viernes, 25 de febrero de 2011

Apertura de la 23ª cita de Liter-a-tulia; Los Muertos, de James Joyce

Es este relato de Joyce, Los Muertos, el que nos reúne hoy aquí.
Sin embargo, si suprimo algo de esta frase y les digo, son los muertos lo que nos reúne hoy aquí, no estoy faltando al primer sentido de la frase que les di, sólo que en este caso, al evitar la referencia a un relato y a su autor, el significado de la frase se amplía, se escucha de otra manera, mucho más equívoca.
No se trata simplemente de un juego, es mucho más. La equivocidad del significante, su polisemia, la pluralidad de sus significados, es un atentado contra la ilusión de una comunicación plena, que no dejaría resto alguno sometido a su influencia. No hay comunicación, entre seres hablantes, que no deje escapar esta dimensión del malentendido, esta posibilidad de que las cosas sean otras, es el propio lenguaje el responsable de esta pérdida, es el que se encarga de que Los Muertos , pueda ser una relato literario, pero pueda a su vez también constituirse como una significación que nos atañe mucho más personalmente en la medida que convoca, por ejemplo, seres queridos que ya no están.
Esta reflexión viene a contravenir una de mis primeras sensaciones al leer el cuento, que para mí, seguro que por lo que acabo de comentarles, porque debió convocar algunas ausencias, ha resultado absolutamente conmovedor, también la película de Huston es deliciosa y no pude resistirme a su nostálgico encanto. Tras su lectura, se apoderó de mí una sensación bien concreta; en realidad, aunque mostrase la estructura de un solo relato, me encontraba con la sensación de que en verdad se trataba de dos relatos, y en algún punto me atrevería a decir que bien distintos.
Hay una línea que es la que trae el baile anual desde el comienzo y que se extiende también al desarrollo del propio cuento. Un baile anual es una reunión que en su esencia congrega gente de años y años, un evento que lleva el inconfundible símbolo de la tradición, el pasado, incluso el paso del tiempo, y la inevitable evidencia de los que no están, tan presente en el cuento, lo cual, en un autor de la talla de Joyce, no es casual su elección para dar comienzo a la historia. Pensemos pues que desde el principio se nos está llevando a considerar todo esto, la palabra muertos está incluso en la primera frase del cuento en relación a los pies de Lily, la muchacha que sirve en casa de las Morkan.
El baile se aliña con pequeños trazos, algunas pinceladas que siluetean lo que no marcha, lo que no es tan social, sino más bien individual, propio e íntimo, menos vistoso, más oculto, pero no por ello invisible, incluso en algunos personajes es bien patente, como el alcoholismo del inefable Freddy Malins, no menos patente que el de Mr. Browne. La cuestión política de una convulsa Irlanda se salda en la disputa con Miss Ivors con una extraña salida de tono de nuestro hasta ahora apacible protagonista Gabriel y el insulto de Miss Ivors, anglófilo, un puñal que quedará como marca de lo que no marcha, de algo que no engrana en medio de una fiesta tan bien preparada y avenida.
Antes de todo esto ya vimos la respuesta de Lily, la sirvienta, cuando Gabriel le insinúa su interés en casarse y ésta le responde de forma desabrida, fuera de cualquier convención social, citando los bajos intereses de los hombres de hoy. Vaya un gesto taparle la boca con unas monedas, es Navidad, le dice, pero sabemos que el suceso tocó particularmente a nuestro protagonista que queda pensativo con el correctivo recibido. Tras estas dos historias sería interesante plantear; ¿qué le pasa a Gabriel con las mujeres? ¿Es un problema que se agota en su propia naturaleza masculina o estamos hablando de algo que lo incumbe en mayor medida?
Puestos a desmenuzar somos capaces de encontrar, con toda seguridad, muchas más muestras, de de las que yo sólo tomé alguna, de estos flashes de desencuentro que el cuento nos plantea, que no es otra cosa que el desencuentro de los goces de cada uno, que no buscan convenir, que no se pliegan a lo social ni a la norma y que los psicoanalistas llamamos pulsión de muerte, de la que somos habitados en tanto seres parlantes. Pero dicha pulsión de muerte ha estado bastante atemperada en buena parte del relato y aunque no podamos decir que no sufrimos algún bache en la lectura, el camino hasta aquí fue bastante llano. ¿Hasta aquí, pero hasta dónde? Hasta el punto de ruptura, punto en el que el agente desencadenante de este corte, genialmente elegido por Joyce, es una mujer. Y de nuevo, y ahora ya no es un tropiezo, la mujer; no sólo provocando la zozobra de nuestro protagonista, sino cortando el relato en dos, produciendo una grieta ineliminable.
Tengo pues que desestimar aquello de la primera impresión es la que queda, no hay dos relatos como yo pensaba, no ha podido resistirse la primera sensación ante la evidencia de que el autor nos conmina desde el principio, es verdad que de menos a más, a ir considerando la parte más oscura, y paradójicamente, la que le otorga su grandeza y exquisitez al relato. Ahora bien, ello no permite negar que su estructura porta este efecto de corte absolutamente intencionado, fractura pues, que está compuesta de un mixto; de una parte tenemos unos papeles de la función previamente distribuidos y asignados, y de otra, el golpe de la contingencia que encarna la canción La joven de Aughrim.
Es una maravillosa canción, la disfrutarán viendo la película de Huston, o en la web sin dificultad. Es también el nombre de un poema del poeta andaluz Juan Peña inspirado en esta historia, y que creo supo recoger el espíritu de lo que subyace aquí:

Pese a la enfermedad, la desgracia, el cansancio,
llevar en la mirada una pasión,
que la vida nos duela,
que sea frágil y hermosa, como una nieve oscura
cayéndote en los ojos.

Por todo lo dicho hasta ahora, este cuento -y seguramente todos los cuentos, al menos los buenos cuentos que uno pueda llegar a leer- tiene dos niveles de lectura. Uno es más evidente, en el que el rancio de la sociedad dublinesa de la época, atrasada, antigua, protocolaria hasta la hez, aplastada por su nacionalismo provinciano y por el peso de la iglesia católica, se expresa en una fiesta, un baile anual, en el que sus invitados parecen competir en dar muestras de su carácter retrógrado. Joyce era un dublinés que tuvo que enfrentar esto, y escribe un relato en el que hace deambular a estos personajes y los pone en evidencia ante la imaginación, y gracias a Huston, también ante los ojos del lector, denunciando eso que lastra lo irlandés.
El otro nivel, no con ello trato de ir más allá, o invitarles a pensar en supuestas profundidades, es un nivel que consuena con una lectura más desde el sujeto, que escapa un poco de toda esta tentación que la interpretación social nos pone en la mano casi sin esfuerzo. Es un nivel que habla de una lectura de lo individual, mucho más psicoanalítica si prefieren, un nivel de las entretelas del psicoanálisis y que nos da para hablar de cosas bien distintas.
No se trata de que las lecturas sean independientes, todo lo contrario, creo que no puede entenderse la una sin la otra. Quizá podamos hacer la aproximación social al relato de Joyce, pero será muy terciada sin tener en cuenta la hipótesis subjetiva de los personajes. De la misma forma, imposible es abordar a través de la herramienta que nos brinda el psicoanálisis la lectura de lo que ocurre a nuestros personajes sin traer al primer plano lo que el contexto limita, del que quizá pudiéramos prescindir, pero el riesgo es el de siempre, incluir en nuestra lectura interpretativa nuestras propias construcciones y nuestros fantasmas distorsionando el objetivo, el lugar hacia el que apunta el relato. Por ello no quiero que lo piensen como capas, más bien como un trenzado, una lectura que llamé social se entreteje con otra más clínica si puede decirse, y eso será así hasta casi el final del relato, en el que el autor nos deja solos ante el desamparo, la división y el quebranto que nuestro no-protagonista nos monologa como final del cuento.
No quiero alargarme demasiado y convertir mi comentario en un ensayo sobre el cuento de Joyce, pero me gustaría que pudiéramos detenernos un momento en la cuestión siguiente. Acostumbrados, en lo que llevamos de curso, a finales que nos toman por sorpresa, finales podría decir “prematuros” en los que hay muchas cuestiones que han quedado en el aire, sin explicar, y que nos interrogan una vez terminada la lectura, pienso que en este caso estamos ante otro tipo de final, un final que compararía con las luces de un escenario que van apagándose, se presiente, la historia toca a su fin, pero ello no resta ni un ápice de importancia a lo que se está precipitando sobre nosotros, como en el cuento se precipitan los copos de nieve, bellísima metáfora de un helado final, en la que sí existe la sensación de algo que se cierra, aunque sea para quedar absolutamente abierto.
