo y el propio vacío provocó un efecto de vaciado en su vida en el que los objetos salen de la escena, todos menos uno, otra excepción, su Leica, su cámara fotográfica, lo cual nos hace pensar que ese instrumento creado para captar imágenes tiene un efecto reparador. 

Cuando tuve ocasión de volver sobre el relato tras mi primera lectura, me llamó la atención lo tarde que entra en escena la escultura, es casi a la mitad del relato, hasta ese momento no sabemos qué obra artística contiene la sala que guarda Feldmayer con su presencia, sí, una escultura, pero de qué se trata. Hemos por tanto de admitir que sus diferentes tentativas para solucionar su inquietud tuvieron cierto éxito, hasta nos llegan a decir que estaba satisfecho con su vida. Ocuparse de la escultura es equivalente al desencadenamiento de un malestar más allá de la inquietud, este malestar no va a dejarse atemperar tan fácilmente y las cosas empiezan a ir de mal en peor, comienzan las alucinaciones y la presencia de fenómenos corporales propios del diagnóstico de una psicosis. 

Contamos con el delirio del enfermo, la historia que inventa sobre la estatua, una carrera en la que el muchacho pisa una espina y tiene que parar a extraérsela, mientras los demás siguen, él debe detenerse, y no podrá seguir corriendo hasta que no la extraiga; él, Feldmayer es el espinario, incapaz de reanudar su vida hasta que no encuentre esa espina. Digamos que las chinchetas redimen su dolor, hacen detenerse a los demás corredores y le devuelven la sensación de no encontrarse tan parado, casi congelado, y además le permiten albergar la fantasía de que esa espina podrá extraerse, esta vez será uno más entre todos y la encontrará como ha hecho el resto con la chincheta. 

Pero no, no la encuentra, y ya saben lo que se ve llevado a hacer, y lo extraño que resulta ese momento en el que revienta la estatua contra el suelo y él siente cambiar el color de la sangre que corre por sus venas, que nos recuerda a aquellos pasajes que Coetzee tan magistralmente nos narró en su ópera prima que trabajamos aquí hace ya dos años. Verdaderamente es una satisfacción personal encontrar estas muestras de sabiduría sobre la naturaleza humana en un escritor de tan altísima talla como Coetzee, de nuevo una ópera prima, en esta caso la de von Schirach que parece prometer una gran pluma en el panorama literario actual. 

Creo ver a este gran escritor en el final del cuento de hoy, un final añadido a la historia que es imposible le conste al autor, es un final literario de un cuento que también lo es aunque relate un caso clínico-penal. De nuevo una ventana abierta por la que ahora, en lugar de la brisa, entra el calor de la primavera, y de nuevo una mujer, pero ya no se trata de las fichas de los vigilantes, ahora la tarea es recomponer múltiples fragmentos mientras fuma su cigarrillo. Son dos ventanas y dos mujeres; les aseguro que no ha dejado de interrogarme esta cuestión, no creo en la teoría narrativa de la repetición casual, creo que la estructura del relato viene marcada por estas coincidencias de inicio y fin, una mujer introduce la contingencia, otra mujer restaura el destrozo que dicha contingencia provocó. 

¿Acaso es esta coincidencia lo que hace sonreír al buda? ¿No estaría él sonriendo, desde el saber que la antigüedad le otorga, por algo que nosotros no podemos comprender, una casualidad que no podemos interpretar? Al igual que Feldmayer, yo también tengo mi propio delirio, y creo que el buda se ríe porque algo entiende en ese efecto de paréntesis que hacen esas dos mujeres, paréntesis que encierra entre medias la acción del relato, se ríe porque lleva muchos años dedicado a contemplar la condición humana, y sabe que todos tenemos clavada una espina, y que debemos vivir con ella. No se trata tanto de una verdad oculta, la espina es más bien un resto incurable. Y el buda sonríe porque sabe que lo mejor es no intentar estirparla. 

