jueves, 10 de septiembre de 2009

Un fantasma literario de eternidad, por Sergio Larriera


UN FANTASMA LITERARIO DE ETERNIDAD.



La repetición.

Es sabido que Jorge Luis Borges utiliza abundantemente la repetición de ciertas frases o pensamientos, que idénticos o con pequeñas modificaciones aparecen en épocas a veces muy distantes unas de otras, ya sea en la poesía, en los relatos o en sus ensayos.

Quiero llamar la atención sobre una repetición especialmente significativa, pues se trata de un texto de varias páginas que encontramos tres veces en su obra.

En una nota de 1969 al pie de su poema “El truco” (publicado por primera vez en 1923) Borges expresa, en relación a la repetición de alternativas y a la copia de antiguas bazas propia de la pobreza combinatoria de dicho juego, que en ese poema “…asoma por primera vez una idea que me ha inquietado siempre. Su declaración más cabal está en “Sentirse en muerte” (El idioma de los argentinos, 1928) y en la “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952). Su error, ya denunciado por Parménides y Zenón de Elea, es postular que el tiempo está hecho de instantes individuales, que es dable separar unos de otros, así como el espacio por puntos”.

Y en los diálogos sostenidos con Osvaldo Ferrari entre 1984 y 1985 dirá: “Es una ambición del hombre la idea de vivir fuera del tiempo. Pero no sé si es posible, aunque dos veces en mi vida yo me he sentido fuera del tiempo. Pero puede haber sido una ilusión mía: dos veces en mi larga vida me he sentido fuera del tiempo, es decir, eterno”.

Podría llegar a suponerse que una de esas dos experiencias fue la que declaró en “Sentirse en muerte”. Sirvan estas citas para señalar el temprano desvelo de Borges por la eternidad, inquietud que persiste a lo largo de toda la obra. A continuación extractamos las mencionadas páginas.

Comienzan así: “Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y extática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo”. Y a continuación pasa a relatar la experiencia. Sale a caminar en una noche serena sin rumbo ni destino, al azar. Pero “una suerte de gravitación familiar” lo encaminó hacia las “misteriosas inmediaciones” del barrio de su infancia, un confín “vecino y mitológico a un tiempo”. La marcha conduce a Borges hasta una esquina en la que aspiró la noche y dejó de pensar: “en asueto serenísimo de pensar”. Hemos seguido al autor hasta ese punto en que se encuentra al borde de una revelación, para la cual lo han preparado una serie de circunstancias: barrio en el que inicia la caminata, próximo al punto en que plasma lo que llamará visión, estado de ánimo dispuesto a dejarse llevar por las casualidades, vecindad del barrio de la infancia… “La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos –más altos que las líneas estiradas de las paredes- parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle, la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.”

Esa es la escena en la que Borges contemplando tal sencillez, hace la experiencia de la mismidad, de que aquello era lo mismo que treinta años atrás: “Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad”.

Estas páginas, de las que hemos extraído algunas frases y
de las cuales comentaremos algún otro párrafo más adelante, fueron escritas en 1928 y publicadas en El idioma de los argentinos. Volvieron a ser publicadas idénticas, sin ninguna modificación, en 1936 (Historia de la eternidad) y en 1944 (Nueva refutación del tiempo, versión A). Tres veces, separadas por intervalos de ocho años, en las que Borges publica las mismas páginas. En 1936 representan su propia versión de la eternidad, y están incluidas al final del texto tras haber analizado diversas concepciones. En 1944 examina distintas teorías del tiempo; el texto se abre con las siguientes palabras: “En el decurso de una vida consagrada a las letras y (alguna vez) a la perplejidad metafísica, he divisado o presentido una refutación del tiempo de la que yo mismo descreo, pero que suele visitarme en las noches y en el fatigado crepúsculo, con ilusoria fuerza de axioma. Esa refutación está de algún modo en todos mis libros…”

Respecto de esa perplejidad metafísica, le dice Borges a María Esther Vázquez, en abril de 1973: “La perplejidad, el asombro del cual surge la metafísica según Aristóteles, ha sido una de las emociones más comunes de mi vida”.

Consagrado a la oposición tiempo/eternidad, el deseo decide la refutación del tiempo. Imposible por la vía de la razón y de la argumentación, el deseo, en cambio, se realiza en el fantasma de eternidad. ¿Por qué decimos “fantasma de eternidad?” Porque cada vez que Borges se enfrenta a la cuestión del tiempo, se repite la misma solución literaria, se repiten las mismas páginas. Los sucesivos ensayos de la razón están agitados por el deseo de refutación del tiempo. El deseo, imposible de realizar por la vía argumental, se realiza ilusoriamente en el fantasma, el cual sólo es un instante “evanescente, extático, irrazonable, sentimental”.

Es de este fantasma borgeano que queremos ocuparnos en estos comentarios. De esa escena reiterada que cada tanto acude “con inusitada fuerza de axioma”. Una escena y su correspondiente palabra, la palabra eternidad.

Tras narrar la escena, comenta: “Esa pura representación de hechos homogéneos -noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental- no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años: es, sin parecidos ni repeticiones, la misma”.

Los hechos homogéneos pueden resumirse en la siguiente cuaternidad: serenidad, limpidez, fundamento y floración.

La serenidad le es otorgada por la noche: “aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar”; suspensión del pensamiento y de la dirección voluntaria del caminar hasta aparecer en la esquina de la revelación. Y en esa noche serena que le dispensa tal estado de ánimo, tal predisposición al encuentro, el silencio es esencial, siendo el único ruido, intemporal: “…en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos”. La limpidez de la parecita es el surgimiento de una tapia rosada que emerge de la tierra turbia y caótica, una tapia rosada que “parecía no hospedar luz de luna sino efundir luz íntima”. Lo límpido de la tapia sobre lo turbio de la tierra. ¿De dónde proviene la limpidez? No viene de la luna sino que es luz íntima. No es la luna la que ilumina la inmaculada tapia rosada, sino que la tapia es límpida porque efunde su íntima luz. No es un objeto rosado que refleja la luz de la luna. Es porque hay luz en el objeto rosado que este color es el nombre de la ternura. Recortada sobre el barro la tapia lo mira a Borges. Él ve la escena iluminada por la luz de la luna. Pero la luna es un espejo que refleja la luz íntima de la tapia rosada.