Pues bien, en esta escena final que salda el cuento, nuestro protagonista objeta su propio protagonismo, reconoce que merece de éste muy poco o nada, y el que asume o estaría dispuesto a asumir, lo juzga ridículo, torpe e inútil. Podríamos imaginar a Gabriel comenzando un diálogo con su autor en el que le trasladase este cuestionamiento, preguntándole qué lo ha llevado a otorgarle tal importancia a su personaje en el relato, cuando para él no hay duda de que el protagonista es otro, alguien menos cobarde, alguien dispuesto a arriesgar si la pasión amorosa toca su puerta, aunque dicho arrebato lo desaconseje la prudencia. Alguien que no teme recordar y por tanto no cede ante la añeja idiosincrasia dublinesa de familia y amistades. Por el contrario, Gabriel es alguien que eligió acatar, no discrepar. Un buen muchacho, hoy un hombre caballeroso, presto para sofocar cualquier emergencia o atisbo de contrariedad, tan precavido que hasta provoca la burla de su propia esposa, y que ante lo desagradable, prefiere apartar la vista o desterrar el recuerdo, y que además nos confiesa, antes de tomar conciencia de lo que ha hecho con su vida, que nada le hace disfrutar más que sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta, aunque nosotros sepamos que trinchar el ganso no equivale en este caso a “cortar el bacalao”. Demasiados temores, demasiado miedo al fracaso, lo han llevado a buscar refugio en la tradición, y en el calor de un matrimonio que ha esculpido a su medida.
La contemplación de la escena en la que Gretta, arrobada, dibuja el cuadro “Lejana Melodía” dispara el deseo sexual de él, no sería extraño una modalidad deseante inspirada en la fragilidad de ella, y a partir de ese momento se inflama in crescendo, y no será apagado hasta mucho más tarde cuando las lágrimas abundantes de su mujer consigan sofocar el fuego fatuo de un deseo empobrecido. Lo que acompaña ese momento es de una finura privilegiada, porque asistimos a la detumescencia del deseo sexual masculino, y cómo pierden los objetos instantáneamente su calidad de fetiche que hasta hacía poco atesoraban. Creo que la caña flácida de la bota de su esposa es el mejor ejemplo de ello, además de una metáfora bien elocuente de lo que está ocurriendo.
Quiero plantearles algo para la discusión, porque este relato, como les dije, dejó abiertas muchas cuestiones. Me gustaría que pudiésemos pensar el pronóstico del personaje. El relato nos asoma en su final a un: ¿y ahora qué va a suceder? ¿Qué tipo de efecto puede tener en Gabriel el descubrimiento de una pasión amorosa que su mujer experimentó en la juventud de cara al futuro? ¿Disponemos de claves suficientes en la lectura para saber si él está dispuesto a salir de su refugio y ensuciar sus zapatos atravesando esa nieve que todo lo cubre? ¿Podemos decir que esta experiencia que lo lleva a recorrer oscuros rincones de la existencia arrojará un saldo diferente en su vida? Sea como fuere, el peso que tiene el pasado en nosotros no lo determina la presencia de la tradición y las costumbres que hayamos recibido, aunque éstas efectivamente también nos constituyan. El peso del pasado que ignoramos soportar es el peso del deseo del Otro, eso es lo que hace que en realidad el pasado sea algo tan actual y presente en nuestras vidas, un fardo que dobla la espalda al más fuerte, una pregunta que siempre insiste, un vacío que cuestiona que Los Muertos sean, únicamente, un relato de Joyce.