Alberto Estévez

lunes, 18 de junio de 2012

Las manzanas de Ferdinand Von Schirach o, El artista transforma su experiencia en símbolos. Por Sara Veiras

El primer libro del abogado berlinés Ferdinand Von Schirach, cuyo título Verbrechen (crimen, delito, delincuencia), nos ofrece Ediciones Salamandra como "Crímenes"; transcurre entre dos paréntesis. 




Cierra el libro una referencia a René Magritte “Ceci n`est pas une pomme”. Y lo abre una cita de Werner K. Heisenberg: “La realidad de la que podemos hablar jamás es la realidad en sí”. 

Como René Magritte pretendía cambiar la percepción preconcebida de la realidad, Von Schirach busca llamar la atención sobre el grado de acercamiento a la verdad que se puede esperar de la justicia. Todo ello montado sobre una pieza angular: Su tío juez -al que Ferdinand aún hoy echa de menos, todos los días-, decía: “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”. 

Y así como su tío juez les contaba, a él y a sus amigos, casos que pudieran entender, así Von Schirach nos cuenta en un tono ameno, estremecedor, divertido, romántico, reflexivo, y, por sobre todo, en un tono ligado al amor; casos que despliegan situaciones complicadas, donde siempre está presente la pomme como un objeto que señala la fina frontera entre el bien y el mal, con sus variados matices, colores, y transformaciones (páginas 16/22, 30, 51, 63, 79, 86, 114, 144, 150, 161, 168). 

Claro que me divertí leyendo de esta manera, pero de ello hablaré más tarde. 

Por ahora corresponde decir que igualmente me sorprendió, y mucho -no conozco el carácter alemán, ni su idioma, pero se oye por aquí, me refiero a la zona latina del mundo, hablar de la frialdad alemana-, encontrar tanto calor en Von Schirach. 

Calor acompañado de precisión, bien decir, puntuación, espacio. Un manejo del aire en la escritura que permite respirar lo atroz con el corazón encogido, aunque sin ahogarse. Leo aquí mucho mérito. 

Con respecto a sus compatriotas transcribo unas palabras del autor: 

”...los grandes discursos son cosas de los siglos pasados. A los alemanes ya no les gusta la grandilocuencia, han tenido demasiada. 

A veces, sin embargo, uno puede permitirse una breve escenificación...” 

Pero volvamos a las manzanas de Von Schirach. 


Empezamos con la compra de una finca con un pequeño parque donde hay 40 manzanos. ¿Qué pasa entre la adquisición de este campo pagado con una herencia -destaco este hecho porque hay diferencia entre pagar con dinero heredado y, pagar con el trabajo; resulta obvio que entre medias, en el primer caso, está la muerte-; y, “Vendían las manzanas de su jardín”? 

Entre esos dos momentos hay una luz intensa y cegadora que deslumbra, un descuartizamiento, un reguero de sangre, y hambre. 

Más tarde se nos cuenta que “Este año las manzanas son muy buenas”. 

II 

Las buenas manzanas puestas a la venta echan a rodar. 

Alguien, más allá, un cuñado que regenta una pastelería de la ciudad, las corta en rodajas y las sofríe con miel en grasa muy caliente; hace los mejores balli elmalar, dulces turcos que le encantan a otro heredero; el obeso y salvaje Pocol. Quien demuestra que comer manzanas en rodajas resulta peligroso. 

III 

También son peligrosas las manzanas que caen al suelo. 

La camioneta que transportaba la cosecha perdió una, casi redonda. Bajo el sol del mediodía se interpuso delante de una vespa y tres ricos herederos, Leonhard, Theresa, y el pobre Tackler, salen de escena en el preludio de la primera sonata. 

IV 

El verde manzana, como una cruz de ceniza, delata a uno de los hermanos Fataris del Líbano. Hermanos incapaces de comprender el mensaje en amarillo fosforescente que la sociedad pretende inscribir sobre su pecho: Obligados a trabajar. 

“Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una muy importante”. Jueces y fiscales ya podían ser zorros..., pero ellos, los hermanos, eran herederos de una larga tradición de delincuentes, y uno de los hermanos sabía muy bien una cosa, que él era un erizo, y que domina su arte. 