La visión de Borges que capta la escena, que ve la tapia iluminada, en realidad está causada por la mirada de la tapia, por esa luz íntima que parece efundir. Captura por la limpidez para la cual hay condiciones. Una, la ya descrita serenidad. Otras, el fundamento y la floración. En lo que respecta al fundamento, a él se refiere Borges en distintos términos: tierra turbia y caótica, barro elemental, barro no conquistado, barro fundamental. De ese fundamento emerge la tapia, del mismo modo que el templo griego descansa sobre un fondo rocoso del que la obra arquitectónica extrae lo oscuro de su tosco y pujante soportar. “El brillo y la luminosidad de la piedra aparentemente debidas a la gracia del sol, sin embargo, hacen que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche” (Martin Heidegger, El origen de la obra de arte). La presencia inconmovible del templo hace que la hierba y el árbol, la serpiente y el grillo, el mar, el aire, tomen sus figuras de manera acusada, adquiriendo relieve lo que son. A ese nacer y surgir en totalidad Heidegger lo llama tierra: “La tierra es donde el nacer hace a todo lo naciente volver, como tal a albergarse. En el nacer es la tierra como lo que alberga”. Más adelante volveremos sobre el templo, o mejor sobre uno de los templos de la arquitectura borgeana: el patio.

Nos queda finalmente, de la cuaternidad de la escena, por considerar el último término, la floración. “Olor provinciano de madreselvas”, madreselvas en flor siempre presentes en el tango y la poesía popular. Floración de la madreselva, fruto de la tierra que se presenta en la noche como “olor”. Aroma nocturno que hace presentes los frutos que no se ven.

Esa “pura representación de hechos homogéneos” no es, dice, mera identidad de hechos parecidos o repetidos sino que es la mismidad. Es la experiencia de la delusión del tiempo en esa captura por la mismidad de lo mismo. Al quedar “mirando esa sencillez”, la sencillez de lo mismo, produce un primer nombre: lo rosado es el nombre de la ternura. Esta cuestión también nos ocupará un poco más adelante. Luego, el segundo nombre: “Me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad”.

El advenimiento.

Es notable el modo en que Borges subraya, insufla, hipertrofia o inventa preocupaciones por la adecuación de la palabra y la cosa. Así, en “La muralla y los libros”, el emperador chino que inventó la escritura dio su verdadero nombre a las cosas, teniendo éstas el nombre que les convenía. También en “El idioma analítico de John Wilkins” se aspiraba a “un idioma en el cual el nombre de cada ser indicara todos los pormenores de su destino, pasado y venidero”.

Hay un poema borgeano, “El advenimiento”, que transcribimos pues resulta ejemplar:

Soy el que fui en el alba, entre la tribu.
Tendido en mi rincón de la caverna,
Pujaba por hundirme en las oscuras
Aguas del sueño. Espectros de animales
Heridos por la esquirla de la flecha
Daban horror a las tinieblas. Algo,
Quizá la ejecución de una promesa,
La muerte de un rival en la montaña,
Quizá el amor, quizá una piedra mágica,
Me había sido otorgado. Lo he perdido.
Gastada por los siglos, la memoria
Sólo guarda esa noche y su mañana
Yo anhelaba y temía. Bruscamente
Oí el sordo tropel interminable
De una manada atravesando el alba.
Arco de roble, flechas que se clavan,
Los dejé y fui corriendo hasta la grieta
Que se abre en el confín de la caverna.
Fue entonces que los vi. Brasa rojiza,
Crueles los cuerpos, montañoso el lomo
Y lóbrega la crin como los ojos
Que acechaban malvados. Eran miles.
Son los bisontes, dije. La palabra
No había pasado nunca por mis labios,
Pero sentí que tal era su nombre.
Era como si nunca hubiera visto,
Como si hubiera estado ciego y muerto
Antes de los bisontes de la aurora.
Surgían de la aurora. Eran la aurora.
No quise que los otros profanaran
Aquel pesado rio de bruteza
Divina, de ignorancia, de soberbia,
Indiferente como las estrellas.
Pisotearon un perro del camino;
Lo mismo hubieran hecho con un hombre.
Después los trazaría en la caverna
Con ocre y bermellón. Fueron los Dioses
Del sacrificio y de las preces.
Nunca dijo mi boca el nombre de Altamira.
Fueron muchas mis formas y mis suertes.

Comprobamos que el sujeto se encuentra en un estado muy especial (“yo anhelaba y temía”) a la espera de que algo advenga. Entonces irrumpe la manada: “bruscamente”. Primero oye y luego ve. Irrumpe una cosa vista y oída. Finalmente brota de sus labios una palabra inédita, la palabra “bisontes”, experimentando el sentimiento de que tal era el nombre adecuado.

En esta secuencia, oír-ver-nombrar-sentir, el sujeto tiene la certeza de que el nombre nombra exactamente lo que, anticipado en el anhelo y temor de la espera, adviene como sonido y visión. El poeta sitúa en cuatro versos lo que desde cierta perspectiva podría también denominarse “cogito paleolítico”: éste se instala como certeza de que la palabra nombra adecuadamente la cosa oída y vista. A este surgimiento primero de la cosa en los sentidos (ver y oír) y de la palabra que brotando de lo innominado le sale al encuentro, Borges lo llama “advenimiento”. Lo apropiado del advenimiento se experimenta como certeza de hallazgo.

“Después los trazaría en la caverna con ocre y bermellón”. El poeta localiza el último término del cuadrado del advenimiento simbólico: sonidos y visiones que encuentran su palabra constituyen un acontecimiento que es conmemorado mediante trazos y colores sobre las paredes del vacío, pues no otra cosa es la oquedad de la caverna. Tal organización del vacío nos conducirá más adelante a reunir algunas reflexiones de Lacan a las ya mencionadas de Heidegger, para constituir una serie que va de la caverna al patio borgeano pasando por el templo.