Alberto Estévez

jueves, 24 de febrero de 2011

Joyce, ese fuego frío. Un comentario sobre "Los Muertos" de Ana Crespo

"Joyce es por excelencia el escritor del enigma”, dijo Lacan; “Joyce es estimulante; “¿de dónde viene ese fuego frío que prende fuego a todo lo real?”, se pregunta en su Seminario El Sinthome, en el que se interroga por la vida y la obra de Joyce, no menos que por la función del arte.Este hijo de padre borrachín, que no pudo empezar peor en la vida, Joyce, es inanalizable, como buen jesuita, como buen católico, nos dice además Lacan.
Pero su obra es su síntoma, y de este síntoma podemos saber algo tal vez. ¿De qué es síntoma su obra? De su carencia paterna, a la que compensa con su escritura, parece ser, no menos que de su “fracaso” con la mujer, o de su posición masculina. En medio de su minusvalía psíquica, es su obra lo que le otorga una consistencia, una consistencia del orden de la eternidad, dotándolo de un nombre inmortal. He aquí una de las funciones del arte, allí donde la vida fracasa (la función paterna, la garantía de una posición masculina supuestamente lograda, la “verdadera mujer”, la relación entre los sexos, la civilización en definitiva…).
De este fracaso habla con toda evidencia su relato “Los muertos”: del fracaso de todo semblante de discurso, de la derelicción de los cuerpos, de la relación sin esperanza entre los sexos, del inquietante malestar en la cultura. Diversos hartazgos y cansancios que retienen a los seres vivos inmovilizados en su deriva mortal, sin certezas vitales, sin derecho a la existencia, y farfullando sin parar, pero revestidos de excelente educación, no exenta de “belicosidad”. Ya lo vio Freud: la agresividad, la deriva de muerte, es el precio que se paga por la sublimación en la cultura.
Que el relato trata de la imposible relación entre los sexos, que su tema es lo que pasa entre las damas y los caballeros, es algo que se constata nada más comenzar, cuando los hombres que llegan a la fiesta pasan al “cuarto de desahogo” de la planta baja, y las mujeres al “cuarto de las señoras” improvisado en el baño de arriba. Primera separación irreductible de la pareja protagonista que entra en sociedad, en la extraña fiesta familiar, y que ninguna conjunción sexual ulterior en la soledad de la alcoba nupcial puede superar al final del relato, ni siquiera en la oscuridad y el secreto de ese cuarto de hotel que evoca la pasión original de una lejana e improbable luna de miel…
Es en ese metafórico “cuarto de deshago”, donde el protagonista experimenta el primer desencuentro sexual, el primer “resentimiento” de esa noche, tras su “deshago” con la chica de la limpieza, la única cara luciente y casadera de la noche, aunque algo lívida, a la que él ha echado una ojeada, y que rápidamente lo pone en su sitio: “Los hombres de ahora no son más que labia…”. Primer sonrojo de Gabriel Conroy (“como si hubiera cometido un error”), y que paga con lo único que tiene, unas monedas, pero no el último de la velada en lo que a las mujeres y al mérito de existir se refiere… Así, se sonrojará, pestañeará y fruncirá las cejas frente a Miss Ivors, cuando esta lo acuse de pro-inglés, de poco patriota. Perplejo, pero tratando de sonreír, él no sabrá defenderse de las acusaciones de la mujer, que lo cogen distraído; y apenas se defenderá con su apoliticismo y su gusto por el olor de la letra recién impresa, así como por las librerías de viejo. Estos sonrojos, estos rubores, de un hombre “no de pleno derecho”, están en serie respecto de otros textos de Joyce, como refiere el especialista joyceano Jacques Aubert.
A Gabriel “el color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente”, y su cara estaba “desnuda” detrás de sus lentes… Desconcertado, entristecido, indeciso, irritado por momentos, ridículo, solícito y extremadamente amistoso con las mujeres, él fracasará de arriba abajo con su discurso, se teme, “como había fracasado con la chica”, “equivocado de tono”…
Él es demasiado prudente, “demasiado precavido”, es la queja pública de su mujer, obligándola a llevar galochas para protegerse de la nieve —a ella, que se adentraría gustosa en ella en plena noche y enfermaría, si no fuera por él—, sobreprotegiéndola igual que hace con sus hijos. Este es en resumidas cuentas el peor error que un hombre puede cometer ante la mujer que ama, dice Lacan, esto es, poseer hacia ella los sentimientos de una madre. También el Bloom del Ulysses experimentaba estos sentimientos (“cree llevarla en su vientre”, dice literalmente Lacan). Pero “es preciso explicar el amor”, dice también Lacan, el amor que suple a la imposible relación sexual, y esto es siempre del orden de “una locura”, como “lo que está más a mano”…