Cuando llegamos a “Suerte” y a esa manzana que un joven chutó y mandó al otro lado de la calzada, mientras Kalle grita “No soy ningún asesino”, nos encontramos con el amor. 

Dos faltas abrazadas sobre el hielo, que sólo heredan la suerte, se encuentran con ese hermoso regalo. 

Ocurre a veces, dice el autor en el prólogo: Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ése es el momento que me interesa. 

“Si tenemos suerte”, no ocurre nada. Si tenemos suerte. 

VI 

Abbas robó una manzana en un puesto de frutas de Beirut. Tenía por entonces siete años. 

_ En nuestra familia no somos delincuentes _había dicho su padre. 

Había regresado donde el frutero y pagado la manzana. 

Summertime está ubicado en el centro del libro, dividiéndolo en dos bloques de cinco relatos cada uno. ¿Es esto una casualidad? 

Es el cuento más resbaladizo de todos. Donde el hielo parece afinarse hasta el punto de dejar caer al cliente. 

Así resume el autor el carácter de Boheim, el primer sospechoso del crimen: “Si ella se acercaba demasiado, él pondría fin al asunto”. “Boheim no era de los que se andan con rodeos”. 

“Pese a que todas las pruebas apuntaban lo contrario, Boheim se mantuvo fiel a su visión de los hechos. Y aun a pesar de las pésimas perspectivas, no perdió la calma ni el buen humor”. 

Comenta también que había heredado de su padre la mayoría accionarial de una empresa de componentes de automóviles. 

Era un millonario. Y gracias a un margen de sesenta minutos, Boheim sale absuelto. 

¿Se trata de suerte en esta ocasión, de la suerte sonriendo a Boheim? 

¿Representa Summertime la excepción a la regla de Von Schirach, un hombre que no depende de la suerte porque construye la suya propia? 

¿De aquí que el nombre de este relato aparezca en cursiva, y en el centro del libro? 

VII 

El hombre sacó la manzana del bolsillo y la limpió; tras un momento, el cabeza rapada se la quita de un manotazo y la aplasta, mientras la pulpa salpica sus botas militares. 

Poco después el cabeza rapada no se dio cuenta de que se estaba muriendo. 

VIII 

_ Si no mato a las ovejas, sus ojos quemarán la tierra. Los globos oculares son los pecados, las manzanas del árbol del bien y del mal, que lo destruirán todo. 

Philipp se echó a llorar como un niño... 

Philipp veía números en todas las cosas. Los números lo enloquecían. 

_ Nunca me has preguntado qué número soy _ le dijo a su abogado. 

_ ¿Qué número eres? 

_Verde. 

IX 

Feldmayer tenía algunas litografías, entre ellas Manzanas... Cuando el museo cambió a Feldmayer, Feldmayer descolgó los cuadros y los bajó a la basura. 


En la mesilla de noche estaba la navaja suiza, con ella había cortado la manzana que se había comido. 

Patrik es el único personaje del libro que come la manzana. Patrik se ve empujado a engullir por amor. 

XI 

El hombre... miraba fijamente la manzana que se estaba pudriendo a su lado. Observaba las hormigas, que arrancaban trocitos a mordiscos y los transportaban a otra parte. 

Su vida había comenzado como una fábula terrible. Michalka fue abandonado. Michalka fue recogido. Y, después de atravesar todos las vicisitudes impuestas por una vida difícil, llegó a Etiopía; la tierra donde empezó la vida del hombre. 

Víctima de la malaria cae inconsciente, pero antes sentencia: “Todo esto ha sido una mierda”. 

Lo cuidan los desheredados del mundo. Una mujer, un médico, y muchos desconocidos, todos negros. 

En los cinco últimos relatos, después de la bisagra constituida por Summertime, donde se insinúa la trampa que tienden los listos a la justicia; Von Schirach abre la puerta a los desheredados que caminan sobre su propia suerte, tentando con su peso, sin salvavidas, al hielo que se puede romper. 

Así vive Michalka, el más desheredado de todos. Un hombre que se construye a sí mismo a partir de una palangana de plástico verde. 