En los primeros versos del gran poema llamado “El Golem”, encontramos fuertes resonancias de estas cuestiones:

Si (como el griego afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Este poema puede ser considerado como el desarrollo de la cuestión del advenimiento (Ereignis de Heidegger, el “acaecimiento propicio” o el “acontecimiento apropiador” según las traducciones) pero tomado en sus avatares de siniestro extravío: el Golem es un muñeco animado por las maniobras cabalísticas de Judá León, rabino en Praga. Se preguntaba el rabí, con ternura y horror: “¿Cómo pude engendrar este penoso hijo y la inacción dejé, que es la cordura?”.

Pues bien, consideramos que en la humilde experiencia de eternidad (“Es una pobre eternidad sin Dios, y aún sin otro poseedor y sin arquetipos”) que Borges refiere una y otra vez está en juego el advenimiento; aunque no se trata de la nueva palabra que trae la cosa a presencia, es sin embargo el advenimiento del secreto e íntimo sentido de una palabra gastada, la eternidad.

No podemos aquí evitar una nueva cita, un fragmento de un poema de 1940 en el que está poetizado aquel Sentirse en muerte de 1928, 1936 y 1944. Bajo la forma “de un poema incesante” encara la periodicidad de una repetición: “vuelve a mi carne humana la eternidad constante”.

Dicen algunos versos de “La noche cíclica”:

No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo
que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del Norte, del Sur o del Oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota.”

Otros fragmentos del poema nos servirán más adelante, pues en ellos, lo mismo que en el relato “El sur”, Borges establece una comparación entre la ciudad y la casa.

Los versos citados traen nuevamente como elemento de la eternidad la tapia que nos llamó la atención, ahora celeste, antes rosada: “siempre una tapia celeste”. Y este color, celeste, no está allí impuesto por una exigencia de la rima con la palabra Oeste, sino que casi nos atreveríamos a afirmar que es al revés, que el orden de los tres puntos cardinales de la ciudad de Buenos Aires (tres, porque el Este es el río inconmensurable) está impuesto en el verso por el término “celeste”, un color esencial a la que ya podemos denominar “paleta borgeana”.

Decimos que la tapia resulta ser un objeto esencial en la escenografía de poemas y relatos, y muy especialmente en los primeros libros de Borges.

Hay en ellos tapias rosadas y celestes, y también tapias azules (“Último sol en villa Ortúzar” en Luna de enfrente). Hay incluso tapias que “tenían el color de las tardes” (“Elegía de los portones” en Cuaderno San Martín), y hasta hay una tapia allí donde nunca hubo tapias, allí donde jamás, en toda la historia de la poesía, se ha mencionado tapia alguna: en el mar. En el poema “Singladura” (término, por otra parte, caro al primer Borges) leemos:

“El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar. En su hondura, el alba es una humilde tapia encalada”.

Tapia encalada que es la erección de un templo en el mar, templo que solicita un suelo y lo obtiene en los versos siguientes:

“Impenetrable como de piedra labrada
persiste el mar ante los muchos días”.

Hasta en las largas travesías marítimas (volvió de Europa en 1921 para viajar nuevamente en 1925, época de este poema) los cálidos objetos esenciales a su metafísica, a la arquitectura de su metafísica, acompañan a Borges. En ese mismo libro, Luna de enfrente, en otro poema marítimo (“La promisión en alta mar”) las estrellas anticipan la patria cuando la tierra aún está lejana. Y las estrellas vienen de tierra, de cornisas, de jardines, de atardeceres de provincia… También vienen del patio “donde el aljibe es una torre inversa entre dos cielos”.

Hemos mencionado más de una vez el hecho de que habría una arquitectura y una escenografía, hemos destacado una escena a la que calificamos de fantasma borgeano, y en ella hemos subrayado un objeto, la tapia, que insiste en múltiples textos. Finalmente, también llamamos la atención sobre lo que denominamos “paleta”. Todas estas dimensiones son constitutivas de la metafísica borgeana, de esa metafísica que Víctor Farías, con su habitual acritud y crítico regocijo, ha bautizado como “metafísica de arrabal”. Este sintagma nos parece especialmente adecuado porque pone de relieve el ámbito en que se sostiene la metafísica de Borges (y no porque sea una metafísica propia del arrabal; sólo nos parece verdadera metafísica la problemática de la eternidad borgeana).

Volvamos los pasos sobre el destacado fantasma. El arrabal es el ámbito donde se plantea la escena favorable. La experiencia de eternidad ha sido precedida por una construcción en la que Borges ha empleado más de cinco años, pero cuyo inicio puede fecharse en el primer poemario publicado como libro (otros anteriores no alcanzaron la edición). Se trata de Fervor de Buenos Aires publicado en 1923. Allí comienza Borges a trazar una ciudad propia, una auténtica arquitectura. Muy avanzadas estas reflexiones me encontré con un libro que desconocía y en el cual su autora argumenta con profusión al respecto. Toda la primera parte del excelente libro Borges y la arquitectura de Cristina Grau está dedicada a esta época que estamos considerando, esos años entre 1923 y 1930, años de construcción del fantasma de eternidad que seguiremos encontrando al modo de una cuña metafísica en la obra posterior.

En esa frontera entre el suburbio y la pampa en que las últimas casas se desgranan hacia el campo incipiente, allí suelen encontrarse calles, esquinas, almacenes y tapias rosadas, reiteradamente rosadas, otras muchas veces celestes, en ocasiones amarillas, como en una página de Evaristo Carriego (1930) en la que se entrecruzan “caserones amarillos”, “amarilla luz de patio”, “amarilla estera” y “amarillo zanjón”. En la etapa que estamos considerando, la paleta de Borges se compone de tres colores básicos: rosado, celeste y amarillo. Imposible no evocar aquella otra paleta, la de William Turner (2), que fue invadiéndose de tonos amarillos y de colores claros, hasta el punto de que ya en 1806 la crítica lo condenaba en los siguientes términos: “…un color que parece haber sido producido por arena y yeso” (Silvia Ginzburg).

En el mencionado libro de Grau, la autora sostiene que en Fervor de Buenos Aires, Borges, en su intento de recuperar un Buenos Aires de principio de siglo, genera una ciudad afantasmada, irreal, de museo, puesto que no hay hombres que la habiten. Sus habitantes están ausentes o muertos, es una ciudad de otros tiempos, despoblada. En esa arquitectura inaugural empieza a construirse el fantasma. Digamos que en esa ciudad el único signo humano esta puesto por los sentimientos de Borges: cuatro veces la ternura aparece manifiestamente en los poemas, dos veces la tristeza. Señalemos que en el fantasma de eternidad formulado en 1928, el color rosado es el nombre de la ternura.