Y ¿qué hace Gretta en el relato? Ella se ríe a carcajadas de las galochas… y de la solicitud de su marido, que ya “formaba parte del repertorio familiar”. Sin añadidos.
Veamos un instante, por otro lado, de qué calificativos victorianos reviste Joyce al rancio “matriarcado” de esta fiesta de navidad en el interior de esta Irlanda nacionalista, católica, apostólica y romana, las tías, la sobrina, las otras invitadas, solteronas en general: ellas están ora débiles y cansadas, ora agrias y ansiosas; no hacen más que revolotear contradictoriamente por todas partes. Ellas son quisquillosas, no soportan que las contesten, responden esquinadas o amargadas, sus caras se ven fláccidas, sus figuras lánguidas. La tía Julia tiene la apariencia de “una mujer que no sabía donde estaba ni adonde iba”, su otra tía es “toda bultos y arrugas”. Ellas fruncen el ceño, e invitan al sobrino predilecto a la prudencia. Gabriel se ríe nervioso, y todo el tiempo se estira los puños, se anuda el nudo de la corbata, “para darse confianza”…
Todo en la cena cobra un inhóspito, desapacible y frío significado simbólico: los jóvenes beben “maltas amargas”, ellas “limonadas”, pues no toman “bebidas fuertes”, y rechazan “el ponche femenino, caliente, fuerte y dulce” que Mr. Brown les ofrece; él, que presume de caer bien a las mujeres, mientras bebe un “buen trago de whisky”, bajo la mirada admirada de los jóvenes, y hace confidencias picantes a las muchachas (“vamos, si no tomo un vasito, dámelo tú, que es lo que necesito”…). Su cara, sin embargo, es “mustia” y “acalorada”. El otro hombre destacable de la fiesta es un borrachín monfletudo, tosco, hinchado, soñoliento, torpemente solícito con su anciana madre. Por no hablar de la comida de la cena, y de aquello de que de “trinchar el ganso” con pulso seguro es seguro que se trata…
Estos son significativamente los hombres y las mujeres de “Los muertos”. Hombres y mujeres de gestos mecánicos y nerviosos. Ni un resto de sana naturalidad. ¿No estarán ellos mismos ya muertos en sus aburridas vidas? Gabriel será capaz de representarse imaginativamente, más tarde, en la habitación del hotel, el inminente funeral de su tía Julia, cuyo abotargado rostro le había hecho presagiar, tras su “caída” sexual, desprendido ya de su deseo y de su cuerpo como de una cáscara…
También la música que se oye durante la velada está plena de resonancias simbólicas, por momentos carece de melodía, meras piezas “académicas” y “difíciles”, interpretadas ante un “público respetuoso”.
Y ¿qué podemos saber de los protagonistas? Nada sabemos del padre de Gabriel, pero sí de su “matriarcal y seria madre”, en cuya fotografía repara; su madre, que solo bordaba y no tenía el talento musical de sus tías; y que fue la que puso nombre a sus hijos; gracias a la cual su hermano es ahora párroco y él pudo graduarse en la Universidad; y que se opuso a su matrimonio porque su mujer no era nada, nada más que una mujer cualquiera, una “rubia rural”… ¿No era esta la situación del propio Joyce? Él, que adoraba más que nada sentarse a una buena mesa, la letra impresa, y la actividad ciclista, como Gabriel, y que no pudo gozar de Nora sino al precio de rebajarla a una “mujer cualquiera”, como es sabido por las famosas, impúdicas e “impublicables” cartas a Nora.
Y dejando de lado cualquier análisis en una óptica femenina, que diera crédito a la melancolía insuperable de Gretta, ¿de qué se trata en este congelado trío entre Gretta, Gabriel y el muerto sino de un bello fantasma enmarcado contra la nieve que cae sobre todos los vivos y todos los muertos, el de Joyce mismo, que apunta a su síntoma principal; aquel que Lacan calificó como el de “una-mujer-entre-otras”, una mujer cualquiera, de la que Joyce no podía hacer su mujer, tal como quiso la fría madre de Gabriel, y, así, una mujer cualquiera es la que se relaciona literalmente con cualquier otro hombre, incluido un muerto, en todo caso, una mujer no suya, una mujer en la que le fuera imposible unir el goce sexual y la ternura, justamente el síntoma de una degradación que lo había vinculado a Nora?
Pero otorguemos a este final otra respuesta más genuina, enigmática y feliz, pues estamos muy lejos de cualquier “sentido común” en lo que atañe a la imposible relación sexual. No basta esta helada, pusilánime y un tanto masoquista “perversión” joyceana como respuesta, porque hay la otra: la sabiduría del síntoma y de la falta que su arte encarna y encarnará con “hospitalidad, humor y humanidad” para varias “jocosas y ufanas” generaciones, a lo peor. “A no ser que digamos mentira”.
Ana Crespo