Michalka camina, hasta que se convierte en una persona apacible y serena. Pero... Un día las autoridades se fijaron en él. Querían ver su pasaporte. 

Las cosas volvieron a ponerse mal para Michalka. 

El pasado vuelve a cobrase su deuda. 

La cárcel. 

Un intento de huida. 

Nuevo atraco a un banco. 

Un abogado ideal entra en escena. ¿El sueño de Ferdinand Von Schirach? 

Después la justicia se pone de fiesta. 

La humanidad florece con esplendor. 

Llantos y risa. 

La escena es cualquier cosa menos la típica de un tribunal. 

Como decía el tío juez de Von Schirach, la culpabilidad es un asunto peliagudo. En la Edad Media era más sencillo, a un ladrón se le cortaba la mano. No importaba que hubiera robado por codicia o por hambre. 

Demostrada la bondad de Michalka y un trastorno asociado a la separación de sus seres queridos, salió un año después, las escabinas hicieron una colecta y le pagaron el pasaje. Michalka volvió a Etiopía. 

El hombre, en Etiopía, cultiva café, tiene hijos, y es feliz. El sueño bucólico se realiza después de la descomposición del objeto sobre un fondo verde. 

Así terminan estos relatos de Von Schirach, donde con respeto, cariño, y optimismo, nos habla de la lucha entre el bien y el mal; un combate peliagudo. Las cosas son complicadas, y cuando no hay suerte, se puede morir. 


Carta a Ferdinand Von Schirach 

Estimado Ferdinand, me gustó su libro. 

Disfruté tirando del hilo conductor de esa pomme, que a veces es verde, y va acompasando el pecado. 

Me gustó el comienzo. Un parque de manzanos heredado, donde estalla la sangre, poniendo en circulación un objeto que encierra muchas significaciones. 

Quién la come en rodajas, muere. Quien la encuentra a su paso y cree que ella es la causa, se equivoca. Quién la exhibe por ignorancia, es descubierto. Quién la tira lejos, ama. 

Quién la roba y paga su deuda, se salva. 

Quien la lleva en el bolsillo, puede con un cabeza rapada, incluso con dos y hasta con tres. 

Las manzanas del árbol de la ciencia del bien y del mal lo destruirán todo, si se interpretan con el entendimiento de un niño trastornado por la mitología religiosa. 

Cuando el hombre se vacía, la representación de ese mismo objeto va a parar a la basura. 

Comer la fruta prohibida, o dejar que se pudra bajo muestra mirada, ¿he aquí la cuestión? 

El autor arriesga su respuesta. Sólo en el segundo caso, y si la suerte acompaña, el hombre conseguirá ser feliz. 

Así lo he leído, Von Schirach. Me gusta la metáfora. Considero que nos ofrece una satisfacción. La realidad en sí, con su resistencia, abre una puerta a la libertad que se nutre de ese juego con el objeto que nos permite decir: Ceci n`est pas une pomme. 

Frente a ese cuadro podemos reír mientras lloramos, o, viceversa; aunque sea durante los breves minutos abrazados por esos dos corchetes que son el Verano y el Otoño. 

Sara Veiras

Beatriz Schlieper nos obsequia con su comentario del relato "La Espina", de Ferdinand von Schirach.

El cuento comienza desde la perspectiva de un narrador con una descripción de los distintos avatares personales del personaje, de sus estados anímicos y sus conductas cada vez más bizarras. Así el autor va desplegando los acontecimientos de los que Feldmayer, el personaje, es actor. Lo que permite construir el hilo de una trama que se va complejizando tornándose insoportable para el personaje del cuento. Luego del quiebre, del estruendo de una catástrofe con un final a toda orquesta, el autor hace un viraje. Situándose desde otra escena hace apreciaciones asumiéndose como parte de la historia en lo concerniente a lo justo y equitativo en relación a la responsabilidad del sujeto o del museo en este episodio tan grave. 