En el segundo libro de poemas, Luna de enfrente (1925), el término aparece en una sola ocasión; en una larga enumeración de las acciones cumplidas por el poeta -he atestiguado, he cantado, he conmemorado, he dicho, he sido…- surge finalmente este verso: “He trabado en firmes palabras mi sentimiento que pudo haberse disipado en ternura”. Nos dice que experimentó mucha más ternura de la que menciona, que tuvo que afirmar palabras para no diluirse en un constante efluvio sentimental. Esta ternura infantil (vale decir originaria de la infancia) y consustancial con su relación con Norah, la hermana dos años menor, queda asimilada a la construcción poética de la recuperada ciudad de Buenos Aires tras el retorno de 1921. El maestro sevillano Cansinos Assens destacó en un comentario del libro de Borges este carácter “humanísimo y tierno” (Revista La Nueva Literatura, Madrid, 1927).

Norah Borges ha gravitado intensamente sobre esta etapa borgeana. En Borges el memorioso (páginas 73-74) se declara:
“Norah no es una pintora ingenua. Yo he visto…yo entiendo poco de pintura, aunque tengo el amor de Turner, y el amor de Rembrandt y el de Velázquez. Bueno, yo he visto las diversas etapas de la obra de Norah. Ella empieza siempre por una especie de plano. Hay líneas transversales, líneas horizontales, líneas verticales y éstas se cruzan, componen diversas formas. Esa es la primera forma de un cuadro suyo. Y después va inscribiendo los personajes, o las quintas, o lo que sea. Pero es una persona muy consciente de lo que hace. Y además tiene algo único ahora: que sabe perspectiva, una ciencia que ha sido olvidada por los pintores. Norah estudió perspectiva y pintura en Ginebra. Tiene una gran sensibilidad. Yo le debo mucho a ella. Por ejemplo, volvemos a Buenos Aires al cabo de tantos años de ausencia –1914 a 1921- y ella descubrió algo que yo solo no habría descubierto. Ella descubrió que Buenos Aires era una ciudad muy dilatada, de casas bajas, con patios. Me dijo: ¡qué raro! Esta ciudad tan larga y tan chata, y sin embargo queda bien.

Y de ahí salió Fervor de Buenos Aires; toda mi literatura, digamos. Salió de esa observación de Norah, que además pintó las casas de Buenos Aires antes de que yo empezara a escribir sobre ellas (…) Norah hubiera podido ser un poeta, pero no quiso serlo por razones de buena educación, de discreción. Estaba casada con un escritor, Guillermo de Torre; yo soy escritor también. Mi hermana era pintora y dibujante, y sin duda pensó: “Si publico mis versos voy a invadir un terreno que no es mío, voy a ser una intrusa”. Ha escrito versos liadísimos. Hay uno en el cual una persona dice que otra se ha alejado de ella, pero que va a volver: “Y volverá, como la luna vuelve al patio”…”

Luna y patio que tendrán un papel preponderante en la ciudad borgeana.

En el fervoroso retorno a su ciudad, en todos los poemas en que expresa su fervor, sólo son nombradas dos ciudades: una, la recuperada, repetidamente; todo el libro son distintas entonaciones de su nombre. La otra es algo sumamente extraño, está como fuera de lugar, aunque sea una ciudad literaria por excelencia, y particularmente amada por los ingleses: Benares. Nombre inglés de Varanasi, punto culminante del sagrado Ganghes. Borges imagina, inventa su Benares, contempla el amanecer. Y en la iconografía de la ciudad imaginada proliferan nombres extraños al fervor de la ciudad recuperada, la Buenos Aires que da nombre al canto: templos, muladares, cárceles, muros, hospitales, alamedas, cuarteles, torres. Y entre tanto vocablo ajeno a la íntima evocación que es el libro, la entrañable palabra “patio”. Pero la conmoción es doble, pues al hecho de ser transportado inexplicablemente a Benares, tan ajena, para encontrar allí lo más familiar, el patio, el lector deberá sumar lo que se revela en un relámpago cabalístico: Benares es la cifra secreta de Buenos Aires, es su síncopa sagrada. Una ciudad cabe literalmente dentro de la otra. De ese modo Borges nos dice que sagrada es Buenos Aires, y sagrado es el río en que se baña por el Este. En el más lejano invento Borges sacraliza lo más próximo.

El color.

Amaneceres y atardeceres, albas y ocasos, a veces noches, que van pintando la ciudad. “Colores blandos como el mismo cielo”, “colores del perdón de la tarde”, “colores del poniente”, “trémulos colores se guarecen en las entrañas de las cosas” cuando cae la tarde, “mi casa atónita y glacial en la luz blanca” del amanecer, y podríamos seguir citando otras tantas imágenes en las que se evidencia la preocupación de Borges por la luz y el color en todos los poemas del libro -y en libros sucesivos-.

En 1816 decía Hazlitt de William Turner: “…marcadas abstracciones de perspectiva aérea y representaciones no tanto de temas de la naturaleza como del medio con que se han observado. Son pinturas de elementos del aire, de la tierra y del agua. Le gusta volver al caos primitivo, a la separación de las aguas y la tierra, y la luz de las tinieblas, a cuando no existía vida o árboles fecundos sobre la faz de la tierra (…) Todo está vacío y sin forma. Se ha dicho que sus paisajes están pintados desde la nada…” (Turner, Silvia Ginzburg). Fuertemente influido por un filósofo como Burke, teórico de lo sublime suscitado por los grandes fenómenos de la naturaleza correspondientes a las privaciones: el vacío, el silencio, las tinieblas, el infinito. Confluyen en Turner esta estética de lo sublime con la poética de lo pictórico, consistiendo esta última en un marcado interés por la observación de la naturaleza y los fenómenos atmosféricos (S. Ginzburg). Además de la estética y la política, una costumbre de Turner puede también haber cautivado a Borges. Turner solía utilizar fragmentos de poemas (especialmente del poema Seasons de James Thompson -1726- o de poemas propios) como comentarios literarios de sus cuadros. Turner sostuvo: “No podemos producir buenos pintores sin ayuda de la poesía”. ¿Cómo llegó Borges a Turner? Carecemos de datos concretos al respecto. Sólo disponemos de su declarado “Amor de Turner” y de ciertos comentarios. En Diálogos, Osvaldo Ferrari le dice que el amor por la naturaleza es propio de Inglaterra, además de Irlanda (pag.267). Borges asiente. “Sí, el paisaje era casi desconocido en la literatura antes del movimiento romántico en otros países de Europa. Casi no hay paisaje. Creo que en la pintura tampoco. Ahora, según Ruskin, el primer pintor que ve realmente las rocas, las nubes, las montañas, el mar, fue Turner. Porque en general se usaba el paisaje como fondo; ese fondo era convencional: lo importante era el personaje”.