martes, 22 de febrero de 2011

A la luz de la sombra. Un breve apunte de Gustavo Dessal sobre "Los Muertos" de James Joyce


Heidegger pensaba que la angustia es el sentimiento que nos embarga cuando dejamos de estar distraídos con las cosas. Las cosas del mundo sirven precisamente para eso: para distraernos y dejar de ver. No es una función despreciable, puesto que para soportar la vida es preciso que uno no vea todo.
El cuento de Joyce comienza con eso: con las cosas del mundo. Un grupo de personas que se reúnen para celebrar la Navidad, cenar, bailar, cantar. Conversan, ríen, bailan y beben, trinchan un pavo, pronuncian discursos, aplauden. El relato recrea minuciosamente la bulliciosa sonoridad del mundo, el ruido de platos, mandíbulas y carcajadas, pero sobre todo el rumor de las palabras. Joyce parece ofrecernos un todavía incipiente adelanto de lo que más tarde será un franco desbordamiento, cuando en su Ulises las palabras se conviertan en cometas que han escapado de sus órbitas. Aquí, en Los muertos, las palabras son mordaces, elegantes, chispeantes, y a menudo banales. Parecen cargadas de sentido, y nos inducen a creer que van a alguna parte, lo cual es un señuelo, un espejismo, una magistral estratagema del narrador. Joyce nos tiende una trampa, inunda la escena con personajes tan vívidos como inservibles, puesto que su función no es más que la de oficiar de comparsa para la broma. Nos vemos arrastrados hacia esa escena, estamos allí, y nos sentimos inmersos en la atmósfera de esa casa, sentados a la mesa junto con los restantes invitados. Joyce es muy hábil para lograr eso, domina la técnica metonímica a la perfección, cultiva el detalle a fin de que nuestra mirada se colme de realismo. Finalmente, todo eso servirá a un único propósito: demostrarnos que el brillo de las cosas, la luminosidad de lo visible, nos vuelve ciegos, y que solo empezamos a ver algo de verdad cuando las luces del mundo se atenúan.
“Estaba en la parte oscura del recibidor, mirando hacia lo algo de la escalera. Una mujer estaba de pie en la parte superior del primer tramo, también en la sombra. No podía ver su rostro, pero podía ver las franjas de color terracota y salmón de su falda, que en la sombra se percibían negras y blancas. Era su esposa.”
He aquí la primera señal: es necesario que la luz se amortigüe para que empecemos a darnos cuenta de otra cosa. La segunda señal vendrá más tarde, una vez que los últimos brillos de la fiesta se hayan consumido. El conserje se disculpa por el fallo de la luz eléctrica, y Gabriel desdeña incluso la tenue luz de una vela que se le ofrece. Todo lo anterior, la cena, el baile, la risa, las conversaciones y las despedidas, los varios personajes interpuestos, no han sido más que un acto de prestidigitación literaria para llevarnos a lo único que importa en este cuento: él y ella, en esas cuatro o cinco páginas finales. No sabía quién era esa mujer, hasta que se dio cuenta. Era su mujer, y él la ha vuelto a descubrir, después de varios años, y es entonces cuando un intenso deseo lo toma por asalto. Resulta evidente que ese deseo ha surgido de la extraña visión en la escalera. “Había gracia y misterio en su actitud, como si ella fuese el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie, en la sombra de una escalera, escuchando la música distante”.
En la penumbra, el deseo de él ha captado el de ella, un deseo que a su vez está cautivo de un más allá que la música le ha debido de evocar. Y si es verdad que el deseo es el deseo del Otro, ¿será él capaz de avanzar en esa dirección? Porque es lo suficientemente sensible como para comprender que hay algo que se insinúa allende la intimidad de sus cuerpos, un signo que señala hacia otra parte, esa otra parte que solo la penumbra puede dejar aparecer.
¿Qué somos? ¿Qué hemos sido?
“En esa hora, en la que había confiado triunfar, un ser impalpable y vengativo se revolvía contra él, reuniendo fuerzas contra él en su mundo impreciso. Qué pobre papel había jugado él, su marido, en la vida de ella”. Una vez atravesado el umbral del pánico, Gabriel se alivia del dolor. Su pequeñez, su vergonzosa insignificancia, la ignorancia de esos años por fin descubierta, le ha devuelto la visión. “Su alma se había aproximado a esa región donde habita la vasta multitud de los muertos”. Ya no sufrirá de amor, porque le ha llegado el momento de comprender que la nieve cae para todos, cubriendo el Universo.

Gustavo Dessal