El cuento muestra el desarrollo sordo de la locura hasta su eclosión donde toma estado público. Es notable como el autor ha captado la dinámica de la locura. Y en ese aspecto nos recuerda a Maupassant que también muestra en El Horla, como diariamente se van produciendo nuevas intrusiones que llevan al personaje a la angustia del doble innominado y a la desesperación sideral. El alivio allí, solo se obtiene también en un acto violento, aunque más grave, ya que en el incendio mueren los sirvientes del personaje. También allí se van produciendo pequeños actos cotidianos como intentos para neutralizar lo que viene de lo real. En ambos cuentos del mismo modo que sucede en la clínica estos episodios de violencia catalogados como pasajes al acto se desarrollan en una secuencia enigmática cuyo proceso va in crescendo hacia el derrumbe final. 

Este cuento de la espina es una creación literaria superior aun a la de El horla cuyos fenómenos intrusivos de algún modo son más esperables. Aquí, en cambio es alguien cuyo tormento consiste en la idea de que la escultura desde hace siglos está padeciendo el dolor de la espina en su pie. Es un saber sobre el dolor que se le impone a Feldmayer luego de veintitrés años de encierro con ella. Esta riqueza imaginativa da cuenta de una capacidad creativa extraordinaria por parte del autor. 

Es notable cómo el autor describe el proceso de deterioro desde una simple inquietud inicial en una persona que había sostenido varios trabajos a lo largo de su vida y que frente a su nuevo trabajo en la soledad de la sala de un museo ocupada por él y la estatua, rápidamente encuentra la solución obsesiva de medir y contar todo lo que resulta factible en la sala del museo. 

Luego lo insoportable de lo real aprehende los sonidos y los colores de los que le urge desprenderse. Durante unos años todavía la ritualización de su vida le permite mantener las cosas mínimamente bajo control, aunque ya no sale con mujeres y su retraimiento lo lleva incluso a liberarse del teléfono al morir su madre. 

Alrededor de los 7 u 8 años de trabajo en el museo se precipitan los trastornos en torno a la idea de, si el joven se habría podido sacar la espina. La ansiedad y el desasosiego hacen presa de él y cuando las cosas ya se precipitan al vacío empiezan los problemas cenestésicos de sudor, palpitaciones, dificultad para dormir y la idea delirante de tener una espina en su cráneo que le raspa el cerebro. Allí la solución que inventa es el redimirlo de su tortura con pequeños pasajes al acto de clavarle él una espina en el pie a gente desconocida y tomar fotos del hecho, lo que le produce una satisfacción del orden del éxtasis. 

Han pasado veintitrés años. Muchos años, ¡demasiados! la diminuta espina de la estatua se le ha clavado literalmente en su cabeza. ¡Todo terminaría en cuestión de minutos! El tiempo para comprender se ha agotado, las soluciones intentadas no alcanzan. Si bien ha hecho justicia por su propia mano, retardando la decisión última ya el tiempo expiró. Pero en el momento de concluir, la irrupción pulsional lo fuerza a la precipitación para acabar con el tormento. Levantando la estatua por encima de su cabeza la hace añicos. Inmediatamente ocurren percepciones extrañas sobre el cambio de color de su sangre que sale de su estomago hacia sus manos y pies iluminándolo por dentro. Por unos instantes ve la espina iluminada que luego desaparece. Esto desencadena en Feldmayer una risa interminable. El psiquiatra forense reflexiona adecuadamente sobre las dos caras del problema: parece haber sufrido una psicosis y por otro lado parece haberse curado con este acto violento. Oposición que no deja de ser cierta en tanto le da al sujeto un punto de amarre a su dispersión. 

Luego del pasaje al acto el autor mismo parece aliviarse. El giro por parte de éste le da al cuento otro sesgo, el de finalmente estar en un remanso. El cuento se desliza dentro del discurso corriente donde todos hablan y se entienden, el juez, el fiscal, el psiquiatra y el autor, ahora uno más en la escena de quienes deben decidir finalmente si es válido o no declarar la ininmputabilidad de Feldmayer. Si bien finalmente el museo levantó la denuncia contra él para no verse comprometido. 

No falta en sus observaciones la ironía atribuida al comentario del director del museo durante un almuerzo, quien dijo: ¡menos mal que no estaba en la sala de la Salomé!

Beatriz Schlieper