Transcribiremos una larga cita de ese libro, tomada de la conversación sobre la pintura (pag.287): “…Ruskin tiene un libro titulado engañosamente, o sofísticamente, Pintores modernos, que está dirigido, digamos, ad majorem gloriam de Turner (…) El tema de él es que la naturaleza -claro que se refiere a Occidente- había sido usada como fondo: los pintores pintaban sobre todo la cara, a veces los discípulos pintaban las manos; y luego el paisaje era como adicional. Ahora, según Ruskin -pero yo no puedo juzgar ese juicio- Turner fue el primero que realmente vio las nubes, vio los peñascos, vio los árboles, vio la neblina y ciertos efectos de luz. Y todo eso, según Ruskin, fue un descubrimiento personal de Turner. Él examinaba muy cuidadosamente los cuadros de Turner, con una lupa -eso me lo dijo Xul Solar, que también admiraba a Turner-. Y Chesterton dijo que el protagonista de la pintura de Turner es “the english weather” (el tiempo o clima inglés), pero no refiriéndose al tiempo cronológico sino a diversos modos o hábitos del tiempo; sobre todo los crepúsculos, las neblinas, las luces”.

Decíamos que no tenemos datos del acceso de Borges a Turner. Su primera estancia en Europa transcurre en Suiza fundamentalmente, y luego en España, países que no se caracterizan por poseer ricas colecciones de Turner. En la lista de veinte o treinta lugares del mundo en los que hay importantes muestras de Turner, no figuran ni Suiza ni España.

Establecemos nuestra conjetura: Turner llega a Borges por vía literaria. Es Ruskin quien inicia a Borges en Turner, sin que podamos negar que tal vez se agregue a este influjo el de la undécima edición de la Enciclopedia Británica. Continúa diciendo Borges en la entrevista comentada: “Todo eso más que la forma. Tengo entendido -mi opinión no vale nada, pero repito lo que me dijo Xul Solar- que Turner fracasa con la figura humana, y en cambio, es un gran espectador de paisajes. Y yo recuerdo que en uno de los volúmenes de ese libro de Ruskin hay una reproducción de un puente, un puente determinado; y luego está ese puente dibujado muy cuidadosamente y muy bellamente por el mismo Ruskin. Y ahí, si mal no recuerdo, parece que Turner ha eliminado dos arcos, ha simplificado todo, o ha enriquecido otras cosas; y todo eso lo aprueba Ruskin, y explica que Turner tenía razón estéticamente, aunque diera una imagen falsa del puente”.

A partir de estas referencias se puede inferir que es en los libros de Ruskin donde Borges se encontró con Turner. En ellos, algún crepúsculo tiene que haberlo impresionado vivamente, pues es lo que especialmente recalca en conversaciones y en algún texto. En la entrevista que estamos considerando le dice Ferrari: “Son famosos los cielos de Turner”, a lo que Borges contesta: “Los cielos, si, los crepúsculos de Turner”. Y en su último libro, Los conjurados de 1985, hay un animal invisible anterior al tiempo y fuera del espacio que los hombres buscan y que los busca. Ese animal “acecha en los crepúsculos de Turner”… (La larga busca).

Y si Turner ya estaba en Borges porque Ruskin se lo había dado, es sabido que la relación con el pintor argentino Xul Solar, a quien conoció por intermedio de Macedonio Fernández, potenció y confirmó lo que sería definitivo amor; esto ha quedado explícito en la cita anterior. El texto “Laprida 1214” lleva por título la dirección de Xul Solar (En el libro Atlas de 1984). Inventor de idiomas (el creol, un castellano “aligerado de torpezas y enriquecido de inesperados neologismos”, y “la panlengua, basada en la astrología”), inventor de juegos imposibles como el panjuego, “un complejo ajedrez duodecimal que se desenvolvía en un tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas”, politeista pues, “un solo Dios le parecía muy poco”, leía junto a Borges a William Blake, “en especial los Libros Proféticos cuya mitología él me explicaba”. Había dicho Borges de Xul Solar en Diálogos: “…yo he conocido muchos hombres de talento; abundan en este país, y quizá en todo el mundo. Pero hombres de genio no, fuera de Xul Solar no estoy seguro.”

Borges destaca que Xul Solar “admiraba a Turner y a Paul Klee, y tenía, en mil novecientos veintitantos, la osadía de no admirar a Picasso. Sospecho que sentía menos la poesía que el lenguaje, y que para él lo esencial era la pintura y la música.”

La elaboración estética que hizo Ruskin a los fines de efectuar la critica de la pintura de Turner tiene que haber influido vivamente en la paleta metafísica de Borges (mucho más fácil es suponer la influencia de los claros colores de las pinturas de Norah, tan inmediatos y tan amados). Hay que destacar que Ruskin hizo especial hincapié en los largos intervalos de tiempo que separaban el momento de la visión directa y el momento de la visión representada. Ese intervalo implicaba la creación de una imagen que no solamente había sido vista de manera directa sino que también debía ser necesariamente recordada. Por lo tanto, la imagen en Turner nace de la impresión visual suscitada en la contemplación del objeto y posteriormente reconstruida por la memoria. Turner mezcla visión y memoria en la creación de la imagen pictórica. Por eso Ruskin contrasta el puente real con el puente representado por Turner, porque al pintor le interesa representar, no los elementos del paisaje “sino la impresión que éste ha suscitado en su mente”.

