viernes, 19 de marzo de 2010

Frankenstein o el moderno Prometeo, un texto de Vilma Coccoz


FRANKESTEIN O EL MODERNO PROMETEO

Teatros del Canal, del 10 de marzo al 4 de abril de 2010


Reconocemos en los trabajos de Gustavo Tambascio un rasgo singular que comparte con Mary Shelley y con el padre de la singular criatura que ella inventara una noche de 1816, esto es: la valentía ante el riesgo de la creación y la fidelidad a un cometido, cueste lo que cueste.
Afrontar el desafío de reeditar este mito, hoy en día, en la ciudad de Madrid, merece que nos interroguemos. ¿Qué nos ha querido mostrar? ¿Cuál es el mensaje que Tambascio nos arroja a la cara, directo, descarnado?
A través de las intrincadas y pasionales relaciones que se establecen entre la Criatura y su Creador se revelan tantas lecturas posibles que los personajes parecen multiplicarse a medida que avanza el drama. El espectador, en ascuas, descubre, paso a paso, en la emoción de quien va descartando velos, que, en su intimidad, despiertan sentimientos encontrados, en pugna sutil, tramados en imperceptibles preguntas acerca de las razones que rigen nuestras acciones, y nuestras palabras.
Gustavo Tambascio no sólo ha decidido concederle voz a la Criatura. La ha duplicado. Nadie lo había hecho antes; ni lo uno, ni lo otro. Presenta, en un duelo sin contemplaciones, a las dos criaturas que son una, -como cada uno de nosotros-, debatiéndose, ansiosas, sin un arreglo sostenido. Vence la lucidez sobre el candor a medida que la Criatura avanza hacia su destrucción, hurgando en el corazón y en la conciencia del doctor Frankestein, que la ha creado.
¿Acaso no se reencuentra ahí el descrédito abismal para el Creador, que se extraña, rechaza y condena lo que él mismo concibió como perfecto? El Creador, al ver, separada, a su Criatura, sin conseguir nombrar el lazo que les une, se estremece y huye, la abandona, sin más, al desamparo: No admite las consecuencias de su acto febril en nombre de la ciencia y de su más secreta ambición, inconfesable. No quiere responsabilidades. Se esconde.
Pero la Criatura vive y quiere la Vida que ha intuido en los humanos. La Criatura nada sabe de conveniencias y busca el calor del abrazo. La Criatura entra en el mundo de las palabras y conoce, entonces, su maldición: el amor puede ser letal si se resiste a la posesión insensata. Aún así, se muestra dispuesta a perdonarle al Creador su creación impura, si le concede una compañera de un destino absurdo. La Criatura ya es un ser de lenguaje y explica sus razones, que son las nuestras, porque hablamos.
Una nueva Eva surge de las manos del doctor Frankestein, esta vez, fruto de la decisión y del cálculo. Es perfecta, pero, promesa de una raza increada, despierta en el Creador de la Criatura, el temor por un futuro indómito y, desata en él, el peor de los castigos: matándola, condena a la soledad a la Criatura. Fulminada Ella en el mismo momento, con el mismo rayo que debía otorgarle la vida, desata en la Criatura el furor de la venganza: el destino del Creador está sellado. Es el destino de su Criatura.
El final de la pieza, aún habiendo despertado en nosotros el aristotélico saldo del temor y la compasión por estos desgraciados destinos, -el de la Criatura y el de su Creador, no acaba, sin embargo, con la conmoción que se ha suscitado en nuestra subjetividad, por haber sacudido nuestro inconsciente con un efecto de verdad que nos concierne, como Criaturas, como Creadores, como Creados.
Hace falta tiempo para llegar a algunas conclusiones, un tiempo personal que el gran teatro suscita, el gran teatro, el clásico y el moderno. La puesta en escena realiza esta conjunción de lo intemporal y del tiempo: vemos tejerse y entrelazarse, con el hilo de la historia, con una maestría y un arrojo plenos, a los estupendos actores, realzados por la magnífica escenografía, el vestuario, las luces y la música. La magia de las voces, de la presencia viva consigue transportarnos, durante unas horas, al país en el que, aún, las palabras exigen de nosotros, espectadores de esta maravilla, que estemos a la altura de este acto de creación.
Por favor, no perdais esta ocasión de conocer la genial versión de Frankestein de Gustavo Tambascio. En ella vais a encontrar un dilema tan viejo como el mundo y tan nuevo, radical y moderno en su forma, que sólo puede resumirse así: es asombroso, por ser, esencialmente, humano.

Vilma Coccoz