Recordemos que la primera estancia en Europa coincidió con los años de la Primera Guerra Mundial. Las limitaciones que ésta imponía le impidieron a Borges desplazarse, efectuando solamente un restringido viaje al norte de Italia. A propósito de ese viaje se discutió en Madrid en 1984 en cierto cenáculo literario, si Borges, aun cuando en aquel viaje desde Suiza no llegó hasta Florencia, pudiera haber entrado en conocimiento de esa etapa, en pleno desarrollo entonces, de la obra de Giorgio De Chirico conocida como “Pintura metafísica”.

Un acalorado debate en la tercera sesión de la efímera “secta” giró en torno al siguiente tema: ¿Por qué fue Turner y no De Chirico quién prestó atmósfera y color al arrabal borgeano?

Nosotros vamos a recuperar algunos términos y referencias de aquella polémica, al modo de testimonio de los que ya son -aunque relativamente recientes- “otros tiempos”.

Una vez que se acepta esta manera absurda de interrogarse sobre la cuestión del color en Borges, hay que preguntarse si los grabados de Norah podrían sugerir otro color que no sea el de Turner, o si podrían llegar a solicitar unos colores de influencia veneciana como los de Giorgio De Chirico. ¿Por qué esa ciudad fantasmal, deshabitada, para la cual los grabados de Norah (ver la portada de Fervor de Buenos Aires) representan la exacta síntesis, está coloreada por Turner y no por Giorgio de Chirico? ¿Quién como De Chirico para trazar fantasmas ciudadanos, para potenciar el enigma de una tarde, para detener el humo del tren, para extrañarnos con la conjunción de objetos heterogéneos? Los grabados de Norah, esenciales a la escenografía borgeana, y aún a toda su literatura como Borges afirma en un rapto de inconmensurable agradecimiento, parecieran necesitar el ser coloreados más por De Chirico que por Turner, si de metafísica se trata.

La singular perspectiva de Giorgio De Chirico, la morfología de sus arquitecturas, inspiradas según Maurizio Calvesi en la pintura toscana del “trecento”- Giotto, Giovani del Biondo, Lorenzo Monaco, etc-, esa perspectiva psicológica imponiéndose a la atinada perspectiva geométrica, esas uniones angulosas de escorzos superpuestos y orientados de distinta manera, típicos de la visión pre-perspectivista toscana, “pierden su sabor ingenuo para ser instrumentadas en aras de un afecto aberrante y expresivamente cargado”, como son por ejemplo esas “arcadas en diagonales forzadas que se prolongan en fugas vertiginosas”.

¿Por qué no sostener, en consecuencia, que el Buenos Aires de 1923 especialmente, representado en los grabados de Norah, encuentra su clima metafísico en la pintura de De Chirico? Borges podría haber entrado en contacto con la etapa metafísica de Giorgio De Chirico, etapa que abarca el período entre 1910 y 1919. Pero no tenemos constancia de tal contacto. Son muy simultáneos la presencia de Borges en Suiza y el desarrollo de la pintura metafísica en el norte de Italia, demasiado superpuestos. En 1932 en el libro Discusión aparece la primera mención del escritor greco-italiano en un texto de Borges: “las inmóviles pesadillas de De Chirico” son “uno de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo” (Films). No nos guiamos por este juicio negativo para negar la influencia de De Chirico. Es que no vemos en ningún lado de la poesía o la prosa correspondientes a la instalación de la metafísica en Borges tal heterogeneidad sorprendente en cuanto a los objetos que nombra. Los objetos de la metafísica borgeana pertenecen todos al mismo universo semántico y jamás producen extrañeza sino ternura, tristeza, nostalgia. En cuanto al color es cierto que los colores de De Chirico podrían prestarse a la poesía de Borges, pues si bien el pintor ha tomado “la eficacia expresiva del color articulado en planos” propio del impresionismo francés, siempre su entonación es baja, lo cual según Calvesi es una enseñanza del tonalismo véneto: “para crear una atmósfera no se debe dejar que escape ningún color a la red de recíprocas dependencias entre sombra y luz”. Así condiciona y reforma De Chirico el color puro del impresionismo “al someterlo a la secreta ley de los vénetos”. Pero no, pues el color en De Chirico jamás pierde su articulación en planos, mientras que en la poesía de Borges hay una presencia de la niebla que irrealiza y que sólo puede provenir de Turner. Borges presenta sus modestos cuadros de objetos homogéneos en colores claros, blandos, neblinosos.

En una conversación que tuvo lugar el 7 de enero de 1983, Cristina Grau le preguntó a Borges si recordaba la pintura de Giorgio De Chirico. A lo cual él le contestó: “¡Ah, sí! ¡Es espléndida! Eran unos cuadros con arcadas, con esculturas, con caballos y columnas truncas. Producían una sensación de irrealidad. Y también había maniquíes, de esos que usan los modistos, ¿no?”. Si alguna prueba nos faltaba para descartar cualquier influencia del pintor metafísico, esta declaración borgeana, entre la frivolidad y el candor, muestra a las claras que no dejó la menor huella en el poeta.

El arrabal borgeano exige colores claros y esfumados, y no los planos de pesadilla de De Chirico. Ver, sino, el reproche que Borges le hace a Evaristo Carriego (El tamaño de mi esperanza, 27 a 31) a quien considera responsable, o al menos no lo considera ajeno, debido a sus tristes símbolos -costureritas, ciegos, lunas- de “la inapetencia vital y la acobardada queja tristona” considerados como esencias del arrabalero. Para Borges, por el contrario, hay en los tangos viejos la “voz genuina del compadrito”, su descaro, su sinvergüencería, su valor desfachatado. “Pero son viejos y hoy solamente buscamos en el arrabal un repertorio de fracasos. Es evidente que Evaristo Carriego parece algo culpable de esa lobreguez de nuestra visión. Él, más que nadie, ha entenebrecido los claros colores de las afueras”.

En ese mismo libro (página 88) dice de Oliverio Girondo: “Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a la balaustrada celeste”.

Es notable la vaguedad de la niña, de sus contornos, en relación al hecho de ser clara. En la niña clarea lo esencial de la poesía borgeana, en esa descripción que de ella hace el autor. Es en torno a esa claridad que se ordenan esas breves palabras.

Sin embargo, hay que señalar que lo que para Borges era claridad en 1926, claridad contrapuesta a la interpretación lóbrega y tenebrosa del arrabal, quedó referido en otros términos cuando más de cuarenta años después (prólogo de 1969 a Fervor de Buenos Aires) dice que en aquellos tiempos en que cantaba a la ciudad de casas bajas “buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”. Es decir que en esta segunda época ya está claramente diferenciado lo que podía confundirse en los primeros tiempos: a la distancia, la ternura y la nostalgia que inspiraba el arrabal están emparentadas con la desdicha. Asimismo, en las páginas de Sentirse en muerte la escena tiene dos significaciones sucesivas, casi sobreimpresas: una primera de pobreza, la segunda de dicha. La dicha de la revelación tiene que imponerse a una primera impresión de pobreza (de desdicha). Podemos decir que el Borges de 1969 considera al Borges de 1923 más próximo a Carriego de lo que declaraba.

El Patio.

La indagación del fantasma de eternidad nos condujo, en aras del color rosado, a las probables fuentes pictóricas de tal construcción. Reconocimos en los colores claros de las composiciones borgeanas la presencia de su hermana Norah y la de Turner. Ahondaremos a continuación en la arquitectura, y especialmente en un rasgo fundamental de la arquitectura metafísica borgeana, el patio. Rasgo cuya importancia ya había sido señalada por Cristina Grau, a quien le llaman la atención los patios borgeanos y la función del patio en esa ciudad de casas bajas. Dice, en una frase que nos interesa destacar: “los patios, espacios exteriores y a la vez íntimos”. Es justamente por esa “extimidad” que el patio tendrá en la poesía de Borges un papel tan preponderante.

El lector recordará que unas páginas atrás pusimos en serie la caverna con el templo y el patio. También habíamos dicho que el artista que trazaba sobre las paredes de la caverna las figuras de los bisontes en ocre y bermellón, circunscribía con su pintura un vacío esencial. En otra escala, el también artista originario, el alfarero, ha sido motivo de preocupación, entre otros, para Heidegger y Lacan. El vaso y su vacío esencial, lo lleno propio del escanciar, ocupan a Heidegger en el artículo Das Ding (La Cosa) y a Lacan en su reflexión sobre la cosa. El vaso del alfarero introduce lo vacío y lo lleno en un mundo que hasta entonces no conocía nada igual. El vaso puede ser considerado como un significante modelado que introduce la oposición vacío-lleno. Es un objeto hecho para representar la presencia del vacío en el centro de lo real; a eso Lacan lo llama “la Cosa”. Es evidente que la Cosa no consiste en algo sino que es más bien un lugar propicio para el acaecimiento, para el advenimiento. Y así como en el vaso o en la caverna reconocemos en el barro modelado o en los trazos pintados el trabajo significante en torno a un vacío esencial, constitutivo, del mismo modo sucede en el hombre, quien por el hecho de hablar va constituyendo en su más profunda intimidad, en el centro de sí mismo, un vacío, una oquedad, que le resulta radicalmente exterior. A ese centro exterior al lenguaje, propio del hombre, Lacan le asigna una topología: extimidad. Caracteriza así la exterioridad de lo íntimo, planteando un espacio que no puede concebirse según las coordenadas de nuestro espacio habitual. Se trata de un lugar que es a la vez externo e interno, propio y ajeno, íntimo y expuesto. Un lugar de exclusión interior. Y esa Cosa, ese lugar del que los hablantes estamos excluidos en nuestro propio interior, es la causa. Esa es la tesis de Lacan, la de los diversos tratamientos que, a la cosa, mediante el significante, le dispensan el arte, la religión, la ciencia.

De modo que si la caverna es presentación de la Cosa mediante una pared simbólica trazada por el artista, el templo también debe ser pensado como organización simbólica en torno al vacío. Es más: para Lacan el sentido final de toda arquitectura es el de una organización significante alrededor de la extimidad del vacío.

En serie con la caverna y el templo colocamos el patio borgeano. El patio es el lugar de la intimidad de la casa donde se aloja el firmamento evocador de la eternidad. Es en el patio donde se registra el retorno cíclico de la luna (recordar los citados versos de Norah). En un artículo sobre Oliverio Girondo dice Borges, afectado por el vértigo que le inspira aquella poesía llena de tranvías, claxons y transeúntes: “…he debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna, siempre estaban conmigo”.

El patio es un cubo cuya sexta cara es el cielo asegurador; los astros que en el cielo retornan reafirman al poeta en su identidad a la vez que lo abisman en la encrucijada de estrellas donde lo aguarda la eternidad (transcribiremos más adelante el poema correspondiente). Es en el patio donde lo más propio se enajena en lo imposible. Donde la proximidad de lo familiar se funde en lo más lejano.

En el poema “Cercanías” del libro Fervor de Buenos Aires nos interesa comparar dos versiones. En la edición de 1923 dice:

“Los patios agarenos
llenos de ancestralidad y eficacia,
pues están cimentados
en las dos cosas más primordiales que existen:
en la tierra y el cielo”.

En la edición de 1969 se produce una profunda modificación:

“Los patios y su antigua certidumbre,
los patios cimentados
en la tierra y el cielo”.

Notable transformación. Nos preguntamos en primer lugar: ¿Qué es un patio agareno en Buenos Aires? Pensamos que hay que tomar a este adjetivo en su doble acepción. Agarenos o ismaelitas son los miembros de una de las tribus de Israel. La madre de Ismael, primogénito de Abraham, fue Agar, la esclava egipcia de Sara. Hay, en consecuencia, en el nombre de lo agarenos, la evocación de la originaria esclavitud de su genealogía. Como adjetivo, agareno es una forma harto rebuscada de denominar al “patio de esclavos” o tercer patio de las casas del antiguo Buenos Aires. La casa de Borges de la calle Serrano tenía un patio de esclavos.

En el poema “Buenos Aires,1899” (año de su nacimiento) que está incluido en el libro Historia de la noche (1977), dice en unos versos:

“El húmedo zaguán. La vieja casa.
En el patio que fue de los esclavos
la sombra de la parra abovedada”.

Sostiene Cristina Grau que “no es posible pensar en las casas de los suburbios de Buenos Aires sin esa sucesión de patios que ordenan los distintos espacios, que distinguen los usos; un primer patio que ventila e ilumina las estancias de día; un segundo patio alrededor del cual se ordenan los dormitorios (…) y un tercer patio para las dependencias de servicio. Borges recuerda que “este último patio era el de los esclavos” cuando vivía en la calle Serrano. Pero también hay que escuchar en este término lo que significó por extensión, en la España medieval: musulmán. De modo que, en sentido más amplio, todo patio es agareno en tanto evoca aquellos otros patios musulmanes que el poeta habrá frecuentado, muy especialmente en Mallorca y Sevilla. Consideramos que esta doble determinación, judaico-musulmana, está presente en la elección borgeana a la hora de adjetivar los patios de su ciudad. Ahora, que los patios bonaerenses sean llamados “patios agarenos” podría ser un secreto homenaje a Cansinos Assens, recuerdo de una adjetivada tertulia…

Ya en 1969 un patio no puede ser agareno, y aún muchísimo menos los patios pueden estar “llenos de ancestralidad y eficacia”. De allí que aquellos pretenciosos y a la vez imprecisos conceptos sean reemplazados por una nueva forma, poéticamente más acertada y conceptualmente mucho más rigurosa: “antigua certidumbre”. Esta certeza originaria del patio proviene de su doble cimentación, en la tierra y en el cielo. Tales cimientos del patio, verdadero hallazgo del poema, perduran inmodificados de una a otra versión; sólo cae la frase (más propia del ensayista que de el poeta) “las dos cosas más primordiales que existen”, innecesaria explicación desde el punto de vista poético, aunque a nosotros nos sirva hoy para poner de relieve el énfasis borgeano en la función del cielo y de la tierra como cimientos. Certidumbre del patio que le sirve a Borges en más de una ocasión para encontrar su propio cimiento, como en el comentado poema en el que comprueba que “el cielo rectangular y la luna” están con él, siempre. O el comienzo del otro poema que acabamos de citar parcialmente (“Buenos Aires,1899”):

“El aljibe. En el fondo la tortuga.
Sobre el patio la vaga astronomía del niño.”

Cielo de patio, rectangular, luna. Vaga astronomía y cimiento cierto. Hay un breve poema en el que todos los vocablos se distribuyen en el marcado contraste de tierra y cielo. Pertenece al libro de 1923 y se llama “Un patio”.

“Con la tarde
se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo,
no domina su espacio.
Patio, cielo encauzado. El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena,
la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de una parra y de un aljibe”.

Es, como ya habíamos destacado, el patio por donde el cielo inunda la casa. Y es el último término del poema, el aljibe, el elemento que en otros versos ya citados le sirve para producir la metáfora más trabajada respecto del patio como lugar éxtimo y a la vez de doble cimiento: las estrellas que en alta mar “vienen del patio donde el aljibe es una torre inversa entre dos cielos”. El cielo reflejado en el fondo del pozo penetra en el interior de la tierra, la excava.

Cielo y tierra ya están organizando el primer poema del libro Fervor de Buenos Aires, donde algunas casitas austeras apenas se aventuran “a perderse en la honda visión de cielo y de llanura”. Y en un atardecer en que “ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra”, Borges contempla la plaza San Martín desde el sosiego de un banco; en la red de árboles “se exalta/la gloria de las luces equidistantes/del leve azul y de la tierra rojiza”. Nuevamente cielo y tierra, ahora como sosegado equilibrio de luces, como equidistancia de colores mitigados: leve azul y tierra rojiza.

Para terminar con esta enumeración mínima de la presencia del patio en la metafísica de Borges, hay que resaltar que en ocasiones toda la ciudad es una vieja casa o un árido palacio. En el famoso relato “El sur” (Ficciones, 1944) se recorta de la trama una reflexión en la que retorna una vez más nuestro tema: “La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios”. Y en el anteriormente citado poema “La noche cíclica”, de 1940, encontramos la misma imagen:

“Las plazas agravadas por la noche sin dueño
son los patios profundos de un árido palacio
y las calles unánimes que engendran el espacio
son corredores de vago miedo y de sueño”.

Ciudades como casas, plazas como patios, Borges construye los escenarios en los que es atrapado. Arquitectura de un fantasma de eternidad que responde a su empecinado deseo literario de refutación del tiempo. Los vaivenes de tiempo y eternidad conforman el eje de su obra. En este artículo sólo hemos señalado el momento originario en que se constituyó uno de los polos de la oscilación.

Bibliografía.

Cronología de la época especialmente considerada en este trabajo:

Fervor de Buenos Aires (poemas, 1923)
Inquisiciones (ensayos, 1925)
Luna de enfrente (poemas, 1925)
El tamaño de mi esperanza (ensayos, 1926)
El idioma de los argentinos (ensayos, 1928)
Evaristo Carriego (ensayos, 1930)

Otras fuentes utilizadas:
Borges, J.L. (1988): Borges A/Z. Siruela. Madrid.
Borges, J.L.; Ferrari, O. (1992): Diálogos. 1984-1985. Seix Barral. Barcelona.
Burke, E. (1985): Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello. Edición del Colegio de Arquitectos de Murcia y la Consejería de Cultura de Murcia. Valencia.
Calvesi, M. (1990): La metafísica esclarecida. De De Chirico a Carrá, de Morandi a Savinio. Visor. Madrid.
Carrizo, A. (1983): Borges el memorioso. Conversaciones con Antonio Carrizo (1979). Fondo de Cultura económica. México.
Farías, V. (1992): La metafísica del arrabal. Anaya. Madrid.
Ginzburg, S. (1990): Turner. Anaya. Madrid.
Grau, C. (1989): Borges y la arquitectura. Cátedra. Madrid.
Heidegger, M. (1994): “La Cosa”. Artículos y conferencias. Ediciones del Serbal. Barcelona.
Heidegger, M. (1985): “El origen de la obra de arte”. Arte y poesía. Fondo de Cultura económica. México.
Lacan, J. (1988): Seminario VII. La ética del psicoanálisis. Paidós. Buenos Aires.
Ruskin, J. (1964): Ruskin today. Ed. Sir Kenneth Clark. London.
Vázquez, M.E. (1984): Entrevista a Jorge Luis Borges (abril 1973). Veinticinco agosto, 1983. Ediciones Siruela. Madrid.